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La puerta que termina de abrirse, girando sobre unos goznes bien cuidados, sin hacer más ruido que el del joyero de una duquesa. La moqueta color salmón que se adentra en las profundidades del dormitorio, donde en otro tiempo Gomara cultivó las delicadezas del salto del tigre. Los zapatos de tacón que Gomara conoce bien, porque él repasaba a veces los armarios de su hija. Las medias tan finas y ajustadas que parecen hechas de piel de nena. Todavía tienes los tobillos finos y las piernas esbeltas, Virgin, pequeña puta.
Antes de que ella acabase de entrar del todo, Gomara repitió:
– Hola, hija.
Virgin se apoyó en el marco de la puerta. El silencio era total en aquel lado de la casa: ni rumores de coches, ni chasquidos de ascensores, ni movimientos de los dos empleados de confianza que trabajaban al otro lado del piso. Virgin, además, se había deslizado con una suavidad felina. Sus ojos un poco rasgados se clavaron en Gomara, quien después de girar la cabeza no había vuelto a mover un músculo.
El rostro del banquero no reflejaba el menor asombro, la menor emoción, como si ya supiese exactamente lo que iba a suceder. Más bien reflejaba una aristocrática lejanía.
Su voz también pareció lejana al musitar:
– Ahora ya sé quién odia a Lina.
– ¿Qué?…
– La odias tú, Virgin. Eres tú quien ha ordenado a Leo que la haga humillar. No es fácil perdonar a la que ha sido una de las favoritas de este hombre.
Y señaló a Leo. Ninguno de los tres se movió después de estas palabras. El silencio parecía poder cortarse entre la moqueta del dormitorio, marcada por los tacones de las mujeres, y los papeles de la mesa, marcados por los números.
Al fin chirrió muy levemente uno de los zapatos de Virgin. Ella había cambiado de postura, aunque siguió pegada a la puerta.
– No te has sorprendido -dijo, mirando a Gomara.
– No.
– Entonces, ¿cómo lo sabías?
– Que Leo Patricio era tu amante lo supe desde el principio.
– ¿Y cómo no lo evitaste? Tú podías hacerlo.
– ¿Y qué? Tú no eras propiedad mía, Virgin. Llevabas mi sangre, pero no mi voluntad. De modo que pensé que lo que era bueno para mi hija era bueno para mí. Y me resigné.
– Además, confiabas en Leo…
– Sí. Leo era el más valioso de mis hombres. Y conocía todos los entresijos del negocio.
– Pero no llegaste a imaginar que…
– Imaginaba otra cosa, Virgin.
– ¿Cuál?
– Que mi riqueza resultaba tentadora. Que tú la envidiabas, y que Leo la envidiaba mucho más. Pero supuse que esperarías, Virgin. Eres mi heredera, el banco habría terminado siendo tuyo.
Los labios de Virgin se torcieron. Dejaron de tener la elegante indiferencia que tuvieron en los comedores delQueen Elizabeth. El desdén que exhibieron en las joyerías de la place Vendóme. La pureza, ave María santísima, que un día tuvieron en el colegio de monjas.
Ahora, de pronto, parecían los labios de una vieja.
– ¿Esperar, hasta cuándo? -preguntó-. ¿Hasta que Leo y yo fuésemos unos viejos? ¿Y soportar tus mujeres mientras Leo y yo teníamos que ocultarlo todo? ¿Y quedarme a la fuerza con un banco, tu maldito banco convencional y oficial, tapadera del auténtico negocio? No, yo no tengo la paciencia que has tenido tú: ventanillas, cálculo de intereses, inversiones legales, clientes pesados, comidas de negocios. ¡No! Era mucho más sencillo vender el banco español y crear otro en las islas Caimán, donde pudiéramos trabajar con mucho menos riesgo. Tú, padre, eres un hombre antiguo y al que todavía le gusta que le conozcan en el Círculo de Economía y en el Casino de Madrid. Leo y yo, en cambio, soñábamos otra cosa. Más negocios internacionales, más dinero, con libertad… Claro que eso requería una nueva organización y seguir el trato sólo con los clientes de más confianza. Es lo que Leo ha estado haciendo aquí.
Abarcó con sus brazos la amplitud del despacho. Leo Patricio seguía en silencio. Gomara clavó su mirada en los labios, ahora desconocidos, de Virgin.
– Total, que yo sobraba -dijo.
– Sí.
La afirmación había sonado como un trallazo.
– Supongo que hubo mil ocasiones para quitarme de en medio -dijo Gomara, sin inmutarse.
– No.
– ¿No?…
– Claro que no. Lo tenías todo mejor organizado de lo que tú mismo creías. Miguel Don es un guardaespaldas perfecto que no te dejaba ni en tu propia casa. Pero, curiosamente, yo no tenía miedo de Miguel Don -dijo Virgin-. Me vio nacer, y a mí, pasase lo que pasase, no me haría ningún daño. Los que me daban miedo, y también a Leo, eran tus otros dos ejecutores, David Mellado y Alberto Parra.
Avanzando un paso hacia el interior de la habitación, añadió:
– Esos te protegían muy bien, pero además no me tenían ningún cariño. Ansiaban algo más que mi dinero: ansiaban mi cuerpo. Si, a pesar de ellos, Leo y yo hubiésemos podido acabar contigo, no nos habrían perdonado nunca. La guerra habría empezado contigo en el ataúd. ¿El negocio sólo para Leo y para mí? ¿Y por qué no para ellos? En el vacío de poder del día posterior a tu entierro, a Leo le habrían preparado una fosa con ratas y a mí una cama con correas.
– Por tanto -musitó Gomara-, había que pensar en eliminarlos antes.
– Absolutamente lógico -dijo Leo, abriendo la boca por primera vez.
– Pero no ibais a hacerlo vosotros.
– Demasiado peligroso -opinó también Leo-. Nosotros, al fin y al cabo, estábamos solos. Era mejor que lo hiciese otra persona.
– ¿Por ejemplo, yo?… -preguntó Gomara.
– Sí.
– Por eso creasteis en mí un mundo de odio -susurró Gomara, volviendo de nuevo la cabeza hacia su hija.
– Era necesario -dijo Virgin- crear un mundo de odio del que no pudieras escapar si no era matando. Por eso utilizamos la casa de los altos de Serrano.
– Tú sabías, Virgin, que estaba infestada de micros. Y que yo podía recoger las conversaciones.
– Tú mismo me lo habías dicho.
– Por tanto, bastaba con crear un diálogo, unas amenazas, unos gritos, unos efectos sonoros. Reconozco que ni un director de cine lo habría montado mejor. Fue perfecto.
De pronto los labios de Gomara se curvaron en una mueca amarga.
– Perfecto excepto en un detalle -añadió.
– ¿Cuál?
– La sangre. La sangre que, una vez analizada, contenía restos de heces. Es decir, tenía que proceder de… de…
– Se marcó más la mueca amarga de sus labios, hasta deformárselos-. Bueno, no sé cómo lo conseguisteis.
Los que, en cambio, sonrieron ahora fueron los labios de Virgin. Pero era una sonrisa tan lejana, tan indiferente, tan despectiva, que Orestes Gomara sintió como si le hubiesen propinado en la cara un latigazo.
– Qué inocente puede llegar a ser un hombre de tu experiencia -dijo Virgin con voz donde palpitaba una especie de conmiseración-. Las cosas proceden de donde tienen que proceder. Leo sabía que, para que todo resultara convincente, tenía que hacerme daño en un determinado sitio. Bastante daño. De modo que lo que se oía en la parte final de la grabación era auténtico. El disparo, ahogado por una almohada, también lo era, pero la bala quedó empotrada en esa almohada que luego nos llevamos. No en mi… mi…
Virgin Gomara no terminó la frase. Orestes Gomara, con la cara roja como la sangre, se había lanzado sobre Leo Patricio, que continuaba imperturbable. La mesa lo frenó, pero aun así llegó al cuello de su antiguo guardaespaldas, que para escapar del asalto echó la silla hacia atrás. La simple voz de la mujer detuvo, sin embargo, a Gomara como una pared de cristal, como una cortina de mercurio detrás de la cual no hubiese nada, ni el vacío. Ni un recuerdo, ni un rubor, ni un sentimiento.
– No seas ridículo. Leo tampoco me hizo nada nuevo. En otras circunstancias, con suavidad y con música, a mí me parecía bien.
Orestes Gomara se desplomó en la butaca.
Su boca estaba muy abierta, como si le costara respirar.
– No se haga ahora el virtuoso, Gomara -dijo Leo con voz despectiva-, no me diga que no se ha doctorado ya en todas las ciencias del culo. Pero si pretende hacerse el macho, será peor. No comprendo cómo ha venido aquí sin una cochina arma.
Gomara volvió a sentarse del todo. Su boca se cerró, pero sus ojos no miraban ahora a ninguna parte.
– De modo que contábamos con su venganza, Gomara -siguió diciendo Leo Patricio-. Lo que no imaginábamos es que esa venganza fuera tan terrible.
– ¿Y qué importaba?
– Nos descubrió un salvajismo con el que ninguno de nosotros podía contar. Pero era verdad: ¿qué importaba? Muertos Alberto y David, usted, Gomara, quedaba solo, sin tiempo material para buscar a otros guardaespaldas de la máxima confianza. Era una presa fácil.
– O no -dijo Gomara.
– O sí. Sólo se trataba de buscar una buena ocasión, porque con usted no se podía hacer un trabajo chapucero. Usted iba a ser un muerto ilustre, de esos que llevan detrás a cuatro ministros oliendo el ataúd. Y no interesaba a nadie que detrás de los cuatro ministros hubiese diez policías. Tenía que ser un trabajo limpio, que no pusiera en peligro los negocios que llegarían después.
– Ya.
– De todos modos -siguió diciendo Leo Patricio-, era evidente que yo corría un grave peligro. El salvajismo de las otras muertes era superior a lo que yo esperaba, y la lógica me decía que el próximo sería yo. Ya contaba con eso, pero reconozco que llegué a sentir miedo. Tuve que ocultarme en muchos sitios mientras pasaba lo peor de la tormenta. Incluso llegué a hablar con una agencia de seguridad y protección.
Orestes Gomara cerró un momento los ojos.
Por detrás de ellos pareció pasar toda su vida, todo su dinero, todas las miradas limpias de su hija cuando en el mundo aún había miradas limpias.
Siempre con los ojos cerrados, preguntó:
– ¿Por qué sigue habiendo cosas que no entiendo?
– ¿Por ejemplo?…
– Por ejemplo, la muerte de Mónica. Sonia, o Mónica, o como demonios se hiciese llamar en la cama, había sido una cortesana de las que se dejan atar para que el cliente piense que es el rey del mundo. Pero cuando murió asesinada, no era más que una doncella en una casa bien de Madrid, un pisazo en la plaza Mayor, donde vivía la segunda esposa de un tal Paco Rivera. Mónica, Sonia, o como coño queráis, era en aquel momento la novia de David Mellado.
– Sí -dijo secamente Virgin.
– He sabido, por mis contactos en la policía, que a la fuerza tuvo que matarla un hombre. Pero, sin embargo, ella había dicho que tenía miedo de una mujer.
– Sí.
La voz de Virgin había vuelto a sonar como un latigazo.
– Sí, pero ¿qué mujer?
– Yo.
La cabeza de Orestes Gomara sufrió una sacudida. Todo su cuerpo se tensó, como si de pronto le quemara la butaca. Sus ojos se clavaron en los de Virgin, unos ojos helados y muertos, trabajados en acero, en plomo viejo, en metales de tubería, subsuelo y ataúd: unos ojos donde estaba toda la indiferencia de un número.
– ¿Tú?…
– De nada sirve negar eso ahora.
– ¿Por qué tenía miedo de ti?
– Me conocía de un modo superficial, pero era suficiente. Y se produjo uno de esos hechos con los que ni el plan mejor trazado puede contar. Después de mi desaparición, es decir, después de mi muerte, yo me mantuve escondida, porque era esencial que no me viese nadie. Incluso me alejé de Madrid; no en tren ni en avión, claro, porque ahí se puede identificar a un pasajero. Me fui en coche. Pero los coches necesitan gasolina, y en una gasolinera fue donde Mónica me vio.
– ¿Muy de cerca?
– Muy de cerca, pero yo fingí ser otra, fingí que no la conocía. Hay personas que se parecen. Confié en eso.
Con la misma voz llena de indiferencia, añadió:
– ¿Te das cuenta?… Yo estaba muerta. Si Mónica mencionaba su encuentro conmigo, todo el plan se podía ir al diablo. Por supuesto que ella no sabía aún nada de mi presunto asesinato, pero por eso mismo mencionaría que me había visto y que yo había fingido no conocerla.
– Ya.
– La amenacé por teléfono: si mencionaba ante alguien nuestro encuentro se atendría a las consecuencias. Tuve la sensación de que, mientras hablábamos, alguien descolgaba un teléfono auxiliar y oía parte de nuestra conversación…
– La segunda esposa de Paco Rivera, supongo. A lo mejor, quiso saber con quién hablaba su doncella.
– … Pero no la parte más comprometida de esa conversación. No pudo sacar nada en claro -siguió diciendo Virgin-. No… La dueña de la casa no pudo sacar nada en claro. Pero Sonia-Mónica tuvo más miedo que nunca. Miedo de una mujer, es verdad. Aunque la mató un hombre.
– David Mellado…
– Sí. -La voz de Virgin seguía siendo tan tranquila y pausada como un gota a gota-. Él, como novio de aquella imbécil, tenía todas las facilidades para hacerlo. Pero yo se lo ordené.
– ¿Por qué había de arriesgarse a hacerlo?
– Porque le prometí un gran premio -dijo cínicamente Virgin.
– ¿Dinero?
– Dinero y algo más.
– ¿Qué más?
– Mi cuerpo.
La cabeza de Gomara cayó como si le hubieran asestado un golpe en la nuca, y así se mantuvo durante unos minutos de angustioso silencio. Podía oírse el compás de las respiraciones, el crujido misterioso de los muebles, el susurrar del aire que se deslizaba por las puertas.
Sólo Gomara rompió aquel silencio para decir:
– Pequeña puta.
– No hay que darle tanta importancia -dijo entonces Leo, queriendo resumir la situación-. Al fin y al cabo, David iba a morir muy pronto. Usted lo mataría. Y él era un pequeño maricón por aceptar ese trabajo, si su hija era una pequeña puta.
– ¿Pero él no sabía que mi hija estaba «muerta»? ¿No tuvo ninguna sorpresa al recibir aquella orden?
– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó Leo con un encogimiento de hombros-. Ni él ni Alberto habían intervenido en nada. No tenían la menor idea de que sus nombres estaban grabados en las cintas de la calle de Serrano. Ni la policía ni nadie habían hablado de la muerte de Virgin. Para ellos, todo seguía igual, es decir, Virgin estaba viva y yo seguía siendo el hombre de confianza de Orestes Gomara. Hizo el encargo por los mismos motivos que mueven a miles de millones de hombres a arrastrarse por el suelo un poco más: el dinero y el sexo. Como todos los macarras salidos de la nada, se moría por follarse a una mujer rica.
– ¿Y no se corría el peligro… de que me mencionase algo a mí? -preguntó Gomara después de una vacilación-. ¿De que al decir que había hablado con Virgin se fuese todo al diablo?
– No -sentenció Leo-, no se corría ese peligro. Reflexione, Gomara: ¿cómo iba a decirle David que se quería tirar a su hija? ¿Que iba a cometer un crimen sin que usted lo hubiese autorizado? Lo lógico era que intentase no verle a usted de ninguna forma, pero además intervine yo: les dije que usted había ordenado que, por necesidades del negocio, estuvieran fuera de la circulación un par de semanas. Daba por descontado que usted, Gomara, en ese tiempo, los localizaría en secreto… y acabaría con ellos. No me equivoqué.
Orestes Gomara alzó un poco la cabeza para decir:
– Sí que te equivocas, hijo de puta.
– ¿Yo?… ¿Acaso no están muertos esos dos tipos? ¿Acaso no salió bien mi plan? ¿Acaso no está usted, gran hombre, justo en el sitio donde yo he empezado ya mi negocio paralelo? ¿Y encima como un imbécil, sin llevar una maldita arma?
– Todo eso es cierto, pero te equivocas en algo fundamental. Te lo he dicho antes.
– ¿Sí? ¿Y qué es?
– Que yo no hice matar a nadie.
Leo Patricio rió con una sonrisa lenta y destilada, con una risa burlona, disuelta en ácido úrico.
– ¡Vamos, Gomara! No se haga el inofensivo y el inocente para que ahora, en la última recta del negocio, no le pase nada. Para que ahora, después de todo, no rematemos el trabajo bien.
– No tengo el menor deseo de parecer inocente. Nunca lo he sido, y menos ahora, cuando visito cloacas que no había visitado nunca. Pero aunque esos tipejos merecían morir, yo no los hice matar.
– ¿No? ¿Por qué no?
– Porque no tuve tiempo.
Si antes había hecho Leo Patricio un gesto de incredulidad, la que ahora lo hizo fue Virgin. Abandonó la jamba de la puerta, anduvo unos pasos y rodeó por detrás la butaca de Gomara, como si éste fuera un preso al que someten a interrogatorio.
Gomara musitó sin mirarla:
– Alguien encontró antes que yo a esos dos tipos, esa basura. Cuando di con ellos, no eran más que unos despojos. El que lo hizo me enseñó unas fotos.
– Eso es muy fácil decirlo ahora -susurró burlonamente Leo-. ¿Pero por qué miente, Gomara? Al fin y al cabo, nosotros no somos la policía.
– Digo la verdad, y puedo demostrarla por simple sentido común: yo todavía soy un hombre fuerte, pero no un atleta total. No uncatcher. Yo no podía dominar, aunque fuera por separado, a aquellos dos tipos y cometer con ellos dos crímenes de artista, dos crímenes de diseño.
– Se hizo ayudar por alguien, Gomara.
– O puede que se hiciera ayudar por alguien el hombre que los mató. O puede que no. Puede que ese hombre fuese capaz de hacerlo solo.
– ¿Quién?
– Yo lo sé. Lo sé.
Virgin, que era la que había hecho la pregunta, le miró con curiosidad. Estuvo a punto de preguntárselo de nuevo. Pero era otra cuestión la que obsesionaba a Leo Patricio.
Fue éste el que preguntó:
– Si usted no lo hizo, Gomara, ¿por qué se culpó?
– Poco importaba. No había pruebas contra mí.
– Pero podía haberlas. Podían aparecer. Y, en todo caso, esa confesión espontánea no le favorecía en nada, Orestes Gomara. ¿Por qué la hizo?
– Yo sabía que mi hija estaba viva. Y si ella estaba viva, tú, cabrón de mierda, tenías que estarlo también.
El insulto no hizo mella en Leo Patricio, que había oído cosas peores en su vida. Se decía que Leo Patricio había sido siempre un tipo tan rastrero que, en el acto del bautismo, el cura ya le llamó hijo de puta. En cambio, sus ojos chispearon de curiosidad al preguntar:
– ¿Sabía que su hija estaba viva? ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué?…
– Por los movimientos bancarios.
– ¿Qué?…
– Los movimientos bancarios.
Y Orestes Gomara, con expresión imperturbable, continuó:
– Antes, los viejos policías de chistera y reloj con cadena decían«cherchez la femme» cuando querían seguir algún rastro. Es decir, y hablando con todas las precauciones del caso, sigan el olor del coño. Pero ahora el olor del coño ya no lo despiden las mujeres, sino los honestísimos cajeros de los bancos. El dinero tiene una fragancia que atraviesa los países y los continentes. Cuando me enteré, por la grabación, de lo sucedido en la casa de Serrano, pensé que, en verdad, Virgin había muerto. Y lo primero que hice fue bloquear su dinero personal. Fue fácil.
– Claro que fue fácil -dijo Leo Patricio-. Y, además, ya contábamos con eso.
– Claro que contabais con eso. Y no cometisteis ningún error: nadie había tocado aquel dinero, que estaba intacto. Pero Virgin, además, contaba, para casos de emergencia o para movilizar fondos en mi nombre, con algunas sociedades en paraísos fiscales. Esas sociedades se movían por medio de otras sociedades radicadas aquí, que a su vez no se movían por nombres, sino por cuentas numeradas. Todo muy difícil para un policía e incluso para un intendente mercantil, pero muy fácil para mí, que había creado la red. Y muy fácil para Virgin, que la conocía. Fue ahí donde me llevé la primera sorpresa, al intentar bloquear también esas sociedades.
– ¿Qué sorpresa?
– Habían sido movidos algunos fondos, y eso sólo podía haberlo hecho Virgin. Mi desconcierto fue total, pero al mismo tiempo se abrió en mí un rayo de luz: si Virgin necesitaba dinero, era porque Virgin estaba viva. Y además confiaba en que yo no iba a enterarme hasta pasado algún tiempo. Es decir, no iba a enterarme nunca, porque entonces ya sería demasiado tarde para mí. Esas cuentas, las que se movían en mi esfera familiar más íntima, yo las revisaba muy de tarde en tarde.
Virgin sólo dio dos pasos. Su taconeo elegante y pausado pareció resbalar sobre el parquet. La expresión de Leo Patricio seguía siendo imperturbable, de estuco y de piedra.
– Muy bien. Pero si usted sospechaba que Virgin estaba viva y usted no había tenido que ver con la muerte de aquellos dos cerdos, ¿por qué se acusó?
– Porque era natural, entonces, que Virgin reapareciese alguna vez -dijo Gomara, con una sonrisa glacial.
– ¿Y qué?
– Se la investigaría a ella como se me estaba investigando a mí. Y yo no quería que la destrozasen. Era mejor que la policía, a ser posible, tuviese ya un culpable.
Aquellas palabras de Gomara sonaron en la habitación lentas y pausadas, como el movimiento de un péndulo.
Y produjeron dos reacciones bien distintas.
Leo Patricio hizo una pregunta superficial:
– ¿Qué gana con eso?
Y Virgin hizo una pregunta cargada de profundidades:
– ¿Tanto querías a tu hija?
Gomara contestó la primera.
– Claro que ganaba algo -susurró.
– ¿Qué?
– Yo pude adivinar algo del plan. No era tan difícil comprender que podía morir. Y a falta de guardaespaldas, ¿qué mejor protección que la propia policía? Si yo era sospechoso, me vigilarían. Y hombre vigilado es hombre protegido.
– Sigue siendo el viejo banquero astuto -susurró Leo con un deje de admiración-. Lo tiene todo en cuenta.
– No, no lo tiene todo en cuenta -murmuró Virgin-. Aún no ha contestado a mi pregunta.
Orestes Gomara volvió poco a poco la cabeza hacia ella. La miró, y hubo en sus ojos el vacío de los años, el de los pasillos que uno ha andado, el de las casas donde uno ha vivido. Hubo el vacío de los marcos sin retrato, las ventanas con una pared enfrente, las viejas radios familiares sin voz. En los ojos de Gomara hubo el vacío de una vida sin sentido, el de una inutilidad.
Quizá hubo también el silencio de una habitación ya muy remota, donde de pronto reía una niña.
Gomara no contestó.
Tal vez no hacía falta.
Y entonces Leo Patricio se puso en pie.
Era alto, sólido, joven. Era astuto, insensible, implacable. Era una roca puesta en movimiento.
– Virgin -gruñó-, él mismo nos ha puesto las cosas fáciles.
Y tendió las manos hacia Gomara, pero no eran las manos de un hombre, eran los garfios de un robot. El cuerpo de Gomara fue izado de un tirón y quedó materialmente colgado en el aire. Una especie de pala mecánica lo transportó hasta el otro lado de la habitación, junto a la amplia ventana que daba a la calle. La voz de Leo Patricio sonó como un trallazo:
– ¡Ábrela!
Orestes Gomara no se defendía. No intentaba luchar. No gritaba para que le oyeran desde el otro lado de la casa. Sólo sus ojos giraron un momento para quedar clavados en la cara de Virgin.
Una cara de mármol.
Y unos ojos que no reflejaban nada, ni las risas de antaño, ni siquiera el recuerdo de las casas en que se ha vivido.
Leo volvió a mascullar:
– ¡Abre esa maldita ventana! ¡El mismo se ha metido en la trampa! ¡No volveremos a tener una ocasión como ésta!
– ¿Ocasión?… ¡Ni ocasión ni nada! Todo el mundo verá su cuerpo en la calle! -dijo ella.
– Justo por eso! ¡Todo parecerá lógico! ¡La policía creerá que se ha suicidado porque le investigaban! ¡O que se ha matado al resbalar desde las azoteas!
– ¿Qué azoteas?
– ¿Por dónde crees que ha llegado hasta aquí? No puede tener llaves porque yo he hecho cambiar las cerraduras. Las que lleva encima sólo pueden abrir el terrado particular. ¡Por ahí ha entrado y por ahí lo ligará todo la policía! ¡Vamos, Virgin, abre! ¡No me hagas perder la paciencia!
Un millón de cosas se oponían a que Virgin abriese aquella ventana, un millón de cosas que no hacía falta razonar, ni calcular, ni ver. Sólo sentir. Un millón de cosas que no estaban en ninguna parte, pero estaban en el aire de todas partes. En todas partes menos en los ojos de Virgin.
Por un momento, éstos se clavaron en los ojos de Orestes Gomara, que la miraba impasible.
Y en los ojos de Virgin siguió sin haber nada. Ni un sentimiento, ni una emoción, ni un soplo de aire que llegase desde el fondo de otro tiempo.
– ¡Maldita seas! ¡Abre!
Virgin abrió.
Los garfios sujetaron con más fuerza el cuerpo de Gomara. Los dientes de Leo Patricio rechinaron como rechinaría una máquina cansada. Pero empujó.
Más allá de la ventana estaba la noche perfumada de la Bonanova, la noche de los presuntos ricos.
Orestes Gomara salió despedido hacia ella.
Dio una vuelta de campana en el aire.
No chilló.
Sólo chillaron los porteros diplomados de las fincas, los conductores de los autobuses, las parturientas que iban a la clínica Dexeus, los transeúntes a los que aquel bulto caído del cielo les impidió doblar a tiempo la página delFinancial Times.
El cuerpo de Gomara se deshizo en el asfalto.
Pero más tarde hubo un portero, deseoso de publicidad, que dijo en la tele que a él le había parecido que ya se deshacía en el aire.