172936.fb2 El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

35 UNA CUESTIÓN DE GRATITUD

La sangre salpicó un árbol, una papelera municipal, las medias de una colegiala que aquella noche estrenaba piernas y las ruedas de un autobús que había logrado detenerse a tiempo.

También salpicó -aunque sólo unas gotitas- a aquel hombre quieto, vestido de negro, que había estado vigilando la casa.

Méndez estuvo a punto de lanzar un grito.

Pero fue él quien primero se movió hacia el cuerpo caído. Sorteó a un conserje que lanzaba gritos contra el ayuntamiento, a un taxista que lanzaba gritos contra el gobierno, a una mujer, más razonable, que lanzaba gritos contra el propio Méndez.

Dos personas corrieron hacia él, entre aquel tumulto rojo. Una era un guardia municipal, otra el portero del edificio por el que había caído Gomara.

El portero masculló:

– ¡Yo conocía a este hombre! ¡Hay que llamar a la policía!

– La policía soy yo -dijo tímidamente Méndez, con la convicción de que no iba a creerle nadie.

– ¿Usted?

– Estaba vigilando la casa.

El municipal le apuntó con un dedo.

– ¿Por qué?… -preguntó, erigiéndose en autoridad constituida.

– Porque seguía a este hombre. Estaba esperando que bajase del ático para hablar con él.

– ¡Pues ya ha bajado del ático, maldita sea! ¡Deben de haberlo matado! ¡Haga algo! ¡Suba usted a ese piso! ¡Llame al juez!

Méndez señaló al conserje de la casa.

– Tiene usted teléfono, supongo.

– Pues claro. El de la comunidad de propietarios. Y al corriente de pago. No como otros.

– Llame en seguida a este número. -Méndez se lo garabateó en un papel-. Es el de la comisaría del distrito. Ellos avisarán al juez.

Intentó apartar a los curiosos que ya formaban corro. Gruñó:

– Por favor, apártense… ¡Apártense! ¡He dicho que se aparten! ¡Se lo digo con toda educación! ¡Me cago en la hostia, apártense!

Consiguió limitar el corro, al borde mismo de la sangre. El urbano constitucional estaba demasiado cerca y empezaba a marearse. Llegaron moviendo los brazos dosmossos de escuadra, la frontera imperial de Catalunya.

Méndez mostró su placa, procurando que no se le cayese sobre el muerto.

– ¡Policía! Por favor, procuren que nadie se acerque al cuerpo… Ya he avisado a la comisaría. Mantengan el orden mientras voy a ver desde dónde ha caído ese muerto. Seguro que del ático.

– ¡Claro que ha caído del ático! -gritó el conserje-. ¡Iba allí!

Méndez atravesó la acera con paso decidido, dándose ánimos a sí mismo. Había hecho bien en seguir a Gomara, dentro de sus posibilidades de policía tronado que viajaba con un abono de autobús, porque ahora estaba sobre una pista. No había esperado -vive Dios que no lo había esperado- lo que acababa de suceder: la brutal muerte de Gomara no cuadraba con ninguna de sus ideas. Pero la pista seguía estando allí, qué diablos: estaba en el ático.

No necesitó subir.

Un hombre descendía agitadamente por la escalera.

Era un tipo joven, alto, guapo, macizo. Un cuerpazo para elPlaygirl o para despedidas de soltera. Méndez lamentó no ser una viuda desconsolada con dinero en el banco. Qué cosas se estaba perdiendo. Cuántas misas por los difuntos. Cuánta fiesta loca.

Méndez no vaciló un segundo.

Poniendo los brazos en jarras, musitó:

– Bienvenido desde el ático, Leo Patricio.

Recordaba perfectamente la foto del pasaporte brasileño falsificado. Recordaba la descripción de Gomara, recordaba todos sus malditos pensamientos desde que se puso a investigar aquel asunto.

El que no recordaba nada era Leo Patricio. Claro, él no sabía nada. Pero, sin embargo, miró casi con alivio la placa milagrosa que le exhibía Méndez.

– Sí. He bajado corriendo del ático porque acaba de ocurrir una desgracia. ¿No lo ha visto?… Una desgracia. ¿Pero cómo sabe que me llamo Leo Patricio?

– Lo sé.

– Bueno, mejor. Tampoco tengo nada que ocultar. Le he dicho ya de dónde vengo.

– ¿Qué hacía allí?

– Tengo una oficina de gestión financiera.

– ¡Qué extraño!

– ¿Por qué?

– Porque he averiguado que ese piso pertenece a una cortesana de lujo.

Leo Patricio, plantado en el centro del vestíbulo, no se desconcertó en absoluto. Al contrario, sonrió mostrando su dentadura perfecta, suave y sólida, seguro que diseñada por una estilista de Detroit. Alzó las dos manos.

– ¡Oh, celebro que lo sepa! ¡Pues claro que sí! ¡Y me temo que el muerto había sido uno de sus clientes! Pero yo estaba aquí con un permiso de la dueña, pagando un alquiler.

– ¿Tiene recibos?

– Puedo… buscarlos.

El conserje de la casa demostró estar al corriente de toda la sabiduría municipal. Volvió a aparecer de pronto.

– Este señor tiene razón. La propietaria del ático es una señorita que está al corriente de pago en todo, pero él tiene ahora un despacho de gestión financiera. Viene muy de tarde en tarde. Buena gente: no molesta en nada.

– ¿Y qué hacía Gomara en el ático? -masculló Méndez-. ¿También necesitaba que le gestionasen?

– No lo sé -se defendió Leo Patricio, con expresión de inocencia-. No sé qué hacía allí. No sé ni siquiera por dónde ha entrado.

– Pues a mí me ha dicho que iba al ático -acusó el conserje omnipresente.

– Y yo puedo jurarle que no ha llamado a la puerta ni le he abierto.

– Examinaremos las huellas dactilares que pueda haber en el timbre -dijo Méndez.

Leo exhaló un imperceptible suspiro de alivio.

– Claro. Hágalo.

– De todos modos, la falta de huellas -siguió diciendo Méndez- tampoco significaría gran cosa. El muerto podía tener llaves del piso.

– En ese caso -murmuró Leo-, las llevaría encima.

– Es natural. Vamos. Las cosas hay que comprobarlas en caliente.

Y Méndez fue hacia el centro de la calle en compañía de Leo Patricio. El círculo de gente se había hecho más compacto, más espeso, pero entre el municipal y losmossos de escuadra lograban contener el tumulto. Méndez sabía que no debía tocar nada hasta la llegada del juez, pero él seguía vivo y con salud gracias a no haber hecho nunca caso de los jueces. Registró sumariamente los bolsillos del cadáver, procurando no mancharse las manos ni de dinero ni de sangre. Encontró una cartera, unas gafas, un tarjetero, un sobre que contenía una carta, un pañuelo, unas monedas y unas llaves. Fueron las llaves las que atrajeron su atención inmediatamente.

– Vamos allá.

Hizo una seña a Leo Patricio y al conserje, y regresaron al interior del edificio los tres. Rápidamente, subieron en el ascensor hasta el ático, cuya puerta estaba cerrada. Méndez puso las llaves en manos del conserje.

– Usted es la persona adecuada. Fíjese bien en lo que hace, porque luego le llamaremos a declarar. Abra.

El portero lo intentó, aunque ya había hecho un gesto negativo al ver las llaves. No consiguió ni introducirlas en la cerradura.

– Nada, no son éstas, se lo digo yo. Éstas son las llaves antiguas.

– O sea, que Gomara no se pudo franquear la entrada él mismo. ¿Hay alguna otra puerta?

– Hombre, otra puerta sí, y por tanto otra entrada. Pero es una entrada de alpinista. Da al terrado particular, y desde allí se puede saltar, es un decir, a la terraza del ático.

– Vamos.

En la puerta del terrado particular hicieron la misma operación, pero esta vez con éxito. El aliento de la noche los acogió. Parpadearon las luces de las ventanas más bajas, las bombillas de otros terrados silenciosos, los pestañeos de televisiones de cien pulgadas que sólo recogían los programas del casino de Montecarlo. Méndez captó en seguida, sobre las baldosas, las marcas dejadas en la humedad por unos zapatos.

– Que nadie pise ahí -ordenó-. Quietos. Yo voy a ir por otro lado.

Buscó un camino que marginara las huellas, fue hasta la barandilla de aquel terrado particular y pudo ver abajo parte de la terraza del ático. Las marcas sobre la humedad terminaban allí, en la barandilla. Y abajo había huellas de un posible salto: un tiesto con geranios volcado y roto. Cualquiera habría pensado que Gomara había llegado hasta el ático por allí. Y Méndez lo pensó.

Le llegó la voz pausada del conserje:

– ¿Ve? Estas llaves sí que abrían. Me parece que el señor Gomara las tenía porque… porque era amigo de la señorita que antes vivía aquí. Pero cambiaron las cerraduras.

Y la voz excitada de Leo Patricio:

– ¿Lo ve? He dicho la verdad. Y oiga una cosa, policía: deberían comparar estas huellas con los zapatos del muerto. Saltó por ahí, seguro.

– Lo haremos. Pero ¿por qué había de saltar?

– ¡Y yo qué sé! Lo único cierto es que saltó y debió de caerse a la calle. Ya no tenía edad para hacer de equilibrista.

Méndez volvió, marginando las huellas otra vez. Su cara era de piedra.

– El sitio de la caída no parece corresponderse con ese sector de la terraza de abajo -murmuró-. A la fuerza tuvo que ir más lejos, para desplomarse sobre la calle.

Leo preguntó aprensivamente, aunque manteniendo una perfecta cara de póquer:

– ¿Hay huellas en la terraza del ático? ¿Indican el camino que siguió antes de caer?

– No, no parece haber huellas -gruñó Méndez-. Y es extraño. La terraza de abajo no tiene humedad: está completamente seca.

La sonrisa de Leo Patricio apenas alteró su cara perfecta, una cara de anuncio de campo de golf, de masaje facial y de crema reparadora; con ella no dejan marcas ni los dientes de una mujer. Cómprela.

– No tiene nada de extraño -explicó-. Si se fija, verá que en la terraza de abajo hay un toldo. Ahora está plegado, pero hasta hace poco ha estado tendido. No ha podido asentarse la humedad.

– Pues tiene usted suerte.

– ¿Por qué?

– Porque no se puede seguir el probable camino de Orestes Gomara. Cualquier técnico diría en el juicio que entró por esta puerta, llegó hasta la baranda, saltó, volcó un tiesto, perdió el equilibrio, trastabilló y acabó cayendo. No se podrá jamás demostrar otra cosa. Si usted, Leo Patricio, usando su fuerza, lo ha arrojado desde el ático, debo felicitarle, porque acaba de cometer el crimen perfecto.

Y añadió pensativamente:

– Siempre he defendido que el crimen perfecto no es el crimen científico ni el que se comete con un rayo láser a través de los pezones de la querida. El crimen perfecto es el que se comete por las buenas en un lugar solitario, delante de una taberna cerrada y con una tranca castellana. Por eso digo que ha tenido suerte, Leo Patricio: nunca se podrá demostrar nada contra usted.

Leo Patricio le miró con una mueca de desdén.

– No se podrá demostrar nada porque nada he hecho. Y ahora permítame decirle, agente, que no sé cuál es su categoría dentro de la gloriosa policía española…

– Una categoría asaz pequeña -dijo Méndez.

– … pero sus razonamientos son dignos de un alguacil de Felipe III. No hace falta que me perdone la vida. No encontrará pruebas por la sencilla razón de que no hay pruebas. Y ahora déjeme en paz. Todavía tengo que hacer algunos informes financieros para personas importantes; no, por supuesto, para personas como usted.

Dio media vuelta. Méndez tendió la derecha y le rozó suavemente una hombrera. Muy suavemente, como el aletazo de un pájaro negro.

– Usted sí que tendrá que hacer una inversión, Leo Patricio -dijo con voz opaca.

– ¿Yo? ¿En qué?

– En un buen abogado. Tienen que existir pruebas, y yo las encontraré. El ángulo de caída del cuerpo, por ejemplo.

– El ángulo de caída del cuerpo, policía de las Termopilas, demostrará que Gomara cayó desde el ático. Pero no si cayó desde un palmo más aquí o desde un palmo más allá.

– Las huellas de violencia en su ropa.

– Habrán sido destruidas por el impacto y por las manchas de sangre -le cortó Leo Patricio.

– Los impactos de los golpes que haya podido recibir antes de ser lanzado abajo.

– ¿Sí? ¿Y si no hubiese habido golpes? ¿Y si hubiese habido sólo un empujón? Pero no malgaste su tiempo, amigo: las huellas de un puñetazo en particular tampoco podrían aparecer en esa cara deshecha. Hala, invierta su tiempo en algo más útil: en llevar su traje a la tintorería, por ejemplo. O quizá no puede. ¿Tiene uno de repuesto para ponérselo mientras tanto?

Y Leo Patricio rió secamente, burlonamente, mientras señalaba con el dedo a Méndez. Jamás un asesino -porque Méndez estaba convencido de que Leo era un asesino- se había reído de él con un aire tan triunfal. Pero no todo había terminado, por los infiernos que no. Méndez hizo una sola pregunta:

– ¿Cuándo reaparece Virgin?

– ¿Qué?

– He preguntado cuándo reaparece Virgin.

– Usted debería saber que está muerta -dijo Leo Patricio, cazado en falso por primera vez.

– ¿Muerta?… ¿Y usted cómo lo sabe?

– Bueno… Yo no sé nada. ¡Nada, eso es! Si está viva, ya aparecerá. No es asunto mío. Y además, no sé qué tiene que ver con esto.

– Gomara se acusó de todo -dijo Méndez, mirándole con fijeza.

– ¿Y qué?

– Nadie se acusa si no es para defender a alguien a quien ama. Alguien que está vivo, evidentemente. -Eso es pura imaginación suya.

– No es imaginación, es reflexión. Cierto que yo no empiezo a reflexionar hasta la segunda copa, pero los bares están abiertos. Puedo llegar a las cien copas. Y le atraparé, Leo Patricio, le atraparé antes de lo que piensa. Haré con usted un trabajo delicado: le meteré el Reglamento Penitenciario por el culo. Haré que se la lave con lejía un juez de Instrucción. Le afeitaré el capullo.

Pronunciadas estas frases rituales -símbolos de la justicia eterna, según Méndez-, el policía tuvo la repentina sensación de que iba a triunfar. Estaba en el buen camino, y atraparía a aquella rata. Si él no tenía pruebas, Leo Patricio no tenía coartadas. Un día más y lo acorralaría. Avanzó un paso hacia él.

Y se encontró con la sorpresa de que Leo Patricio le miraba burlonamente. Estaba apuntando el sobre con papeles que Méndez había sacado de uno de los bolsillos del muerto. Con la misma voz desdeñosa, Leo preguntó:

– ¿Me va a atrapar? ¿A mí?… ¿Y por qué? ¿Qué pruebas tiene? ¿He matado yo a alguien? ¡No! ¿Entonces, de qué va a acusarme? ¿De haberme tirado a una mujer? ¿A la hija de un banquero? ¿Y qué? ¿Las hijas de los banqueros no folian? Folian dentro de una cámara acorazada, naturalmente. Pero lo hacen. Lo hacen, policía del servicio de alcantarillado. Y cada vez que se corren, sube la Bolsa. ¿Va a acusarme de eso? Y si un día Virgin reaparece, ¿qué? Menos motivo todavía para acusarme. Pero no se desanime, hombre… A lo mejor, tiene las pruebas contra mí en ese sobre que llevaba el muerto.

– Pues es posible -dijo Méndez.

No se trataba de una frase vana. En efecto, era posible. Méndez no sabía lo que había en el sobre hallado en el bolsillo del muerto. ¿Y si se trataba de una acusación contra Leo Patricio? Bien pensado, era lo más lógico.

Leo Patricio había ido demasiado lejos al desafiarle.

– Esto debería abrirlo el juez -gruñó-, pero ya encontraré una excusa. Yo a los jueces me los paso por el escroto, y a las juezas no quiera usted saber.

Abrió el sobre.

Dentro había una breve carta manuscrita, evidentemente con la letra de Orestes Gomara. La firma también era suya.

Méndez la leyó:

– «Yo maté a dos miserables llamados David Mellado y Alberto Parra. Lo declaro voluntariamente para que no se carguen responsabilidades a nadie más. También declaro que voy a poner fin a mi vida inmediatamente. Mi muerte será un acto voluntario sin otro culpable que yo mismo. Ruego a la policía y al juez que no busquen otros responsables. Gracias, Miguel Don.» Sólo eso.

Méndez quedó boquiabierto.

Aquello lo hundía todo.

Todo.

Leo Patricio se dio cuenta de su expresión. Deslizándose a espaldas de Méndez, leyó por encima de su hombro. Al acabar, lanzó una carcajada.

– Lo tiene perfecto, policía de bidés -dijo-. Atrévase a decir una palabra más.

– No puedo decir una palabra más -barbotó Méndez.

– Me han contado que usted lo averigua todo, pero que por una cosa u otra nunca logra detener a un culpable.

– Cada uno tiene lo suyo -gruñó Méndez-. Pero es verdad: nunca detengo a un culpable.

– A mí menos.

– Sí, Leo Patricio: a usted menos.

– Lo único que no entiendo es eso de «Gracias, Miguel Don».

A Méndez se le crisparon las mandíbulas mientras decía:

– Yo tampoco.