172936.fb2
Fue Méndez quien dobló la muñeca de la mujer con una violencia de bastardo. Ya no tenía la fuerza que tuvo, pero conservaba la técnica y la mala leche de los barrios bajos. Los huesos de la mujer crujieron cuando ella caía a tierra. La joven boca se abrió en un espasmo, la garganta quedó sin aire.
Méndez dijo con voz opaca:
– Esperaba en el rellano superior de la escalera. Tenía la seguridad de que acabarías viniendo.
Y añadió:
– Pero un minuto más y llego tarde. Los imbéciles siempre lo hacemos.
Un suave puntapié, y la puerta del piso se cerró con un chasquido. Mientras la presa se hacía más salvaje, la falsa Carol lanzó un gemido de dolor, con la sensación de que su brazo derecho se iba a partir en pedazos. Rodó por el suelo sin saber exactamente lo que sucedía. Sus ojos estaban en blanco.
También estaban en blanco los ojos de Olga Tavares, mientras sus rodillas cedían y caían blandamente al suelo, sin sentido, incapaz de soportar lo que estaba viendo. Antes de perder el conocimiento pudo balbucear:
– No le haga… daño… Méndez.
– Eso depende de ella.
La joven había caído también al suelo, empujada por el policía. Méndez le apoyó un zapato en la yugular, inmovilizándola.
– Ahora, quietecita, cabrona -musitó-. No necesito ni sacar la pistola para romperte el clítoris de un balazo.
Parecía haberse olvidado de la desmayada Olga. Apretó un poco más el zapato contra la garganta de la joven mientras gruñía:
– Te conviene hablar si quieres conservar la lengua, de modo que adelante; te juro que me cago en todos tus derechos humanos. Nombre.
– Yo…
– ¡Sé que no te llamas Carol! ¡Nombre!
– Elena…
– ¿Me estás diciendo la verdad?
– Te lo juro: Elena…
– ¿Qué fue de la verdadera Carol?
– Está muerta.
Los dientes de Méndez chirriaron. Aflojó un poco su presa, porque de otro modo la mujer caída no podría haber seguido hablando.
– ¿Muerta?…
– Sí, pero hace muchos años… Po… por favor… Déjame respirar.
Méndez retiró el zapato, y la yugular dejó de estar presionada. Elena se puso en pie tambaleándose, pero volvió a caer. Al final quedó sentada, con la espalda apoyada en la pared y los ojos extraviados, como una yonqui del barrio barcelonés de La Mina.
Méndez la contempló desde arriba. Se sentía mal, quizá porque estaba acostumbrado a contemplar a todo el mundo desde abajo.
– ¿Qué es eso de que la auténtica Carol está muerta desde hace muchos años? -preguntó.
– Es la verdad. Murió a los dos o tres, no sé… Puede que a los cuatro. Tampoco es un dato que tenga demasiada importancia. El caso es que murió de muerte natural. Muerte natural, te lo juro.
– ¿Y entonces qué haces tú aquí?
– Es una historia larga de contar.
– Pues cuéntala.
– También es una historia muy sencilla.
– Pues hazla más sencilla todavía.
– Empezaré por el principio… Tú conoces a Lola.
– Una señora especializada en camas de altura y ex esposa de un ricachón llamado Pedro Mayor. Claro que la conozco.
– En ella empieza todo. Tú sabes que, cuando se separó de Pedro Mayor, ella tuvo la custodia de la hija, que entonces era un bebé.
– Lo sé.
– Su ex marido, Pedro Mayor, le pasaba una pensión para la hija. Una pensión tan generosa que Lola, aunque de vez en cuando necesitaba hacer algún negocio de cama, vivía como no había vivido nunca. La niña era su póliza de seguros, y encima la situación había de mejorar con los años. El padre pagaría alimentos, ropa, viajes culturales y gastos de educación prácticamente sin límite.
Méndez arqueó una ceja.
– Empiezo a comprender -susurró.
– Entonces puedes comprender también la situación de Lola, una cortesana muy hábil, pero a la que no esperaba más porvenir que la vejez. Muerta la niña, muerta la lotería. Por eso le ocultó la muerte a Pedro Mayor. No le resultó demasiado difícil, puesto que, además, la desgracia había ocurrido en un país extranjero. Concretamente, aquí, en Francia.
– Pero, claro, necesitaba sustituir a la niña.
– Eso era lo primero que tenía que hacer. Tampoco era tan difícil, porque su padre no la veía prácticamente nunca. Por lo que he sabido, las otras mujeres que en seguida compartieron la vida de Pedro Mayor intentaban que no la viese. La niña era una enemiga, y por tanto cuanto más lejos, mejor. Lola sabía que cualquier criatura que presentase daría el golpe de efecto, siempre y cuando fuese de la misma edad que la muerta y se pareciera mucho a ella. Buscó entonces a una niña que reuniera esas condiciones.
– Y te encontró a ti.
– Encontró a mi madre. Mi madre no era más que una drogata abandonada por su marido, un despojo que se arrastraba por las calles pidiendo un poco de caridad. Le pareció admirable que le diesen un poco de dinero por librarse de una carga, de modo que me entregó. Quizá adivinó en aquel momento que el dinero le serviría para morir con un poco más de dignidad, dejándome a mí a salvo. En cuanto a mí, no llegué a darme cuenta de nada. Sólo intuí que algo había ganado: de hija de un padre desconocido y de una señora de las esquinas, había pasado a hija de un ricachón y de una señora de las camas.
Elena había hundido la cabeza. Ni por un instante había mirado a Olga Tavares. Sus ojos eran una especie de nebulosa opaca de la que empezaba a deslizarse una lágrima.
– ¿Qué más ganabas? -preguntó Méndez.
– Una vida plácida. Comía bien, iba a buenos colegios y vestía lo que me gustaba. De tarde en tarde me hacían fotos, que mi madre enviaba a Pedro Mayor. Y más de tarde en tarde aún me ponían delante de un hombre que decía que era mi padre, me daba un beso y procuraba que no se notase que quería dejar de verme cuanto antes. Eso ocurría cuando Lola no podía evitarlo; la mayor parte de las veces jugaba al gato y al ratón, procurando que Pedro Mayor no me viese. Yo era algo así como el instrumento de su odio. Vaya si lo era. Aunque ésa era también una precaución de Lola para que Pedro Mayor no notara nada extraño. En honor a la verdad, Pedro Mayor nunca lo notó.
– Pero pagaba.
– Claro que pagaba. Lola, en sus reclamaciones, exageraba los gastos de alimentación, y si me compraba dos vestidos facturaba cuatro. No sé cómo Lola lo conseguía, pero doblaba las facturas. Pedro Mayor protestaba de tarde en tarde, supongo que instigado por las mujeres más o menos fijas que metía en su cama, pero nunca pasó de ahí. Lola me dijo una vez que, dada su situación de hombre notable, prefería pagar antes que verse envuelto en reclamaciones ante los tribunales. Y antes de que alguien publicara que la mitad de sus clientes de Barcelona se habían tirado a su ex mujer. De modo que la situación era perfecta.
– Pero el tiempo iba en contra vuestra.
Elena lanzó un suspiro, mientras hundía la cabeza.
– Por supuesto que sí. Llegaría un momento en que yo tendría que dejar de estudiar, y entonces desaparecerían las facturas, gracias a las cuales Lola vivía como no había vivido nunca. Claro que ya tenía un plan, y me lo explicó con detalle porque yo formaba parte de él: cuando se acabasen las facturas de educación, yo me casaría. Me casaría con un moro o un vietnamita ilegales, claro, aunque eso sí, deberían tener buen aspecto, para poder fingir que me había enamorado. El ilegal lo haría todo para poder normalizar su situación en Francia, dejando ya firmados antes de la boda los documentos necesarios para el divorcio. No era una idea original, desde luego, pero resultaría eficaz. Mucha gente lo hace.
– Es verdad -reconoció Méndez-. A mí mismo me ofrecieron una vez casarme con la dueña de una casa de citas de Saigón.
– ¿Por dinero?
– No. Sólo a cambio de una cena en casa Leopoldo.
Varió un poco su postura. Desde allí controlaba la puerta y cualquier movimiento de Elena, aunque ésta estaba completamente hundida y no parecía dispuesta a moverse. Su voz opaca no pareció llegar del aire, sino de las profundidades del suelo.
– El matrimonio -continuó ella- me permitiría exigir a mi «padre» un apartamento en París, un mobiliario y, ¿cómo no?, un viaje de bodas. El banquete nupcial habríamos tenido que hacerlo de todos modos, por si a Mayor se le ocurría venir. Pero el resto se vendía, se obtenía una millonada, y Lola y yo nos la repartiríamos como botín final. Sin embargo, no hubo prisa por poner en movimiento ese plan: concluidos mis estudios lógicos, Lola inventó matrículas en universidades rarísimas, de esas en que se doctoran en Sociología los jefes de Estado africanos. Con tal de no tener más preocupaciones, Pedro Mayor pagaba ampliaciones de estudios aunque fuese en la Universidad de Tombuctú. Lola, naturalmente, encargaba a un experto la falsificación de las matrículas y los títulos, cuando se suponía que yo había tenido que sacar un sobresalientecum laude. Incluso se inventó unos estudios de escultura en madera. Pero en eso acertó; ya ves: en eso, yo soy buena.
Méndez recordó los bustos atormentados, las caras agónicas, los rasgos rotos por el taladro de aquella mujer.
Pensó muchas cosas, pero sólo dijo una:
– No me salen las cuentas.
– ¿Por qué no? Te lo he explicado todo.
– Menos algunas cosas que no acaban de tener sentido. Doy por descontado que Lola vivía muy bien con toda esa historia, y que tú también tenías que llevar una vida bastante agradable.
– Sí.
– De vez en cuando ibas a Barcelona.
– Sí.
– Entonces, ¿por qué te hospedabas en los lugares más baratos?
– Porque no tenía dinero.
Méndez hizo un gesto de sorpresa, pero fue un gesto leve. Susurró:
– ¿Cómo es que no lo tenías?
– Problemas míos.
– Esos problemas, ¿tienen algo que ver con tu delgadez? ¿Con tu mal aspecto? Porque reconozco que a mí me gustan las gordas, pero es que tú, Elena, estás hecha una mierda.
Ella hundió la cabeza aún más.
Sus ojos retrocedieron cuando, en un momento fugitivo, se posaron sobre la desmayada Olga, que respiraba angustiosamente.
Méndez preguntó:
– ¿Desde cuándo consumes drogas? Y por tanto, ¿desde cuándo te gastas tanto dinero en ellas?
– Veo que… lo has adivinado.
– No he adivinado nada. Solamente te he hecho una pregunta, tía puta.
– Supongo que… que lo de las drogas me viene de la sangre de mi madre. No sé, pero desde joven me parecieron lo más natural del mundo. Y pasarme el día sin nada que hacer, matando el tiempo como fuese… Bueno, eso tampoco ayudó demasiado.
– ¿Te las ofrecieron?
– Siempre hay algún maricón que te las ofrece.
– ¿Ese maricón vino de Madrid?
La mujer alzó la cabeza para mirarle con sorpresa. No acababa de entender. Pero al fin volvió a hundirla en plan yonqui, mientras susurraba:
– Era un chico muy bien educado.
– Lo supongo.
– Al principio no hubo más que simpatía. Tuve un pequeño lío con él.
– Y te ofreció droga.
– No lo hizo por dinero… Te juro que no. Pero me acostumbré en seguida. Fue como encontrarme con algo que ya llevaba en el fondo de mis entrañas.
– Y a partir de entonces sí que empezaste a gastar dinero.
– Sí.
– Háblame de ese tipo.
– ¿Del de Madrid?… Era de buena familia. Él me dijo que vivía en… en…
– En uno de los lugares más elegantes, en la parte alta de la calle de Serrano. Pero eso es sólo una media verdad. No vive allí -aclaró Méndez-, aunque supongo que esa casa tan noble es un punto de referencia, un lugar donde, incluso, debió de tener reuniones en otro tiempo. Y encima queda muy bien decir que vives en un sitio así. Te transformas en un señor.
– Él era un señor. Yo habré sido una estudiante ful, pero me he paseado por bastantes universidades y algo he aprendido. Por ejemplo, a notar quién sabe y quién no sabe. El sabía mucha contabilidad, mucha informática y mucho de eso que llaman Derecho Financiero.
– Demasiada preparación para acabar vendiendo drogas en la calle.
– No las vendía. Te he dicho que no había dinero de por medio. Simplemente, él tenía droga de altísima calidad y de vez en cuando la regalaba a sus amigos para que se colocasen. Y a sus amigas, claro.
– ¿Para qué?
– Para que follasen bien.
– Felicidades.
– ¿Pero qué te has creído? ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Aún no sabes cuál es tu obligación? ¡Tu obligación consiste en descolgar el teléfono y llamar a la policía, hijo de puta!
– A mí la policía me la repampinfla, aunque la acabaré llamando. Y esto durará hasta que a mí me pase por el capullo, aunque el capullo ya no me lo encuentro, y siempre digo que está en el museo de Cera. Vamos a ver lo que me estabas diciendo. Me estabas diciendo que ese tío era algo así como un experto financiero. ¿Podía ser, por tanto, un experto en el blanqueo de capitales?
Elena le miró, desconcertada.
Volvió la cabeza, divisó otra vez a Olga Tavares, lanzó un gemido y acabó centrando sus ojos angustiados en Méndez.
– Nunca se me ocurrió pensar en eso -musitó.
– ¿Pero podía serlo?
– Ya que lo dices, pues… Pues sí, podría serlo.
– ¿Te dio la sensación de que trabajaba como miembro de un grupo organizado? Supongo que me entiendes.
– Te entiendo. Sí, tuve la sensación de que formaba parte de un grupo, porque usaba el ordenador para dar o recibir órdenes de venta de valores.
– ¿Viajaba mucho?
– Sí, pero ¿qué tiene eso que ver?
– Por tanto, ¿las órdenes de colocación de capitales podían ser ejecutadas en diversos países?
– ¡Y a mí qué me cuentas! A mí nunca me ha sobrado un franco.
– ¿El hecho de que tuviera, por ejemplo, coca de gran calidad, significa que alguien se la regalaba como atención personal? Es decir, ¿podría tener, aunque fuera de refilón, contacto con algún traficante?
– ¡Qué coño me importa! -gritó Elena, exasperada-. Yo no pregunto a la gente de dónde saca la coca. Ni le pregunto por dónde esnifa: si esnifa por la boca, por la nariz o si esnifa por el culo.
Las facciones de Méndez no se alteraron para nada al preguntar:
– ¿Mencionó alguna vez, aunque fuera de pasada, el nombre de un banquero llamado Gomara?
Elena le miró, desconcertada. Estaba tan asustada que dio la sensación de que era absolutamente sincera.
– Nunca le oí nombrar -contestó.
– Tienes razón. En esta profesión de hijos de puta, tienes que ser al menos un hijoputa discreto. ¿Para qué ibas a Barcelona?
– Te lo he dicho: Lola me lo pedía de vez en cuando. Y en ocasiones lo hacía por gusto; Barcelona es ahora una ciudad muy hermosa, y encima tiene buenas comunicaciones con París.
– Eso es cierto -reconoció Méndez-. ¿Pero ibas, también a buscar droga?
Ella emitió una risita amarga. Su boca insegura lanzó unas gotitas de saliva al aire.
– ¡Qué tontería! La droga se encuentra en todas partes, y justamente París tiene barrios privilegiados para eso. Aunque la verdad es que, en Barcelona, obtenía una calidad excelente y un trato seguro. ¿Te extraña que aprovechara mis viajes para comprar, policía del servicio de alcantarillado? Pues los aprovechaba. Lionel me había recomendado a una persona muy culta y muy agradable, que se ve que traficaba en ambientes de mucha altura.
– ¿Lionel?… ¿Quién es Lionel?
– Ese que tú dices que blanquea dinero.
– El de los altos de Serrano. Muy bien… No se puede decir que traficara, pero tenía contacto con traficantes. Cada vez veo más clara una cosa que me parece esencial: me ocuparé de ese tipo. Y ahora hablemos de sitios con pulgas. ¿Tú estuviste en una pensión llamada Internet?
– ¿La que se hundió?
– Sí. Y donde fue asesinada una empleada de seguridad llamada Rosanna Vives, que apareció colgando como un trofeo. Una pensión donde, para esconderse, estuvo alojado un asesino llamado Leo Patricio. ¿A quién ibas a ver?
– A nadie. Ni conocía a ese Leo Patricio, seguramente un cabrón, ni a esa Rosanna Vives, seguramente una puta. Estuve allí como podía haber estado en otro sitio. Era un lugar barato y céntrico.
Méndez tuvo la sensación de que Elena decía la verdad. Y estaba tan comprometida que, en su situación, no valía la pena apelar a Otras mentiras.
– Háblame de Olga Tavares -murmuró.
– ¿De… Olga?
– No hace falta que la mires. Sólo háblame de ella.
– Me… quería.
– Lo sé.
– Yo era como su hija.
– Eso lo sé mejor aún. Sigue.
– Supongo que nunca habría pasado nada… si yo no llego a estar enganchada a la droga. Pero se me hacía insoportable. Intentaba controlármelo todo. Te juro que el odio es malo, Méndez, y eso yo lo sé muy bien. Pero el amor obsesivo también lo es; una persona que te ama demasiado puede hundirte la vida igual que una que te odia. Me la encontraba continuamente en mi casa de la rué Gay-Lussac. Llegué a tener la sensación de que esa casa no era mía.
– Y en cierto modo es verdad. Tenías otra.
– Lógico, Méndez. Lógico del todo. La de Gay-Lussac era la vivienda que me pagaba mi «padre», y por tanto yo necesitaba residir en ella, al menos oficialmente. Allí, ni drogas ni tíos. Cualquier día, le podía dar a Mayor por visitarme. Y si no, allí estaba Olga para darme el coñazo. Te juro que a veces pensé en cambiar la cerradura, pero me pareció injusto. Además, la situación tenía sus ventajas: Olga me solucionaba la vida.
– La parte pública de tu vida. La otra parte, la más privada, la tenías en tu otro piso.
– Eso es verdad -suspiró Elena-. El otro piso estaba cerca. Me servía para vivir en París cuando Olga Tavares creía que yo estaba estudiando en el extranjero. O al menos para volver a París algunos días. Si en el otro piso me dormía drogada o me dormía con un tío encima, no tenía que dar cuentas a nadie.
– Pero necesitabas pagarlo. Si ibas tan mal de dinero, ¿cómo lo hacías?
Ella negó con la cabeza.
– No lo pagaba yo. Lo pagaban ellos. Oye, Méndez: ellos eran los que me proporcionaban la droga. No tan buena como la de Lionel y sus amigos, claro, pero servía. Era a cambio de que, en el piso, que era lo único que pagaban, les dejara mantener contactos con proveedores y con clientes. Todo marchó bastante bien hasta que las cosas se estropearon.
– ¿Cómo se estropearon?
– Últimamente, Pedro Mayor no manda dinero. Luego lo mandará, pero de momento no. Y yo tengo mis gastos urgentes y todos los días. Los proveedores que venían al piso me fiaban, claro, pero se acabaron cansando. Entonces les propuse que se cobraran en… en…
– … En la cama.
– Sí. Yo comprendía que ninguno de ellos estaba loco por mí, pero el trato les podía parecer divertido. Al fin y al cabo, después me habrían cobrado igualmente. Eran asquerosos… Ponían en el vídeo una película porno y luego me hacían las mismas cosas a mí.
Méndez evitó mirarla. Para él, todas las cosas encajaban en lo que hasta ahora sabía. Aguardó en silencio unos instantes porque comprendió que Elena necesitaba reponerse. Fue entonces cuando preguntó:
– Hasta que Olga Tavares descubrió que tenías ese piso, ¿verdad?
– Sí… Fue por un maldito reloj antiguo que ya estaba en el piso y que yo pensaba vender. Reparado, valía más. Bueno, el caso es que lo supo. La condenada logró entrar allí, y descubrió una serie de cosas, entre ellas las fotos.
– Fotos que la llevaron a descubrir que tú no eras Carol Mayor.
Elena no contestó. Hundió más la cabeza.
– Todo tu mundo se derrumbaba -continuó Méndez con voz opaca-, y también se derrumbaba el mundo de Lola. Estabas acostumbrada a vivir del maná del cielo, sin hacer nada y sin querer aprender nada, como Lola estaba acostumbrada a vivir del embuste, a vivir del cuento largo. Supongo que en tu cerebro, si lo tienes, buscaste una solución. ¿Pero no se te ocurrió hablar con Olga para que guardara silencio?
– Olga estaba trastornada; también su mundo se había hundido. ¿Cómo podía hablar con una mujer así? Además, supe que te había llamado a ti, Méndez, y supuse que era para plantear una denuncia. Entonces perdí los nervios del todo. Me volví como loca. Me… me…
Su cabeza se hundió todavía más y rompió a llorar. Méndez recordó otros llantos en los portales, en los dormitorios, en las esquinas de las calles que no tenían nombre. Recordó personas que le miraban sin verle y de pronto sentían que algo estallaba en su interior, ojos de mujeres -sobre todo mujeres- que se rompían al mirar hacia dentro y encontrarse consigo mismas.
Murmuró:
– Para conservar el dinero se hacen cosas aún peores que para conseguirlo, pequeña puta. La ambición hace subir a mucha gente, pero destruye a más gente todavía.
Elena había ocultado la cabeza entre los brazos. El último sollozo apenas permitió oír su voz:
– ¿Qué vas a hacer, Méndez?
– Nunca he hecho nada en la vida, pero ahora voy a hacer dos cosas.
– ¿Cuáles?
– Primera cosa que voy a hacer: llamar a la policía.
– Ya tenías que haberla llamado. ¿Y cuál es… la segunda cosa que vas a hacer?
– Mentir.
Elena alzó la cabeza. Sus ojos le miraron asombrados, sin comprender.
– ¿Mentir? ¿En qué?
– No quiero que te pudras en la cárcel, después de todo. Una condena a veinte años acabaría con lo poco que queda de ti, mientras que una condena a diez días quizá te permita reflexionar y al mismo tiempo tener una pequeña esperanza. El tiempo necesario para que todo lo podrido que llevas dentro fermente, pero sin llegar a ahogarte.
Añadió:
– Para eso es necesario mentir. Decir, por ejemplo, que yo, un ejemplar policía español, especialista en gatos portadores del sida, he visto algo de lo que sucedió: tú no has entrado por el respiradero, sino que Olga te ha abierto la puerta. Tú no llevabas una arma blanca, sino que el arma estaba aquí. Tú no planeabas matar a Olga, sino que Olga y tú habéis discutido. El arma estaba a tu alcance y tú la has utilizado sin pensarlo, con una rapidez que yo no he podido prever. Al desarmarte, te he roto el brazo.
– Es que lo tengo roto -balbuceó ella-. No puedo girar el codo.
– Con esa mentira -terminó Méndez-, la condena puede variar mucho.
– ¿Lo haces para darme… una oportunidad?
– No. La oportunidad ya la tuviste, Elena. Lo que te quitó tu padre natural te lo dio Olga Tavares multiplicado por diez. Y hasta Pedro Mayor te lo dio con su dinero, aunque sin saberlo. No… no creo que tengas derecho a una oportunidad, pero tienes derecho a una esperanza. Todo el mundo es capaz de pensar, si tiene una esperanza. Si no la tiene, no piensa. Pero, además, voy a mentir por otra cosa.
– ¿Cuál?
– Olga Tavares tampoco habría querido verte podrida. Su amor me merece demasiado respeto para verlo acabar en el retrete de una cárcel.
– ¿Por qué?
– Quizá -dijo Méndez-, porque he visto muy pocas historias de amor.
Usó el viejo teléfono colgado de la pared para llamar a la policía, y dio la dirección. Como sabía que iban a tardar unos minutos, los aprovechó para telefonear también a Barcelona, a la casa de Pedro Mayor. No se puso él, sino la secretaria multitetas.
– Soy Méndez -dijo-. Usted me conoce porque estuve en su casa preguntando por Carol Mayor. Llamo para decirle a… a su jefe que no debe darle más dinero a Lola ni tampoco a Carol, porque Carol no existe. Fue una estafa montada durante demasiados años, y ya es hora de que termine. Cuando regrese a Barcelona ya le explicaré, pero mejor que se vaya olvidando de las dos.
Incluso a través del teléfono se notó que a la secretaria se le ponían los pezones de punta.
– ¿O sea que no hay que pagar más? -farfulló.
– No.
– ¡Qué suerte! Así convenceré a mi jefe para que nos vayamos a hacer un crucero por Alaska. Para… para trabajar, claro.
– Claro.
– ¿Y qué me ha dicho de Carol Mayor?
– Que no existe.
– Mala puta.
– No hace falta que la insulte. Le he dicho que no existe.
– Es igual; mala puta.
Méndez colgó.
Sin mirar a Elena, susurró:
– Es verdad, qué pocas historias de amor he visto.