172936.fb2
Cuando Méndez llegó a Madrid, la ciudad estaba viviendo un delicioso y podrido otoño. La luz oblicua penetraba en el estanque del Retiro y dibujaba sobre él la estatua de Alfonso XII, las siluetas de los remeros, las lenguas audaces de los enamorados y la mano castellana que busca virgo castellano, tal vez con la mayor desesperanza. Las hojas muertas caían sobre la estatua de Pérez Galdós, su libro abierto, su paciencia y su experiencia en caca de paloma. Ese es un doctorado que aún no está en uso, meditaban los paseantes, el de la paloma excretora, pero quién sabe si pronto la impondrán como carrera técnica, con unnumerus clausus largamente meditado por el Consejo de Rectores. Los altos cargos hacían balance, consultaban la cotización del franco suizo y telefoneaban a sus dos mujeres. La verdad era que la ciudad bullía: los entendidos comentaban que en Zalacaín hacía falta otra vez reservar mesa y que en el Eurobuilding de Padre Damián un cliente se llegó a encerrar con tres mujeres bravas en una habitación del sexto piso. En los comederos de la plaza Mayor se producían pequeños milagros, como por ejemplo el que un calamar llevase el sello del Archivo Histórico Militar, un rayo de luz que se iba a dormir diese en los botellones de Valdepeñas, y un camarero de mediana edad, casado y con hijos, escribiese cartas de amor al portero del Madrid. El país -decían los políticos- remontaba. Los cajeros automáticos tenían más asiduos que nunca; según una encuesta de Metra-6, los bares servían muchos bocadillos de jamón, mientras que un año antes sólo los servían de mortadela; en El Corte Inglés se robaba menos género; el ministro de Hacienda había estrenado corbata; en los cines de la Gran Vía volvía a haber colas, y una madame muy conocida juraba que uno de sus clientes había vuelto a pagar al contado una felación.
Cuando Méndez llegó a Madrid, la ciudad estaba viviendo, pues, un delicioso y podrido otoño. Las platerías cercanas a la plaza Mayor brillaban con sus piezas de piso antiguo y mujer casada de entreguerras. Sobre sus escaparates, al caer la tarde, se derramaba un sol imperial, financiado por Carlos V. Los mesones antiguos, segovianos o no, hacían ofertas de temporada y hablaban de lechales finísimos, alimentados con gusanos de seda. La gente de la estación de Atocha iba bien vestida, leía al menos un periódico al mes y ya nada tenía que ver con la boina, la maleta de cartón y el español ahumado: ahora subía audazmente en el Ave, era cosmopolita, se daba cuenta de que ya no hay fronteras en Europa ni en La Mancha, elogiaba la libertad, amaba la buena vida, sabía distinguir entre un crianza y un reserva y había oído hablar de gloriosas mariscadas servidas en algún sitio de la carretera de La Coruña.
Pero Méndez no amaba ese último Madrid, sino el viejo, el de los figones, las tahonas, las copas de Chinchón seco, los pescaditos que habían llegado a pie desde Alicante, las matronas gordas y las corralas donde la ropa recién lavada se exhibía al sol. Por eso no buscó un hotelito reformado en profundidad, con mejoras tan importantes como dos bidets nuevos y dos litografías del maestro Palmero. Eligió una pensión de la Gran Vía que acaso fue distinguida en los tiempos en que los académicos de Ciencias Morales iban a Chicote a buscar las raíces de la virtud; pero ahora era un piso desteñido, con camas de metal de los años cuarenta, un cuarto de baño que cabía en el armario y toallas pasadas por una hormigonera. Las comidas eran familiares y con dos temas fijos de conversación: los clientes hablaban de sus mujeres difuntas y la dueña hablaba del precio a que se había puesto lo que se comía. «Señores, es que ustedes no le dan importancia.» Los vinos de la casa eran unos riojas inclasificables y que sin duda estaban por pagar, entre otras razones porque el representante que los vendió ya había muerto. El dueño organizaba todas las madrugadas unas partidas de mus donde se decía en voz baja que alguien había llegado a perder hasta veinte euros.
En fin, que el sitio le gustó a Méndez mientras las fachadas de la Gran Vía se desconchaban y sobre las aceras caían las cascaras de los años que ya se habían ido. Además, estaba cerca de los lugares en los que le obligaban a investigar.
Lo primero que hizo, claro, después de instalarse, fue oler uno de aquellos riojas posiblemente letales, otear el panorama de mujeres solitarias de la pensión y calcular a ojo la virtud de la dueña. Seguidamente, claro, se dirigió a la casa de la señora Lorena Dosantos, que era el origen de todo.
Hizo antes algunas averiguaciones discretas, por ejemplo sobre la materia prima. Méndez descubrió, ya antes de entrar en la casa, que la materia prima de que se nutría la señora Dosantos estaba formada primordialmente por señoritas provincianas, de clase media baja, en una España que, después de todo, no había cambiado tanto. Señoritas expertas en la cocina, el bordado, la mecanografía, el corte y confección, los buenos modales y otras artes antiguas, se habían encontrado a los veinticinco años con un país de desempleados que no las necesitaba. Doña Lorena Dosantos las recogía en su taller, donde se bordaban casullas de obispo, mantos de vírgenes, camisones para señoritas que estaban dispuestas a dejar de serlo y capotes de paseo para toreros que siempre decían que se iban a morir. Doña Lorena era tradicional y respetable. Su interesante museo del siglo xix era visitado por caballeros del siglo xx que elogiaban la calidad del hilo de oro, la gracia del dibujo, la perfección del acabado, la suavidad de la seda y las piernas de las chicas. Todas ellas habrían parecido sufridas empleadas (alguna incluso se llevaba el bocadillo) de no ser porque entraban a trabajar a las once, y porque poco a poco, con el devenir del tiempo, fueron abriendo cuentas en las sucursales bancarias más próximas. Sus padres nunca se enteraron de que fornicaban, y ellas mismas -por el embrutecimiento que da la costumbre- a veces tampoco.
La clientela era selecta; la discreción, total. La casa era un pedazo del viejo y bondadoso Madrid que hubiese merecido ser trasladada -tras activas gestiones municipales- al Casón del Buen Retiro. No es de extrañar que los clientes cultivasen una viva admiración -a veces algo sentimental- por las pupilas, de las que apreciaban el sosiego, el recato, el saber estar y otras virtudes también antiguas.
Las primeras averiguaciones sirvieron también a Méndez para tener noticia de un hombre con el que se identificó en seguida. Supo que don Alejandro había ido conociendo a las chicas en el café de los bajos de la casa, un café de lectores de periódicos, de putas y, por tanto, de soledades. Don Alejandro Díaz de Quiroga, de una forma más espontánea y por simple espíritu de varón que nunca se comió un rosco -pensaba Méndez- les había empezado a prestar pequeños servicios, como irles a comprar tabaco del que no tenían en el bar, traerles el periódico, prestarles libros de los que llenaban su casa, cambiarles monedas para el teléfono… También daba a las que llegaban, desde su puesto de guardia en el café, recados de las que ya se habían ido. «Oye, Patri, que dice la María que no te enfades, pero que tu amigo el de Hacienda no te esperará hoy, porque se lo ha llevado la Conchi.» Las chicas, a veces, en esos casos, perdían la educación, se enfadaban con el pobre don Alejandro y le enviaban a tomar por los muy variados conductos anales del país. Pero don Alejandro Díaz de Quiroga no se enfadaba nunca. Méndez se sintió invadido de una oleada de solidaridad con él, porque durante su lejana juventud también había hecho mil recados, pensando cepillárselas, a damas a las que no se cepilló nunca.
Era un asunto urgente, le habían dicho en Barcelona, pero el concepto de urgencia que tenía Méndez era muy semejante al concepto de urgencia que tienen el Tribunal Supremo y las Naciones Unidas. De momento, ¿para qué correr si sobre el muerto de la plaza nadie había publicado nada? De modo que Méndez hacía observaciones sosegadas entre taza y taza de café, mientras la tarde moría y todas las sombras del mundo iban naciendo al fondo del local, las nubes de tabaco se hacían y deshacían -fomentando el cáncer hasta en el Pakistán, según decían los periódicos- y de vez en cuando un camarero juraba que el Mérida iba a ganar la Liga.
Pero fue allí, entre tanto desmadre y tanta prisa, donde Méndez sí que oyó hablar de un verdadero crimen.