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Mientras se dirigía a Jefatura Superior, en la Vía Layetana, Méndez seguía sin reconocer su ciudad. La Rambla, aparentemente, estaba igual, con sus gorriones y sus gorrones, sus árboles centenarios y sus hoteles de vieja estampa, en alguna de cuyas habitaciones aún debía de permanecer insepulto un consejero de Alfonso XIII. Subsistían las terrazas de los cafés, algunos comercios de souvenirs, aptos para el último recuerdo, y los quioscos especializados en revistas eróticas, aptas para el último polvo. Todo eso era verdad y podía engañar al observador superficial, pero no engañaba a Méndez.
Hasta el Liceo era nuevo. Conservaba su fachada y las ventanas inferiores del Círculo, las llamadas «de la pecera», en cuyas butacas siempre había algún socio embalsamado en espera del Juicio Final, pero detrás de ese cascarón todo era nuevo, sustituyendo al incendio que se llevó el teatro un 31 de enero: aquel incendio había devorado desde los decorados hasta el telón, desde los palcos con dama otoñal hasta los butacones con fabricante insepulto. Ahora todo era nuevo, sólido, de hormigón homologado, de acero seguramente precintado por un constructor de Kansas. Toda aquella Barcelona estaba cambiando a marchas forzadas, pensaba Méndez: había nacido la nueva Barcelona, la nueva Rambla de los ejecutivos, y había desaparecido la vieja Rambla de los camioneros, pero también de los poetas.
La Superioridad le recibió.
La Superioridad estaba representada por Pons, un jefe de grupo que aspiraba a ascender rápido, porque su abuelo había sido mozo de escuadra en la vieja Generalitat. Con su habitual cortesía, saludó afectuosamente a Méndez.
– Coño, ya era hora, leche.
– He venido a pie. Y encima he tenido que dejar al médico a media consulta.
– Pues ya me dirá a qué vienen tantas prisas con el matasanos, Méndez. Imagino que lo único que ha tenido es un ataque de impotencia.
– Sí, jefe, pero de los graves. Aunque, la verdad, no sé cómo ha podido adivinarlo.
– No tiene ningún mérito. Lo que a usted le pasa lo saben hasta las monjas de clausura.
Alzó la tapa de una carpeta donde había apenas media docena de papeles.
– Mal asunto -empezó diciendo, sin saber que todos los ministros del gobierno, al alzar también las tapas de sus carpetas, pronunciaban aquellas mismas palabras.
– No debe de ser muy importante, si me ha correspondido a mí -dijo Méndez, con voz de monaguillo-. A la fuerza ha de ser un choriceo en los barrios bajos de Barcelona.
– Pues se equivoca. Es un choriceo en los barrios altos de Madrid.
Méndez alzó las dos manos, echó para atrás el sillón y se puso a la defensiva.
– Mire -protestó-, yo no tengo ninguna relación con el Banco de España, el Boletín Oficial, la Cruz Roja, el Banco Español de Crédito, el Ministerio del Interior, la
Dirección General de la Guardia Civil, Filesa y la cooperativa de viviendas de UGT. ¿Los he recordado todos o me dejo algún choriceo de altura?
– Usted no tiene fe en España, Méndez.
– No.
– Pues se equivoca en eso y en otras cosas. No es nada de lo que imagina, y en el caso de que fuera lo que imagina, no tendría usted la más mínima capacidad para resolver el asunto. Se trata de algo mucho más sencillo, algo, digamos, de… de su nivel. -Examinó unos instantes la carpeta antes de decir-: ¿Usted conoce la plaza de Santa Ana?
– Pues claro que sí. Pertenece a «mi» Madrid: el de los churros, las viudas de funcionario, las vendedoras de lotería, los cafelitos cargados en cuenta y los jubilados en turno de sepelio. Es un Madrid estimulante, créame, proyectado al futuro más espléndido. Pero quizá me equivoco, porque hace mucho tiempo que no voy por allí. Puede que la gente ya pague el café al contado o con tarjeta de crédito, puede que ya no haya churros autorizados por el Instituto de Nutrición Animal. Me da en la nariz que los jubilados también van desapareciendo poco a poco, por ejemplo, cada vez que van a hacer una consulta, y los entierran en secreto en el Ministerio de Hacienda. En fin, que la plaza de Santa Ana puede haber cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. ¿Pero por qué me pregunta si la conozco?
– Porque es posible que tenga usted que ir allí, Méndez.
– ¿Pero qué dice?
Pons dio un golpe plano sobre los folios de la carpeta.
– ¿Le sabe mal? -preguntó.
– No, no es que me sepa mal… Yo amo el viejo Madrid, y estoy seguro de que el viejo Madrid me ama a mí. Al menos, los de la Comunidad Autónoma no me han expulsado nunca. Pero ya estoy a punto de jubilarme, tengo artrosis, reúma, ciática, impotencia y seguramente sífilis congénita. Los de arriba lo saben y me han ido dando servicios de jardín de la tercera edad de esos que no exigen recorrer más de quinientos metros. Y no crea que por eso son servicios fáciles, no… Estos últimos tres meses, por ejemplo, he tenido que reorganizar todo el servicio de confidentes del London Bar, cerca de la Rambla. Estoy muy arraigado en esta ciudad: todas las noches veo a un camarero que me guarda un chorrito de whisky de veinticinco años, todas las mañanas doy de comer a una paloma. En estas condiciones, enviarme fuera de Barcelona en misión de servicio me parece una crueldad innecesaria.
– Tampoco se va a morir por eso, Méndez. Además, la cosa viene de arriba precisamente, o sea, que no es mía. Mire, me parecería poco noble ocultarle que le miran mal. En cierto modo, esto es una represalia por algo que usted dijo últimamente y que sentó muy mal a los responsables del servicio.
Méndez le miró, pasmado.
– ¿Sí? ¿Qué dije?
– Que le gustaban las jóvenes guardias civiles vestidas de uniforme.
– Con falda -precisó Méndez.
– Eso, con falda.
– ¿Y qué tiene de malo? Yo me limito a mirarlas y a elogiar, en el fondo de mi conciencia democrática, la dosis de humanidad que han dado al viejísimo Cuerpo.
– Pero usted lo comentó, Méndez.
– Es verdad, lo comenté no sé dónde.
– Me parece una falta de respeto y una gilipollez que no llega ni a desviación sexual. A usted se le empinará leyendo el Boletín Oficial del Estado.
Ojalá, pensó Méndez, llegados a ese peligroso punto del diálogo.
– ¿Y qué puedo hacer para congraciarme con el mando? -preguntó a continuación, dominado por el santo temor del funcionario-. En el fondo soy un policía fiel, y los jefes deben comprender que sólo trato de fornicar con personas de orden, a ser posible mujeres.
Pons le miró de soslayo.
– Entonces deberá obedecer las órdenes y aguantar lo que le echen: quiero decir que irá inmediatamente a Madrid en comisión de servicio. Vamos a ver. ¿Usted conoce en la capital del reino a una señora llamada Lorena Dosantos?
– No recuerdo.
– Pues deberá conocer a doña Lorena, porque ella también forma parte de la España clásica.
– ¿Sí? ¿Qué es?
– Es prostituta.
Ante tal precisión histórica, Méndez se conmovió.
– Es raro que no la conozca -dijo, tras reflexionar unos momentos-. Crea que lo lamento. Uno comprende que debería estar más al día.
– Ya lo estará cuando empiece el trabajo. Y hágalo bien, porque ha de pensar que el mando le ha dado un voto de confianza. No sólo quiere alejarlo de esta ciudad donde usted habla demasiado y tiene demasiados amigos, es decir, no sólo quiere hacerle la puñeta. El mando considera que, dados los especiales conocimientos de usted, podrá hacer este trabajo perfectamente.
– Pondré en ello mis cinco sentidos y mi espíritu de servicio -dijo Méndez, quien empezaba a comprender que todo podía haber ido peor aún. Quién sabe si las faldas de las jóvenes guardias civiles también habían sido pagadas con los fondos reservados. Y añadió-: ¿A quién debo descubrir?
– Al contrario, tiene que tapar el asunto.
– ¿Qué?
– Evitar que la cosa se sepa, que se comente, que se publique en la prensa, aunque sea en la sección de noticias municipales. No se me queje, Méndez: este trabajo que se le confía también forma parte de la más delicada tradición oficial española.
– Tengo los suficientes años para sospecharlo, pero… ¿pero qué pasó?
– Un cliente de gran importancia murió en la casa de la señora Dosantos, Méndez.
– ¿Y qué?
– Que no es la primera vez que ocurre una cosa así… la cantidad de personas que han muerto en olor de santidad en una casa de putas es considerable, y las putas parlamentaron brevemente con la dueña. La dueña tenía muchos teléfonos a los que consultar, incluido, supongo, alguno de la Moncloa. De modo que, por lo que ha declarado, pensó en lo más sencillo: pedir que sacaran el fiambre en alguna ambulancia oficial, como si fuera un simple enfermo. Pero eso significaba envolver a alguna alta personalidad en el asunto, pensó doña Lorena, que en el fondo debe de ser una gran mujer. Porque, vamos a ver: ¿qué pasa con las altas personalidades? Pues que muchas no quieren comprometerse, y con las que se comprometen corres dos peligros. El primero es que un día les dé por hablar y lo jeringuen todo; el segundo es que les dé por follar gratis durante toda la vida, hasta que ellos también fallezcan santamente en la casa de putas. Demasiados peligros, decidió la ilustre matrona. Y entonces, una de las chicas, que había pasado por una experiencia semejante con el cura de su pueblo, le dio un consejo: sáquelo usted a la plaza, doña Lo. Lo que más escondido queda es lo que más se enseña. Tenemos ascensor, tenemos una escalera solitaria, tenemos dos chicas fuertes, una yo, y otra la Patri, las dos especializadas en presidentes de consejos de administración, economistas del Estado, notarios y otros varones que jamás han hecho régimen. Sacamos el cuerpo tranquilamente, entre las dos, sosteniéndolo por debajo de los hombros, como si fuera una persona que no se encuentra bien. Y hasta dándole unas suaves pataditas en los pies, podemos fingir, doña Lo, que incluso anda. Total, son apenas ocho pasos hasta el banco que hay enfrente de la casa. Sentamos el cuerpo allí, como si fuese un jubilado completamente absorto, o sea, en trance de que se le revise su poder adquisitivo. ¿Va comprendiendo la sencillez de la jugada, Méndez? Dos cachetitos en la mejilla como diciendo: «Estese aquí quieto, abuelo, que hoy hace muy buen día», y las chicas se van. A nadie le llama la atención un jubilado que se esté dos horas quieto al sol, en un banco, con la cabeza apoyada en el respaldo y la boca abierta como un lagarto: ya ve que me acuerdo de la canción del pueblo blanco, o como se llame, del Joan Manuel Serrat de los huevos. Cuando lo descubran, ya nadie se acordará de quién lo dejó allí, o en todo caso, las chicas siempre podrán decir que ellas lo dejaron vivo, empinado y con un porvenir de la hostia. A ver quién prueba lo contrario, Méndez. Y eso fue exactamente lo que pasó.
– Pues entonces no veo el gran problema. ¿Qué he de hacer yo? ¿Lograr que las chicas canten?
– Ya han cantado. Bueno, lo ha hecho doña Lorena Dosantos, que como le he dicho es una gran mujer, con buena mano hasta en las listas electorales. Vistas las circunstancias, ha preferido decir la verdad.
Méndez entrecerró los ojos, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa obediente y oficiosa.
– Pero no piensan acusarla -musitó.
– No -dijo Pons-. ¿Acusarla realmente de qué? Además, demasiado lío. Precisamente es el lío lo que queremos evitar, Méndez, porque doña Lo es una persona muy importante, y el muerto era una persona muy importante. Ahí entra usted: ha de evitar toda clase de comentario, indiscreción o noticia. La primera medida es encontrar al muerto.
– ¿Pero qué dice? ¿Es que se fue? -preguntó Méndez con un espasmo en la garganta.
– No -dijo Pons, alzando los brazos en un gesto de impotencia-. Ocurrió algo mucho más asombroso. Se lo llevaron dos curas en un coche.