172936.fb2
Algún día, cuando esta historia de hombres ricos, generales, periodistas y putas sea conocida a través de una casete filmada por el CESID, la gente comprobará los detalles, querrá saber si la han engañado o no. Y se dará cuenta de que no se sabe si Méndez subió a la casa de doña Lorena por incitación de don Alejandro o por orden del comisario Fortes. Bien, hay que decir que cuando Fortes llegó al café, Méndez ya estaba a punto de subir a la casa de doña Lorena, pero realmente lo hizo obedeciendo al comisario.
Fortes había dado la orden con esa energía viril propia de todos los viejos cuarteles de la Patria:
– Hala, perdiendo el culo.
Subieron los dos. La casa de doña Lorena, como Méndez había imaginado, era amplia, señorial, hidalga. Exhibía reproducciones de Murillo, El Greco, Vázquez Díaz y el Goya más perseguido por las fuerzas públicas. «Aquí -solía decir doña Lo- sólo tenemos arte patrio.» También había un par de tapices, éstos auténticos, una antigua mesa camilla y un retrato del papa. Estaba claro que -dadas las dimensiones de aquel piso del viejo Madrid- sobraban habitaciones. O quién sabe si en realidad eran dos pisos unidos, quién sabe si durante la Regencia decidieron unir sus viviendas un cardenal y su sobrina.
Doña Lo en persona dio dos besos a Fortes.
– Cuánto bueno por aquí, comisario. ¿Qué? ¿A investigar?
– Nada. Hoy vengo en comisión de servicio, doña Lo.
– ¿Y la compañía?
– Me acompaña por razones de utilidad pública.
Doña Lorena dirigió una mirada conmiserativa a Méndez.
– Mejor que no se ocupe -murmuró-. Ya tuve un muerto hace poco. Bueno, los señores dirán.
– Pues nada, doña Lo, que como necesito tener una conversación larga y privada con este compañero, que aunque no lo parezca también pertenece al Cuerpo, y como las conversaciones privadas de verdad se tienen en las casas públicas, he pensado que podría cedernos un cuartito. Todo el mundo pensará que yo soy un cliente y aquí, el señor, es un florero, pero en realidad hemos de ventilar una serie de cuestiones que tiene pendiente el servicio. Si hablamos en el café de abajo se enterará todo el mundo, y si hablamos en comisaría, peor, porque se enterará todoEl Mundo.
– Y usted que lo diga, comisario. Últimamente, hasta las deliberaciones secretas del Consejo de Ministros salen en Internet. Este es el último sitio seguro que queda en Madrid, si lo sabré yo. Vengan, vengan y sírvanse.
Los condujo a una habitación interior donde había una mesa de anticuario, dos sillas, tres espejos y el retrato de un torero tan viejo que no se sabía si era Joselito vivo o Joselito muerto. También había unas cuantas luces rosadas, más o menos proyectadas sobre uno de los espejos. Éste era barroco, alargado y purísimo, como esos espejos de los años veinte que tenían un pie y ante los cuales las damas opulentas de Rafael de Penagos se ceñían el corsé o se ajustaban las medias. Méndez hasta se puso cachondo, lo cual no dejaba de ser un milagro de Fátima: pero ya se sabe que en el misterio sexual de los hombres hay siempre una postura que se vio de niño, o el chasquido de una liga, o unas bragas olvidadas sobre la colcha, o un espejo de tocador como aquél, donde la más joven de las primitas se miró un día la raja. Aunque había también una gran cama, una sola cama de matrimonio, y al verla, Méndez, en el fondo alma cándida como se sabe, empezó a sentir miedo al encontrarse a solas con Fortes.
Pero Fortes no prestó ninguna atención al centenario culo de Méndez.
Lo único que hizo fue sentarse a un lado de la mesilla y encender un Partagás 8-9-8.
– Este cigarro que está viendo -murmuró- es uno de los últimos residuos de la civilización occidental en estado salvaje. Quiero decir, la civilización que aún huele a hierba, ron, coco fresco y coño de mulata: entendámonos, la civilización que aún no ha sido pasada por la hamburguesería y recibido un masaje de ketchup. Fíjese bien: este cigarro que me estoy fumando es una especie de faraón de la última dinastía. Cuando los yanquis puedan volver a fumar habanos, aunque sea debajo de la cama y con un poli vigilando para que no salga el humo, se los quedarán todos, y nosotros, como país pobre, nos veremos reducidos a la más pura miseria interior. Claro que siempre nos quedarán las farias.
Inhaló el humo, dejándose engullir por él, y añadió:
– Sé para qué le han enviado a Madrid, Méndez.
– Para que no hiciese la puñeta en Barcelona.
– Eso en primer lugar.
– Y para que intente evitar cualquier escándalo relacionado con la muerte de Paco Rivera.
– Eso en segundo lugar. Y no sé si se lo explicaron bien, pero en todo caso intentaré explicárselo mejor.
Depositó sobre la mesa un magnetófono pequeño, compacto, negro, que se veía de alta calidad, de esos fabricados a lengua por dos chicas japonesas.
– Oiga, Méndez…
Méndez oyó. Oyó las dos voces, la del hombre y la de la mujer: y también la voz metálica de la pistola al ser montada. Y la de la pistola al detonar. Y la de la cama al crujir. Y la del cabrón al disparar toda su carga de semen.
«Tu culo.» «Calla, hijo de puta.» «Tu culo.» «Te pones de rodillas en la cama, la cabeza abajo, la grupa bien levantada. Y no me vas a reventar la fiesta. Tengo curiosidad por saber cómo se folla a una mujer muerta.»
Méndez palideció.
Y al fin el disparo sordo, profundo, ahogado por las murallas de papel de seda, esfínteres abiertos, conductos íntimos y sobre todo montañas sonrosadas de carne, carne piadosa de los colegios, carne virtuosa de las casas ricas de Serrano, carne dorada por el sol del Retiro, carne, carne, carne. Carne de chica buena.
Fin.
Las mandíbulas de Méndez crujieron al cerrarse su boca.
– ¿Qué ha sido eso?
Fortes también tenía la mirada perdida, quieta y ancha como la de un sapo.
– Ya ve, Méndez: una conversación.
– ¿Cómo la grabaron?
– Digamos que fue casualidad.
– No creo en las casualidades, comisario.
– Yo tampoco. Las cosas pasan porque pasan, y a veces uno no se lo acaba de explicar. Pero tienen una lógica. La casa donde se grabó la conversación tenía micros hasta en la taza del váter. Te tirabas un pedo y salía hasta la música de flauta. Te corrías en la cama y dejabas el micro perdido de leche.
– ¿Quién puso los micros?
– La poli, hostia. Qué cosas tiene usted, Méndez.
– ¿Por qué?
– Teníamos un soplo. Sospechábamos que aquél iba a ser un piso franco de ETA.
– Entiendo.
– Pues menos mal.
Y Fortes dio una chupada a su faraón de la última dinastía, con la expresión plácida del que piensa que al fin las cosas empiezan a arreglarse.
Méndez aspiró con fruición el humo ajeno, pensando que si atrapaba un cáncer, al menos no lo habría pagado él. Susurró:
– De modo que tenían esos micros para los de la ETA y salió otra cosa.
– Sí.
– ¿Dónde está esa casa? Parece, por lo que he oído, que en un sitio donde nadie oiría los gritos de la chica.
– Está en los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Un sitio fetén, fino, de pasta vieja y larga, pasta de toda la vida, donde las niñas ya nacen con un pendiente de oro y los niños con un paquete de acciones del Banco de Castilla ensartado en el pito. Es una torre con jardín que alquilan por una porrada de pesetas. Nos pareció que el soplo sobre los de ETA podía ser cierto, porque el sitio resulta ideal: vecindario muy discreto, pocas vistas desde el exterior y salida y llegada fáciles por la Castellana y María de Molina.
– Pero a un sitio así -objetó Méndez- no podían llegar unos cuantos tipos bebiendo chacolí y sacudiéndose la boina.
– Tampoco lo esperábamos. Dábamos por supuesto que los terroristas iban a ser gente fina y discreta. Por ejemplo, un falso catedrático con su mujer y una criada o un mayordomo. Pero, en fin, la casa sigue preparada para recibirlos, si es que vienen. De momento, lo que nos interesa es lo que hemos cazado al vuelo.
La mirada de Méndez se aguzó, se hizo fría y dañina, se convirtió en la mirada de la serpiente vieja.
– ¿Quién es el dueño de la casa? -musitó.
– Pasó por bastantes personas, todas ellas gente de dinero. La torre es uno de esos sitios de burguesía alta, donde el viejo señor leía a Ortega y Gasset, y si se aburría se iba a follar con la criada. Aún encontraríamos debajo de la cama a alguna ama de llaves embarazada desde antes de la guerra. Pero lo que son las cosas: como parece que ningún particular puede mantener una casa de ese calibre, ahora pertenece a una agencia inmobiliaria que la alquila, y si se tercia la vende.
– ¿Quién tiene acceso a ella?
– Uf, bastantes personas -dijo Fortes pensativamente-. Presuntos inquilinos, presuntos compradores, es decir, gente que quiere verla. Y agentes inmobiliarios con una flor en el ojal. Y agentes inmobiliarias con una carterita entre las piernas.
Méndez no movió los ojos. Iba adquiriendo bilis la mirada de la serpiente vieja.
– De modo -susurró- que el tío enculador y la tía enculada pueden ser cualquiera.
– Sí, desgraciadamente, sí.
– Hábleme de las pistas, comisario.
– Por las voces, nada. No nos son conocidas ni están en ningún registro.
– Pisadas.
– Unos zapatos de salón, con tacón de aguja, del 42, o sea, que la chica tenía que ser bastante alta. Y unos zapatos masculinos con suela de cuero, o sea, sin relieves especiales, del 44. Es decir, también un tipo alto; no diré que fuera cabo de gastadores, pero casi.
– Leche.
– ¿Qué?
– Semen -dijo Méndez-. Quizá sobre las ropas de la cama se derramó alguna gota.
– Así es: encontramos rastros. El laboratorio está en estos momentos husmeando el ADN.
– Sangre.
– ¿Por qué dice eso, Méndez?
– Cuando a una chica la atacan de esa manera tan salvaje puede sangrar.
Fortes se envolvió en el humo faraónico, como si, pese a toda su experiencia, quisiera parapetarse tras él.
– Tiene razón, Méndez. Hay bastante sangre: quizá demasiada.
La serpiente vieja soltó una imprecación cuartelera:
– Me cago en la leche puta.
– Sé lo que quiere decir, Méndez.
– Quiero decir que ese ruido esponjoso del final refleja la verdad: el tío metió el cañón en el ano de la mujer y disparó dentro.
Fortes necesitó toda su fuerza de cabrón veterano para decir:
– Sí.
– Hábleme de esa sangre. De ninguna manera podía ser sangre limpia.
– No, claro que no. La hemos analizado. Está ligeramente mezclada con heces.
– O sea, que procedía de donde todos suponemos.
– Cierto, Méndez.
– ADN.
– Lo están investigando.
– Pero teniendo el cadáver, como tienen, no necesitan hacer grandes maravillas, comisario: habrán podido analizar todo el cuerpo de la chica. El maricón que la mató se envaina el pito y se larga, pero el cuerpo de la chica se queda.
– No, Méndez.
– ¿Cómo que no?
– No había cadáver, Méndez. A la chica se la llevaron de allí.
Y exhaló una bocanada. La serpiente vieja se deslizó bajo el humo. Su lengua pareció acariciar el aire, buscando algo que manchar. Luego volvió decepcionada a su refugio.
– Oiga, comisario, veo difícil que un solo tío pudiera llevársela.
– ¿Por qué no, si tenía el coche aparcado dentro del jardín? De noche, nadie le vería. Y además pudo recibir ayuda de alguien. En la conversación aparecen dos nombres: David y Alberto, Alberto y David. Sobraba gente para ayudar a ese canalla. Era toda una manifestación.
Méndez cerró un momento los ojos. Lo cual fue una buena medida de salud pública, porque su mirada hacía daño.
– O sea -dijo-, que no tenemos las huellas que pudieron quedar marcadas en la ropa o el cuerpo de la chica.
– Por desgracia, no.
– Quizá el ADN nos dé datos.
– Es una simple posibilidad.
– Y quizá haya huellas repartidas por los muebles, los vasos, los pomos de las puertas… No hay serial en la tele sin un policía culón que las encuentre.
– En este caso, no, Méndez. Lo siento. Una vez cometido su asqueroso crimen, el asesino recobró, por lo que parece, toda su sangre fría. Hizo un trabajo de profesional: lo limpió todo escrupulosamente, de modo que ya ve que no tenemos demasiados indicios.
– Es que aún no hemos terminado. Yo no soy un genio, pero huelo la mierda. Huelo las marcas dejadas por las ruedas del coche.
– Eran nuevas, acabadas de poner -determinó Fortes-. Creemos que correspondían a un Peugeot 406, y en ese sentido buscamos. Pero también es posible que a un coche que no es un Peugeot 406 se le pongan ruedas que no le corresponden, si ha de rodar muy pocos kilómetros.
Méndez suspiró, desalentado.
– Sólo nos queda una pista -dijo-. La chica habla de su padre.
– Sí, por lo visto, es un hombre muy poderoso y con una mala leche que envenena las aguas.
– Pero no sabemos nada más.
– No.
– Necesitaría que me hablase de él, Fortes. Tiene que ser un hombre poderoso, como dice, y a la gente poderosa de Madrid usted la conoce toda.
– Qué cojones voy a conocer. Madrid es una ciudad pobre y auténtica, en contra de lo que la gente cree: es una ciudad de hogaza, vinazo tinto, tripa de cordero, calamar jubilado y sardina de estanque municipal. Pero es pobre porque la riqueza está mal repartida. En Madrid hay cinco mil ricos que se folian la ciudad entera, y es imposible que yo los conozca a todos.
Méndez prefirió no discutir.
– O sea, que cinco mil maricones -dijo.
– Sí, señor, maricones del chollo de la Administración, del chollo de la política y del chollo del Supremo. Y sobre todo maricones de la construcción, de la banca y del fútbol, por no hablar de la droga. Imposible saber en qué batallón de tantos maricones está el padre de esa chica, imposible saber si es coronel o simple corneta. Ese es un trabajo que dejo para usted, Méndez.
Méndez se asustó. Su cara cambió instantáneamente. Dejó de ser la serpiente vieja para convertirse en un conejo joven, si es que Méndez había sido joven alguna vez.
– ¿Qué?… -susurró.
– Sí -reafirmó Fortes-. En ese asqueroso crimen se están haciendo toda clase de investigaciones, pero yo diría que son rutinarias: que si las ruedas de un coche, que si el análisis de sangre, que si el ADN de una polla. Y es que tampoco podemos ir más allá. Oficialmente, en la casa de los altos de Serrano no ha pasado nada, y oficialmente no se ha publicado ni se publicará una nota informativa. De prensa, ni hablar. Esta cinta la ha escuchado un juez, pero bajo absoluto secreto de sumario. O sea, nada. No hay crimen porque no hay muerta: sólo esta cinta. Resulta inútil decirle que la casa no podemos alterarla ni «quemarla», porque en teoría aún es posible enratonar a los de ETA.
– ¿Y qué juego yo en esto?
– Méndez, a usted no le conocen en Madrid.
– Tiene razón, Fortes. Las putas que me conocieron y amamantaron ya han muerto, o están en el geriátrico, o se han casado con el último aviador yanqui de Torrejón.
– Mire, Méndez, vamos al grano. Lo que hacemos los policías de aquí lo saben en seguida los periodistas, porque vamos a los mismos cafés, tenemos las mismas deudas y estamos casados con las mismas mujeres. No se puede enviar a tomarpol saco una operación tan importante a causa de una indiscreción. ¿Y qué dice la Superioridad? ¡Ah, la Superioridad! Pues la Superioridad dice que esto tiene que llevarlo un tío de fuera.
Méndez se agarró a la mesa.
– Ya tengo bastante trabajo aquí -musitó.
– Al principio de la conversación ya hemos acordado que su trabajo aquí estaba concluido con la mayor brillantez. Un éxito, amigo mío, un éxito. De modo que, ahora que doña Lo le conoce, usted puede seguir viniendo y hasta echando una miradita para que nadie hurgue en lo de don Paco Rivera. Pero eso no es matarse, digo yo. Le quedará tiempo de sobra para investigar en lo que le he dicho. Muévase y obtendrá unos resultados que harán llorar de emoción a lo que queda de Patria.
– ¿Moverme? ¿Dónde?
– No se queje. Tiene usted la cinta, Méndez: es una copia muy buena. Tendrá los resultados del ADN, porque yo se los pasaré. Cualquier noticia, cualquier identificación, será suya al cabo de cinco minutos. Yo seré su correo y su seguro servidor, pero lo que no puedo es dar la cara.
– No me sienta bien el clima de Madrid -se defendió Méndez, usando uno de sus argumentos más manidos y poniendo cara patética.
– No hay noticia de que a usted le siente bien clima alguno, Méndez, excepto el de algunos viejos cines de Barcelona que ya han sido derruidos por la Sanidad Pública. De modo que no me hará llorar. Busque.
– Buscar entre cinco mil maricones… -gimoteó Méndez.
Fortes le señaló con el dedo.
– Me basta con que encuentre a uno.