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32 UNA CUESTIÓN DE CASTIGO

Toda la habitación estaba tapizada de terciopelo rojo y en él se ahogaban los pasos, las conversaciones, los pensamientos y los ojos. La habitación era como una caja que te aislaba de la realidad y sólo se dejaba existir a sí misma: es decir, sólo existía La Habitación. En ella encontraban acogida -y, por tanto, justificación- los sueños de la primera masturbación, los deseos del primer dominio, los secretos de la primera doma de una mujer que aún estaba dibujada en el aire. La habitación, una vez entrabas en ella, tenía sus propias leyes. Para que no resultara opresiva (o quién sabe si para hipnotizar aún más), un pequeño acuario ofrecía la singladura de unos peces que siempre iban en línea recta, ignorándose eternamente. Las luces, como la de un tabernáculo, apenas incidían sobre el terciopelo rojo.

Orestes Gomara entró en ella. Su primera mirada se posó -como en su iniciación ritual de hombre rico- en los dos únicos cuadros de la pared, dos óleos de la escuela francesa que mostraban damas tumbadas de bruces sobre un diván, damas desnudas ante el espejo de un tocador, damas exhibiendo para la historia sus culos de alta legitimidad, recién bendecidos por Luis XIV. Aquellos dos cuadros siempre habían excitado a Gomara, le habían hecho pensar en marquesas ingenuas que esperaban su primera embestida mientras acariciaban una flor, en grupas gimientes que llenaban toda la habitación (seguramente con las paredes también tapizadas de rojo). Desde allí su mirada pasó a las pupilas de la mujer que estaba sentada frente a él, unas pupilas afiladas como las de un reptil, duras como dos puntitas de diamante. Y su sonrisa, que sin embargo era acogedora e ingenua, como la de una estudiante a la que una amiga explica su primera perversión.

Aquella mujer susurró:

– Don Orestes, hacía mucho tiempo que usted no venía por esta casa.

– Es natural. No he estado de humor después de la desaparición de mi hija.

– Pues esto está mejor que nunca, ya verá. He renovado algunas habitaciones, incluso con muebles de época. He traído chicas de esas que llegan con libros, porque apenas han empezado la carrera y además ilusionan mucho a los clientes. Y, naturalmente, he subido un poco los precios.

Los precios se notan en el parquet de roble, que es nuevo, en un tapiz oriental donde se ve a una chinita luchando con un dinosaurio (o con el pene de un dinosaurio) y en la alfombra del pasillo, que es legítima persa, sin duda tejida a mano por las diez hijas de un imán.

– ¿La clientela sigue siendo la misma?

– La misma, don Orestes, porque ya sabe que yo no me anuncio. Con alguna novedad, claro, alguna buena novedad de gente recomendada, como un par de embajadores que estaban de paso. Lo demás, ya lo sabe: lo más solvente de la ciudad. Y los señores que usted me enviaba también han seguido viniendo, claro.

– Clientes míos -corrigió levemente Gomara.

– Sí, claro: clientes del banco. Algunos se pasan cada semana, cuando vienen a Madrid. Y otros cada quince días, cuando vienen de Bonn, Amsterdam, Gibraltar, Marbella o Washington. Ni el canto de un duro ha bajado la categoría de la casa, se lo digo yo.

– Me gusta oírlo, Eva, porque hace mucho tiempo que yo no puedo ocuparme de eso.

– ¿Y qué falta hace? Mis chicas son una cortesía que usted tiene con sus clientes, y además, si hace falta, aquí se puede hablar. Cuando usted dejó de venir se ocupaba de todo Leo Patricio, que continuamente iba y venía de Madrid, acompañando clientes. Y pagando las cuentas y las cenas como un señor, claro. Pero ahora estoy algo desorientada, y por eso celebro aún más que haya venido.

– ¿Desorientada por qué?

– Leo Patricio no ha vuelto a aparecer por aquí. ¿Es que las cosas van mal? Lo digo por si puedo hacer algo, aunque lo que usted me dijo lo he hecho siempre: mucha atención a la clientela y en boca cerrada no entran moscas.

Gomara desvió la mirada. ¿Pero por qué había de hacerlo, si no le costaba nada mentir? Posó de nuevo su mirada en los ojos duros y eficaces de la encargada de la casa.

– Leo Patricio está trabajando fuera -dijo-. Tú lo sabes mejor que nadie: o los bancos se hacen internacionales o sólo sirven para financiar un puesto de coca-colas. ¿De mi hija qué se dice?

– Nada especial. Oí comentar que no se la veía en ninguna parte. Luego, un día que hablé con usted por teléfono, me explicó que tenía un problema sentimental y prefería que nadie la viese. Es decir, que de momento ella se había ido sin dar noticias.

Añadió en voz más baja:

– Yo a eso, don Orestes, no lo llamaría «desaparición».

– Es una forma de hablar.

– No creo que tenga demasiada importancia. Si conoceré yo mujeres a las que les da por esa cosa…

– Claro que no tiene demasiada importancia. Pero me ha desorganizado un poco la vida.

– Yo, a su hija Virgin, sólo la conozco por las fotos de las revistas, don Orestes… ¡qué guapa es! Algún día me gustaría verla de verdad, pero, claro, ella no va a venir aquí, a esta casa. En fin…, ¡lo que me alegra verle, don Orestes! Y ya que está aquí, ¿por qué no anima un poco la vida, como en los buenos tiempos? Tengo un par de chicas nuevas que parecen salidas de las ursulinas.

Orestes Gomara pareció considerar la situación. Miró los dos cuadros, las damas, sus culos dorados que estaban en todas las historias del arte, en todos los sueños de los onanistas y en todas las enciclopedias francesas, visitadas por hombres sabios que llegarían a ser onanistas sin remedio.

– No estoy de humor para conocer a nadie. Ya sabes que la primera vez no disfruto con una chica nueva, porque me cuesta habituarme. Y si son dos, peor; ¿cómo sé yo si se aman o se odian?

– Se pueden amar, don Orestes, se pueden amar. Lo que yo les recomiende.

– Quizá prefiera alguna antigua, ya conocida. ¿Qué tal Lina? -dijo él.

Los ojos de la madame se empequeñecieron un poquito más. Habrían sido apenas dos puntitos sobre los culos exhibidos en los cuadros.

– Don Orestes, ésa no se la recomiendo.

– ¿Por qué no? Era una de mis preferidas.

– Es verdad. Y también una de las preferidas de Leo Patricio.

Orestes Gomara torció levemente los labios, pero eso apenas se notó en su rostro de jugador de póquer. -¿También? -susurró.

– Sí. No creo que le moleste.

– Pues… no.

– Es normal, don Orestes. Si uno hubiera de molestarse cada vez que una chica de la casa va con otro hombre, más valdría hacerse monje de la Trapa.

– ¿Y qué pasa con Lina?

– Está muy desmejorada. Mire, don Orestes, yo no quiero que aquí se maltrate a ninguna chica, usted lo sabe bien. Pero hay clientes raros, y además los tiempos cambian. No, no es que nadie le haya hecho a Lina una cara nueva… -se apresuró a decir-. Pero algún guantazo sí que puede haberlo recibido. Hay un cliente muy rico, un fabricante, que disfruta humillando a la mujer. Quiero decir… Vamos a ver… Por ejemplo, poniéndole un collar de perro, tirando de ella con una correa y haciéndola pasear por la habitación a cuatro patas.

Orestes Gomara no se inmutó en absoluto.

Ella continuó:

– Me pidió una chica para hacerle todo eso, y yo le llevé a su habitación a Lina. Leo Patricio me pidió que la llevase a ella. Fue un éxito.

– ¿Un éxito?

– El fabricante viene cada dos por tres, y sólo la pide a ella.

– Con lo cual, Lina gana más dinero. No veo que…

– Es que ella se siente mal, don Orestes. Le ha cambiado la cara. Y el carácter, créame. A veces tiene prontos muy raros. En la habitación soporta que el cliente le dé patadas en el trasero, pero aquí, en la sala de descanso, a veces se pone a llorar. Es falta de carácter, don Orestes, porque otra chica lo soportaría bien. Y hasta hay algunas que piden que les peguen un poco, usted lo sabe, porque les gusta. Pero está de Dios que cada una haya nacido para una cosa.

– Y si Lina no está contenta, ¿por qué no se va?

Los ojos de Eva chispearon, y su sonrisa razonablemente ingenua se convirtió en una mueca antigua, en la máscara griega del desprecio.

– ¡Sólo faltaría eso! De aquí no se va una mujer sólo porque le dé la real gana.

– ¿Leo Patricio la tiene amenazada?

– Bueno, pues ya que usted lo dice, yo creo que sí.

– Pero, sin embargo, Leo Patricio no ha vuelto…

– ¿Y qué? No hace tanto tiempo que está fuera. Puede volver cualquier día.

Y en rápida transición añadió:

– Ahora que lo pienso, quizá usted querrá que pasemos cuentas, don Orestes. A veces usted se olvida de que tiene puesto un capital en el negocio.

– Ya pasaremos cuentas en otro momento -susurró él-. Y en cuanto a Lina, mejor que yo no la vea ahora, si no se encuentra bien, pero puede que la visite más adelante para animarnos los dos un poco. No puedo olvidar que llegó a ser algo así como mi querida oficial un par de meses. De momento, será mejor que no reciba más a ese cliente que la humilla.

– Lo que usted disponga, don Orestes, faltaría más. Cuando el fabricante vuelva, le diré que Lina no está.

– ¿Ella vive aún en aquel piso tan bonito que tenía en el paseo de la Bonanova?

– No. Ahora come y duerme aquí.

– Pero eso es una esclavitud…

– Ja, ja… Por favor, don Orestes, no vaya usted a creer que he transformado esto en una cárcel… ¡Menudas se han puesto las chicas de hoy para venirles con eso! ¡Qué diferencia de la buena voluntad que tenían antes! Pero lo que sucede es que Lina está haciendo obras en el piso. Tenían que haber acabado, pero se le están alargando mucho.

– Es verdad. Dicen que hoy día no hay trabajo, pero no busques un albañil ni un buen carpintero.

– Ni una buena mujer de cama.

Orestes Gomara se puso en pie, mientras la madame le miraba con un lejano desencanto.

– Me sabe mal que se vaya sin ocuparse, don Orestes. No sé cómo decirlo, pero es igual que si usted me dijese que no llevo bien el negocio. Una se siente un poco decepcionada.

– ¿Pero por qué?…

– Digamos que es orgullo profesional. Hay quien pone a punto coches, hay quien pone a punto chicas.

Por primera vez, Orestes Gomara sonrió. Su sonrisa era satisfecha pero un poco cansada, como de balance de fin de año. Fue hacia la puerta.

– Ésta ha sido solamente una visita de cortesía, Eva. Dentro de poco volveré y me presentarás a todas las chicas. ¡Ah! Ten preparadas las cuentas, porque las repasaremos. Hasta dentro de unos días.

Gomara salió. Corría un viento frío por la calle tranquila, solitaria, hecha de casas de principios del XX, chalets donde habían nacido niños con vocación de poeta de derechas, ventanas cerradas y jardines exclusivos donde un perro sólo se podía oler a sí mismo. Allí, en aquel ambiente distinguido, en uno de los rincones más discretos, estaba la casa.

Era extraño, pensó Gomara, aquel aire fresco, porque el clima de Barcelona estaba cambiando y ya no hacía frío casi nunca. Como había querido ir sin el coche, apresuró el paso, hasta encontrarse con el río de luces y el río de coches de la parte alta de Vía Augusta. Tomó en ella un taxi hasta el paseo de la Bonanova, avanzando entre otras torres que tenían también un siglo, bloques de pisos lujosos que sólo tenían un año y clínicas de alta reproducción donde se guardaba semen de la mejor calidad, de la cosecha del 94. El paseo de la Bonanova había cambiado: ya no era la tierra prometida de los indianos que volvían al país, se hacían construir una torre de dieciséis habitaciones para poder distraer a la mujer y ante ella plantaban una palmera para poder recordar la cintura de una mulata. Las torres habían sido vendidas por ansiosos herederos que sólo habían visto mulatas en elPlayboy, y en su lugar se alzaban pequeños bloques de lujo con un piso, una terraza y un adulterio por planta. Gomara se detuvo ante uno de ellos, ni el más lujoso ni el más grande, y vio las rectas de luz que se filtraban por entre las persianas. Para ser un piso en obras, la verdad era que trabajaban hasta muy tarde.

Conservaba la llave. Cuando Lina vivía en aquel ambiente refinado, entre la mejor sociedad de Barcelona, gustaba de sentarse en un sillón tipo Emmanuelle, escuchar música clásica y dar órdenes a una criada a la que acababa de sacar directamente de un colegio de monjas. Entonces Gomara, en sus viajes desde Madrid, la visitaba por las noches para evitar que alguien le viese en el burdel, a pesar de que éste era el más discreto de Barcelona. Dio por supuesto que estarían cambiadas las dos cerraduras -la de la puerta principal y la de servicio- pero quizá no la del terrado particular donde estaban los tendederos y el cuartito de la lavadora. Nadie habría pensado -tal vez- que desde ese terrado se podía saltar a la terraza inferior sin necesidad de ser un consumado atleta. De modo que probó suerte tras saludar al conserje, quien no le opuso ningún reparo porque le conocía a la perfección.

Y la suerte le acompañó. La primitiva llave -que había sido común para las tres puertas- servía. Y se encontró en un terrado desde donde se divisaban las luces de Vallvidrera, como en una montañita de púrpura, y las luces del rompeolas, con sus clubes de natación donde los veteranos practicaban el duro deporte de la sauna. Un silencio absoluto, de casa bien, lo rodeaba todo. Orestes Gomara, que no era ningún viejo, se sujetó de la barandilla y se dejó caer suavemente a la terraza inferior. Allí, aunque las persianas estaban bajadas, tenía al alcance de sus dedos las rendijas de luz.

Miró por una de ellas: mesas con terminales de ordenador, armarios metálicos para archivo y dos hombres en mangas de camisa tecleando sin cesar ante las pantallas. Era un espectáculo bien curioso, para tratarse del piso de una cortesana de lujo.

Y de obras, nada. Aquel piso estaba transformado por el mobiliario, pero tan intacto como cuando lo conoció él.

Avanzó hacia el ángulo de la terraza, donde sabía que existía una puerta de postigos que daba al gran salón. Con un poco de suerte, estaría sólo entornada. Y acertó, porque pudo hacerla ceder después de un pequeño esfuerzo, sin causar el menor ruido.

Al entrar, distinguió efectivamente el gran salón, pero en él ya no estaba el sillón Emmanuelle, donde una mujer como Lina, por ejemplo, podía cruzar las piernas, enseñar el borde de sus medias y hacer que se corrompiesen en fila india un fabricante de Sabadell y cuatro monaguillos. Tampoco estaban los dos divanes, tan bien estudiados que en uno cabían dos mujeres haciéndose el amor, y en el otro un mirón bien estirado, esperando que cambiasen de sitio para hacerles a las dos la guerra. Era un mundo, pensaba Gomara, de mujeres expertas, calculadoras y sabias, educadas a la antigua. En el vacío que ellas dejaron estaba ahora el ordenador principal, conectado sin duda a las terminales, junto a un par de mesas donde había resúmenes de Bolsa y extractos bancarios, convirtiendo el viejo nido de amor, donde la patronal más dura se corría después de una caricia, en un centro de cálculo donde la misma patronal también se correría, pero después de una opa.

El silencio seguía siendo absoluto.

Gomara avanzó hacia una de las puertas. Ésta correspondía al antiguo despacho de la casa, donde Lina, mujer previsora, repasaba en sus buenos tiempos los números de sus inversiones, porque sabía que las inversiones tienen que encaramarse cuando los pechos empiezan a caerse. Gomara empujó la puerta y vio que, en efecto, aquello seguía siendo un despacho. No había cambiado en nada. Un hombre joven y fuerte, en mangas de camisa, consultaba, como el propio Gomara hacía con frecuencia, hojas de papel con anotaciones y largas columnas de números.

Alzó la cabeza al oír la puerta que se abría.

Gomara susurró:

– Hola, Leo Patricio.