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Pero hay historias de amor -pensaba Méndez, sin embargo- o al menos amor a quince días vista. Todas esas parejas que el sábado noche llenan los bares de la Barcelona vieja y que juran amarse hasta que nazca un capricho mejor eran más felices que él, pensaba el tronado policía. Al menos tenían un destino sentimental asegurado hasta fin de mes, mientras que él no tenía nada, excepto sus libros, el paisaje desde su ventana y sus malditos recuerdos de mujeres que ya no existían. Por eso deambuló por el barrio Gótico, por las calles de Santa María del Mar y por los lindes de las antiguas murallas, buscando al menos un fantasma que justificara su vida. No había encontrado aún ninguno cuando se situó ante la casa barcelonesa de Orestes Gomara, sus ventanales sobre la ciudad prodigiosa, sus aromas a habano viejo, sus libros estampados en oro y sus criaditas de culo multiuso. Vamos a ver, Gomara, si hablamos de una vez, maldito cabrón de canonjía.
Tuvo suerte porque lo encontró en Barcelona, y no en Madrid. Por lo visto, ahora los constructores especulaban más con los pinares del Valles que con las llanuras de Castilla. Encontró a Gomara comparando largas columnas de cifras en unos papeles que a Méndez le parecieron terriblemente hostiles e inútiles, pero en los que realmente había fincas, coches, vueltas al mundo y mujeres «sí a todo» a disposición de la gente guapa. Tú sí que eres guapo, Gomara, condenado hijo de puta.
El banquero, fastidiado, levantó la vista de sus columnas de cifras.
– ¿Por qué se presenta aquí? Creí que tenía más vergüenza, Méndez.
– La tengo, Gomara, pero he pensado que convenía perderla antes de que usted venda la catedral de Barcelona. Supongo que en esas columnas de cifras ya está el precio del solar y lo que un anticuario le va a pagar por el Cristo de Lepanto.
– Lo del Cristo de Lepanto no lo he podido arreglar aún -dijo Gomara aburridamente-. Lo otro está hecho.
Méndez se sentó ante la mesa y con absoluto desprecio encendió un guajiro canario, exponiéndose a provocar en aquel ambiente una explosión nuclear.
– He hecho un viaje, Gomara.
– Ah, pues qué bien.
– Vengo de París.
– Estoy admirado. Qué fabulosa aventura. Y a lo mejor hasta se ha arriesgado a ir en tren. Es asombroso.
– No lo sabe bien. Espero que algún editor me permita narrar mis aventuras en un libro.
– Cuando se publique, la gente se matará por comprarlo. Y ahora menos coña y dígame cómo le ha ido.
– No muy bien, si vamos a detallar las cosas. Pero he visto un prodigio.
– Dígame en qué consiste ese prodigio.
– Dos mujeres cobraban dinero con engaños.
– Por favor, Méndez. Qué asombrosa novedad. Mujeres que cobran con engaños las encuentra usted hasta en el santoral cristiano.
– Sí, pero debo aclararle algo.
– A ver.
– Una de ellas ya no cobrará más. Tendrá un castigo hecho de privaciones, cruel y diario; un castigo gota a gota.
– Entonces se irá acostumbrando. Tampoco me parece un castigo como para morirse, Méndez.
– Es que tampoco merecía una pena mayor. Bastante ha sufrido y bastante le queda por sufrir.
Gomara entornó los párpados.
– ¿Quién es esa mujer, Méndez? -preguntó.
– Una puta.
– Pues qué bien. Más novedad todavía. -Se llama Lola y a ratos ejerce en Barcelona su noble oficio.
– De ahora en adelante ya no cobrará más con engaños, ¿verdad? Fantástico. Estoy seguro de que mañana los periódicos darán en primera plana la noticia. ¿Y la otra mujer qué?… ¿Qué era? ¿Mayordoma de un obispo?
– La otra mujer fingía ser su hija.
Gomara lanzó al aire una carcajada silenciosa.
– Más fantástico aún, Méndez. Fingir ser la hija de alguien debe de resultar pesadísimo, me parece a mí. Pero fingir ser una hija de puta es el colmo de las buenas costumbres.
– Eso le servía para cobrar -dijo Méndez, sin inmutarse.
– ¿Y a ella también se le ha terminado?
– También.
– ¿Cómo?
– Intentó matar a una santa mujer. La primera de la que le he hablado. La que cuidaba de ella.
– ¿Sí? Emocionante de verdad. ¿Y por qué lo hizo?
– Por miedo a que denunciase el engaño.
– Pues sí que le han pasado cosas en París, Méndez. Horrorosas c inmorales, Cada vez me doy más cuenta de que soy una de las pocas personas decentes que quedan en el mundo.
– Usted es una serpiente asquerosa, Gomara. Una serpiente de cloaca.
– Ésas son las que más viven, porque tienen subvención municipal. Pero acabe con sus insultos, Méndez, porque puede que se me agote la paciencia. Puede que deje de tener lástima de un policía tan tronado como usted. Por cierto, ¿puedo fumar?
– ¿Es para que no se note tanto el humo de mi cigarro?
– Ha acertado. A veces es usted un sabio, Méndez. -Encendió con parsimonia un Punch de tamaño mediano-. ¿Y qué ha hecho con esa mujer, con la que cobraba?
– La he entregado a la policía francesa.
– ¿Para que le den su justo castigo? Lo mismo es usted de los que piensan que aún existe la guillotina.
– Para que le den su justo castigo, es verdad. Pero a veces, no todas, el justo castigo consiste en poder pensar; en pensar años y años mientras no tienes más que una pared delante. Y además, ¿qué es lo justo, Gomara?
– Y a mí qué me cuenta.
– Quizá a veces hay que tener en cuenta que una mujer no es más que una desgraciada piltrafa.
Gomara se limitó a encogerse de hombros con indiferencia, mientras se dejaba envolver por ese humo aromático que Méndez siempre decía que es obtenido con el sudor del pueblo.
– Muy bien -susurró-. Celebro tener tan buenas noticias sobre la virtud humana. Me siento lleno de esperanza y a punto de creer en Dios Padre. Y ahora, ¿puedo seguir con mis columnas de números, Méndez? Necesito cerrar un negocio mañana, antes de la hora de la comida.
– Tranquilo, porque voy a acabar en seguida. A partir de este momento, Gomara, entra usted.
– Pues ya lo estaba necesitando, porque se me va a acabar el cigarro. Si entro, hágame quedar bien.
– La fallida asesina -dijo lentamente Méndez- fingía llamarse Carol y ser española, aunque en realidad se llama Elena y es francesa. Sus únicos documentos auténticos, o sea, el de identidad y el pasaporte, llevan ese nombre, aunque su padre, que era el que pagaba, nunca los vio. En fin, es igual. El caso es que era hija de una drogadicta.
– Gran novedad. ¿Y qué?
– Yo no sé si en la sangre llevaba el síndrome de abstinencia. No creo que llegara a tanto. Pero predispuesta al consumo de drogas sí que lo estaba, vaya que sí. La chica, de todos modos, aguantó, lo cual apunto en la parte digna de su vida, que también la tiene. Hasta que un día aparece un joven educado, simpático, que la obsequia amablemente con coca de la mejor calidad. Elena cae del todo, cae con las piernas abiertas. Desde ese momento, es una adicta.
– El mundo -dijo aburridamente Gomara- está lleno de chicas drogaras, con las piernas abiertas, colgando de las ventanas.
– Sí, pero me gustaría darle el nombre de ese joven bien educado. Se llama Lionel.
– ¿Y qué?
El rostro de Gomara no se inmutó en absoluto. Exhaló apenas una bocanada de humo.
– Lionel tenía como punto de referencia la casa de los altos de Serrano. Durante un tiempo había sido algo así como su cuartel general.
Tampoco hubo el menor cambio de expresión en Gomara. Lo único que hizo fue depositar cuidadosamente el Punch en el borde de su cenicero de plata.
Méndez siguió:
– ¿Profesión de ese magnífico joven? Digamos que técnico bancario. Mensajero capitalista. Cartero de honor. Maricón de puente aéreo. El toma la pasta negra en España, pongamos por ejemplo, y la traslada a Gibraltar, donde queda convertida en magnífica pasta blanca. Y quien dice Gibraltar dice Tánger. Y Licchtenstein. Y las islas Caimán. El mundo está lleno de sitios maravillosos donde dejas el dinero pringado y queda tan limpio que de él salen florecitas de colores.
– ¿Qué le puede explicar usted a un banquero, desgraciado de Méndez? ¿Ha visto usted un billete de doscientos euros aunque sea en la portada de una revista?
– Justo para un banquero trabajaba ese Lionel de los cojones de oro. Él es un agente, pero trabaja para un banco. Y ese banco es el suyo, Gomara. Voy a explicárselo con detalle, a ver si le entran ganas de tragarse el cigarro.
– Explique, Méndez. Va haciendo falta.
– Es muy sencillo. Decir que el negocio de la droga mueve miles de millones es tan sabido que hasta haría bostezar de aburrimiento a un cardenal. Pero los miles de millones no pueden quedarse en el sitio del negocio, porque apestan. Hacen falta bancos que lo trasladen de un sitio a otro, lo inviertan, le laven la cara y hasta le den un título de nobleza. Uno de esos bancos es el suyo, Gomara. No trafica con droga porque no lo necesita, pero el dinero pasa por sus manos. Ahora me explico muchas cosas.
– ¿Por ejemplo?…
– La calaña de sus colaboradores. Un banquero normal no necesita esa gentuza. Ni David, ni Alberto, ni Leo Patricio ni Don. En cambio, usted sí que los necesita, porque se mueve entre gentuza como ellos. También me explico la gran cantidad de dinero que maneja. He hecho algunas averiguaciones, ¿sabe?, aunque exponiéndome a quedar pringado por la mierda que a veces flota en los barrios altos. Usted, a pesar de que tiene un negocio con poco capital oficial, no acude nunca al mercado interbancario, lo cual significa que nunca se queda en un descubierto. Nunca ha querido oír hablar de una oferta de absorción, lo cual significa que usted es más rico que el que quería absorberle. Financia urbanizaciones enteras sin tener negocios, porque no los necesita. ¿De dónde sale la pasta, Gomara?
– De la recolecta para las misiones -dijo Gomara plácidamente-. O de los chinitos.
– La ambición es como una mujer de la que estás demasiado enamorado -continuó Méndez-. Si tú acotas el terreno y fijas un punto del cual no vas a pasar, puedes salvarte. Si no fijas ese punto, un día te encuentras en el precipicio. A la mujer de París, a Elena, le pasó también eso: llegó hasta el crimen.
– Suponiendo que todo eso tenga algo que ver conmigo -susurró Gomara-, reconocerá que a mí no me ha ido tan mal.
– ¿De verdad que no, Gomara? Ha necesitado hacerse prisionero de unos cuantos colaboradores, de unos cuantos hijos de puta. Y me parece que uno de los hijos de puta hizo algo con el culo de su hija.
Era una frase demasiado cruel. Estaba calculada para que Gomara perdiese los nervios, pero al propio Méndez le hizo daño en el momento de decirla. Vio que las manos se crispaban sobre la mesa, vio que la boca se torcía tanto que los dientes llegaron a chirriar. Pero tuvo que admirar, en contra de su voluntad, la asombrosa fuerza de recuperación que demostró Gomara.
– Acúseme de algo -dijo él.
– Le voy a acusar de tres asesinatos. Los de sus dos colaboradores, Alberto y David, y el de aquella pobre ramera.
– Pruebas.
– Reconozco que no las tengo, excepto su confesión.
– Mi confesión no consta en ninguna parte.
– Le voy a acusar de blanquear a nivel internacional el dinero de la droga.
– Pruebas.
Gomara le volvía a mirar directamente, con insolente desafío.
Méndez gruñó:
– Haré que se dicte una orden de busca y captura contra Lionel. Ahora puede decirme que ningún juez la firmará, y yo le contestaré que el juez tendrá encima de la mesa una montaña de datos apenas se haga la auditoría de sus cuentas. Dígame a continuación que ningún juez ordenará la auditoría, y yo le contestaré que muy bien, que puede que tenga razón. Los jueces quieren evitarse compromisos, y siempre se lavan las manos antes de rascarse las pelotas. Pero yo no voy a ir por ese camino: yo pediré que la auditoría la haga Hacienda.
– No le dejarán pasar de la puerta, Méndez. Y si le dejan, exigirán que se lave los pies.
Volvió a tomar el cigarro y exhaló una bocanada. Estaba muy seguro de su posición, de su solidez, de su fuerza. Desde el otro lado de la mesa miró a Méndez como si éste se fuera diluyendo entre las volutas de un humo que nunca podría apagar.
Añadió en voz baja:
– En este país mañoso, las relaciones son fundamentales, Méndez. No sé si le dije ya una vez que hay magistrados del Supremo que me hacen reverencias.
– Me lo dijo.
– También le dije que, ya de jovencito, había blanqueado dinero de la droga, de modo que no sé por qué le extraña tanto que haya seguido haciéndolo. En realidad, no ha averiguado nada nuevo, Méndez.
– Pero ahora lo tengo todo bien ligado, Gomara. Y tampoco ha sido tan fácil llegar hasta usted a partir de nada.
– Eso es cierto, pero desde este punto en que nos encontramos tendrá que seguir jugando. Y no va a llegar a ninguna parte.
Desde el otro lado de la mesa contempló a Méndez con expresión plácida, como si, después de todo, estuviera dispuesto a concederle un préstamo.
– No, no va a llegar a ninguna parte, Méndez, pero si por casualidad llega, le felicitaré. No crea que aprecio tanto la vida como la apreciaba antes.
– ¿Tan viejo se siente?
– Al contrario, estoy en mi mejor momento. No es por eso.
– ¿Pues entonces por qué?
– Quizá el mundo ya no es lo que era -contestó Gomara con indiferencia-, y quizá un buen vividor lo note. Vivimos dentro de una cáscara y protegidos por nuestro dinero, quizá porque las cosas sagradas y naturales han dejado de existir. Y eso me decepciona, ¿sabe, Méndez? Me decepciona el sol, que ha cambiado. Amas el sol y lo primero que tienes que hacer es ponerte una crema antisolar para defenderte de él. Amas el agua y lo primero que tienes que hacer es filtrarla para defenderte de ella. Amas el mar donde nadaste de niño y lo encuentras lleno de latas de cerveza y de biquinis usados: lo primero que tienes que hacer es tomar el avión para intentar hallar un mar limpio donde ningún niño haya nadado nunca, y donde, por supuesto, el niño tenga prohibido nadar. En nuestros gloriosos tiempos del sida, amas a una mujer y lo primero que tienes que hacer es ponerte una goma para protegerte de ella y para que ella se proteja de tí. Está cercano el día, Méndez, en que nos amaremos a través de una pantalla que recogerá las posturas de la mujer y de un tubo catódico que recogerá nuestro semen, lo desinfectará y lo venderá a los laboratorios de la Seguridad Social. La gente no piensa en eso, Méndez, pero yo sí; yo he tenido la oportunidad de vivir en un mundo distinto. Comprenderá que a un caballero de buena crianza, como es Orestes Gomara, todo esto le empiece a causar un infinito aburrimiento.
Méndez le miró con sorpresa. Nunca le había oído hablar así.
– Hasta los hijos han cambiado -añadió Gomara, mirando al vacío.
– ¿Qué?…
– Nada. Hasta los hijos han cambiado; quiero decir, que ya no hay clase.
Se puso en pie. Parecía cansado de aquella conversación, parecía cansado de Méndez, del lujo del despacho, de la tarde que estaba muriendo y hasta de las columnas de números.
Méndez también se puso en pie. Fue hacia la puerta, mirando la alfombra para no tropezar. No estaba acostumbrado a pisar sobre según qué sitios.
– No mire tanto al suelo -dijo burlonamente el banquero-. No encontrará ninguna colilla de habano Montecristo.
– Me habría gustado darle tiempo para que encontrase a Leo Patricio -contestó Méndez, deteniéndose un momento-, porque las venganzas artísticas siempre me han parecido un espectáculo fascinante. Del mismo modo que el gobierno da el Premio Nacional de Poesía, debería dar el Premio Nacional de Venganza. Pero todo gobierno está formado por seres estúpidos a los que ni siquiera se les ocurrirá… En fin, voy a hacer que le detengan antes de que encuentre a Leo Patricio, Gomara. Lo siento.
Ya estaba en la puerta cuando añadió:
– Además, tampoco lo habría encontrado nunca.
Al salir del despacho, no acudió a acompañarle ninguna criadita megaculo ni ninguna secretaria supertetas. Le despidió un tío de dos metros y doscientos kilos, que además no se había afeitado aquella mañana. «Tiene razón Gomara -pensó Méndez-. El mundo ya empieza a causar aburrimiento.»