172936.fb2 El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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36 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA

Méndez sólo entendía una cosa: no iba a poder hacer nada contra Leo Patricio ni contra Virgin Gomara, cuando ésta apareciese. El muerto que ahora yacía en la calle se había atribuido toda la responsabilidad, y la carta era una decisiva prueba legal. Sus dedos sin fuerzas estuvieron a punto de dejar caer el papel al suelo.

Leo Patricio entendía lo mismo, pero para él era completamente distinto. Lanzó de nuevo una seca carcajada.

– Vuelvo a mi despacho, Méndez -dijo-. Le felicito por su éxito. Si piensa detenerme, envíeme una carta con un mensajero de esos que reparten pizzas.

Y volvió la espalda. Nadie le siguió. El centro de atención se había trasladado por completo a la calle, donde el tráfico estaba embotellado y donde crecía y crecía el círculo de curiosos alrededor del muerto.

Méndez gruñó desde la puerta:

– Aprovechando el mensajero, le enviaré una pizza con huevos, Leo.

– ¿Sí? ¿Qué huevos?

– Los suyos.

Y desapareció de la vista de Leo Patricio. Este sonrió burlonamente y se encogió de hombros, con un gesto de indiferencia total. Entró en el despacho.

De pronto, éste era su reino. Una sensación confortable, de poderío absoluto, le invadió. Ya no debía temer a Orestes Gomara, su dinero y su sed de mal. Ya no debía temer a la policía, sus pesquisas y sus ruindades. Virgin y él habían triunfado de lleno. Unos cuantos trámites y el imperio Gomara -un imperio poblado de sombras, pero sombras de oro- pasaría a ser suyo.

Entró del todo en el despacho, entornando la puerta a su espalda. Su primera mirada fue hacia la ventana por la que había saltado Gomara: estaba perfectamente cerrada y sin huella alguna de violencia. Él había tenido la precaución lógica de cerrarla después de la caída del banquero. Estáte tranquilo, Leo.

La segunda mirada fue para la butaca en que había estado sentado Gomara.

Gomara ya no estaba, claro.

Pero en su lugar había alguien.

Leo Patricio balbuceó asombrado:

– … ¿Qué diablos?…

La mole enorme se levantó del asiento. Todos los muelles de la butaca crujieron cuando los dejó libres aquella masa de músculos. El aire del despacho se hizo más espeso, como si lo absorbiese por ley de gravitación aquella especie de estatua de acero.

Miguel Don avanzó dos pasos.

Su boca apenas se movió al preguntar:

– ¿Sorprendido, Leo Patricio?

– ¿Cómo has entrado aquí?…

– No era tan difícil colarse, con el tumulto que se ha armado abajo.

– ¿Y cómo has dado con esta casa?

– Tampoco ha sido tan difícil. Orestes Gomara me tenía al corriente de todas las visitas que pensaba hacer, o al menos de parte de ellas. Y me dijo que iba a visitar aquel centro del placer privado en el que él y tú teníais una parte del capital: la Real Academia de las Putas. De modo que yo también fui y hablé con la dueña. Ella me dijo que habían estado conversando acerca de Lina y su domicilio, o sea, éste. Pensé que era razonable darme una vuelta por aquí y visitarlo.

Sonrió.

Sus dientes eran como los de un tiburón. Sólo les faltaba haber sido afilados por un espadero de Toledo.

– … ¿Qué quieres? -balbuceó Leo Patricio.

Sus ojos parpadearon de pronto, pero no veía nada. No veía más que una especie de manchas, no veía más que la mole de Miguel Don y su sonrisa carnívora.

Y el despacho al fondo. La ventana y las luces de Barcelona al fondo. Y el ordenador que casi podía tocar con las manos, pero que enviaba parpadeos desde una dimensión remota.

– No quiero nada -contestó Miguel Don-. No quiero nada, pequeño hijo de puta.

Leo Patricio miró febrilmente hacia el cajón de la mesa central. Allí siempre tenía un revólver. Con un gruñido fue a saltar hacia aquella mesa, mientras en su frente nacían como en una explosión mil gotitas de sudor helado.

No llegó a tiempo. Realmente no llegó a tiempo ni de tensar las piernas para el salto.

Los dedos de Miguel Don eran como pinzas de acero. Se clavaron en el cuello de Leo y le cortaron instantáneamente la respiración. Toda la habitación se nubló. La sangre no llegaba al cerebro de Leo, que movió los brazos desesperadamente. Tuvo la sensación de que sus puños chocaban contra algo. Los dos impactos alcanzaron de lleno la cara de Miguel Don, pero el único efecto que produjeron fue un leve pestañeo.

Y los dedos se cerraron aún más.

Sostenían materialmente a Leo Patricio en el aire.

Éste pateó mientras dejaba absolutamente de ver. Los ojos se le escaparon de las órbitas.

Miguel Don susurró:

– Lástima que tenga que hacer contigo un trabajo rápido. Lástima que no pueda dedicarte el mismo tiempo que a los otros.

Y lo dobló sobre la mesa.

Su enorme cuerpo aplastó materialmente a Leo. Todo el peso pareció concentrarse en sus manos, y las manos plancharon el cuello de su víctima. La lengua de Leo Patricio pareció salir disparada. Hasta la cara de Don saltó un manantial de saliva mezclado con gotas de sangre.

Miguel Don no se dio prisa.

Sus dedos presionaron poco a poco, permitiendo que, durante uno o dos segundos, Leo Patricio pudiera respirar. Pero apenas la víctima daba una boqueada, los dedos se cerraban de nuevo. Lo último que vio Leo Patricio fue aquella cara de piedra que estaba materialmente encima de la suya. Los ojos tan quietos y fijos que parecían dos bolas de acero. Y el techo de la habitación, un techo absurdo que se movía y al que parecían llegar los parpadeos del ordenador. Luego nada.

Miguel Don lo soltó.

La cabeza del muerto cayó a un lado. El cuerpo resbaló poco a poco, doblado sobre sí mismo, hasta caer sobre la alfombra.

Y entonces Miguel Don oyó la voz:

– Una muerte en el viejo garrote vil habría sido más piadosa que esto.

Se volvió poco a poco.

Sus músculos parecieron chirriar. Los ojos seguían pareciendo dos bolas de acero.

– Creí que me interrumpiría, Méndez.

– No he llegado a tiempo, y sólo he podido ver la fase final. Últimamente no llego a tiempo a ninguna parte.

Méndez no se movió. Con las piernas ligeramente arqueadas, aguardaba junto a la puerta. Una leve seña bastó para indicar uno de sus bolsillos.

– Tengo una carta que le disculpa, Miguel Don -dijo-. Orestes Gomara se culpa de las otras muertes.

El gigante le miró con asombro. Apenas pudo preguntar:

– Eso… ¿es cierto?

– Claro que es cierto, Don. Está más limpio de lo que usted mismo cree. Orestes Gomara le disculpa por escrito. Pero…

– ¿Qué?

– Orestes Gomara mintió.

Méndez se reclinó en la jamba de la puerta. Él ignoraba que, muy poco antes, Virgin había hecho exactamente lo mismo. Sus labios apenas se separaron para decir:

– Mintió porque los mató usted. Alberto y David sucumbieron mientras les aplicaba su caritativo tratamiento de ortopedia. Con la detective Rosanna Vives lo hizo rápido. No le quedó otro remedio cuando ella le sorprendió registrando la habitación alquilada por Leo Patricio. A la pobre puta callejera no la mató usted; la mató Kabir, y lo que usted hizo fue vengarla. Pero le diré por qué mintió Gomara.

– ¿Por qué?

– Por salvar a Virgin. Él sabía que un día ella iba a reaparecer, porque estaba viva, y quiso evitar toda complicación, lo mismo para ella que para Leo Patricio. Aceptó su derrota, quizá porque ya no quería nada ni creía en nada. Mejor dicho, quería a Virgin.

– ¿Y por qué… por qué había de salvar también a este cerdo? ¿Por qué había de salvar a Leo Patricio?

– Por algo que al principio no entendí.

– ¿Qué?

– En su carta le daba las gracias a usted, Miguel Don. A usted. Parecía no tener sentido, pero lo tenía. Él sabía que usted iba a rematar el trabajo, que iba a hacer esto.

Y señaló el cadáver de Leo Patricio. Miguel Don fue a dar un paso, pero sus fuerzas parecían haberse hundido para siempre. Miró con incredulidad a Méndez.

– ¿Seguro que tiene esa carta? -musitó.

– Se lo juro.

– ¿Y por qué cree que yo había de vengar a Virgin? ¿Por qué?

– Porque usted fue siempre su guardaespaldas. Era la sombra protectora de Virgin.

– Sí.

– Porque usted la vio nacer.

– Sí.

– Porque usted cuidaba también amorosamente de la primera mujer de Gomara, la que nunca se entendió con él.

– Sí.

– Y porque al ver nacer a Virgin, grandullón de mierda, vio nacer a su propia hija.

Separándose de la jamba de la puerta, añadió con voz silbante:

– Gomara nunca lo supo. Pero si es cierto que después de la muerte hay una inteligencia superior, se dará cuenta de que fracasó en todo lo importante de la vida. Ni su mujer le fue fiel ni la amada hija era suya. Aunque en honor a la elegancia que demostró al final, haré decir por su alma una misa en la que estará permitido fumar.

Avanzó medio paso hacia Miguel Don. Y Miguel Don no se movió. La torre humana apenas se tenía en pie. Su boca estaba abierta de una forma casi trágica.

– Antes de sospechar que su hija estaba viva -continuó imperturbable Méndez-, Gomara intentó vengarla, pero se encontró con que al menos el primer trabajo ya estaba hecho. Porque usted, Miguel Don, nunca imaginó que todo era una maquinación para quedarse con toda la fortuna de Orestes Gomara. Nunca imaginó que Virgin vivía… ¿He dicho que Gomara fracasó en todo?… Bueno, quizá no. Al fin y al cabo, usted le ha hecho todo el trabajo.

Quizá Miguel Don no le escuchaba del todo. Sus rodillas parecían doblarse. Con voz entrecortada barbotó:

– ¿Virgin… vive?

– Seguro que vive. Se lo juro. Está oculta, como siempre, está entre las sombras, maquinando cosas, en algún lugar de esta casa. No tiene más que buscarla. Pocas palabras bastarán.

– ¿Buscarla? ¿Irme de aquí?… No puedo. Acabo de matar a un hombre, Méndez. Hay policías abajo.

Méndez se encogió de hombros, casi imperceptiblemente.

– Sólo yo le he visto hacerlo, Don. Nadie más.

– ¿Y…?

– Y puedo mentir. Puedo decir que lo he encontrado así. Tendrá líos, Don, pero nadie le condenará sin pruebas.

– Méndez… Y usted… ¿por qué iba a hacer eso?

– Quizá porque todos esos tipos merecían la muerte.

– Pero…

– Quizá porque he hecho muchas investigaciones, y al final nunca he detenido a nadie. Quizá porque he pensado que te detiene la muerte. Pero a veces también te puede detener la vida.

Hizo una leve mueca.

– Me parece que los he llegado a conocer bien a Virgin y a usted, Miguel Don. Muy bien. Hala, busque a Virgin, únase a ella y lárguese. Pero sin dinero.

Con la mirada perdida, sus ojos se posaron en el fondo de la habitación. Ni siquiera los desvió cuando Miguel Don, lanzando una especie de gruñido, pasó junto a él para salir velozmente.

Lo único que hizo Méndez fue decir:

– Los dos juntos van listos. Al tiempo. Se destruirán fotos y dejarán tranquilos al mundo.

La plaza estaba tranquila en aquella soleada mañana de Madrid, bajo el vientecillo serrano, milagroso vientecillo sin octanos -pensaba Méndez- que mata a un hombre y no apaga un candil. Pero que por la noche debe dejarles helada la entrepierna a las chicas que hacen esquina, seguía pensando Méndez. Vaya injusticia la de la vida, don Álex. De la vida creemos saberlo todo y no sabemos ni la mínima verdad.Do you mind?

– ¿Por qué me pregunta en inglés? -dijo don Álex, sentado a su vera y con elABC de las papeleras bajo el brazo-. ¿Lo hace por esa vieja loro y su joven profesora que siempre están practicando en ese banco de al lado? Llevan ahí no sé cuántas semanas, y la vieja nunca aprende nada.

– Es que ellano mind.

– De todos modos, ¿sabe que me alegra mucho verle otra vez aquí, señor Méndez?I’m happy. Cojones con la tía ésa, que con tanto repetir palabras inglesas me va a hacer olvidar mi lengua, que en todos los sentidos, en todos, es lo único que tengo. Méndez, you see? Las chicas de doña Lorena Dosantos siguen entrando en la santa casa, y supongo que siguen bordando casullas para obispos y capotes para toreros a los que ya han dado la extremaunción. Yo sigo haciendo la ruta de las papeleras, aunque cada vez hay menos hallazgos; lo único que he encontrado esta mañana ha sido un manifiesto diciendo que España va bien. Y es que este país no cambia, señor Méndez, se lo digo yo. Incluso en la intervención de bancos: acabo de leer que el banco de Orestes Gomara está intervenido, sometido a investigación y sin un puto duro, mejor dicho, sin un puto euroduro, en caja. ¿Usted ha hecho algo de eso? Creo que es posible, aunque usted, Méndez, de bancos no entiende nada, la verdad. Pero yo se lo cuento todo. I tell you the true situation. Por cierto, aquel obispo de Mondoñedo, Antioquia o Sión, ¿acabó creyendo en su padre?

– Me temo que no del todo, no comprende que su padre sólo quiso ayudar a mujeres sin futuro -dijo Méndez-. Ya sabe lo que pienso: en la vida, nunca acabas de conocer la verdad. Por eso necesitamos otra vida, digo yo. Menudos disgustos va a haber.Many, Many injuries for all the people.

– ¿Sabe qué le digo, Méndez? Que cada vez hablamos mejor el inglés. Deberíamos perfeccionarlo, pero como yo no puedo pagarme un profesor, y me temo que usted tampoco, ¿y si nos arrimamos a la vieja y sobre todo a la profesora? Alguna palabra caería.

– Como quiera, don Álex. A mí me parece bien.If you wish it, I wish it also.

– Además, la profesora está lo que se dice muy bien -susurró don Álex-. Ésa no se alimenta de sopa de aspirinas.

– Tiene razón. La profesora está para elbed. Immediatly woman bed.

– Está parato remain dead -remachó don Álex-. Quiero decir, que está de muerte.