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Había estado casado treinta y un años, y en la primavera siguiente, con gran resolución y cierta dosis de esperanza, se casaría de nuevo. Pero aquella tarde de fines de marzo Alejandro Stern regresó a casa y, sin soltar el maletín ni el bolso, llamó distraídamente a su esposa Clara desde la puerta. Era un hombre de cincuenta y seis años, corpulento y calvo, no especialmente atractivo, y lo abrumaba una intensa preocupación.
Había pasado dos días en Chicago -esa ciudad de almas toscas- por encargo de su cliente más difícil. Dixon Hartnell era desconsiderado y egoísta, y rara vez seguía el consejo de su abogado; para colmo, representarlo implicaba una obligación permanente. Dixon era el cuñado de Stern. Estaba casado con Silvia, el único pariente cercano vivo que le quedaba a éste, y objeto constante de su afecto. Pero los sentimientos de Dixon no eran tan puros. En sus primeros tiempos como abogado, cuando tenía que buscar clientes en los pasillos de los tribunales, Stern había pagado el alquiler satisfaciendo las imprevisibles necesidades de Dixon. Ahora era uno de esos deberes imponderables, oscuramente arraigados en el duro suelo de lo que Stern consideraba su obligación filial y profesional.
También era un trabajo permanente. Para Dixon, propietario de un vasto imperio financiero, una casa de corretaje que en su juventud había bautizado Maison Dixon, y una serie de sucursales, todas llamadas MD esto y lo otro, los problemas eran una rutina. Funcionarios, agentes federales, el Servicio Fiscal Interno, todos habían acuciado a Dixon durante años. Stern siempre lo sacaba del atolladero.
Pero este asunto era más delicado. Un gran jurado federal del condado de Kindle había enviado citaciones a importantes clientes de MD. Los rumores acerca de estas citaciones, entregadas por los hoscos sicarios del FBI, habían llegado a MD hacía una semana, y Stern, cuando concluyó su juicio más reciente, había volado de inmediato a Chicago para reunirse con los abogados que representaban a dos de estos clientes y para inspeccionar los testimonios que requería el gobierno. Los abogados declararon que la fiscal a quien habían asignado el asunto, una joven llamada Klonsky, había exonerado a los clientes pero rehusaba revelar quién estaba bajo sospecha. Para un experto todo esto tenía mal aspecto. Las citaciones reflejaban una actitud deliberadamente sigilosa. Los investigadores sabían qué buscaban y parecían acechar a Dixon, a sus compañías o a alguien que estuviera cerca de él.
Stern, fatigado por el viaje, estaba de pie en el vestíbulo de pizarra del hogar que había compartido con Clara durante casi dos décadas. Sin embargo, algo le llamó de pronto la atención. Él lo atribuyó al silencio. No el goteo de un grifo, ni el murmullo de una radio, ni el ruido de un aparato doméstico. Era un hombre solitario que amaba la tranquilidad, pero ese silencio no sugería reposo ni descanso. Dejó los bártulos sobre las baldosas negras y caminó inquieto por el vestíbulo.
– Clara -llamó de nuevo.
La encontró en el garaje. Al abrir la puerta percibió el hedor a putrefacción, un olor penetrante y agrio que lo aturdió como un puñetazo. El coche, un Seville negro último modelo, estaba dentro; la portezuela del conductor se hallaba abierta. La lámpara blanca del interior del coche estaba encendida e iluminaba a Clara con su tenue luz. Desde la puerta Stern vio la pierna extendida hacia el suelo de cemento y el dobladillo de un vestido estampado. Por el brillo supo que ella llevaba medias.
Avanzó despacio. El calor y la pestilencia resultaban sofocantes y el miedo lo debilitó en la oscuridad. En cuanto la vio por la portezuela abierta, se detuvo. Clara estaba reclinada en el cuero color camello del asiento delantero. La tez mostraba un fulgor antinatural, de melocotón, y Clara tenía los ojos cerrados, como si se hubiera propuesto presentarse pulcra y serena. La mano izquierda, impecablemente manicurada, permanecía apoyada ceremoniosamente sobre el abdomen y la carne se había hinchado un poco debajo de las sortijas. No se había llevado nada consigo, ni chaqueta, ni cartera. No había resbalado del todo hacia atrás; extendía el otro brazo hacia el volante, mientras que la cabeza, apoyada en el respaldo, formaba con éste un ángulo nada natural; tenía la boca abierta, la lengua fuera y la cara inmóvil.
En el blanco fregadero contiguo al garaje, Stern vomitó en una pica de porcelana y limpió todos los rastros antes de marcar el 911 y llamar a su hijo.
– Ven en seguida -le dijo a Peter-. En seguida.
Como solía pasarle cuando estaba nervioso, percibió en su voz un ligero acento español; el acento estaba siempre allí: un defecto permanente, pensó, como una cojera.
– Algo le pasa a mamá -repuso Peter. Stern no había dicho nada, pero su hijo tenía una gran intuición para estas cosas-. ¿Qué pasó en Chicago?
Stern respondió que Clara no lo había acompañado y Peter, fiel a su naturaleza, empezó a protestar.
– ¿Cómo que no estaba contigo? Hablé con ella la mañana en que te ibas.
Stern sintió un arrebato de autocompasión. Estaba perdido, irremediablemente confundido en sus emociones. Horas después, hacia la mañana, sentado a solas bajo una bombilla, sorbiendo jerez mientras revivía cada momento de ese día, comprendería la plena significación de la observación de Peter. Pero no en ese instante. Sólo sintió, como de costumbre, una profunda impaciencia con su hijo, una fuerza volcánica reprimida, mientras que en otra parte de su corazón interpretaba las primeras claves de lo que Peter había dicho y un vertiginoso abismo de arrepentimiento comenzaba a abrirse.
– Ven en seguida, Peter. No sé exactamente qué ha ocurrido; creo que tu madre ha muerto.
Su hijo, un hombre de treinta años, emitió un sonido agudo, un grito de desesperación.
– ¿Crees?
– Por favor, Peter, te necesito. Este momento es terrible. Ven. Luego podrás preguntar.
– Por amor de Dios, ¿qué diablos está pasando? ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde estás?
– En casa, Peter. No puedo responderte ahora. Por favor, haz lo que te pido. No puedo enfrentarme a esto solo.
Colgó de golpe. Le temblaban las manos y se apoyó una vez más en el fregadero. Un instante antes se sentía más dueño de sí mismo, pero ahora lo sofocaba el dolor. Supuso que estaba a punto de desmayarse. Se quitó la corbata y la chaqueta. Regresó a la puerta del garaje, pero no fue capaz de abrirla. Tenía la impresión de que si aguardaba un instante comprendería.
Pronto la casa se llenó de desconocidos. Primero llegaron los policías, a pares, y aparcaron los coches en la calzada; luego los enfermeros y la ambulancia. Por las ventanas, Stern vio un grupo de vecinos que se reunían en el césped. Miraban hacia la casa y murmuraban cada vez que llegaba un vehículo, manteniéndose detrás de la hilera de coches patrulla y sus luces intermitentes. En el interior de la casa, los policías se paseaban con su habitual arrogancia. Estallidos de estática rugían de vez en cuando en sus radios portátiles. Entraban y salían del garaje para mirar el cadáver y hablaban del asunto como si él no estuviera allí. Estudiaban las valiosas posesiones de Stern con una envidia desconcertante por su desenfado.
El primer polizonte que entró en el garaje alzó la radio para llamar al teniente en cuanto salió.
– Está frita -informó el agente por la radio-. Será mejor que venga con máscaras y guantes. -Sólo entonces reparó en Stern, que parecía estar agazapado en el oscuro pasillo que comunicaba con el fregadero. El desconcertado policía intentó dar explicaciones-. Por lo visto el coche estuvo en marcha todo el día. Ahora tiene el depósito vacío. El conversor catalítico calienta mucho, es peor que una barbacoa. Si deja en marcha ese motor durante doce horas en un espacio cerrado, genera muchísimo calor. A la pobre no le hizo mucho bien. ¿Usted es el marido?
– Sí -respondió Stern.
– Mi pésame -dijo el polizonte-. Una tragedia.
Esperaron.
– ¿Tiene usted idea de lo que ocurrió, agente?
No sabía qué pensar, excepto que sería una traición creer lo peor demasiado pronto.
El polizonte estudió a Stern en silencio. Era rubicundo y grueso, y tal vez el peso le hacía parecer más viejo.
– Llaves en el contacto. En posición. La puerta cerrada.
Stern asintió.
– A mí no me parece un accidente -opinó al fin el policía-. No se sabrá con seguridad hasta que hagamos la autopsia. Tal vez sufrió un ataque cardíaco cuando hizo girar la llave. O tal vez es uno de esos misterios. Enciende el motor y está pensando en otra cosa, arreglándose el pelo y el maquillaje. A veces no se sabe. No ha encontrado ninguna nota, ¿verdad?
Una nota. Stern había esperado a las autoridades en ese pasillo, manteniendo su atontada guardia junto a la puerta. Al pensar en una nota, una comunicación, lo asaltó una esperanza irracional.
– Mejor que no entre allí -le aconsejó el policía, señalando hacia atrás.
Stern asintió dócilmente, pero terminó por dar un paso adelante.
– Una vez más -dijo.
El policía esperó un segundo antes de abrir la puerta.
Lo llamaban Sandy, un nombre que había adoptado poco después de llegar junto con su madre y su hermana a Estados Unidos en 1947. Habían abandonado Argentina perseguidos por un sinfín de calamidades: la muerte del hermano mayor de Stern y luego del padre, el ascenso de Perón. Su madre había insistido en que usara ese apodo, pero él nunca se había sentido cómodo con él. Era un nombre cómico que no le quedaba bien, como una prenda ajena, que delataba ese afán de aceptación que él se empeñaba en ocultar y que en realidad había sido tal vez su pasión más incorregible.
Ser norteamericano. Había crecido allí en la década de los cincuenta y esa palabra siempre le susurraría ciertas obligaciones. Nunca había comprado un coche extranjero, había abandonado el idioma español años atrás. De vez en cuando se sorprendía diciendo unas palabras, una expresión favorita, pero había llegado allí dispuesto a dominar el inglés de Estados Unidos. En casa de sus padres no había un solo idioma: su madre les hablaba en yiddish, los niños se hablaban en español, el padre hablaba consigo mismo en un pomposo alemán que al pequeño Stern le sonaba como una máquina chirriante. En un país de tradiciones anglófilas como Argentina, Stern había aprendido el inglés propio de un estudiante de Eton. Pero aquí las expresiones cotidianas le tintineaban en la mente como monedas, el dinero de los verdaderos norteamericanos. Desde el principio, le resultaba difícil usarlas. El orgullo y la vergüenza, el fuego y el hielo, siempre lo carcomían, no soportaba las burlas que parecían acompañar cada desliz con acento extranjero. Pero en sueños hablaba un rico argot estadounidense, sabroso como el de un músico de jazz.
Por otra parte, nunca había asimilado el optimismo norteamericano. No podía olvidar las sombrías lecciones de la experiencia extranjera, de la vida de sus padres: inmigrantes, exiliados, almas que huían de los déspotas sin conseguir el reposo. Tomaba ciertos tópicos como artículos de fe: las cosas a menudo salían mal. Sentado en un mullido sillón del salón, entre las vasijas raiku y los tapices chinos de Clara, parte de él aceptó esto como la realización de un hechizo maligno. Había pensado en varias tareas que de algún modo resultaban imperativas, pero por el momento no tenía fuerzas para moverse; sentía el cuerpo aturdido por el shock y el corazón le palpitaba con esfuerzo.
Peter llegó poco después de la ambulancia. Los enfermeros ya habían llevado la camilla de sábanas blancas al garaje para trasladar el cadáver. Nervioso, irrumpió en la casa sin prestar atención a los policías apostados en la puerta. Stern se preguntó por qué siempre se asombraba de la histeria de su hijo, por ese aire de pánico incontrolable propio de un hipertiroideo. Peter era un joven pulcro y delgado peinado a la moda. Llevaba una amplia camisa francesa con anchas rayas color turquesa y unos pantalones verde oliva, de un estilo jamás usado en ningún ejército, que formaban bolsas debajo de las rodillas. Stern no pudo reprimir el malestar que lo invadió de pronto. Era sorprendente que ese hombre de aire desconsolado se hubiera tomado tiempo para vestirse.
Stern se levantó y le salió al encuentro en el pasillo que iba del vestíbulo a la cocina.
– No puedo creerlo. -Peter, al igual que Stern, no sabía cómo reaccionar. Avanzó un paso hacia el padre, pero ninguno de los dos tendió los brazos-. Cielo santo, mira allá fuera. Es un circo. Medio vecindario está allí.
– ¿Saben qué ocurrió?
– Se lo conté a Fiona Cawley. -Los Cawley vivían al lado de los Stern desde hacía diecinueve años-. Casi me lo exigió. Ya la conoces.
– Ah -dijo Stern.
Trató de contenerse, pero experimentó una vergüenza egoísta, adolescente en su intensidad. Ese episodio terrible ya era noticia. Stern imaginaba las sagaces deducciones que se sucedían detrás de los ojos amarillos y crueles de Fiona Cawley.
– ¿Dónde está ella? -preguntó Peter-. ¿Todavía está allí?
En cuanto Peter se dirigió al garaje, Stern recordó que tenía que hablar con él para telefonear a las hermanas.
– Señor Stern -lo llamó el policía que había entrado en el garaje-. Los muchachos quieren hablarle, si no le molesta.
Estaban en el cubil de Stern, un cuarto diminuto. Clara había pintado las paredes de verde y la habitación estaba atestada de muebles, entre ellos un gran escritorio donde algunos papeles domésticos se apilaban ordenadamente. Stern se sintió turbado al ver que los policías se acomodaban en aquel cuarto tan íntimo. Dos policías de uniforme, un hombre y una mujer, permanecían de pie, mientras un agente de paisano ocupaba el sofá. El tercero, al parecer un detective, se levantó para ofrecerle la mano con desgana.
– Nogalski -se presentó.
Estrechó la mano de Stern con blandura, sin molestarse en mirarlo. Era un hombre corpulento con chaqueta de tweed. Un tipo duro. Todos lo eran. El detective señaló una mecedora. A sus espaldas, la mujer murmuró algo en la radio: «Estamos hablando con él ahora».
– ¿Podemos hacerle unas preguntas, Sandy?
– ¿De qué índole?
– Las habituales. Ya sabe, tenemos que preparar un informe. El teniente está en camino y hay que ponerlo al corriente. ¿Esto fue una sorpresa para usted? -preguntó el policía.
Stern aguardó un momento antes de responder.
– Una enorme sorpresa -dijo.
– ¿Su esposa era una mujer depresiva?
Por el momento, este examen del carácter de Clara, que debía sintetizarse en unas frases, le resultaba imposible.
– Era una persona seria. No la describiría como una personalidad jovial.
– ¿Pero acudía a un psiquiatra o algo por el estilo?
– Que yo sepa, no. Mi esposa no acostumbraba a quejarse. Era muy reservada.
– ¿Nunca amenazó con hacer esto?
– No.
El detective, casi calvo, miró directamente a Stern por primera vez. Era evidente que no le creía.
– Aún no hemos encontrado ninguna nota.
Stern agitó la mano sin convicción. No tenía explicaciones.
– ¿Dónde estaba usted? -preguntó el policía que tenía detrás.
– En Chicago.
– ¿Para qué?
– Asuntos legales. Me reuní con varios abogados.
La posibilidad de que Dixon estuviera en aprietos, tan perturbadora una hora atrás, cobró un nuevo aspecto. La urgencia de la situación desaparecía como una mano que se hundiera en las profundidades.
– ¿Cuándo se fue usted? -preguntó Nogalski.
– Ayer, muy temprano.
– ¿Habló usted con ella?
– Lo intenté anoche, pero nadie respondió. Tenemos un abono para la sinfónica. Supuse que después habría salido a tomar un café con algún amigo.
– ¿Quién fue el último que habló con ella, por lo que usted sabe?
Stern reflexionó. La brusquedad de Peter pronto provocaría la hostilidad de la policía.
– Tal vez mi hijo.
– ¿Está él fuera?
– Está muy afectado en este momento.
Nogalski sonrió con aire desdeñoso.
– ¿Lo hace usted a menudo? -preguntó el policía que tenía detrás.
– ¿Qué, agente?
– Viajar a otra ciudad.
– A veces es necesario.
– ¿Dónde se alojó usted? -preguntó la mujer.
Stern trató de guardar la calma ante el tono de las preguntas. Naturalmente los policías sabían quién era él y reaccionaban en consecuencia: despreciaban a la mayoría de los abogados defensores que estorbaban a la policía a cada paso y recibían pingües beneficios por hacerlo. Para la policía ésta era una oportunidad natural, la ocasión de fastidiar a un adversario y de regodearse en sus insidiosas y habituales fantasías sobre juegos sucios y motivaciones. Tal vez el hispano estaba follando con su amiguita en Chicago mientras un tío a sueldo se encargaba de esto. Nunca se sabe si no preguntas.
– En esta ocasión me alojé en el Ritz. -Stern se puso en pie-. ¿Puedo irme? Mi hijo y yo todavía tenemos que hablar con sus hermanas.
Nogalski lo observaba.
– Esto no tiene mucho sentido -espetó el detective.
No tenía sentido: ésa era su opinión profesional. Stern miró duramente a Nogalski. Uno de los gajes del oficio de Stern era que rara vez sentía gratitud por la policía.
Mientras caminaba por el pasillo, Stern oyó la voz de Peter. Estaba contando algo. El mismo policía de cara rubicunda que había conducido a Stern al garaje escuchaba impasible. Stern cogió a Peter por el brazo para alejarlo. Esto era intolerable. ¡Intolerable! Una capa de resistencia se estaba resquebrajando dentro de él.
– Por Dios, van a hacerle la autopsia. ¿Lo sabías? -preguntó Peter en cuanto estuvieron solos en el corredor. Peter era médico y por lo visto sufría el acecho del pasado, el recuerdo de los exámenes de patología con los cadáveres de vagabundos, el humor patibulario de los estudiantes de medicina que escudriñaban las entrañas del muerto. Peter sufría al pensar en su madre como otra anatomía sin vida esperando la sierra del forense-. No lo permitirás, ¿verdad?
Stern, mucho más bajo que su hijo, observó a Peter, que estaba rígido de pánico. Se preguntó si sólo se comportaba de aquella forma histérica ante el padre. El tono de sus relaciones no había cambiado en años. Siempre estaba ese carácter apremiante, insistente. Stern no cesaba de preguntarse qué quería Peter de él.
– Es necesario, Peter. El forense tiene que encontrar la causa de la muerte.
– ¿La causa de la muerte? ¿Creen que fue un accidente? ¿Van a examinarle el cerebro para averiguar lo que pensaba? Por amor de Dios, no nos dejarán cuerpo para enterrar. Es evidente que se ha suicidado.
Aún nadie había pronunciado la palabra en voz alta. Stern tomó la franqueza de Peter como una especie de descortesía: demasiado grosera y directa. Pero no se sintió afectado.
Dijo que ése no era el momento para bregar con los policías. Actuaban como idiotas, como de costumbre, haciendo una especie de investigación de homicidios. Tal vez quisieran hablar con él.
– ¿Conmigo? ¿Sobre qué?
– Tus últimas conversaciones con tu madre, supongo. Les dije que ahora estabas demasiado perturbado.
A pesar del dolor, Peter sonrió como un niño.
– Bien -dijo.
Qué hombre tan extraño. Hubo un instante especial entre Stern y su hijo, una legión de cosas no comprendidas. Luego Stern le recordó que debían llamar a sus hermanas.
– De acuerdo -asintió Peter con más aplomo.
A pesar de las diferencias con su padre, Peter era un fiel hermano mayor.
Stern oyó que alguien anunciaba la llegada del teniente. Un hombre corpulento entró en el pasillo, mirando hacia ellos. Tenía la misma edad de Stern, pero el tiempo parecía haberlo tratado de otra manera. Era ancho y macizo y, al igual que un granjero o alguien que trabajara al aire libre, parecía haber conservado el vigor de la juventud. Vestía un traje marrón claro, arrugado y sintético, y una camisa de rayón que le quedaba holgada; cuando se volvió por un instante, Stern vio que un faldón le colgaba fuera de la chaqueta. Tenía la cara ancha y rosada, muy poco pelo, apenas unos mechones grises sobre la coronilla.
Saludó a Stern con una inclinación de cabeza.
– Sandy -dijo.
– Teniente -respondió Stern.
Lo único que recordaba de ese hombre era que lo había visto antes. Algún caso. Alguna vez. Le costaba pensar con claridad.
– Cuando quiera -anunció el teniente.
Stern y su hijo vacilaron.
– Háblale tú. Yo iré a llamar -dijo Peter-. Ya sabes, Marta y Kate. Es mejor que las avise yo.
En un arrebato de lucidez propio de los momentos de tensión extrema, Stern reconoció la representación de un drama familiar tradicional. Peter había adoptado un curioso liderazgo en la familia; tanto sus hermanas como su madre a menudo recurrían a él. Había forjado intensos e íntimos lazos con ellas. Stern no sabía cómo, porque con él nunca se formaban las mismas alianzas. Stern sabía que ese difícil deber le correspondía, pero se sentía demasiado débil.
– Diles que las llamaré pronto.
– Claro -dijo Peter. Se apoyó un instante contra la pared y añadió con aire reflexivo-: La vida está llena de sorpresas.
En el cuarto de Stern, el teniente recibía el informe de sus agentes. Nogalski se le acercó cuando Stern salía del pasillo. El teniente quería saber qué habían hecho los policías. Nogalski habló. Los otros sabían que les correspondía callar.
– He estado haciendo unas preguntas, teniente.
– ¿Cree que ya ha preguntado suficiente? -Nogalski tuvo que aguantar el tono de crítica. Era evidente que el detective y el teniente no se llevaban bien-. Tal vez pueda ayudar fuera. Hay muchos curiosos.
Cuando se fueron los demás policías, el teniente dirigió un gesto a Stern. Golpeó la puerta con el dorso de la mano para entornarla.
– Bien, aquí tenemos un montón de problemas, ¿eh, Sandy? Lamento verlo de nuevo en estas circunstancias. -El teniente se llamaba Radczyk. Stern lo recordó de golpe. Ray, pensó- ¿Se encuentra bien?
– De momento sí. Mi hijo lo lleva peor. Por alguna razón la perspectiva de una autopsia lo saca de quicio.
El policía, recorriendo el cuarto, se encogió de hombros.
– Supongo que si encontramos una nota podremos evitarlo. Yo podría arreglarlo con la oficina de Russell. -Se refería al forense-. Siempre pueden medir el monóxido de carbono de la sangre. -El viejo policía miró directamente a Stern, tal vez comprendía que era demasiado explícito-. Estoy en deuda con usted.
Stern asintió. No sabía a qué se refería Radczyk. El policía se sentó.
– ¿Los muchachos han hecho el número de costumbre?
Stern volvió a asentir. Fuera eso lo que fuese.
– Fueron muy detallistas -comentó.
El teniente comprendió en seguida.
– Nogalski es un buen tipo. Insistente, pero buen tipo. Un poco brusco. -El teniente miró hacia el exterior. Era del tipo que alguien habría llamado «grandullón» de más joven, antes de tener una placa y un arma-. Es algo terrible. Lo lamento por usted. Llegó a casa y la encontró, ¿verdad?
El teniente repetía el número. Era mucho mejor que Nogalski.
– ¿Estaba enferma? -preguntó el teniente.
– Gozaba de excelente salud. Las dolencias habituales de la madurez. Tenía artritis en una rodilla. No podía atender el jardín tanto como hubiese deseado. Nada más.
Desde la ventana del estudio, Stern vio que los vecinos se apartaban para dejar paso a la ambulancia. El vehículo avanzó despacio. Stern advirtió que la luz no giraba. No había urgencia. Miró hasta que el vehículo que se llevaba a Clara desapareció detrás del manzano. Estaba a punto de florecer, en la esquina del terreno. Stern volvió a la conversación. La rodilla izquierda, pensó.
– ¿Usted no conoce ninguna razón?
– Teniente, es evidente que se me pasó por alto algo que debería haber visto. -Stern esperaba poder terminar con esto, pero no pudo. Le tembló la voz y cerró los ojos. La idea de desmoronarse ante aquel policía le repugnaba, pero algo se desangraba en él. Estaba por decir que lamentaba muchas cosas, pero no podría hacerlo con dignidad-. Lo lamento, no puedo ayudarlo.
Radczyk lo estaba estudiando, evaluando si Stern decía la verdad.
Un policía se asomó por la puerta entornada.
– Teniente, Nogalski me ha pedido que le avise: han encontrado algo en el dormitorio. No ha querido tocarlo hasta que usted lo vea.
– ¿Qué es? -preguntó Stern.
El policía miró a Stern sin saber si debía responderle.
– La nota -dijo al fin.
Estaba en la cómoda de Stern, garrapateada en una hoja con el membrete de Clara, junto a una pila de pañuelos que había planchado el ama de llaves. Como una lista de compras o de instrucciones domésticas. Discreta, inofensiva. Stern cogió la hoja, abrumado por ese testimonio de una vida. El teniente estaba junto a él. Pero había muy poco que ver. Sólo una línea. Sin fecha. Sin saludos. Sólo un par de palabras.
«¿Podrás perdonarme?»
En el oscuro amanecer del día del funeral, un sueño despertó a Stern. Caminaba por una casa grande. Clara estaba allí, pero permanecía encerrada en un armario y se negaba a salir. Se aferraba tímidamente a las prendas colgadas; una mujer cincuentona con las rodillas unidas en una pose de temor infantil. La madre de Stern los llamaba a él y a Jacobo, su hermano mayor, voces desde otros cuartos. Cuando iba a responderles, Clara le decía que estaban muertos, y él empezaba a temblar de pánico.
Desde la cama, miró los dígitos luminosos de la radio-reloj: 4.58. Ya no dormiría más; las imágenes del sueño se le pegaban como sanguijuelas. Clara había mostrado una expresión especial cuando le decía que Jacobo estaba muerto, un destello artero y calculador.
La casa, totalmente ocupada, parecía haber cobrado un peso inerte. Su hija mayor, Marta, de veintiocho años, abogada de Legal Aid en Nueva York, había acudido la primera noche y ahora dormía en el cuarto que había ocupado de niña. Su hija menor, Kate, y su esposo John, que vivían en un barrio distante de la misma ciudad, también habían pasado la noche allí para no afrontar el imprevisible tráfico de la mañana en los puentes del río. Silvia, la hermana de Stern, estaba en la habitación de huéspedes. Había venido de su casa de campo para atender al hermano y organizar las cosas. Sólo faltaban los dos hombres, Peter y, desde luego, Dixon, siempre un lobo solitario.
La noche anterior había comenzado el velatorio en sus aspectos ceremoniales más sombríos. El período formal de visitas se iniciaría después de las exequias, pero Stern, siempre ambiguo ante las formalidades religiosas, había recibido a varios amigos apesadumbrados que parecían necesitar consolarlo: vecinos, dos jóvenes abogados de la oficina, su grupo del tribunal y la sinagoga. Clara era hija única, pero dos pares de primos de ella habían llegado de Cleveland. Stern recibió a esas visitas con toda la cortesía de que fue capaz. En instantes así, uno reaccionaba según los impulsos más arraigados; para la madre de Stern, muerta hacía años pero todavía presente en sus sueños, las formalidades sociales eran sagradas.
Cuando la casa quedó vacía y la familia se fue a dormir, Stern se encerró en el cuarto de baño del dormitorio que había compartido con Clara, acuciado por segunda vez en la noche por sollozos jadeantes. Se sentó en la taza, de donde colgaba una falda alechugada que Clara había colocado allí décadas atrás. Se puso una toalla en la boca y gimió sin control, esperando que nadie le oyera.
– ¿Qué hice? -se preguntaba una y otra vez con voz quebrada, arrasado por un huracán de dolor-. Clara, Clara, ¿qué hice?
Ahora, examinándose en los espejos del cuarto de baño, se notó la cara hinchada, los ojos inflamados y doloridos. Había logrado recobrar cierto aplomo, pero conocía los límites de su fuerza. Le esperaba un día terrible. Terrible. Se vistió por completo, sólo le faltaba la chaqueta del traje, y se preparó un huevo pasado por agua. Luego se sentó a solas para observar cómo el destello del amanecer crecía sobre la superficie lustrosa de la mesa de caoba. Pronto sintió una nueva cuchillada de dolor y trató en vano de calmarse.
¿Cómo, se preguntó de nuevo, cómo había pasado por alto que la mujer que dormía con él estaba aullando de dolor en todos los sentidos figurados del término? ¿Cómo había sido tan insensible, tan sordo? Los indicios eran tan evidentes que aun en su habitual estado de distracción febril tendría que haberlo notado. Clara era una persona muy parca. Durante años había realizado un estudio personal del Japón; él no sabía nada sobre el asunto, excepto el título de los libros que descansaban sobre el escritorio de ella. En otras ocasiones ella leía un pentagrama: una sinfonía entera vibraba en su interior, y Clara bajaba la barbilla, sin susurrar siquiera un compás o una nota.
Pero esto era otra cosa. Recientemente, él había regresado tarde dos o tres noches, preocupado por el caso que tenía entre manos -una confusa conspiración-, y había encontrado a Clara sentada en la oscuridad; no había libros ni revistas, ni siquiera la imagen fluctuante del televisor. La expresión de ella lo asustó: ausente, distante. La boca era un trazo solemne y los ojos brillaban duros como ágatas. Parecía sumida en un mundo sin palabras. No era la primera vez que ocurría. Ellos lo llamaban «estados de ánimo» y lo dejaban pasar. Durante años Stern se había enorgullecido de su discreción.
Ahora, obsesionado, caminaba inquieto por la casa, aferrando los objetos que ella había tocado, examinándolos como si buscara pistas. En el tocador acarició un peine de carey, las barras de carmín alineadas como casquillos de escopeta junto al lavabo. ¡Dios! Estrujó uno de los cilindros dorados como si fuera un amuleto. En la estrecha repisa del vestíbulo se apilaba la correspondencia de tres días. Stern ojeó los sobres, pulcramente apilados. Facturas, facturas… Resultaba doloroso mirarlas. Esos actos prosaicos, visitar la tintorería o la tienda, delataban humildemente las esperanzas de Clara. El 6 de marzo Clara esperaba que la vida continuase. ¿Qué se había entrometido?
«Centro Médico Westlab.» Stern examinó el sobre. Estaba dirigido a Clara, a esa dirección. Dentro encontró un recibo. Los servicios, identificados por un código de ordenador, se habían prestado seis semanas atrás y se describían como «Análisis». Stern se quedó rígido. Fue a la cocina tratando de calmarse, recurriendo a su voluntad para impedir el vergonzoso estallido de sentimientos de alivio. Pero estaba totalmente seguro de que ella no había mencionado médicos ni análisis. Clara registraba sus citas en una agenda de cuero que estaba junto al teléfono. Almuerzos. Conciertos. Cenas, citas en la sinagoga, reuniones sociales. Stern comparó la fecha del recibo con la que encontró en la libreta. «9.45. Análisis.» Hojeó la libreta. El día 13 había otra discreta anotación: «3.30. Dr.». Buscó más. El 27, lo mismo. «Dr.» «Análisis.» «Dr.»
Cáncer. ¿Era eso? Algo avanzado. ¿Había resuelto ella irse de este mundo sin permitir que la familia le suplicara que se sometiera a las torturas con que los oncólogos prolongaban la vida? Esta actitud era típica de Clara: declarar una zona de soberanía definitiva. Llevaba su marca de dignidad, de decoro, de intensa convicción.
Stern llegó al comedor y oyó movimientos en el primer piso. De pronto sintió que, a pesar del ciego empecinamiento con que su corazón se abalanzaba hacia esa solución, estaba atrapado en una fantasía. Las consultas médicas tenían una explicación más prosaica, menos heroica. Por alguna razón, la sospecha era escalofriante. La noche anterior, mientras buscaba un pañuelo de papel, había hallado un frasco de tinte de cabello escondido al fondo de un cajón. Ignoraba durante cuánto tiempo había escondido su esposa esa vanidad inofensiva. ¿Meses? ¿Años? Qué más daba. Pero sintió un escalofrío de dolor: había demasiadas cosas que no había advertido, que había ignorado, acerca de esa persona, de esa mujer que había sido su esposa.
– ¿Papá?
Kate, la hija menor, se hallaba al pie de la escalera. Era alta y delgada. Vestía una bata y se la veía esbelta y estremecedoramente bella.
– Cara -respondió él.
A veces usaba esa palabra cariñosa con las muchachas. Stern tenía en la mano el recibo del laboratorio y se guardó el sobre en el bolsillo trasero del pantalón. No era asunto para comentar con sus hijos, al menos ese día, cuando la idea crearía aún mayor angustia, y mucho menos con Kate. Stern sospechaba que la belleza había vuelto el mundo demasiado simple para Kate. A veces parecía andar a la deriva, sólo protegida por su hermosura y su bondad. Tal vez eso era un modo injusto de atribuir culpas. Muchas cosas debían de haber pasado allí, en su hogar. Clara había concentrado mucho sus cuidados en Peter. Stern había compartido una intensidad natural con Marta, la hija mayor. Kate nunca había recibido las energías más potentes de la misteriosa dinámica familiar.
De niña había demostrado las mismas dotes intelectuales que sus hermanos y además había heredado el talento musical de Clara. Pero todo ello se había marchitado. En la escuela secundaria había conocido a John, un muchacho desmañado, dulce y amable, un prototipo casi ridículo, un jugador de fútbol y un parangón de rubia belleza masculina, de cara ingenua y modales cándidos. Un año después de acabar la universidad, a pesar de los consejos de sus padres, Kate se había casado con él. John empezó a trabajar en la imprenta del padre, pero pronto resultó evidente que la empresa no alcanzaba para mantener a dos familias y Dixon lo había empleado en MD, donde, tras algunos tropiezos, John se las apañaba; otro ex deportista que se ejercitaba en el estadio de los mercados. Kate enseñaba en una escuela. Amaba al esposo con conmovedora inocencia, pero a veces el corazón de Stern se estrujaba de preocupación al pensar en el momento en que Kate tuviera que afrontar al fin los duros golpes que asestaba el mundo. Ahora ella le tocó la mano.
– Papá, quiero que sepas una cosa. No íbamos a decir nada hasta dentro de un mes, pero todos están tan tristes…
Kate hizo una mueca y desvió la mirada.
Cielo santo, pensó Stern, está embarazada.
Kate irguió la cara con orgullo.
– Vamos a tener un hijo -anunció.
– Cielos -exclamó Stern, cogiéndole la mano-. Cielos -repitió, sonriendo y preguntándose cómo debía demostrar su alegría.
Primero le besó la sien, luego la abrazó. Rara vez lo hacía y le asombró la sensación que le causaba su delgada hija en su tenue bata, el movimiento de los senos contra él. Kate rompió a llorar y se apartó.
– No podíamos decir nada -explicó-. Aún no era seguro. Tuvimos algunos problemas. Y ahora me pregunto… ¿y si mamá lo hubiera sabido?
De nuevo perdió el control y Stern volvió a abrazarla. Notó un repentino cambio en su visión de las cosas. Clara había abandonado a sus hijos. Él había interpretado ese último acto como algo dirigido exclusivamente a él. Pero los hijos, crecidos pero con problemas, aún necesitaban ayuda. ¿Habrían cambiado las cosas si Clara hubiera sabido el secreto de Kate? ¿O Clara había decidido que ya había dado lo suficiente?
Hubo un movimiento arriba. Marta estaba en la escalera, una mujer más menuda, también morena, con gafas de montura metálica y una maraña de ensortijado cabello negro. Los contemplaba con aire vulnerable.
– ¿Llanto en grupo? -preguntó.
Stern esperó la reacción de Kate, quien irguió los hombros y se secó las lágrimas. Toda la familia debía saberlo. Mientras él se preparaba para escuchar la declaración, una flecha de alegría surgió de la masa plomiza de su propio interior y quedó abrumado por un recuerdo desconcertantemente preciso del movimiento de las manos y las piernas de un bebé, azaroso y repentino como la vida misma.
– Le acabo de comunicar a papá que voy a tener un bebé.
Marta soltó un grito. Actuó con su espontaneidad habitual. Abrazó a la hermana, estrechó al padre. Las dos jóvenes se sentaron juntas cogidas de las manos. Entonces llegó Peter, que había salido temprano para evitar el tráfico, y recibió la noticia. En medio de la conmoción apareció John y todos se levantaron para abrazarlo. Su contención siempre los hacía parecer excesivos. Durante años se habían esforzado para que John se sintiera aceptado en una situación en la que, por muchas razones, nunca podrían aceptarlo. El grupo se desplazó al salón. Silvia entró con aire grave, en bata; sin duda había tomado el alboroto como el anuncio de una nueva calamidad. Silvia y Dixon no tenían hijos, para desesperación de Silvia, y la inesperada noticia también la hizo llorar. Eran apenas más de las siete y los miembros de la familia, abrumados por las novedades, se aferraban unos a otros. Y allí en el salón, Stern al fin añoró profundamente a Clara. Había esperado esto. Más que el trastorno y la pérdida, en ese momento predominaba la ausencia.
Alzó los ojos y vio que Marta lo miraba. Stern se había sentido arrasado por el dolor al verla la noche en que había llegado. Marta, su hija más valiente, subía como un soldado por la acera, un bolso de lona sobre el hombro, sollozando abiertamente mientras bajaba del taxi. Stern la abrazó en la puerta. «Papá, nunca creí que ella fuera una persona feliz, pero…» Embargada por la emoción, Marta no dijo más. Stern la abrazó y experimentó íntimamente el inequívoco afecto de la hija por la madre. Siempre había mantenido a Clara a mayor distancia que las otras dos; en consecuencia, tal vez tenía más que lamentar.
Marta miraba a su padre con los ojos entornados y tristes.
– Yo también la echo de menos -articuló con los labios.
Stern, a menudo un cocinero matinal, preparó comida para todos. Frió huevos y tortas de avena, y Marta preparó zumo de pomelo, una tradición familiar. A las nueve, una hora antes de la llegada de la limusina del servicio fúnebre, todos estaban desayunados y vestidos, reunidos una vez más en el salón, en silencio.
– ¿Por qué no jugamos al bridge? -propuso Marta. Se enorgullecía de su irreverencia por los convencionalismos. En la mayoría de las cosas, Marta seguía el estilo de finales de los sesenta. Entonces había sido una niña y la consideraba una época aventurera; llevaba batas ondulantes y botas labradas, el cabello suelto-. A mamá le gustaba que jugáramos.
– Claro -dijo Peter-. También le gustaba que bailáramos, cuando éramos niños. Podemos ir bailando a la capilla.
– No jodas -susurró Marta, pero sonrió.
Marta siempre había moderado su rivalidad con Peter y ahora le otorgaba concesiones especiales. Las lágrimas de Kate eran constantes, pero Peter era el más afectado de los tres. Estaba pensativo, desequilibrado. A menudo se aislaba, pero inevitablemente regresaba al consuelo de las hermanas. Muy unidos, los hijos de Stern se respaldaban unos a otros.
Marta volvió a mencionar el bridge.
– Papá, ¿te molesta?
Stern alzó las manos sin dar una respuesta específica.
– ¿Juegas? -le preguntó Kate.
Silvia alentó a Stern a jugar.
– Tengo que encargarme de algunas cosas para después.
Ella estaba preparando la casa para la invasión de visitantes que acudirían después del entierro.
– Yo ayudaré a la tía Silvia. Vosotros cuatro podéis jugar.
– Yo ayudaré a la tía Silvia -intervino John.
Ya estaba de pie, un joven corpulento, un rubio enorme con el cuello grueso como un neumático. Nunca había dominado el juego, como muchas otras cosas asociadas con sus parientes políticos. Los Stern habían desconcertado a John durante casi toda una década con sus modales silenciosos e intensos.
– Vamos -llamó Marta.
Estaba en la sala, buscando la baraja. Stern comprendía la excitación de su hija. Por un momento regresaría a los diecisiete años, cuando todos estaban a salvo del mundo de las responsabilidades adultas. Stern, como de costumbre, se sintió irritado y conmovido por los impulsos de Marta.
– Kate, yo jugaré contigo -anunció Stern.
Siempre era compañero de una de las hijas, por lo general Kate. Él y Peter discutían cuando jugaban juntos. Stern había dedicado buena parte del poco tiempo que pasaba en casa practicando juegos de mesa con los hijos. Chutes & Ladders, Monopoly. Juegos de palabras cuando estaban en la escuela primaria. Los cuatro pasaban horas alrededor de una mesa de juegos del solario. Clara rara vez participaba. A menudo se sentaba en una quinta silla, cruzando las manos y los tobillos, observando, o ayudando a Kate cuando era necesario. Pero no intervenía. Para bien o para mal, éste era el momento de Alejandro: reglas, maniobras, estrategias.
Peter barajó los naipes y se los dio a Stern para que repartiera. El solario era una zona estrecha, rodeada de ventanas, con suelo de pizarra. Desde allí se veía el jardín de Clara. Era la época del año en que ella habría empezado a remover el suelo. Los tallos de los gladiolos del año anterior, podados casi a ras de suelo, se elevaban en hileras, sobrevivientes del moderado invierno.
Stern abrió con tréboles. Respetaba todos los convencionalismos. Cualquier cosa menos señas con las manos, decía Clara.
– ¿Volverás a trabajar después de tener el niño? -le preguntó Marta a su hermana.
Kate pareció desconcertada. El futuro parecía fuera de su alcance. Stern se encogió interiormente. ¡Una hija con un hijo! Con John, nada menos. Kate le dijo a Marta que aún no sabían cómo se las apañarían con el dinero o si le agradaría dejar el bebé.
– Oh, será el primero -dijo Peter-. Querrás brindarle mucha atención. Siempre será especial.
Sonó el timbre. Stern vio a su cuñado a través de los vidrios del frente y se levantó para recibirlo. Dixon había regresado a la ciudad la noche anterior. Había estado en Nueva York por negocios urgentes y había pospuesto el vuelo a casa. Stern se había sentido burlado -algo habitual con Dixon- y por lo tanto la noche anterior se había sorprendido de su alivio al ver a Dixon en el umbral con sus bártulos. Su cuñado, un hombre macizo y fornido, había abrazado a Stern demostrando un gran pesar, pero era imposible saber qué sentía Dixon. Eso formaba parte de su genio: era como un bosque, lleno de colores. Podía encararte en cualquier momento con el descaro de un vendedor o espetarte las verdades más irritantes.
Sin embargo, esa mañana Dixon parecía más típicamente concentrado en sí mismo. Cuando Stern le cogió la chaqueta, Dixon bajó la voz discretamente.
– Cuando vuelvas al trabajo, Stern, me gustaría hacerte un par de preguntas.
Dixon siempre lo llamaba por el apellido, al estilo militar. Se habían conocido en el ejército, y así Dixon había conocido a Silvia y la había cortejado, un episodio al cual Stern aún no se adaptaba del todo, tres décadas después.
– ¿Preguntas de negocios? -inquirió Stern.
– Algo así. No quiero molestarte ahora. Quiero saber cosas acerca de tu viaje a Chicago.
En efecto, pensó Stern: los senderos del egocentrismo eran inescrutables y la vida continuaba.
– Comprendo tu preocupación, Dixon. Pero la situación puede ser compleja. Será mejor que hablemos en otra oportunidad.
Como era previsible, una sombra cruzó la cara de Dixon. Era un hombre de cincuenta y cinco años, bronceado y pulcro y, a pesar de ese aire ceñudo, era la imagen de la vitalidad. Era un hombre enérgico; todos los días se ejercitaba con pesas. Dixon adoraba el mismo altar que muchos norteamericanos: el cuerpo y sus usos. Su pelo cobrizo se había vuelto más ralo y quebradizo con la edad, pero estaba sagazmente cortado para darle aire de hombre de negocios.
– ¿No te gustó lo que oíste? -preguntó a Stern.
Stern no se había enterado de nada importante. Los documentos que había examinado en Chicago, declaraciones contables y registros comerciales de los clientes por un período de ocho o nueve meses, no habían revelado nada. No se sabía qué delito investigaba el gobierno ni quién le había sugerido la posibilidad de un delito.
– Tal vez haya problemas, Dixon, pero es prematuro alarmarse ahora.
– Claro.
Dixon asintió y extrajo un cigarrillo de un bolsillo interior. Volvía a fumar en exceso, un viejo hábito que recientemente había empeorado y que para Stern era indicio de preocupación.
Tres años antes el Servicio Fiscal Interno había montado un embate en su sala de conferencias y Dixon lo había encarado con su brioso estilo. Pero esta vez estaba crispado. Al recibir noticias de la primera citación, había llamado a Stern para exigirle que detuviera al gobierno. Por el momento, sin embargo, Stern se negaba a entablar contacto con Klonsky, la ayudante del fiscal. En la fiscalía rara vez revelaban más de lo que querían que uno supiera. Además Stern temía que una llamada suya concentrara la atención del gobierno en Dixon, cuyo nombre no se había mencionado hasta el momento. Tal vez el gran jurado estaba investigando varias empresas de corretaje. Tal vez había otra conexión entre los clientes además de MD. Por el momento era mejor andar con cautela, observando al gobierno sin asomar la cabeza.
– Siempre están buscando algo -comentó Dixon con mayor aplomo y fue a buscar a Silvia.
En el solario, los hijos de Stern todavía hablaban acerca del bebé.
– ¿John te ayudará a cambiar pañales y todo eso? -preguntó Marta.
Kate la miró atónita.
– Claro. Está encantado. ¿Por qué no iba a ayudar?
Marta se encogió de hombros. En momentos como éste, Stern notaba que Marta parecía turbada por los hombres. Marta, hija de su padre, por desgracia no era una mujer bonita. Tenía la nariz ancha y los pequeños ojos oscuros de Stern. Peor aún, había heredado su figura. Stern y su hija eran bajos, con una tendencia a acumular peso en las partes inferiores. Marta se sometía casi con placer a los rigores de la dieta y el ejercicio, pero no había manera de escapar a lo que daba la naturaleza. Ella solía reconocer que no tenía la figura que promovían las revistas de moda. Aun así, Marta tenía siempre sus admiradores, pero sus relaciones parecían marcadas por la fatalidad. En sus conversaciones aludía a una procesión de hombres que iban y venían. Mayores, jóvenes. Las cosas siempre andaban mal.
– Papá nunca cambió pañales -replicó Marta a la defensiva.
– ¿No los cambié? -preguntó Stern.
Asombrosamente, le costaba recordar con precisión.
– ¿Cómo ibas a cambiar pañales? -preguntó Peter, alerta ante la oportunidad de enfrentarse a su padre-. Nunca estabas aquí. Recuerdo que nunca entendí bien qué era un juicio. Pensaba que se trataba de un lugar adonde ibas. Otra ciudad.
Marta llamó a John.
– ¿Vas a cambiar los pañales del niño?
John entró en el solario con la cafetera. Tenía tan mal aspecto como todos los demás, aturdido y apenado. Se encogió de hombros en respuesta a la pregunta de Marta. John era un individuo taciturno. Rara vez expresaba su opinión.
En otra habitación sonó el teléfono. Hacía dos días que llamaba sin cesar. Stern rara vez atendía. Sus hijos se encargaban e indicaban la fecha y el sitio de las exequias, prometiendo que comunicarían el pésame al padre. La mayoría de estas conversaciones terminaban del mismo modo, con una penosa pausa antes de colgar.
– Sí, es verdad -respondía uno de ellos-. Ignoramos por qué.
Silvia salió de la cocina enjugándose las manos en el delantal y dirigió una seña a Stern. Al parecer no podía eludir esta llamada. Al pasar, le tocó la mano a la hermana. Esta mujer, que tenía tres sirvientes en su hogar, había trabajado sin descanso durante tres días en esta casa de dolor, corriendo, organizando, cuidando.
– Ah, Sandy, qué triste ocasión. Mis condolencias.
Stern había subido al dormitorio, todavía a oscuras y con las ventanas cerradas, para atender el teléfono. Reconoció la voz del abogado Cal Hopkinson. Cuando Harry Fagel, un querido amigo de Sandy, había muerto dos años atrás, Cal, socio de Harry, lo había reemplazado como cliente de Stern. Actualizó los testamentos de los Stern y cada año presentaba las declaraciones de impuestos de los fondos legados por los padres de Clara. Cal era un individuo práctico, cordial aunque no especialmente simpático, y fue al grano. Como Marta estaba en la ciudad, se preguntaba si Stern querría ir con sus hijos esa semana para hablar del testamento de Clara.
– ¿Es necesario, Cal?
Cal hizo una pausa, tal vez ofendido. Era uno de esos abogados que vivía para los detalles, y los podaba todos los días en la creencia de que crecerían como malezas si nadie los vigilaba.
– No es necesario, Sandy, pero a veces conviene prevenir. Clara dejó una gran propiedad, ¿sabes?.
¿Lo sabía? Sí, recordó que lo sabía. A decir verdad, en esos momentos en que estaba demasiado abrumado y débil para no evitarlo, cuando se casó con Clara apenas podía verla a través del destello del oro. «Chico pobre se casa con chica rica.» Era un sueño tan excitante e ilícito como la pornografía. En consecuencia, había practicado la cruel represión habitual. Desde el principio, Stern había aplacado las obvias sospechas de Henry Mittler jurando a su suegro que Clara y él vivirían únicamente de lo que él ganara. Pasaron treinta años en los cuales Stern fingió no interesarse en la fortuna de Clara, dejando que ella se encargara de administrarla y de contratar las personas necesarias. Al final, con amarga ironía, la mentira resultó verdad.
– ¿Hay en el testamento alguna sorpresa que desees comunicarnos, Cal?
Una pausa de abogado, el hábito de un hombre que había aprendido a medir cada frase antes de hablar. Tal vez Cal consideraba que responder era poco profesional.
– Nada alarmante -dijo al fin-. Estoy seguro de que tienes una idea de las generalidades. Tal vez haya un par de puntos que deberíamos comentar.
Cal había puesto el énfasis adecuado en «alarmante». Sorpresa pero no devastación, en otras palabras. ¿De qué se trataba? Clara, una persona siempre ordenada, había dejado una estela de confusión, como si no le importara.
Stern dijo que hablaría con sus hijos y se dispuso a terminar la conversación.
– Sandy -dijo de repente Cal. Por el tono, Stern vio venir sus palabras-. Ésta es una noticia tan desagradable… Perdóname que te lo pregunte, pero ¿había algún indicio?
– No -respondió deprisa-, ningún indicio.
Colgó de mal humor, pensando que Cal era un estúpido. Cerró los ojos y se refugió un instante más en el dormitorio a oscuras, escuchando el ronco coro de voces que subían por la escalera. Era un alma demasiado solitaria para soportar esta intrusión continuada. Era como si tuviera una gran oreja apretada contra su pecho, atenta a cada jadeo. Una muerte así estimularía la sórdida curiosidad de muchos. Colegas, amigos y vecinos desfilarían para observar la pesadumbre y clavar en Stern una mirada sutilmente acusadora. La noche anterior había detectado esa sombría curiosidad incluso en los visitantes que mejor conocía. Todos se preguntaban qué había pasado. ¿Qué le había hecho él a su esposa? El suicidio de Clara había expuesto un secreto lúgubre, como si en el cuerpo de su vida matrimonial hubiera una grotesca deformidad que antes había permanecido oculta. Stern se quedó unos instantes más en la oscuridad, sin saber si lloraba por la pérdida o por la humillación.
– ¿Quieres niño o niña? -preguntaba Marta cuando Stern regresó a la mesa de juegos.
Los delicados y morenos rasgos de Kate delataron cierta confusión. Evidentemente, era la primera vez que alguien le hacía esta pregunta.
– Ambos queremos un bebé sano -respondió Kate.
– Naturalmente -dijo Marta-. Pero si pudierais elegir, ¿qué preferiríais? ¿Un niño sano o una niña sana?
– Marta -intervino Stern, mientras estudiaba sus cartas. Había contado los puntos de nuevo. Era como si nunca hubiera visto esa mano-. No es una pregunta que una futura madre siempre pueda responder.
Kate había estado pensando.
– Me gustaría una niña -decidió sonriendo-. Las niñas son más agradables.
– ¿Ahora dejan entrar niñas en los equipos de fútbol? -preguntó Peter-. ¿Hasta dónde llegarán las cosas?
– A John le encantaría una niña -respondió Kate al instante.
– Desde luego -apuntó Stern.
Peter tocó la mano de la hermana para tranquilizarla: simplemente no podía refrenar su genio.
– Las madres siempre dicen que las niñas son más difíciles al final -apuntó Marta.
– Eso no es lo que decía mamá -respondió Kate.
– Eso es lo que me dijo a mí -repuso Marta. Ambas hermanas se miraron fijamente, como si un oscuro secreto se irguiera entre ellas. A pesar de sus convicciones, Marta era una persona con grandes dudas sobre sí misma y su lugar en el mundo, y en los últimos días había evocado más que los demás sus recuerdos de Clara. Muchas tareas inconclusas, estimó Stern. Marta se volvió hacia el padre en busca de ayuda-. ¿Acaso no decía eso, papá?
– Tu madre -replicó Stern- tomó en serio la crianza de cada uno de vosotros. Con lo cual la tarea a veces le resultaba abrumadora. -Stern sonrió diplomáticamente a Marta-. Creo que dije tréboles.
– Paso -dijo Marta.
Kate pasó.
Peter callaba, el rostro contraído en la misma mueca de angustia de los últimos días. Tal vez se preguntaba qué había dicho su madre acerca de los hijos varones. Al fin notó que los tres lo miraban.
– Corazones -dijo, cuando todos miraron la mano.
– Bien, parece que se imponen las felicitaciones. -Dixon salió de la cocina, donde había estado con Silvia. Tenía los brazos abiertos en la pomposa actitud de costumbre. La noche anterior no había visto a Kate y John, y ahora abrazó a Kate de costado. Ella aceptó el abrazo rígidamente-. ¿Dónde está tu marido? No creí que fuera de ésos.
Dixon se fue a buscar a John y Kate lo siguió con los ojos, algo molesta con el tosco humor del tío y sus bromas a costa de John.
Lo cierto, pensó Stern, era que él soportaba a Dixon con más facilidad que el resto de la familia. El lado vil de Dixon siempre había provocado una clara respuesta negativa en Clara, la cual, por lealtad a Silvia, se había agudizado durante ese período, seis o siete años atrás, en que un aspecto de las aventuras amorosas de Dixon -Silvia nunca expuso los detalles- había inducido a la hermana de Stern a echarlo de casa por una temporada. Con Dixon, como en la mayoría de las cosas, sus hijos habían seguido la tendencia de la madre. Peter y Clara, y especialmente Kate, siempre habían mantenido un lazo afectivo con su tía, quien al no tener hijos propios los había colmado de afecto. Pero ese apego nunca se había extendido al tío.
En respuesta, Dixon tomó ejemplo de los potentados de todos los siglos: compró indulgencias. Con los años, había aprovechado todas las oportunidades para dar trabajo a los miembros de la familia de Stern. Ahora tenía a Stern y John en su nómina de pagos, y los tres hermanos habían trabajado como chicos de los recados de MD en la bolsa de valores del condado de Kindle durante las vacaciones escolares. Cuando Peter inició su práctica privada, Dixon había afiliado MD al consultorio de Peter e intentó contratar a éste como médico personal. Como era de esperar, no se llevaron bien y discutían porque Dixon fumaba demasiado y se negaba a aceptar consejos. Tal vez, pensaba Stern, todos esos empleos representaban los mejores esfuerzos de Dixon, un modo de compartir su imponente fortuna, a la cual él dedicaba tanto tiempo, y de conservar también el puesto principal que deseaba en toda circunstancia.
– ¿Le pondrás el nombre de mamá? -le preguntó Marta a Kate.
Parecía más interesada que Kate en ese bebé. Silvia, que pasaba por el solario, frunció el ceño ante esa pregunta, pero las dos mujeres estaban acostumbradas al estilo directo de Marta, quien siempre se comportaba así con Kate.
– Supongo que sí -dijo Kate-. Sea chico o chica. A menos que te moleste, papá.
Stern dejó de mirar sus cartas, pero no se había perdido una sola palabra.
– Me agradaría, si a ti te parece bien.
Le sonrió dulcemente a Kate.
De pronto se sintió agobiado en ese cuarto. Como si lo arrastrase un torbellino. Llovían proyectiles desde todas partes. Se sentía como esas imágenes de san Sebastián que había visto en museos e iglesias, lleno de flechas y agujeros, sangrando como una manguera rota. Para su enorme pesar y sorpresa, advirtió que había reiniciado su llanto silencioso. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Sus hijos lo vieron, pero no hicieron comentarios. Supuso que le esperaban muchos días así. Sacó el pañuelo del bolsillo trasero y encontró el recibo del laboratorio médico que había examinado esa mañana. Lo había olvidado.
– Ahora vuelvo.
Fue a buscar un pañuelo de papel. Mejor que se atiborrara los bolsillos. Desde la cocina miró hacia el solario, donde sus hijos, adultos, afrontando su pesar, lo esperaban.
¡Cuánto se había preocupado Clara por esos hijos! Los amaba con pasión. A ella la habían criado sirvientes, niñeras y gobernantas bien intencionadas, pero limitadas. No quiso hacer lo mismo con los suyos. De nuevo una imagen: al volver a casa, en una de esas raras noches en que llegaba antes de que todos se acostaran, la había encontrado de rodillas en la cocina. Peter estaba leyendo, Marta lloraba, Kate se hacía coser el vestido. La niña, con los tobillos amoratados, permanecía inmóvil mientras la madre examinaba la prenda. En el hornillo hervía una olla. Sonidos domésticos. Clara se volvió para saludarlo y frunció el labio para soplar un rizo que le había caído sobre los ojos. Sonreía. Era un trabajo agotador, siempre lo había sido, una aplastante rutina de pequeñas tareas, pero Clara la resistía. Encontraba música en el tumulto de la vida familiar. Stern, con su ceguera, lo había valorado poco. Sólo ahora veía que Clara se había transformado en un público devoto de los sonidos de la familia, de sus necesidades, para distraerse de ese trompetazo sombrío que sonaba en su interior.
– ¿Sender?
Silvia estaba de pie a su lado, con aire de preocupación. Su hermana llevaba el pelo desaliñado, como de costumbre: una persona de belleza sencilla y grácil, aún radiante y sin arrugas a los cincuenta y un años. Siempre lo llamaba por su nombre yiddish, al igual que su madre.
Stern sonrió para tranquilizarla y bajó los ojos. Notó que aún tenía en la mano el recibo médico y se lo pasó a Silvia, mientras le hablaba en tono circunspecto. Le preguntó si Clara había mencionado alguna vez aquel asunto.
De nuevo sonó el timbre. Stern vio que Marta recibía a dos jóvenes con chaqueta deportiva. Esperaron en el vestíbulo mientras Marta llamaba a Dixon. Uno de ellos le sonaba. Matones o mensajeros, calculó Stern. Dixon se rodeaba de una comitiva, como un padrino de la mafia. Sus negocios no tenían tregua y siempre quería estar al corriente de lo que ocurría. El que a Stern le resultaba conocido llevaba un sobre y un maletín de vinilo azul. ¿Documentos para firmar? Dixon iba a cerrar un trato sobre el ataúd.
Silvia, entretanto, examinó la factura y se la devolvió. Como de costumbre, se comunicaron con pocas palabras.
– Nate Crawley, el médico vecino; él debería saberlo, ¿verdad?
Desde luego. Confiaba en Silvia. Nate Crawley, el vecino de al lado, un ginecólogo, era el principal médico de Clara. Naturalmente, él tendría la respuesta. Stern pensó si debía telefonear en aquel momento, y luego recordó que Fiona, la esposa de Nate, que los había visitado anoche, había mencionado, en su tono plañidero de costumbre, que él se había ido una semana a un congreso de medicina. Se lo recordó a Silvia.
– Sí, sí.
Su hermana, de ojos claros y todavía atractiva, lo estudió. Al parecer ahora compartía algunos de los pensamientos que Stern había tenido antes.
Por la ventana, Stern vio la limusina de la funeraria, gris paloma, que entraba en la vereda circular del frente de la casa y aparcaba detrás del sedán oscuro de los visitantes de Dixon. Silvia fue a reunir a la familia. Stern se quedó donde estaba.
Pero corredor abajo se elevaron voces airadas. Una escena violenta se desarrollaba cerca de la puerta. Dixon estaba gritando.
– ¿Qué es esto? -les gritó a los dos hombres que acababan de llegar-. ¿Qué es esto?
Agitaba unos papeles.
A mitad de camino Stern comprendió qué había ocurrido. Sólo faltaba eso. No pudo controlar su repentina cólera; había esperado tantos días y ahora parecía que el corazón se le saldría del pecho como un cohete espacial, dejando una estela de fuego.
– ¡Malditos bastardos! -gritó Dixon- ¿No podíais esperar?
Stern se interpuso entre Dixon y los dos hombres. Comprendió que conocía a ese hombre del tribunal federal, no de la oficina de Dixon. Se llamaba Kyle Horn y era agente especial del FBI.
Dixon seguía protestando. Stern le arrebató el papel y obligó a Dixon a retroceder por el vestíbulo. Luego echó una ojeada a la citación del gran jurado. Como de costumbre: un formulario impreso con el membrete del tribunal. Estaba dirigido a Dixon Hartnell, presidente de MD, y exigía su comparecencia ante un gran jurado federal, cuatro días después, a las dos de la tarde. Investigación 89-86. Se adjuntaba una larga lista de documentos que Dixon debía llevar consigo. Las iniciales de Sonia Klonsky, la ayudante de la fiscalía, figuraban al pie de la página.
– Rehúso aceptar este procedimiento -espetó Stern. Aunque era un poco más bajo que los agentes, mantuvo, en su furia, el porte erguido-. Si vais a mi oficina la semana próxima, os recibiré allí. No lo haremos ahora, ni en este lugar. Os exijo que os vayáis. De inmediato. Podéis decir a la ayudante Klonsky que deploro esta táctica y no pienso seguirle el juego.
Stern abrió la puerta. Horn tenía más de cuarenta años. Se parecía a todos los agentes del FBI, con una chaqueta barata y un pulcro corte de pelo, pero tenía la piel correosa alrededor de los ojos: demasiado sol o alcohol. Tenía mala reputación como agente, un tiranuelo lleno de resentimiento.
– De ningún modo -dijo. Señaló la citación que Stern acababa de guardar en el sobre y ahora le devolvía-. La citación está entregada.
– Si declaráis al tribunal que no aceptamos la citación, procuraré que os acusen de desacato. -Stern pensó que esta amenaza era ridícula, pero se mantuvo en sus trece-. ¿No sabéis lo que ocurre?
Horn no respondió. Por un instante, ninguno de los cuatro se movió. Marta se había acercado y miraba con sombría sorpresa.
– Nos estamos preparando para ir a un entierro -dijo al fin Stern. Señaló la limusina gris donde esperaba el conductor vestido de negro-. El de la cuñada del señor Hartnell. Mi esposa.
El segundo agente, un hombre más joven de pelo rubio, irguió el cuerpo.
– No lo sabía -dijo, volviéndose a Horn- ¿Y tú?
Horn clavó los ojos en Stern.
– Sé que Dixon Hartnell nunca responde a mis llamadas. Eso es lo que sé -replicó Horn-. Sé que yo llamo a la puerta principal y él huye por la trasera.
– Lo lamento -dijo el agente más joven. Se tocó el pecho-. Nos dijeron que aquí podíamos encontrarlo.
Los frustrados agentes sin duda habían recurrido a sus técnicas habituales. Una llamada de pretexto, como la denominaban. «Habla el Banco de Boston. Tenemos un problema con una transferencia de un millón de dólares para el señor Hartnell. ¿Dónde podemos encontrarlo?» Durante décadas los tribunales habían permitido el uso de esas picardías adolescentes.
– En fin -le dijo Horn a su compañero-, son cosas que pasan. -Cogió la citación sin mirar a Stern y tamborileó el sobre-. Estaré en su oficina el lunes por la mañana, a las nueve en punto.
Stern apoyó ambas manos en la puerta para cerrar. Peter se había llevado a Marta. Dixon se quedó en el vestíbulo. Encendió un cigarrillo y sonrió.
– Te han sacado de quicio, ¿eh?
– ¿Cuánto hace que tratan de entregarte la citación, Dixon?
Su cuñado miró con aire meditabundo una voluta de humo. Siempre le turbaba que Stern adivinara sus intenciones.
– Elise dice que hay hombres que están llamando desde hace una o dos semanas. No sabía de qué se trataba -dijo Dixon-. De verdad. -Movió la boca bajo la mirada de Stern-. No estaba seguro. Ésa era una de las cosas que quería comentar contigo.
– Ah, Dixon -suspiró Stern. Era increíble. Un hombre que el año anterior había ganado dos millones de dólares, que se ufanaba de ser un líder empresarial, escurriéndose por el pasillo de atrás y pensando que se escondería del FBI. Stern apoyó un pie en la escalera, tratando de concentrarse en la abrumadora tarea que le esperaba. Necesitaba la chaqueta. Era hora, se dijo. Era hora. Se sentía mareado y débil.
La familia, pensó con desesperación.
Cuatro días después del funeral, Stern regresó a la oficina. No llevaba corbata, un modo de indicar que no estaba formalmente presente. Examinaría la correspondencia, respondería preguntas. Una mera visita.
Había ocupado ese espacio durante casi una década y lo había cultivado como si fuera un hogar. Aunque pequeño, era el imperio de Stern; inevitablemente, la cháchara electrónica de los teléfonos y los aparatos, los movimientos enérgicos de sus doce empleados, resultaban reconfortantes. No ese día, desde luego. La oficina, como todo lo demás, parecía opaca, vacía, despojada de color y de música. Entró por la puerta trasera y se detuvo junto al escritorio de Claudia, su secretaria, mientras reflexionaba sobre su universo perdido. Buscó algo alentador en la correspondencia.
– El señor Hartnell está aquí.
Los agentes habían vuelto el día anterior con la citación, tal como habían prometido. Por teléfono, Stern había dictado una carta para la ayudante Klonsky declarando que él representaba a Dixon y su compañía y pidiendo al gobierno que se pusiera en contacto con Stern si deseaba hablar con alguien que trabajara para MD, una solicitud que el gobierno inevitablemente rechazaría. Luego Stern había citado a Dixon para este encuentro. Su cuñado esperaba en la oficina de Stern, los pies apoyados en el sofá, leyendo el Tribune mientras fumaba un puro de Stern. Se había quitado la chaqueta -cruzada, con botones brillantes- y mostraba los gruesos antebrazos, aún bronceados después de unas vacaciones en alguna isla. Se levantó para recibir a Stern.
– Me he puesto cómodo.
– Desde luego. -Stern se disculpó por el retraso, se quitó la chaqueta y echó una ojeada. Hacía más de una semana que no iba por allí, debido al viaje a Chicago, pero todo tenía el mismo aspecto. No sabía si alegrarse u horrorizarse de esa constancia. La oficina de Stern estaba decorada en tonos color crema. Clara había insistido en contratar un decorador y Stern consideraba que el resultado era más adecuado para el dormitorio de un adolescente. Había un sofá con almohadones de felpa, sillas del mismo material beige y cortinas a juego. Detrás del escritorio había un armario inglés de castaño oscuro -más del gusto de Stern-, pero el escritorio no era tal sino una mesa con tabla de cristal ahumado. Stern, años después, no se habituaba a verse el vientre fofo. Ahora estaba en libertad de cambiarlo todo. Ante ese pensamiento, cerró los ojos y emitió un gemido. Buscó una libreta.
– ¿De qué se trata, Dixon? ¿Tienes idea?
Dixon meneó la cabezota.
– No estoy seguro.
Stern titubeó. Dixon no decía que no sabía, sólo que no estaba seguro. Stern usó el interfono para pedir a Claudia que llamara a la ayudante Klonsky. Había dejado un número para mensajes telefónicos y Stern quería pedir una postergación de la fecha en que debían presentarse para la cita.
– Ante todo, debemos responder ciertas preguntas, Dixon. ¿Qué están investigando? ¿A quién quieren procesar? ¿Eres tú, en concreto?
– ¿Piensas que esto tiene que ver conmigo?
– Tal vez -replicó Stern.
Dixon no se amilanó. Se sacó el cigarro de la boca, sacudió las cenizas, masculló una frase.
– Esto es una citación duces tecum, Dixon… una solicitud de documentos. En circunstancias normales el gobierno no enviaría a dos agentes para entregarla. Es evidente que procuraban darte un mensaje.
– Me quieren intimidar.
– Como prefieras decirlo. Supongo que sabían que pronto ibas a enterarte de la investigación. Si yo no hubiera intervenido, habrían intentado interrogarte mientras tú protestabas.
Dixon caviló. Era tan egocéntrico que rara vez se apreciaba su sutileza. Dixon estudiaba a las personas para sacar ventaja, pero eso no significaba que no fuera observador. Desde luego, conocía bien a Stern y comprendía que le estaban repitiendo que había sido un idiota.
– ¿Qué alcance puede tener? -preguntó Dixon.
– Creo que no deberías compararlo con tus enfrentamientos previos con el Servicio Fiscal o con la CFTC. -La CFTC, Comisión de Productos de Venta Futura, era una agencia federal que regulaba esa industria, el equivalente de lo que la SEC [1] era en la industria de los valores-. Son burócratas y ante todo les encantan las reglas. No piensan automáticamente en procesar a alguien. Un gran jurado federal se reúne para acusar. Esto es serio, Dixon.
Dixon torció la boca. Tenía un aire de fatiga en los ojos.
– ¿Puedo hacer una pregunta tonta?
– Todas las que quieras -dijo Stern.
– ¿Qué es un gran jurado? En serio. ¿Qué función cumple, además de hacerte mojar los calzoncillos?
Stern asintió, satisfecho de que Dixon se tomara la molestia de preguntar. El gran jurado, explicó, era convocado por el tribunal para investigar delitos federales. En este caso, los jurados se reunían, siguiendo un plan del tribunal, con una semana de por medio, alternando martes y jueves durante dieciocho meses. Estaban bajo la dirección de la fiscalía, la cual, en nombre del gran jurado, solicitaba documentos y testigos para examinarlos en cada sesión. La gestión era secreta. Sólo los testigos que se presentaban podían revelar lo que sucedía. Si optaban por hacerlo. Desde luego, pocos individuos deseaban proclamar que un gran jurado federal los había convocado.
– ¿Y qué oportunidad tengo ante ellos? -preguntó Dixon-. Ante el gran jurado.
– Muy escasa, si el fiscal decide condenar. Tenemos que persuadir a la fiscalía. Dentro de la sala del gran jurado, el peso de las pruebas cuenta poco. El gobierno sólo tiene que convencer a una pequeña mayoría de jurados de que hay suficientes motivos para creer que ha ocurrido un delito. Los fiscales pueden introducir rumores, y el acusado y su abogado no tienen derecho a enterarse de lo ocurrido ni a refutar. No es ecuánime precisamente.
– Vaya -respondió Dixon-. ¿Y de quién fue la idea?
– De aquellos que redactaron la Constitución de Estados Unidos -respondió Stern-. Para proteger al inocente.
– Claro -bufó Dixon.
Dada la situación y los disturbios de pocos días atrás, lo tomaba con calma estoica. Pero a fin de cuentas era una persona muy fuerte. Dixon resultaba admirable a su manera. Era uno de esos sujetos a quienes tanto amaban los norteamericanos. Había salido de una de esas sórdidas ciudades carboníferas de Illinois, cerca de la frontera de Kentucky. Dixon se había pagado sus estudios distribuyendo tarjetas para sorteos en el Medio Oeste y durante los años cincuenta, cuando trabajaba en esa zona, había visto esas ciudades -descoloridas, cuadradas, chatas y fuliginosas- situadas entre las sensuales formas rosadas de la tierra que habían escarbado para buscar el carbón. El padre de Dixon era un inmigrante alemán, un pastor luterano, un sujeto enjuto, implacable, iracundo, que había muerto cuando Dixon tenía nueve años. La madre, una mujer dulce pero demasiado débil, había dependido excesivamente del hijo. Stern se había enterado de todo esto a través de los parientes de Dixon, las tías solteronas y una bondadosa prima que hablaba con admiración de Dixon y de su precoz convicción de que estaba destinado a algo más que la brutal esclavitud de la ciudad minera.
Sonó el interfono. Era Claudia para anunciarle que no había respuesta en la fiscalía. Eran las dos de la tarde, pero los fiscales sólo atendían el teléfono cuando les daba la gana. «Sigue insistiendo», ordenó Stern.
– Hay un punto que debemos determinar -le dijo a Dixon-. ¿Cómo llegó el gobierno a lanzar la investigación? Debemos identificar la fuente de los alegatos que han decidido examinar.
– ¿Quieres decir quién me delató?
– Si tú eres el blanco, sí. Cuando sepamos quién habló contra ti, tendremos una idea del alcance de la información de que dispone el gobierno. ¿Se te ocurre alguien?
– En absoluto -respondió sucintamente Dixon, agitando las manos. Sin duda sabía que el gobierno podía interrogarlo por muchas cuestiones, pero jamás las revelaría a Stern, quien lo sermonearía para que corrigiera cada infracción-. Tal vez los encargados de asuntos legales de la bolsa. Siempre están fastidiando a la gente para averiguar datos sobre mí.
La sugerencia no parecía convincente.
Sonó el teléfono, la línea interna de Stern, un tono diferente, como el de un grillo. Sólo su familia tenía ese número, y normalmente la que llamaba era Clara. Cedió por un instante al reflejo de usar su nombre y de inmediato lo descartó ante el segundo timbrazo.
– ¿Sender? -preguntó su hermana. Una voz bienvenida. El amor de Stern hacia Silvia no se parecía a sus sentimientos por otras personas: era más puro, menos agobiante. Silvia tenía diecisiete años cuando murió la madre de ambos, y Stern, cinco años mayor, había creído que él siempre actuaría como un padre. Sin embargo, las necesidades de ambos, como las de todo el mundo, habían resultado menos previsibles. Se cuidaron mutuamente, compensando las pérdidas. Stern y su hermana, por costumbre, hablaban unos minutos todos los días. Eran conversaciones muy breves. «¿Ocupado?» «Sí, claro. ¿Y tú?» Hablaban de salud, de los hijos, del ajetreo de la vida. Esta vez ella dijo-: De vuelta al trabajo. Creo que eso es bueno.
– Lo mejor que podía hacer. -Tapó el micrófono y le susurró a Dixon-: Silvia. -No sabía si Dixon querría que ella supiera que estaba allí, pero su cuñado indicó que le gustaría hablar con ella cuando Stern terminara. Stern anunció a su hermana que estaban juntos.
– ¿Hablando de esa estupidez del otro día?
– En efecto.
Ella suspiró, pero no hizo más preguntas. Stern y su hermana rara vez hablaban de Dixon, de los altibajos de su matrimonio, ni de los complejos negocios de su esposo. Ése era más o menos el tema de treinta años atrás, cuando Stern se había opuesto con fervor a la boda. Había mencionado diferencias religiosas, pero sólo como excusa. ¿Cómo decirle a su hermana que aquel sujeto que se llamaba amigo suyo tenía facha de titiritero con esos trajes cruzados y ese pelo brillante? Por entonces, Stern habría apostado a que Dixon desaparecería cuando el circo se largara de la ciudad. Pero Dixon había perseverado. Dixon era más brillante y trabajador de lo que Stern estaba dispuesto a admitir. Tal vez éste era un país donde la virtud se recompensaba menos espontáneamente de lo que Stern -y todos los demás- habían creído por entonces.
– Todo está en orden -la tranquilizó Stern.
Hablaron brevemente de los hijos de Stern y luego le pasó el teléfono a Dixon, quien se entretuvo unos momentos charlando alegremente con su esposa. A su manera, Dixon adoraba a su mujer. Amaba la belleza de Silvia y le gustaba verla elegante y lujosamente vestida. Le enviaba rosas todos los viernes y en la calle siempre se detenía ante un escaparate para mirar un objeto que pudiera quedarle bien. Tenía una rara obsesión con su esposa; si Silvia se resfriaba, Dixon no dejaba de pensar en ella. La llamaba cuatro veces al día. Pero ese mismo esposo atento perdía la cabeza cuando se le cruzaba una mujer de quince a sesenta y cinco años, y siempre andaba de cacería.
– Trabaja mucho -aconsejó Silvia a Stern cuando Dixon le devolvió el teléfono.
Sus intentos humorísticos eran torpes. Sólo intentaba ocultar sus preocupaciones. Silvia, a pesar de sus ocasionales angustias, seguía enamorada de Dixon, tan cautivada como cuando estaba en la universidad. El descaro del esposo a veces la avergonzaba y sus aventuras la hacían sufrir, pero seguía siendo el amor de su vida, una figura del tamaño de un monumento, el hombre de sus sueños.
– Todo está en orden -repitió Stern, pero luego se enfadó consigo mismo.
Con trabajos de este tipo, tenía por costumbre no predecir resultados favorables. Los desenlaces generales y las pruebas rara vez lo merecían, y los clientes eran más fáciles de satisfacer si no les creaba expectativas. Colgó el teléfono con esas emociones en conflicto, recordándose que a fin de cuentas se trataba de su hermana y su cuñado.
Stern encontró una copia de la citación en la caja del archivador que tenía detrás del escritorio. La releyó y Dixon se le acercó con la caja humidificadora de puros de Stern. En la oficina, Stern encendía su primer cigarro a las nueve y media o diez de la mañana, siempre tenía uno encendido hasta terminar la jornada laboral. Clara nunca lo había aprobado. Se quejaba del olor que guardaba en la ropa y las manos, y una vez, en un período de excepcional irritación, se había negado a permitir puros en la casa. La humidificadora había pertenecido a su padre, un hombre callado y decoroso de carácter frágil que había valorado mucho ciertos objetos. Stern la miró con admiración, pero cierto sentido del deber hacia Clara le hizo rehusar.
– ¿Qué te indica esto? -preguntó Dixon, señalando la citación.
Stern alzó una mano y siguió leyendo. En la primera página de la citación habían grapado un largo añadido que describía los documentos pedidos por el gobierno. Dixon, en nombre de su compañía y subsidiarias, debía presentar diversos registros -billetes de pedido, tarjetas comerciales, documentos aprobatorios- relacionados con una larga lista de artículos de entrega futura. Las transacciones, identificadas por fecha, producto, cantidad de contratos, mes de entrega y cuenta del cliente, parecían enumeradas al azar. Las columnas de cifras ocupaban media página, pero las operaciones no parecían escogidas cronológicamente ni por cliente. Stern contó. Había treinta y siete transacciones.
– Empecemos desde el principio, Dixon. Háblame de estos documentos. ¿Cómo se generan?
– Tú ya conoces mis negocios, Stern.
– Dame el gusto -respondió Stern.
La verdad, desde luego, era que no los conocía del todo. Otros abogados -una enorme firma con oficinas allí y en Chicago- se encargaban habitualmente de los negocios de Dixon. Stern aprendía lo poco que necesitaba para hacer frente a los problemas y luego lo olvidaba todo -prácticas, regulaciones, términos-, como después de un examen. Oh, conocía las bases: un contrato de futuros era una obligación transferible para comprar o vender una cantidad estándar de determinado producto por un precio convenido en una fecha futura fija. Pero los mercados habían sufrido alteraciones desde que Dixon había empezado varias décadas atrás y sólo los granjeros vendían productos futuros para asegurar los precios de las cosechas. En la actualidad, se jugaba con dinero, como decía Dixon; los mercados vendían futuros sobre los mercados: sobre precios de bonos y monedas, índices bursátiles, opciones sobre futuros mismos. Cuando Stern visitaba las oficinas de Dixon, en la sala se hablaba una jerga ininteligible para él: transacciones de base, curvas igualadas de rendimiento. A pesar de los misterios, Stern recordaba la confesión de Dixon de que las primeras personas en efectuar transacciones de futuro sobre los precios bursátiles habían sido corredores de apuestas de Las Vegas.
– Vamos a ver, por ejemplo, esta primera transacción para Chicago Ovens -apuntó Stern, señalando la citación. Ese cliente era una vasta empresa de panadería, parte de International Provisions, que producía un tercio del pan que se vendía en los supermercados. Stern había visitado a sus abogados en Chicago-. Por lo que sé, es una transacción típica. Querían estar seguros de poder comprar trigo en diciembre a un precio favorable. Así que te pidieron que les compraras diez millones de bushels <strong>[2]</strong> de trigo para la entrega de diciembre. ¿Correcto? Bien, ¿qué pasa en MD?
– Bueno -dijo Dixon-. Cada orden que recibimos, no importa de dónde venga, se redacta en el despacho central, que está aquí, en nuestras oficinas de la bolsa de Kindle. Luego transmiten la orden a nuestra cabina de la sección comercial de todas las bolsas donde se comercia ese futuro. Granos y finanzas en Chicago. Alimentos y fibras en Nueva York. Aquí hacemos lotes pequeños. Éste fue obviamente a Chicago. La orden circula y nuestro agente la pregona hasta que encuentra a alguien que quiere vender trigo de diciembre. Tal vez venda para granjeros, tal vez para especuladores. No importa. De noche la bolsa certifica las transacciones, es decir, las compara para cerciorarse de que MD compró diez millones de bushels de trigo de diciembre y otra casa los vendió. Al día siguiente enviamos la confirmación al cliente y nos aseguramos de que tenga suficiente dinero en nuestra empresa para cubrir la posición. Así funciona. Hay un millón de variantes, pero eso es lo básico. ¿Correcto? Ésa es la huella que están siguiendo.
Stern asintió: todo muy familiar. Estudió de nuevo la citación y preguntó cómo interpretaba Dixon la lista de operaciones, pero él sólo meneó la cabeza. Se trataba de cinco clientes distintos en varios meses. Stern había hablado la semana anterior en Chicago con los abogados de dos de esos clientes, un gran banco rural de Iowa y Chicago Ovens. Parecía probable, pues, que el gobierno también hubiera solicitado documentos a los otros tres clientes. Stern le dijo a Dixon que sería conveniente ponerse en contacto con ellos.
– ¿Para qué? -preguntó Dixon.
No era buena publicidad decir a los clientes que un gran jurado federal estaba estudiando los documentos de una empresa.
– Para determinar qué información brindaron. -Uno de los problemas de una investigación por el gran jurado consistía en llegar a una estimación, al menos aproximada, de lo que sabía el gobierno. La mayoría de las compañías e individuos carecían de valor suficiente para desobedecer la habitual solicitud del FBI de mantener en secreto las preguntas de sus agentes.
Dixon siguió aventurando vagas objeciones, pero al final cedió. Su defensa del negocio era instintiva. Había comenzado a trabajar en futuros en las pequeñas comunidades rurales y durante más de tres décadas Maison Dixon se había transformado en un coloso con clientes poderosos, reservas de productos y cuentas de gran magnitud. MD era miembro de la mayoría de las agencias bursátiles de Chicago y Nueva York, y tenía oficinas con activas líneas telefónicas en ambas ciudades y también en Kindle.
A finales de los sesenta Dixon había persuadido a un grupo de operadores de Kindle para que formaran una pequeña bolsa local de futuros. La idea de Dixon consistía en negociar con volúmenes más acordes con las necesidades de los comerciantes minoristas. La bolsa de Chicago no podía negociar un contrato para la entrega futura de trigo o soja inferior a 5.000 bushels. En Kindle se podían negociar 500 a precios que seguían los de Chicago. La bolsa del condado de Kindle había establecido su minimercado en los contratos más populares y Dixon seguía presionando a sus colegas para imponer más innovaciones. En los dos últimos años había procurado implacablemente las aprobaciones necesarias para comerciar en futuros en el índice de Precios al Consumidor. Dixon no había actuado sagazmente una única vez, sino varias. La comunidad financiera lo contemplaba con la habitual mezcla de admiración y disgusto. Un fullero. Un tiburón. Artero. Escurridizo. Pero inteligente. Tenía feroces enemigos y muchos admiradores.
– ¿Quiénes son estos clientes, Dixon? ¿Qué tienen en común?
– Nada. Diferentes productos. Diferentes estrategias. Lo único qué sobresale es que deben de ser los cinco mayores clientes que tengo.
Lo dijo con resentimiento. El gobierno estaba atacando un punto vulnerable.
– ¿Qué tienes que ver tú con estas cuentas, Dixon?
– No mucho. Se trata de grandes transacciones -respondió Dixon-. La norma de la casa es que me notifiquen toda operación de ese volumen. Pero eso es todo.
– ¿Grandes transacciones? -preguntó Stern.
– Míralas. Allí hay mil quinientos, dos mil contratos. El foso salta con esas órdenes.
– Explícate, por favor.
– Ya sabes cómo funciona, Stern. Cotizaciones. Un contrato vale 20.000 kilos. Un cliente quiere 1.500, eso es una buena tajada. El precio sube como un cohete. Es la oferta y la demanda. Intentamos todos los trucos para aminorar la marcha. Pasamos operaciones a corredores amigos. Compramos el producto en efectivo y vendemos el futuro. Pero no puedes detenerlo del todo. Es como la naturaleza cambiante.
– Ajá -dijo Stern. De manera que sí sabían algo. El gobierno estaba investigando operaciones grandes, operaciones que MD manejaba, operaciones que Dixon conocía, operaciones que ejercían un impacto significativo en los precios-. ¿No se te ocurre nada más?
Dixon meneó la cabeza con gravedad. No, nada, no sabía nada en absoluto. Stern se apoyó el grueso dedo en los labios. Aun con esta novedad, resultaba difícil evaluar las sospechas del gobierno. Los documentos solicitados se podían relacionar con diversos planes, particularmente en las operaciones de futuros, donde se practicaba todo tipo de canalladas. Stern supuso que Klonsky y sus colegas sospechaban de alguna clase de manipulación de los mercados. Había toda suerte de maniobras complicadas. Un par de meses atrás los periódicos habían publicado la información de que un gobierno extranjero con problemas en la cosecha del azúcar había intentado bajar el precio de los futuros de este producto para que el gobierno pudiera comprar y satisfacer a menor precio los compromisos de entrega. Habían circulado autorizados rumores de que se había perfeccionado una sustancia llamada «azúcar zurda», un tipo de azúcar natural sin calorías. Durante tres días los precios cayeron, pero luego los operadores de todo el país comprendieron lo que ocurría y los precios subieron como la espuma. Dixon tal vez había hallado un modo menos evidente -aunque igualmente ilegal- de manipular la reacción de los mercados ante estas enormes transacciones que efectuaba para sus clientes. Dixon, sin embargo, insistía en que él no corría peligro.
– En la citación ni siquiera aparece mi nombre. Es buena señal, ¿verdad?
La ausencia del nombre resultaba aparentemente alentadora. Pero los agentes del FBI no habrían sido tan obvios al perseguir a Dixon la semana anterior -ni habrían salido de la ciudad con las citaciones iniciales- si no hubieran creído que él pronto entendería el sentido de esas indagaciones. Stern sospechaba que su cliente se guardaba ciertos secretos, algo que no era extraño dadas las circunstancias y muy típico de Dixon. Pero tal vez ese día no fuera el más apropiado para presionarlo.
De nuevo en pie, Stern se tomó un momento, como hacía a menudo, para mirar desde su ventana de Morgan Towers, el edificio más alto de la ciudad, hacia el río Kindle, cuyas rápidas aguas rodaban por varios afluentes hasta el Mississippi. El mercader francés Jean Baptiste du Sable, que había descansado allí en su camino desde Nueva Orleans hasta lo que después fue Chicago, había llamado La Chandelle, «la candela», al plateado y rutilante Kindle. El puesto comercial de Du Sable, que llevaba su nombre, era ahora la parte más grande de un consolidado municipio de tres ciudades con casi un millón de habitantes. Al sur, donde el río se bifurcaba y volvía a unirse, había otras dos ciudades, Moreland, con colonos británicos que habían anglificado el nombre del río, y Kewahnee, ex campamento indio, que en sus orígenes había sido varios puertos de barcazas y se había fusionado con Du Sable a mediados de los años treinta. En esta época de extensión urbana, toda la zona, incluido el municipio, se aludía habitualmente por el nombre del condado, Kindle, una megalópolis que combinaba zonas urbanas con barrios residenciales, prosperidad y miseria, y albergaba casi tres millones de personas. Los habitantes ansiaban que la ciudad se conociera por el nombre del condado, y esa ansia no se había aplacado cuando en los años sesenta se descubrió que Du Sable, tradicionalmente considerado el primer hombre blanco de la región, había sido negro.
Dixon estaba hablando. Quería saber si estaban obligados a presentar todos los documentos que requería el gobierno. La mayoría de las transacciones, dado el volumen, se habían efectuado en Chicago, y la búsqueda de los documentos llevaría varios días a Margy Allison, vicepresidenta ejecutiva de Dixon a cargo de la oficina de Chicago, a doscientos kilómetros.
– No veo otra salida -dijo Stern-. Presentaré una queja ante la fiscalía por los costes. Diré que están paralizando tus operaciones. Necesito tiempo para examinar los documentos, para ver si adivino cuáles son las sospechas del gobierno. Entretanto deberíamos examinar los documentos para ver si ofrecen nuevas pistas de las intenciones del gobierno. Pero al final tendremos que entregarlos. No podemos refutar la citación por demasiado general. Es muy precisa.
– ¿Qué sucede con la quinta enmienda?
Así era Dixon, sereno cuando otros ejecutivos hubieran tartamudeado. Stern explicó que la citación buscaba documentos que pertenecían legalmente a la empresa, no a Dixon mismo. La empresa no era un individuo y carecía de los derechos amparados por la quinta enmienda. Dixon podía negarse a dar testimonio sobre los documentos, pero tenía que entregar los papeles.
Claudia llamó. Tenía a Klonsky en la línea. Dixon mascó el puro y reflexionó sobre la misteriosa lógica de la ley.
– Klonsky -dijo Stern.
– Stern -respondió ella.
Una voz clara y firme. Stern nunca le había hablado personalmente, pero la había visto en el tribunal cuando se acercaba al estrado para prestar declaración. Era una mujer de unos cuarenta años, robusta, de hombros anchos, cabello oscuro y manos fuertes. En el tribunal actuaba como muchas ayudantes, ansiosas de demostrar que eran tan duras como los hombres, a menudo resultaban personajes obsesivos y secos, ciudadanos del siglo pasado que veían la brusquedad como un rasgo necesario del estilo femenino. Era ante todo una pose pero, dadas las circunstancias, Stern veía pocas razones para ser discreto.
– Dos de sus hampones llegaron a mi casa hace unos días con una citación para mi cliente, Dixon Hartnell.
Hubo un instante de silencio. «Hampones.» El mismo Stern se sorprendía de su tono agresivo. Por lo general se enorgullecía de su moderación. Dixon sonreía. Rara vez había visto a Stern tan enfadado.
– Tal vez quiere que le explique las circunstancias -dijo Stern.
– Comprendo las circunstancias -replicó Klonsky.
Ya estaba erizada.
Sin duda todos comprendían las circunstancias, pensó Stern. Él tenía muchos amigos en la fiscalía, tanto en la del condado como en la federal, pero también eran adversarios… y humanos. Era un chisme delicioso: «¿Ya sabes lo que pasó con la mujer de Stern?». Al pensar en ello, el mundo se transformó de nuevo en un abismo y sintió un aguijonazo de dolor. ¿Cómo era posible? Era tan irracional. Cerró los ojos inflamados y percibió que Dixon se movía. Era lamentable que su vergüenza, más que otro sentimiento, causara estos momentos y que el mismo orgullo le ayudara a superarlos. Un impulso combativo le permitía continuar con dignidad. ¿Dónde diablos estaba su puro? Cuando habló, no le temblaba la voz.
– En ese caso, su conducta me parece deplorable. Tal vez deba hablar con el señor Sennett.
Stan Sennett había sido fiscal federal durante un par de años. Era el más despiadado y seco, y por supuesto no era aliado de Stern. Sennett no se dejaría presionar (a fin de cuentas los agentes estaban cumpliendo con su trabajo), pero Klonsky no podía responder eso.
– Mire, Stern, fue un error. Pediría disculpas si usted me diera la oportunidad. Hace días que llamo.
Stern decidió no responder a ese reproche. Ella estaba en el cargo sólo desde hacía un año, tras ocupar una escribanía en el tribunal de apelaciones y después de una distinguida carrera en la escuela de leyes; esa inexperiencia tal vez le diera una ventaja. Había adquirido la reputación de ser brillante pero parsimoniosa, incluso débil y vulnerable. No deseaba tranquilizar a Klonsky.
– Dígame, Klonsky -dijo Stern, cambiando de tema-, ¿a qué viene esta investigación?
– Preferiría no revelarlo ahora.
– ¿Hay otras agencias involucradas, además del FBI?
Stern quería saber si estaba metido el Servicio Fiscal Interno, pues siempre traía problemas, y si estaban implicados los reguladores federales, la CFTC, para tener idea del origen de los cargos.
– No puedo responder -dijo Klonsky.
– ¿Y el señor Hartnell? ¿Puede decirme si él es blanco de la investigación?
Ella hizo una pausa prudente. Klonsky ya había tenido malas experiencias con los abogados defensores.
– No puedo decirle que no lo es.
– Entiendo. -Stern reflexionó- ¿Podrá ser más precisa respecto a la situación de mi cliente?
– Tal vez cuando examinemos los documentos que hemos pedido. Debe presentarlos hoy.
– Bien, temo que tardaremos un poco más. Usted está pidiendo que el señor Hartnell y sus empleados dejen de dedicarse a sus negocios para buscar documentos durante semanas.
– No es tan grave -comentó Klonsky.
– Pues ellos dicen que sí lo es.
Klonsky suspiró. Se estaba hartando de la conversación.
– ¿Cuánto tiempo?
– Necesitamos una prórroga de por lo menos tres semanas -dijo Stern. Dixon lo miró aprobatoriamente. Tenía el cigarro en la boca y una gran sonrisa de entusiasmo. Esto era mejor que la televisión-. No, lo siento. No había consultado al señor Hartnell. Mejor un mes entero.
– Es ridículo. Esos documentos deben de estar en un par de cajones.
– Pues a mí me han dicho otra cosa. Klonsky, ésta es una investigación a cargo de un gran jurado federal. Yo represento a la empresa y al señor Hartnell personalmente. Usted no desea identificar a los blancos de la investigación. Debo estar alerta ante los conflictos y al mismo tiempo he de cerciorarme de cumplir exactamente con la citación. Para ello me veo obligado a efectuar por lo menos un viaje a Chicago, o más. Si usted desea limitar sus requerimientos o decirme qué necesita primero, trataremos de satisfacerla. -Ella guardó silencio. Si restringía sus requerimientos, podía revelar qué le interesaba-. Si cree usted que soy poco razonable, haga una moción de obligatoriedad. Me alegrará explicar todo esto ante la juez Winchell.
La juez Winchell, ex fiscal, a la larga emitiría un veredicto favorable al gobierno. Pero ningún juez del tribunal federal fijaría plazos inflexibles para Sandy Stern ese mes. No era preciso mencionar aquí las circunstancias personales. Klonsky sabía cómo funcionaban las cosas.
– No más prórrogas -advirtió Klonsky. Le dio una fecha, el dos de mayo-. Le enviaré una carta.
– Muy bien -dijo Stern-. Estaré ansioso de reunirme con usted en cuanto haya examinado lo que presentemos.
– De acuerdo.
– Y, por cierto, acepto sus disculpas.
Klonsky, irritada, titubeó, pero decidió no decir lo que pensaba.
– De acuerdo -repitió, y colgó.
Stern no pudo disimular su satisfacción. Eso había salido bien.
Klonsky estaba tensa y malhumorada y él le había sacado ventaja.
Cuando terminara el mes, podrían pedir otra semana o dos, si lo creían necesario.
Dixon reía, feliz de ver al gobierno humillado. Le preguntó qué le había dicho la ayudante del fiscal.
– Muy poco. Excepto que no descartaría la posibilidad de que seas el blanco de la investigación.
Dixon chupó el puro. Por un instante perdió el buen humor, pero se encogió de hombros con gallardía.
– La has frenado -dijo.
Stern enumeró los otros asuntos que requerían atención. Se trasladaría a Chicago para examinar los documentos solicitados en cuanto los hubieran reunido.
– Entretanto, ya sabes cómo funcionan estas cosas, Dixon. No hables con nadie salvo conmigo. Actúa como si todos llevaran una grabadora. No me sorprendería que alguien la llevara de verdad.
Por primera vez en ese día, Dixon manifestó cierta incomodidad: cerró los labios y meneó la cabeza. Apagó el puro.
– Lamento que esto suceda ahora, Stern. Odio tener que ser yo quien te arrastre de nuevo a la oficina.
Stern levantó una mano.
– Sospecho que pasaré mucho tiempo aquí -dijo con tono heroico, pero la sensación de incertidumbre lo asaltó con nueva intensidad.
No tenía ni idea acerca del futuro inmediato ni de lo que le esperaba. Unas imágenes se habían insinuado: figuras de quietud y orden. Se enfrentaría a la oficina y a los clientes en un estado de tranquila senilidad.
Dixon, desde luego, tenía otras ideas en mente.
– Oh, ya tendrás otras distracciones. -Miró con estudiada lascivia el cigarro apagado. Stern se disgustó, pero sabía que Dixon simplemente era tan grosero como para decir lo que otros sólo pensaban. Aún con los ojos humedecidos por las lágrimas, hinchados por la pesadumbre, Stern notaba que ya lo miraban de otra manera. Un hombre solo. Ciertos datos eran elementales. En su estado de ánimo, Stern se negaba a pensar en ese tema. Además, sabía que sus circunstancias se salían de lo normal. ¿Qué mujer sensata anhelaría la compañía de un hombre con el cual otra mujer se había negado literalmente a seguir viviendo?-. Supongo que esto te costará una fortuna -añadió Dixon mientras cogía la chaqueta.
– Será caro -admitió Stern, sin poder reprimir una sonrisa.
Dixon era rico. Tenía una empresa que valía millones y todos los años se pagaba a sí mismo un sueldo de siete cifras, pero mantenía la típica frugalidad de un luchador. Se quejaba sin rodeos del excesivo coste de las tarifas legales. Pero años atrás, en el período en que aún intentaba conquistar a Stern después de casarse con Silvia, Dixon le había pedido que le cobrara como a cualquier cliente, y Stern nunca había olvidado ese ruego. Una armonía peculiar se había establecido entre ellos. Dixon pagaba por la tolerancia de Stern, y éste estaba dispuesto a que le compraran la tolerancia. Ambos se preguntaban quién sacaba mejor partido de la situación.
– Puedo dejar que abogados más jóvenes examinen algunos de los documentos -continuó Stern-, pero sabemos demasiado poco. Debo hacer casi todo esto en persona. Klonsky tendrá prioridad sobre otros asuntos.
– Por favor -dijo Dixon. Echó una nueva ojeada a la habitación. El peso de las circunstancias empezaba a agobiarlo. No estaba contento-. No quiero fastidiarlo todo con esto.
Stern pensó en su cuñado y sus muchos secretos. Recordó vívidamente la voz de Clara. Aunque sentía poco afecto por Dixon, nunca le había sorprendido esa alianza. Stern a menudo se quejaba de no conocer a Dixon ni entender sus reacciones. Ese hombre era escurridizo como el humo.
«Supongo -respondía Clara- que él opina lo mismo de ti.»
En la recepción imitación Chippendale de Barstow Zahn & Hanks, una gran firma legal, Stern esperaba con sus hijos a Cal Hopkinson, con quien había concertado una cita para conocer los detalles del testamento de Clara. Stern abordaba este episodio con las mismas emociones opuestas que siempre le había suscitado la riqueza de Clara, pero ahora prevalecían las fuertes sensaciones -dolor, afecto, consuelo- que despertaba la cercanía de sus hijos.
Marta se iría al día siguiente. Se había quedado una semana después del funeral. El trabajo andaba lento, decía, y Kate y ella habían planeado examinar las cosas de Clara. En cambio, Marta había pasado horas a solas, observando soñadoramente su cuarto, caminando por la casa como si fuera un lugar nuevo. Ya había mencionado que pronto tendría que regresar para concluir esa tarea.
Con la partida de Marta -la hija que más lo apreciaba o, mejor dicho, que menos le temía-. Stern se quedaría solo. Sus hijos le habían ofrecido todo el consuelo que podían brindarle durante las últimas semanas, pero ahora los alejaba el tumulto de sus propias vidas, así como el desconcierto de tener que enfrentarse con ellos mismos. Con todos sus hijos, Clara había sido la mediadora; ellos tenían menos experiencia directa con él. Oh, él los quería. Entrañablemente. Pero a su manera compulsiva y ordenada, en su lugar. Por tarde que regresara de la oficina, en una rutina fija como una plegaria, escuchaba a Clara todas las noches para saber cómo andaban sus hijos, sus problemas y triunfos, el desarrollo de sus pequeñas vidas. En ese momento había pensado que de algún modo llegarían a comprender que parte del interés de la madre era también el del padre. Cuando llegaron a la adolescencia, notó con turbación y enfado que todos adoptaban actitudes que lo acusaban en silencio de ser distante. Los lazos de afecto los unían con la madre. Como en la ley antigua, los beneficios eran sólo para los que estaban en contacto directo e íntimo.
Al fin llegó Cal. Estrechó la mano de todos, preciso como un relojero, y se disculpó por la espera. Cal era un sujeto poco notable: sereno, agradable, una especie de camarero. Lo más remarcable de él era un rasgo físico: detrás de la oreja izquierda, a poca distancia del pelo, había una depresión redonda y oscura que parecía adentrarse en el cráneo, como si alguien hubiera hundido el dedo en una bola de masa. La marca parecía un agujero de bala, y eso era en efecto, una herida de la guerra de Corea, una maravilla médica. La bala lo había atravesado produciendo lesiones sólo en la parte externa del cráneo. Una vez vista, no quedaba inadvertida. Stern pasaba sus reuniones con Cal esperando que él mirara hacia otro lado para poder contemplarla a sus anchas.
Cal condujo a la familia hacia una sala con frisos de madera. Stern fue el último en entrar y Cal lo detuvo en la puerta.
– Antes de empezar, Sandy, hay, como te dije por teléfono el mes pasado, un par de preguntas que deseo hacerte sobre las propiedades de Clara, ciertas peculiaridades que supongo tú conoces.
– ¿Yo?
Por años, sólo había hablado acerca de las finanzas de Clara en las escasas ocasiones en que ella sacaba el tema, y por lo general él la remitía a sus banqueros o abogados.
Los interrumpió la llegada de la socia de Cal, una joven con gafas y cabello castaño y lacio llamada Van Zandt. Marta asomó la cabeza para ver por qué se retrasaban, y a sugerencia de Stern todos entraron en la sala, donde se sentaron alrededor de la larga mesa de castaño. Pequeños grabados de plata, preciosas caricaturas de diversas escenas legales, adornaban las paredes. También estaba la habitual vista majestuosa de la ciudad: las firmas de abogados y las grandes empresas ocupaban el mejor espacio. Años antes, Harry Fage había intentado persuadir a Stern de que se instalara en esa moderna Versalles, pero Stern se había negado.
– Creo -dijo Cal- que empezaré por el principio y os contaré todo acerca de las propiedades de Clara.
Stern asintió. Marta lo imitó. Todos convinieron en que era lo más adecuado. Van Zandt entregó a Cal un documento -sin duda un memorándum que sintetizaba el testamento- y éste empezó con solemnidad. Como todos los planes de propiedad un poco complicados, el de Clara se había redactado teniendo en cuenta las leyes de impuestos. Como consecuencia de la previsión del padre de Clara, décadas atrás, y el posterior buen asesoramiento, Clara había podido disponer de una fortuna importante sin pagar un céntimo en impuestos federales a la propiedad. Cal reveló este dato con una rutilante sonrisa de triunfo.
La mayor parte de la fortuna de Clara nunca se había transferido directamente. Las herencias procedentes del padre, la madre y una tía soltera habían ido a parar a diversos fondos fiduciarios que Henry Mittler había creado en el River National Bank; estos fondos durarían durante generaciones, generando ingresos y preservando el capital, en el mejor estilo antiguo de ganar dinero. Cuando era joven, Stern creía que Henry hacía estos complicados planes porque temía que su yerno fuera un cazador de dotes. Ahora comprendía que la fe de Henry era más simple: toda confidencia, por limitada que fuera, era vulnerable al abuso. Este flagrante cinismo había hecho de Henry un abogado formidable, aunque las mismas cualidades de carácter también habían contribuido al descontento de la hija hacia su padre. Clara había librado feroces luchas internas a causa del padre, un hombre sagaz, dominante, terco. Ahora Clara yacía en el pequeño cementerio de la sinagoga, frente al gran monumento que Henry Mittler había erigido para sí mismo y la madre de Clara, Pauline, gracias al mismo testamento que había creado los fondos fiduciarios. La tierra los reclamaba a todos, con sus pasiones, mientras las cuentas bancarias sobrevivían. Stern, que sabía apreciar el dinero, no dejaba de lamentar estos tristes hechos.
– Según nuestras notas -prosiguió Cal-, cuando revisamos el plan de propiedad después de los últimos cambios en los impuestos, los fondos fiduciarios estaban valorados en poco más de siete millones de dólares. La propiedad de Clara -dijo, aludiendo a los intereses arrojados durante años por los fondos, los cuales, casi intactos, habían sido invertidos por el banco en nombre de ella- rondaba los dos millones. Desde luego, hubo cambios con la crisis del mercado de valores y otros acontecimientos financieros, pero ahora tenéis un cuadro general.
Cal se había tomado su tiempo para llegar a este punto y se notaba que disfrutaba del efecto que las cifras ejercían sobre quienes lo escuchaban. Kate abrió los ojos y Peter soltó un silbido. Era todo un logro, pensó Stern, haber conseguido que los hijos no se enteraran de ello. Él no estaba asombrado por las cifras, pues las estimaciones que hacía periódicamente sobre esos dólares que rara vez se había dignado tocar eran bastante acertadas.
El testamento de Clara era simple. Stern era el albacea. Los derechos a los intereses del fondo fiduciario pasaban a los hijos en porciones divididas a partes iguales, «cada parte similar a la otra», como dijo Cal. De la fortuna de Clara, buena parte iba a parar a los hijos y a obras de caridad, el resto quedaba en un fondo fiduciario para que Stern lo usara como considerara conveniente.
Tras leer el testamento, Cal se concentró en los detalles. Al describir las estipulaciones, usó la tercera persona -«cónyuge Alejandro», «hijos Peter, Marta y Kate»- y no se molestó en traducir muchos términos técnicos. No obstante, al fin se realizaron los inevitables cálculos y Kate rompió a llorar. Los hijos podían repartirse una renta anual de medio millón de dólares. A ello se añadía un legado en efectivo de doscientos mil dólares para cada uno, por no mencionar la perspectiva de otra sustancial cantidad cuando Stern abandonara el escenario. Stern pensó que si lograba sacar a Dixon del atolladero, éste tal vez sería un buen asesor financiero para sus sobrinos. En cuanto a sí mismo, no sentía remordimientos por aceptar el obsequio de su esposa, quizá porque su propia fortuna había crecido hasta el punto en que ya no lo necesitaba o porque, después de todo esto, creía merecerlo. Según la rápida estimación de Stern, la propiedad que se le confiaba -lo que quedaría de los valores y bonos de Clara en el banco- ascendía a un millón de dólares.
Mientras leía las estipulaciones, Cal se volvió hacia Stern.
– Clara especificó que tú fueras beneficiario de por vida, al margen de cualquier nuevo matrimonio.
– Entiendo -dijo Stern.
Cal sonrió, satisfecho ante esta exhaustiva administración del futuro, pero los hijos quedaron abrumados por la previsión de la madre. Una vibración de incomodidad recorrió la sala. Ninguno de ellos había hablado del tema con Stern. Sin duda lo habían pensado, todos habían pensado en ello. Incluso Clara. Pero resultaba desconcertante para todos -incluso para Stern- saber que Clara había resuelto formalmente todas las objeciones.
Cal continuaba, pero Stern interrumpió.
– ¿Este fondo fiduciario, Cal, es lo que te preocupaba? -Quizá Cal deseaba hablarle a solas porque había un conflicto entre el deseo de Clara de legarle sus bienes y las restricciones que Henry Mittler había impuesto décadas atrás.
– No estoy preocupado, Sandy. Tengo una pregunta.
– ¿Es sobre este fondo a mi nombre?
– Más o menos. Espera un momento.
Cal alzó la mano; era demasiado meticuloso para no respetar el orden. Estaba hablando de las donaciones caritativas de Clara y volvió sobre ese tema.
Kate no pudo contener el llanto. Van Zandt, siempre preparada, había traído una caja de pañuelos de papel y le ofreció uno a Kate mientras Cal continuaba con los detalles que tanto le gustaban.
– Clara también deja un legado de quinientos mil dólares para la Sinagoga de la Congregación Reformista y pidió que la mitad se utilizara para respaldar el Programa de Artes.
Los hijos escucharon esto, todavía deslumbrados por el caudal de esa fuente de dinero, pero Stern -que de lo contrario habría recibido esos fondos- consideró que la donación de Clara era típica y loable. Para Stern, la idea de sí mismo como judío era un punto de referencia absoluto y fijo, el norte de su brújula personal, que le permitía medir todos los demás problemas de identidad. Clara y él compartían cierta creencia en la importancia de la educación religiosa de los hijos y la observancia de las fechas sagradas. Pero la religión de Clara era mucho más institucional. Para Clara, la sinagoga que sus abuelos maternos habían contribuido a fundar era un ancla importante, y contra toda razón sentía devoción por el rabino, un artero oportunista, y por sus muchos proyectos comunitarios. A instancias del rabino Weigel, Clara había enseñado cultura musical como voluntaria durante tres o cuatro años en el Programa de Artes, un proyecto de varias confesiones religiosas para mejorar la enseñanza de las escuelas más pobres de Du Sable. Clara admiraba la cultura y la urbanidad de los ricos, pero no sus aires de superioridad. Siempre había sido una persona escrupulosa.
– Creo que eso es todo -concluyó Cal.
Dejó el testamento y miró a los presentes como si esperara una ovación.
– El problema… -intervino Stern, aludiendo una vez más al fondo fiduciario que Clara le había dejado.
Cal parecía haberse olvidado.
– Oh -dijo Cal-. Como te decía, tan sólo una pregunta, Sandy. Nos hemos preguntado qué ocurrió con eso.
– ¿Eso?
– El dinero. Entiendes. -Cal se inclinó hacia adelante-. ¿Verdad?
– Tenía entendido, Cal, por las cifras que has citado, que había otro millón en la sucesión.
Lamentó las palabras en cuanto las pronunció, sobre todo la precisión del cálculo.
– Bien, no tanto -dijo Cal, minucioso-. Las posesiones de Clara no han sido inmunes a la crisis financiera. Pero me refiero a los ochocientos cincuenta mil dólares que desaparecieron de la cuenta de inversiones.
Por un instante nadie dijo nada.
– ¿Desaparecieron? -preguntó al fin Stern.
– Se extrajeron -apuntó Cal.
Los dos hombres se estudiaron.
– ¿Nos estás diciendo que hubo un desfalco?
– ¡Cielos, no! -Cal se volvió a Van Zandt, como buscando ayuda-. Tenemos informes detallados del banco acerca de los fondos fiduciarios y la cuenta de inversiones. Cuando oímos la noticia, lo examinamos, por supuesto, y vi que esta suma se había extraído el mes pasado. Di por sentado, Sandy… estaba seguro de que ella habría hablado contigo. -Cal hizo una pausa-. La llamé.
Stern comprendió.
– ¿Crees que Clara se gastó ese dinero?
– Claro. Pensé que habría hecho alguna inversión por su cuenta, una casa de verano…
Cal agitó la mano.
– ¿Qué pudo hacer con esos ochocientos cincuenta mil dólares? -intervino Marta-. Es extraño.
Stern estaba de acuerdo y quiso sumar su voz a la de Marta, pero el instinto lo salvó. Era un terreno resbaladizo. Él no era quién para predecir qué era posible o imposible con Clara en esos últimos días. Tal vez estaba financiando a una secta hippie. O comprando drogas.
– Cal, no entiendo cómo sucedió esto.
– Supongo que Clara fue al banco, canceló la mayor parte de sus inversiones y se llevó el dinero. Era suyo, a fin de cuentas.
– ¿Lo has confirmado con el banco?
– Sandy, primero quería hablar contigo. Por eso te llamé. -Cal se sentía muy incómodo. Los abogados testamentarios trataban con un mundo de intenciones fijas. No estaban preparados para las sorpresas. A todas luces, temía que la familia lo culpara y ya había descendido a las sudorosas honduras de la justificación profesional-. Pensé que estarías al corriente. No se me ocurrió que… -Cal se interrumpió, como si comprendiera que sólo causaba daño al enfatizar de nuevo que le asombraba que Clara hubiera actuado sin consultar al esposo. La repentina y atípica sensibilidad de Cal angustió a Stern. Se sentía aturdido. Era una reacción pueril, codiciosa como la de un niño, pero no podía evitar el pensamiento. Ella había legado algo a los hijos, había engordado al rabino y su proyecto favorito. Sólo él, en los últimos días de Clara, había quedado excluido. La vergüenza y la angustia, la misma mezcla venenosa, surgieron una vez más.
Cal seguía hablando.
– Ahora que me dices que no tienes ni idea de qué es esto, llamaré de inmediato a Jack Wagoner, del banco. Investigaremos. El tribunal de testamentarios lo requerirá.
Estas promesas no parecían consolar al propio Cal, quien estaba preocupado y cabizbajo, relamiéndose los labios. Lo contaba como si el dinero hubiera huido por su cuenta.
– ¿Cuándo se hizo esa transacción? -preguntó Marta- ¿En qué fecha del mes?
Cal se volvió hacia Van Zandt, quien tenía el dato: cinco días antes de la muerte de Clara. Van Zandt le entregó el papel a Marta, quien se lo tendió al padre. Stern lo empujó a un lado. Volvía a pensar en un desfalco, algún tipo de fraude, pero era improbable. Más aún, era absurdo.
Alzó los ojos cuando Kate rompió a llorar de nuevo. Tenía veintiséis años, pero parecía una niña con la cara hinchada por las lágrimas y el maquillaje corrido. Se apoyó en el brazo de Peter, quien había guardado silencio, aún deprimido por el recuerdo de la madre. El acongojado Stern se enfadó ante la actitud solícita de Peter. ¿Por qué las mujeres de la familia siempre acudían a él? Admitían que era huraño, pero todas parecían adorar su silenciosa hosquedad. Estaba disponible. Era de fiar, era alguien con quien se podía contar. Peter había erosionado la posición del padre de la manera más insidiosa: superándolo, siendo lo que por desgracia Stern no era. Esta repentina y penetrante visión de los extraños mecanismos de su familia no contribuyó a detener la creciente marea de dolor.
Estrechó la mano de Cal y Van Zandt. Sus hijos también se levantaron, sin saber adónde dirigirse. Stern comprendió de pronto que él era el centro de la atención. Todos lo miraban -sus hijos, los abogados- buscando señales. Qué hacer, cómo reaccionar. Pero no podía ofrecer muchos indicios. En esa elegante sala, su alma volvía a desmoronarse. Suicidio. Dinero. Enfermedad. Clara había dejado todo un caos.
Se sintió acosado por un recuerdo de su mujer tal como la había visto un día cuando iba a enseñar en el Programa de Artes. Stern y los hijos habían manifestado preocupación por su seguridad, pero dos mañanas a la semana Clara conducía su Seville hasta los barrios pobres de la ciudad. Al pasar para cambiar el coche, ya que debía llevar el de Clara al taller, Stern la había visto avanzando con seguridad hacia la puerta de la escuela: una dama madura y resuelta con aire noble, pelo rojizo, pecho generoso. No llevaba bolso. Tenía las manos en los bolsillos de la sencilla chaqueta y erguía la cabeza, ignorando algunas miradas hostiles. En esa fracción de segundo, Stern reconoció un aspecto esencial: no que ella fuera temeraria, sino que le había visto a menudo esa expresión, y que para Clara todo viaje fuera de la casa al parecer requería el mismo esfuerzo para dominar su ansiedad. Vencía a sus demonios interiores persuadiéndose de que eran ficticios. De algún modo al final habían cobrado vida, acuciándola y devorándola. Clara Stern, una mujer taciturna, elegante y digna, había caído en el lodazal del mundo, que la había devorado, como una de esas criaturas prehistóricas cuyos huesos aparecían en los pozos de alquitrán. Stern sabía que tarde o temprano él llegaría al núcleo del asunto para soportar las mismas pesadillas a las que ella se había enfrentado.
Llegaron a la calle. Kate, que por un instante se había dominado, rompió a llorar de nuevo.
¿Cómo se abandona una vida? De noche Stern caminaba por la enorme casa, buscando respuestas. En los armarios aún colgaban muchas prendas de Clara Stern. Abría las puertas de par en par y las miraba como si fueran reliquias. Kate y Marta habían vaciado muchas perchas, que ahora parecían esqueletos de pájaros.
Cuando Marta se fue, Stern se mudó al cuarto de ella. Su dormitorio parecía caótico, arrasado; aquí sentía mayor serenidad. Cuando entró en el dormitorio principal para recoger un par de cosas, el silencio le resultó abrumador. Pocos días de desuso habían bastado para cubrirlo con una quietud polvorienta, amortajada. Era como si examinara una fotografía: un fragmento recortado de un pasado inalcanzable, inanimado pero preservado. Cogió sus calcetines y sus ballenas para el cuello y salió deprisa.
Los vecinos y la familia de la sinagoga le demostraban una amabilidad ceremonial. El cónyuge de la suicida era una ruina demasiado inquietante para sentar a la mesa. ¿Cómo explicarlo a los niños? Pero las mujeres le traían guisos y platos con pollo para que comiera a solas. El congelador estaba atestado. La mayoría de las noches ponía algo en el microondas, abría una botella de vino, comía y bebía, vagaba por la casa.
En la nevera había una nota recordándole que debía telefonear a Nate Cawley. Lo intentó varias veces, esperando desentrañar el misterio de la factura médica de Clara, pero Nate, ocupado después de su semana en el congreso médico de Canadá, no había respondido. Stern, ablandado por el vino, atendía llamadas -amigos, o Marta o Kate- y luego reanudada sus movimientos. Se sentaba en sillas que no había ocupado durante años. Iba de cuarto en cuarto, examinando los muebles y los cuadros. Aquella diminuta ave de porcelana… ¿de dónde había salido?
A veces lo invitaban a salir, por lo general en grupo y en compañía de otros abogados; se trataba de una especie de atención convencional que reflejaba más su prestigio profesional que lazos de afecto. Era la clase de relación social que los Stern siempre habían despreciado. La callada y firme Clara no estaba interesada en gente u ocasiones insustanciales. Ahora que tenía libertad para ir solo, no podía adaptarse a las hipocresías que exigían esas reuniones, veladas de divagaciones en que todos lo mirarían con tácitas preguntas sobre su esposa.
Las únicas salidas que le agradaban eran las que compartía con los hijos. En las dos primeras semanas después del fallecimiento de Clara, fue dos veces a cenar a casa de Kate, y ella y John se reunieron una vez con él en la ciudad. Sin embargo, dada la extensión del condado de Kindle, vivían a casi una hora de distancia, en los días laborales el viaje resultaba agotador, sobre todo para Kate, fatigada por las primeras etapas del embarazo. Stern notaba que incluso ella tenía que esforzarse para atenderlo; Kate, siempre afectuosa, ahora parecía asustada de tratar con un padre solo.
Peter, actuando sin duda a instancias de las hermanas, también llamó, y Stern sugirió que salieran a cenar una noche. «Algo rápido», dijo Peter, aceptando. Se encontraron en un bar del centro, pero la ausencia de Clara era un peso enorme y abrumador. A Clara le había dolido la distancia que reinaba entre ambos y los dos habían tratado de superarla por consideración hacia ella. Ahora de repente quedaba de manifiesto que el lazo no había sobrevivido a la muerte de Clara, ambos seguían desempeñando papeles en una obra que había concluido. Al cabo de unos minutos de incomodidad, guardaron absoluto silencio entre los ruidos y voces del restaurante.
Así que por norma general estaba solo. Una noche hubo una interrupción inesperada. Llamó una mujer del vecindario que afirmó ser amiga de Clara. A continuación comentó los repetidos fracasos de su esposo en la alcoba -el hombre tenía muchos problemas- y terminó la conversación diciendo, simplemente, «llámame». Stern no lo hizo, desde luego, pero el episodio provocó una tormenta de sentimientos contradictorios. Como todos, había oído anécdotas acerca de mujeres insatisfechas que abordaban a los viudos con particular audacia pero, dadas las circunstancias de la muerte de Clara, estaba seguro de que eso no le pasaría a él. Oh, tal vez había recibido un par de tarjetas, algunas llamadas de pésame de viudas y divorciadas. Pero de pronto algo quedaba claro. La gente estaba sola y las mujeres estaban tan solas como él. Pero ¿quién sabía algo sobre las mujeres? Él no, desde luego. ¿Y para qué? Pensar en ello agravaba su estado. Lo desconcertaba y lo impulsaba a encerrarse más en sí mismo.
Fueran cuales fuesen las distracciones, esas veladas siempre lo sorprendían vagando. Bebía vino, se decía que trabajaría y andaba por la casa. En cuanto inició esta rutina, comprendió que no trabajar era la principal ocupación del día. Sufría mucho -extraviado entre tiernos recuerdos y muchos arrepentimientos- y sin embargo buscaba esos momentos con ansiedad, evocando esos años.
Su recuerdo del pasado era un millón de páginas leídas bajo una luz incandescente y puertas que se abrían cuando él llegaba con pesados maletines a cien tribunales diferentes. En las décadas que recordaba, siempre era de noche o la mañana del juicio y sus emociones eran una intensa mezcla de concentrada determinación y angustia contenida. Meditaba mientras estaba en casa, sus hijos hablaban sin recibir respuesta mientras él estudiaba tácticas, un recurso cauteloso para un interrogatorio, y tendía una mano tierna para callarlos mientras pensaba en otra cosa. Había llegado lejos. Estaba en la oficina, con sus puros, sus libros, su teléfono y sus clientes desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche. Luego llegaba a una casa silenciosa. Los niños dormían. Clara esperaba leyendo un libro en el salón silencioso, y el aroma de la cena impregnaba la casa: una imagen de orden, eficacia, suficiencia.
¿Lo había convencido esa pose? ¿Durante cuántos años se había consolado con la idea de que no discutían, de que ella rara vez lo criticaba como otras esposas? A Clara le habría parecido una vulgaridad. Desde luego, él la trataba con amabilidad. Rara vez ignoraba sus deseos. Pero, por otra parte, había sabido elegir, pues ella rara vez hablaba en su propio nombre. Claro que habían tenido fricciones. ¿Quién no las tenía? El período en que los hijos se habían ido a la universidad había turbado profundamente a Clara. Cuando Kate se fue, hubo ocasiones en que Stern la encontró llorando en la oscuridad. Allí estaba, cada día, esa callada insinuación, palpitando como una magulladura: a Clara no le gustaba su vida. Él intentó calmarla y ella lo dijo abiertamente agobiada por quejas que había silenciado durante años. Pero siguieron adelante y Clara al fin recobró la compostura, la tensa sonrisa, la voluntad. Era como un pastor sueco, que sufría el tormento existencial en el silencio y la penumbra.
Stern nunca había bebido mucho y el vino lo adormilaba en esas noches de vagabundeo. De pronto despertaba en una silla, la boca reseca, las luces encendidas.
Una noche, un vívido sueño lo despertó. Se estaba bañando en Punta del Lobo, en el río Kindle. De pronto las aguas se arremolinaban y él pateaba y forcejeaba arrastrado por la blanca espuma. En la costa, entre los árboles, su madre, su padre y su hermano mayor, vestidos con gruesas y oscuras prendas de lana, miraban inmóviles como estatuas. Aunque se alejaba, alcanzó a ver a Clara y los niños a través de las ramas desnudas. Estaban en un aula. Los niños permanecían sentados ante pupitres mientras Clara impartía sus enseñanzas con el dedo alzado. Aunque él gritaba mientras agitaba las piernas en las aguas caudalosas, no repararon en Stern, que luchaba contra la corriente y se alejaba cada vez más.
Fiona Cawley, la vecina de al lado, lo saludó. Tenía un vaso en la mano.
– ¡Sandy! -exclamó.
A la primera palabra Stern supo que estaba borracha. Fiona abrió la puerta y alzó los brazos a la luz de las lámparas del salón. Nate, el esposo de Fiona, también bebía más de la cuenta. Tal vez eso los mantenía unidos. Stern tuvo una repentina y turbadora comprensión de las motivaciones de Fiona. Desatada por el alcohol era más atractiva, y su postura resultaba incitante. Sin duda saboreaba su libertad. Vestía un traje de punto que le realzaba la silueta. El peinado y el maquillaje eran impecables, y tenía joyas para su velada hogareña, un largo colgante de diamantes entre las clavículas. Fiona se pasaba el día cuidando su apariencia. Parecía encantada de ver a Stern. Ahuyentó al perro y cogió la mano de Stern para arrastrarlo a la casa, asegurándole que no interrumpía la cena.
– ¿Cómo estás, Sandy? -Fiona le tocó la cara, un gesto ebrio y excesivo-. Pensamos mucho en ti.
Él ya había adoptado ciertos ademanes para responder. Siempre había sido hábil para eso, muecas que sugerían sentimientos complejos. Ahora fruncía más la cara, aludiendo al dolor.
– Estoy tan bien como cabe esperar, Fiona. ¿Está Nate? Quería hablar con él.
Stern había resuelto que una visita personal llamaría la atención de Nate. Después de hablar con Cal, había decidido ser más directo en su intento de desentrañar los enigmas de Clara.
– ¿No te llamó? Le di el mensaje veinte veces. Bien, esta noche ha salido, Sandy, pero quédate un momento. Bebe una copa conmigo. Hay una cosa que quería preguntarte. Me alegra que estés aquí.
Sin esperar respuesta, llevó el perro a la cocina. Fiona era una de esas personas que siempre conseguía lo que quería. No le había dado oportunidad para inventar una excusa.
Durante diecinueve años, los Stern habían vivido junto a los Cawley. Habían sido testigos de tres expansiones en la moderna casa de los Cawley, que ahora tenía un piso alto que parecía fuera de lugar, como un bombín pequeño en un hombre de cabeza grande. Habían presenciado el crecimiento de los hijos de los Cawley, que ahora estaban en la universidad. Habían disfrutado de conversaciones de fin de semana frente a la cerca y de algunos tragos o barbacoas: dos décadas de mantener correspondencia y cambiar herramientas, pero los Cawley, como pareja, recibían un trato reservado, como tantos otros. Años antes, al jubilarse el obstetra que había traído al mundo a los hijos de los Stern, Clara había empezado a visitar a Nate como ginecólogo y médico de cabecera. En una emergencia -una caída, una infección- él era el asesor médico extraoficial de toda la familia. Esta relación profesional resultaba cómoda para los Stern, pues brindaba un medio diplomático para disfrutar de Nate sin Fiona. Como médico, era informado, tranquilo y afable; en casa, su esposa lo abrumaba. Fiona, más joven, sin duda había sido una belleza y aún era una mujer atractiva y esbelta, con ojos claros y llamativos que eran casi amarillos. Pero resultaba bastante insoportable: nerviosa, histérica, crispada. Fiona albergaba todo un invernáculo de competencias internas y rencores visibles. Era mejor evitarla.
– ¿Un trago? -preguntó Fiona.
Stern se sentó en un diván tapizado con tela estampada. El salón de los Cawley estaba decorado en estilo irlandés moderno, una versión más estilizada del colonial americano. Las habitaciones estaban atestadas de mesas y cómodas oscuras y la mayoría de los muebles se hallaban cubiertos con manteles de encaje. Fiona estaba en un pequeño cuarto contiguo donde había instalado un carrito con bebidas. Bebía con elegancia; los licores estaban en botellas de cristal tallado y una gran cubitera de plata oficiaba de centro de mesa.
– Un jerez seco, si tienes, Fiona. Con un cubito. Esta noche tengo que trabajar.
– ¿Trabajar? Sandy, date un respiro.
Éste era un comentario frecuente. No iba acompañado, por supuesto, por ninguna sugerencia. ¿Baile? ¿Clubes nocturnos? Debía de haber perdido el tren en alguna parte. ¿Cuál era la etiqueta del luto? ¿Desdeñar el trabajo útil y mirar televisión? Stern se estaba hartando de esos convencionales esfuerzos para organizarle los sentimientos.
Cuando ella le alargó la copa, Stern le preguntó si estaba bien.
– ¿Yo? De perillas -dijo Fiona, mirando su vaso. Stern recordó que años atrás había resuelto no hacer tales preguntas a Fiona. El perro gruñía en la cocina. Arañaba las baldosas- ¿Qué querías de Nate?
– Hacerle un par de preguntas acerca de Clara. Sólo me llevará un momento. Quería saber si ella se estaba tratando alguna enfermedad.
– Había algo -respondió Fiona, gesticulando ampulosamente con el vaso.
– ¿De verdad?
– Él pasaba por tu casa de mañana. Ella necesitaba medicación o algo así.
Fiona agitó la mano libre, sugiriendo que Nate no le había dado muchos detalles.
– Ajá.
Tal como sospechaba. Stern, reconfortado al saber que estaba en lo cierto, se levantó.
– Oh, no puedes irte todavía. ¿Recuerdas que quería preguntarte una cosa?
– Tienes razón -dijo Stern.
Lo había olvidado por completo.
Ella entró en otro cuarto y regresó con un paquete pequeño.
– Sandy, tal vez aún no estés preparado para esto, pero cuando lo estés, déjame presentarte a Phoebe Brower. Es encantadora y ambos tenéis cosas en común. Su esposo, ya sabes… -Fiona agitó la mano e hizo una mueca-. Píldoras para dormir.
Stern no pudo evitar un rezongo. Si Fiona no hubiera estado borracha, o si no hubiera sido Fiona, tal vez se habría ofendido. Tal vez pensaba que él quería fundar un club. Esposos Inaguantables Anónimos. Reconoció el papel del estudio fotográfico en el paquete que traía Fiona. ¿Fotos, también? Tendría que poner un letrero en su casa. Fuera de servicio. Naufragado. Inservible.
– Como has dicho, Fiona, es demasiado pronto.
Ella se encogió de hombros.
– Pensé que la mayoría de los hombres deseaban eso. Volver a estar libres.
Hasta ahora iban bastante bien, pero Fiona se estaba descarriando. Stern se palmeó los muslos, dando a entender que debía irse.
– Bien, quizá tengas razón. Las mujeres conocen mejor a los hombres.
– No me des la razón, Sandy. Siempre te comportas así con los demás. Tengo razones para preguntártelo.
Era autoritaria, sin duda. Stern guardó silencio mientras Fiona, al fin, recobraba la compostura.
– Sandy, quiero que mires esto. Debo hacerte una pregunta.
Le dio el paquete.
– ¿Qué es, Fiona?
Ella meneó la cabeza y le pidió que mirara. No quería dar explicaciones. Stern sintió abrumadoramente la ausencia de Clara. Esta escena nunca habría ocurrido semanas atrás. Fiona, aun borracha, no se habría tomado la libertad de retenerlo.
Cuando abrió el paquete, encontró una casete de vídeo.
– Sólo te pido que lo mires.
Ella señaló un cuarto contiguo. Stern desistió de oponer resistencia. Con Fiona era inútil.
Encontró el aparato de vídeo y pulsó los botones; era diestro con las máquinas. Unas figuras vibraron en la pantalla en medio de una secuencia. La imagen era de mala calidad, casera. El color de la piel era demasiado rosado. Pero mostraba bastante. Los primeros cuadros presentaban a una mujer joven que de pronto salía de foco, desnuda como había llegado al mundo. Era esbelta y de pechos pequeños. Estaba sentada en una cama y sonreía a la cámara con aire inofensivo. Stern se preguntó qué significaría esa mujer desnuda para Fiona, pero pronto reconoció la voz de Nate en la banda sonora: las palabras sonaban ininteligibles, pero Stern, bebiendo un sorbo de jerez, no tuvo deseos de elevar el volumen. Comprendía lo suficiente: Nate era el cámara.
Extrañamente su primera reacción fue de pena por su vecino. ¿Cómo se había hecho esto a sí mismo? No había nada particularmente obsceno en las poses de la muchacha. En un momento cruzó las piernas y mostró zapatos negros de tacón alto. Cuando Nate acercó la cámara, el triángulo de vello púbico fue más visible, partido por los brillantes labios rosados de la vulva. Había algo casi inocente en las imágenes. Sereno. Nate y la joven se conocían bien. Ella sonreía como si estuviera en una playa.
Cuando Stern acercaba un dedo al botón de detención, la imagen vibró; la pantalla se ennegreció, trazó rayas y se llenó otra vez de imágenes. El confuso Stern tardó un instante en comprender. Nate había vuelto la cámara sobre sí mismo. Aun desenfocado, el pene blanco y tieso resultaba reconocible; las perspectivas eran difíciles de discernir, pero Nate parecía ser un hombre de proporciones generosas. La imagen saltó de nuevo y se concentró finalmente en lo que Nate sin duda había querido grabar. Las distancias eran demasiado cortas para el alcance focal de la cámara y ante todo se veía el pelo de la joven, borroso como una estera de cuarto de baño. Pero sin duda cerraba los labios rojizos sobre el extremo del miembro de Nate. «Esto es grandioso -decía Nate en la cinta-. Grandioso.» Stern alcanzó a entender eso. La felación de Nate quedaba preservada para siempre en la cinta.
– Entiendo -dijo Stern, al tiempo que paraba el vídeo.
Fiona había permanecido junto al carrito de bebidas, de espaldas a la pantalla.
– Bastante desagradable, ¿no crees? El hijo de perra me dijo que de noche iba a Alcohólicos Anónimos. ¿Qué te parece?
– Fiona… -dijo Stern, sin saber cómo continuar.
– Esto es lo que quiero saber, Sandy. -Fiona le puso más cubitos en el vaso; aún no se había vuelto hacia Stern-. Si inicio los trámites de divorcio, ¿puedo usar eso en un tribunal?
Stern retrocedió de inmediato. No quería quedar atrapado en una pelea entre vecinos. Le explicó que su práctica no incluía casos matrimoniales. Los diversos tribunales seguían distintos procedimientos.
Ella lo interrumpió con brusquedad.
– No me vengas con chorradas, Sandy. ¿Sí o no? ¿Qué opinas? Aún no estoy preparada para recurrir a un abogado. Sólo quiero saber cuál es mi situación.
De pronto Stern notó que estaba tenso. La cinta lo había contrariado. Le molestaba más de lo esperado saber que el matrimonio Cawley, otra parte de su vida, se estaba desmoronando. Sin embargo, al fin respondió.
– Es posible que se acepte como prueba.
En realidad no cabía duda. Cualquier abogado sensato hallaría muchas formas de usar esa cinta.
– Bien, ese día el pequeño bastardo lo lamentará, ¿verdad? Durante años le dije a Nate que no puede costear un divorcio. Ahora verá qué significa eso. -Fiona erguía la barbilla en un gesto desafiante. Era difícil no tener miedo de su obvio regodeo en el dolor que se proponía infligir-. ¿Sabes dónde estaba la primera vez que vi eso, Sandy? En la tienda. Nate me pidió que llevara la cámara para hacerla reparar. El dependiente me mostró la cinta que había adentro y me preguntó qué era. Lo proyectó con la cámara (¿sabes cómo hacerlo?) y me miró con aire extraño. Un chico de veinte años. ¿Y sabes qué hice? No lo creerás. Fingí, Sandy. No se me ocurrió otra cosa. Fingí que eran imágenes mías.
Rompió a llorar, desde luego. Stern se sorprendía de que hubiera aguantado tanto. Tuvo la sensación de que Fiona tenía razón. La joven se le parecía bastante. La misma esbeltez, los mismos pómulos altos. ¿Un rayo de esperanza, o una señal nefasta? ¿O sólo un nuevo indicio de que algunas personas siempre cometían el mismo error? Desde luego, ya no le extrañaba que Nate no lo hubiera llamado.
– Fiona, estás alterada.
– ¡Claro que estoy alterada! -gritó ella-. No seas paternalista, demonios.
Él se le había acercado para serenarla, pero decidió quedarse donde estaba.
– Nate no sabe que he visto la cinta. No soportaría tener que aguantar sus explicaciones. -Miró ferozmente a Stern-. Y tú no digas nada. Aún no he decidido qué voy a hacer.
– No, no, claro que no -respondió Stern, aunque costaba creer que Nate, que a fin de cuentas le había dado la cámara, fuera inocente en todos los aspectos. Pero Fiona no comprendía los enfoques complejos de la intención humana. Tenía una visión estrecha, un alcance limitado: sus emociones sólo oscilaban entre la vaga hostilidad y la cólera absoluta. Ahora estaba flagelándose y en consecuencia podía causarse grandes daños, como lo había hecho al pedir a Stern que mirara esa cinta, creyendo que avergonzaría a Nate ante los vecinos respetables y descubriendo, en cambio, que no soportaba la humillación. Tal vez era mejor que eludiera el enfrentamiento con el marido. Bromeando, Clara y él se habían prometido con los años que nunca se confesarían sus infidelidades. Una broma, pero con su agudeza. Resultaba difícil imaginar una explicación amorosa para estos asuntos. En cualquier caso, él había tenido la suerte de vivir su matrimonio sin infidelidades, no de las carnales, al menos.
Stern trató de mostrarse solícito. Muchas parejas continuaban, le dijo a Fiona, pero ella no le prestaba atención. Estaba sentada en el borde de una silla, a poca distancia, sollozando. Stern le observó las mejillas manchadas de colorete, el pelo teñido.
– ¿Sabes lo que más me duele? Que me lo haga ahora. Ahora. Hace veinte años siempre había algún hombre. Yo bajaba del coche y los hombres me miraban por la calle. Me comían con los ojos. Yo podía sentirlo. Pero él tiene que ir en busca de la fuente de la juventud. ¿Para qué? ¿Qué le parece tan maravilloso? ¿Qué efecto le produce esto? ¿Das crédito a tus ojos? El gran semental. -Fiona lloró más ruidosamente y se acercó el vaso a la mejilla-. ¿No crees que yo también puedo hacerlo? Siempre pensé que al menos me respetaba. Yo puedo hacerlo. Le dejaré filmar películas. No me importa. Bájate los pantalones, Sandy. Te la chuparé. Venga.
Por un instante la mirada de Fiona cobró mayor intensidad y Stern tuvo la convicción de que avanzaría hacia él. Tal vez ella incluso lo intentó y vaciló. Algo sucedió durante ese instante en que él no vio con claridad a causa de su alarma.
– Oh, qué te importa -murmuró ella.
Se había puesto en pie pero se sentó mientras hablaba. Stern no entendió el comentario. Tal vez significaba que él no tenía compasión; pero había una insinuación extraña en la voz, en ese tono dominante, la sugerencia de que él era una cosa abyecta sin derecho a resistir.
– Fiona…
Ella agitó la mano.
– Ve a casa, Sandy. Estoy perdiendo el juicio.
Él aguardó un instante, para que ella se recobrara un poco.
– Le diré a Nate que quieres verlo.
– Sí, por favor -respondió Stern, y se despidieron con esa extraña nota de decoro.
Esa noche no pudo dormir. Clara había sufrido largos períodos de insomnio y a menudo pasaba el día con mirada contrariada y ojos esquivos. Algunas noches Stern se levantaba y la encontraba despierta junto a la lámpara de lectura de su lado de la cama. Al principio le había preguntado qué le pasaba. Ella siempre daba una respuesta tranquilizadora pero evasiva, y con el tiempo él reaccionó ante esos episodios mascullando que apagara la luz. Ella obedecía, pero permanecía sentada en la oscuridad. Cuando esto se prolongaba varias noches, él proponía algunas sugerencias, pero Clara era demasiado estoica para exponer sus problemas en el diván de un psiquiatra. Como Stern, creía que al final había que enfrentar a solas esos problemas. Bien, ahora era él quien no podía dormir.
Se sentó con la almohada apoyada en el cabezal. La luz de la mesilla era la única encendida en toda la casa. Cogió una historia de Braudel, luego la dejó en la mesilla de noche. No le resultaría fácil olvidar el episodio con Fiona. Desde su cuerpo parecía surgir un campo de fuerza, un aura casi eléctrica. Se dirigió al solario a oscuras para beber un trago. Vodka con soda, algo que había visto pedir en un bar. Corrió la cortina, miró la casa de los Cawley. El BMW de Nate estaba en la calzada circular y la única luz llegaba desde las lámparas de la calle y la luna, rozando las ventanas oscuras. ¿También Fiona estaría insomne o dormiría profundamente, agotada por la ira y la obsesión?
Regresó al dormitorio con la bebida. Con el alcohol, las sensaciones se volvieron más fuertes y localizadas. Sus genitales parecían cantar. Con cierta timidez, evocó la grabación de vídeo. Una imagen lo fascinaba, un alineamiento lateral en el objetivo de la cámara mientras observaba la cabeza de la mujer que chupaba a Nate y captaba el resplandor del pelo, el reluciente puente de la nariz y el miembro pálido y húmedo que crecía entre sus labios con cada movimiento. Ligeramente ebrio, no pudo resistir su propia excitación. Su órgano palpitó, alzando la ropa de cama. Tres semanas atrás habría pensado que nunca más respondería a tales estímulos.
De pronto se preguntó qué habría ocurrido allí. Si la furia y la desesperación hubieran impulsado a Fiona, ¿la habría detenido? «Oh, qué te importa.» Aún no captaba el sentido de la frase de Fiona, pero lo había estremecido, como si fuera un tentador mensaje de libertinaje. ¿Qué le importaba?
– Absurdo -masculló en voz alta, y trató de dormir, enfadado por permitirse esas fantasías con Fiona. ¡Fiona! Era una de esas criaturas que nunca le habían resultado atractivas. Pero ahora, mientras vacilaba en las fronteras del sueño, se le confundía con la joven con quien Nate la había traicionado. Clara había engordado quince kilos desde el nacimiento de Peter y Stern no recordaba que eso le molestara. Pero ahora evocaba el cuerpo delgado de esa mujer mucho más joven, que se mezclaba con Fiona en el sueño. A las cinco se durmió profundamente y luego despertó de repente. Había tenido un sueño crudo y directo en el cual reemplazaba a Nate; tenía el pene erecto, ardiendo de necesidad sexual y urinaria. ¿Qué débil gesto, se preguntó con repentina languidez, se habría requerido para acelerar su reacción? Imaginó que tocaba una flauta.
Antes de las seis fue a la oficina. El cielo se teñía de gris y rosa, como una pradera. La noche de insomnio lo sacaba de quicio, no lograba concentrarse y las sensaciones de sus brumosos sueños persistían. Detrás del escritorio permaneció excitado, con un cosquilleo en las yemas de los dedos, el vello de los nudillos. Y oía, remota pero insistente, esa voz insinuante:
«Oh, qué te importa.» 6
Tres años atrás Stern había representado al representante de la Oficina Fiscal de Kindley, acusado de asesinar a una compañera, en la fiscalía del condado. Había sido el juicio de la década en el municipio, ya que reveló crudas pasiones e intrigas políticas, y en poco tiempo Stern había llamado la atención sobre sí mismo en todo el país. Su importante clientela creció después significativamente. Antes había tenido un socio, pero ahora empleaba a tres abogados más jóvenes y todos ellos insistían últimamente en que se necesitaba por lo menos uno más. Uno de los abogados que trabajaba para Stern, Alec Vestos, se encargaba exclusivamente de asuntos civiles y en general actuaba por su cuenta; Stern, aun después de tres décadas, no dominaba del todo los interminables trámites de los procedimientos civiles: declaraciones, interrogatorios, requerimientos. Los otros dos -Raphael Moya y Sondra Duhaney- habían sido abogados de oficio y acudieron a Stern en la misma época, dos años atrás. Seguían casos penales en el tribunal del condado, mientras que Stern era el principal responsable de los casos penales federales.
Alec, Raphael y Sondra eran capaces de afrontar la mayoría de los problemas sin ayuda y pilotaban la nave desde la muerte de Clara. Stern había reducido mucho sus horas de trabajo. Después de sus noches de desolación, por la mañana se sentía acuciado por imágenes de sus sueños, a menudo demasiado hirientes para recordarlas del todo. Se quedaba en la cama con la sensación de estar cubierto por una pátina, viéndose de manera abstracta y distante, como una figura en el aire, como una de esas almas errantes que atravesaban el fondo de un Chagall o un astronauta apenas sujeto a la cápsula, alguien que no estaba en ninguna parte, en ningún campo de gravedad, y que en cualquier momento podía perderse en el ilimitado universo. Cuando lograba levantarse, se sentía agotado en cuanto atravesaba la puerta de la oficina.
Los hábitos de una vida le imposibilitaban enfrentarse a los problemas legales con indiferencia; la ley siempre lo cautivaría, tal como algunos niños siempre se sienten fascinados por determinados juguetes. Aún se sabía en plena posesión de su genio, pero no brindaba toda su dedicación. Los problemas y necesidades de sus clientes superaban sus actuales recursos. Stern conservó en sus manos una cantidad limitada de asuntos y delegó el resto a los abogados más jóvenes. Cada día recibía informes de sus colegas, se reunía con algunos clientes, examinaba apelaciones, llamaba por teléfono y acudía al tribunal y pasaba el resto del día divagando. Decía que pensaba en Clara, pero no era del todo cierto. Meditaba sobre cualquier cosa: anuncios de televisión, pintadas en un callejón, los niños y sus desdichas, los comestibles que necesitaba, las facturas, las actividades de jardinería, las cuatro o cinco ocasiones en que había prometido regresar con Clara al Japón y no había efectuado el viaje, ni siquiera los preparativos. La semana anterior se había pasado el día leyendo folletos sobre un nuevo sistema de procesamiento de textos.
Había dado el trabajo por terminado y se preparaba para su noche de vagabundeo por la casa cuando Alec apareció con un fax que había llegado hacía un instante a la sala de correos. Eran cerca de las siete y reinaba el silencio en la oficina. Sólo quedaban los abogados, quienes estudiaban documentos ahora que habían dejado de sonar los teléfonos. El mensaje que había recibido Stern -una portadilla y una carta- identificaba a Dixon como remitente desde su magnífica casa de piedra del condado de Greenwood, donde tenía el despacho repleto de aparatos: fax, ordenadores, indicadores automáticos, módems. Dixon era un ejecutivo moderno que se mantenía al día. Luego sonó el teléfono, el número privado de Stern.
– ¿Lo recibiste? -preguntó Dixon.
– Lo estoy estudiando.
El caso de Dixon era uno de los pocos a los que Stern prestaba atención permanente. Había rastreado a los tres clientes de Dixon mencionados en la citación del gobierno y con quienes no había tenido contacto previo. Todos ellos disponían ya de abogados, los cuales confirmaron que habían estado en contacto con el FBI, pero sólo uno estaba dispuesto a brindar a Stern copias de los documentos que había pedido el gran jurado. Esa semana, Al Greco, de la oficina de Dixon en Du Sable, había llamado con el nombre de dos grandes clientes locales que habían recibido citaciones para requerir la misma clase de documentos. El interés específico del gobierno ya no resultaba evidente.
Sin embargo, el fax enviado por Dixon ofrecía alguna aclaración. Era de su banquero personal del First Kindle, quien anunciaba que más de un mes atrás el banco había recibido otra citación del gran jurado. Según la carta, los agentes habían visitado el banco y habían examinado las anotaciones de la cuenta corriente de Dixon. Luego, según la orden de la citación, habían exigido copia de todos los depósitos que había hecho Dixon y los cheques que había extendido el año anterior en sus tres cuentas personales del banco. Fue una tarea exhaustiva que exigió el trabajo de varios empleados buscando a través de rollos de microfilm, pero el banco, al fin, tenía previsto entregar esos datos la semana siguiente. El FBI, como de costumbre, había pedido discreción, pero el banquero, tras consultar con sus abogados, había resuelto avisar a Dixon por si deseaba presentar alguna objeción. La carta describía este gesto como un acto de heroica desobediencia a favor de un valioso cliente, pero en realidad era rutinario.
– ¿Qué significa? -preguntó Dixon.
Muchas cosas, según sabía Stern. En primer lugar, que Dixon era el blanco de la investigación gubernamental y que de algún modo habían averiguado con qué banco trabajaba. A estas alturas, meses atrás, Stern habría encendido un puro, un modo de darse tiempo para pensar. Sus dedos aún buscaban el elegante cenicero de cristal del escritorio, como si sus nervios tuvieran un instinto propio. Según sus cálculos, hacía veintinueve días que se había fumado el último cigarro, el día en que había viajado a Chicago. Sabía que ésta era una sombría idea sudamericana, la idea de una penitencia, un apolillado bagaje católico que aún arrastraba desde la adolescencia, y para colmo siendo judío. Era típico de los modos imprevisibles en que la Argentina lo rondaba a veces.
– Significa -dijo Stern- que el gobierno está buscando dinero. El gobierno cree, Dixon, que de algún modo tú has sacado provecho ilegal de estas enormes transacciones que tienes a cargo.
Dixon guardó silencio.
– Pamplinas -replicó al fin- ¿Qué suponen? ¿Que robé todo ese dinero y lo transferí a mi cuenta corriente para que todos se dieran cuenta? ¿Tan estúpido me suponen?
Stern no respondió. Dixon era convincente en su indignación, pero la serie de acontecimientos descrita por el banquero -el hecho de que los agentes hubieran examinado primero las declaraciones- indicaba que ellos creían seguir la pista correcta. Dixon había admitido la última vez que las órdenes que el gobierno investigaba tenían suficiente volumen como para alterar los precios de los mercados. Tal vez determinados operadores habían pagado a Dixon para que les informara sobre los planes de sus clientes. Eso encajaría. El fiscal querría examinar los cheques personales que Dixon hubiera recibido de otros miembros de los centros bursátiles.
– Además, si están buscando dinero que yo deposito, ¿para qué diablos necesitan mis cheques cancelados? -preguntó Dixon.
– Generalmente buscan tus cheques no por lo que hay en el frente sino en el dorso. -Dixon no pareció comprender-. Examinando las imposiciones, Dixon, ellos pueden identificar otras cuentas, otras instituciones financieras con las cuales hayas tenido trato. Si no encuentran lo que buscan en esta cuenta, indagarán las otras.
– Sensacional -masculló Dixon, y de nuevo guardó silencio. Stern garrapateó el borrador de una carta dirigida al banco, pidiendo copias de la citación y los documentos que entregarían al gobierno. Como bien sabían los abogados del banco, no había fundamento para que la entidad no accediera a esta solicitud-. Esa tía es realmente cargante. -Al parecer Dixon hablaba de Klonsky-. Lo quiere todo. Margy me dijo que los documentos que solicitaron ya ocupan media habitación. -Algunas cajas, le había dicho Margy a Stern, pero él vería por sí mismo. Iría a Chicago la semana entrante para revisar los documentos antes de entregarlos al gobierno-. Sabes cómo la llaman, ¿verdad? -preguntó Dixon-. ¿Klonstadt? ¿Has oído esto? La Sin-Tetas.
Dixon rió. Los viernes por la noche en Gil's, entre cuyas paredes de postiza elegancia los abogados federales se reunían para intercambiar información sobre los juicios del momento y los problemas profesionales, Stern había oído el apodo y nunca le había gustado ese humor patibulario.
Dixon estaba profundamente contrariado. Ofendido. Exasperado. La habilidad de Klonsky superaba sus expectativas. Pero en su malhumorado énfasis en la presunta gracia de ese apodo vulgar, Stern detectó por primera vez un tono familiar. Stern lo había oído durante décadas: el gimoteo del hombre acorralado. Miedo. Susto. Como quisiera llamarlo. Era el sonido de una incipiente corrosión interna de murallas que se derrumbaban. Ese tono en la voz de Dixon comunicó a Stern mismo algo muy cercano al miedo. Era evidente, a partir de su conocimiento del apodo de la fiscal, que Dixon no había seguido el consejo de no hablar con nadie acerca de la investigación. En la sauna del club, en algún rincón del vestuario donde solía hablar de los precios del grano o las muchachas con quienes le gustaría follar, Dixon había contado sus problemas a alguien, tal vez un abogado, dada la información que había obtenido. Sólo cabía esperar que fuera una persona discreta.
– ¿Sabes cuál es la última? -continuó Dixon-. Se supone que no sé nada de esto, pero dos agentes del FBI estuvieron toda la semana en Datatech buscando registros de una cuenta de MD. Me he enterado hoy.
Stern emitió un sonido gutural. No era extraño que Dixon se sintiera acorralado. Datatech era la firma que se encargaba del procesamiento de datos de Dixon y preparaba las tabulaciones por ordenador de todas las cuentas de MD.
– ¿Qué cuenta, Dixon?
– La cuenta de errores de la compañía.
– ¿Qué es eso, por favor?
– Lo que oyes. La cuenta donde despejamos errores. El cliente quiere comprar guisantes y en cambio le compramos maíz. Cuando nos damos cuenta de lo que hemos hecho, le compramos guisantes y trasladamos el maíz a la cuenta de errores, así que nosotros nos quedamos con el maíz, no el cliente.
– ¿Y el gobierno quiere los registros de esa cuenta?
– Más que eso. Esos payasos pidieron a Datatech que preparara una revisión especial por ordenador. Quieren sólo los errores cometidos en transacciones de la Bolsa de Productos de Kindle.
– ¿Kindle? -preguntó Stern.
– Correcto. -Dixon esperó-. No tiene sentido, ¿verdad?
– No -respondió Stern. Las transacciones sobre las que venía pidiendo información el gobierno se habían efectuado en la Bolsa de Chicago. Los errores que ahora deseaba examinar surgían, según los informes de que disponía Dixon, de operaciones realizadas en la bolsa local más pequeña. Era como investigar transacciones de la Bolsa de Nueva York solicitando documentos de la Bolsa de San Francisco. Desconcertante. Pero la inquietud de Dixon sugería a Stern que el gobierno seguía el camino correcto-. ¿Quién te ha contado todo esto, Dixon? ¿Lo del FBI y Datatech?
– Me lo han dicho confidencialmente. En Datatech se cagaron encima cuando vieron la citación. Pago a esos cretinos trescientos mil dólares al año y ahora prometen que no me dirán nada.
– De acuerdo. ¿Pero tienes razones para creer en la exactitud de esa información?
– Una joven. La conozco hace tiempo. No me vendría con tonterías. Le prometí que no se sabría que fue ella. No quiero que la Sin-Tetas se entere.
– Desde luego -lo tranquilizó Stern.
Para Dixon, como para otros operadores financieros, la palabra empeñada era sagrada. Se podía asestar una puñalada por la espalda sin remordimientos, pero un trato hecho de frente no se rompía.
– ¿Durante cuánto tiempo seguirá con esto? -preguntó Dixon-. Me refiero a Kronstadt, o como se llame.
– Klonsky. Es imposible saberlo.
– ¿Meses?
– Años, teóricamente.
– Por Dios. ¿Pueden seguir enviando una citación tras otra? ¿Incluso a mí?
– Si existe un propósito de investigación legítimo, sí. -A través de la línea, Stern oyó el chasquido metálico del encendedor de Dixon-. ¿Hay algo en concreto que te preocupa, Dixon?
– Nada -suspiró Dixon- ¿Pueden conseguir algo con una citación?
– No te entiendo, Dixon.
– Supongamos que tengo material personal. ¿Pueden solicitarlo?
Stern esperó. ¿Qué estaba diciendo Dixon?
– ¿Dónde se encuentra ese material privado, Dixon?
Stern oyó cómo su cuñado chupaba el cigarrillo, evaluando cuánto debía revelarle.
– Mi oficina. Ya sabes, hay una pequeña caja fuerte. En el fondo de mi armario.
– ¿Y qué hay allí?
Dixon emitió un sonido equívoco.
– En general -dijo Stern.
– Asuntos personales -respondió Dixon.
Stern se humedeció los labios. Dixon era un experto en parquedad. A veces había cierta camaradería entre Stern y el cuñado. Dixon era un hombre sagaz con un agradable sentido del humor y a veces resultaba fácil disfrutar de su compañía. Él y Stern iban juntos a ver partidos de béisbol y competían en los deportes que Stern podía practicar. A los dos les gustaban los aparatos y había dos tiendas de la calle Charles Este que sólo visitaban juntos, una tarde al año. Sin embargo siempre habían existido límites absolutos, establecidos por una tácita mezcla de rivalidad, reprobación, desconfianza. Stern permitía que Dixon le callara cosas a menudo. No quería una lista de las aventuras amorosas de Dixon ni de sus prácticas dudosas. Con los años esta relación abogado-cliente había resultado más grata para ambos que todo intento de fingir una intimidad familiar. Stern sólo preguntaba lo que la ley exigía con sus rigores y sus reglas, y Dixon escuchaba con atención y respondía con cautela.
– ¿Te refieres a asuntos realmente personales, Dixon? ¿Datos que te pertenecen sólo a ti y no a la empresa, que se prepararon fuera de la empresa y a los cuales no das acceso al personal de la empresa?
– Exacto. ¿Pueden conseguir eso con una citación?
Stern reflexionó. Nunca era partidario de dar estas opiniones en el aire. El cliente siempre ocultaba algún detalle que lo alteraba todo.
– En general, no se te puede obligar a entregar datos personales, salvo con garantía de inmunidad. Es improbable que eso ocurra en este momento de la investigación. Claro que una orden de registro es otra cuestión.
– ¿Orden de registro?
– Las investigaciones de agencias de corretaje a veces son muy desagradables. Según lo que busquen los fiscales, a veces deciden echar mano de todos tus documentos. Si empiezan por la oficina y consideran que faltan documentos, examinarán tu casa.
– ¿Será mejor que traslade ese material? ¿Eso me aconsejas?
– Sólo si te preocupa que caiga en manos del gobierno. Si esa idea te molesta por alguna razón, quizá te convenga guardar la caja fuerte en algún lugar menos accesible.
– ¿Dónde?
– ¿Qué tamaño tiene? -preguntó Stern.
– Treinta por treinta -dijo Dixon.
– Entonces puedes mandarla aquí. Los fiscales federales son reacios, aún hoy, a investigar las oficinas de abogados. La orden requiere aprobación especial del Departamento de Justicia de Washington, y ese procedimiento apesta a violación del derecho de contratar abogados. Es muy poco metódico, desde la perspectiva oficial.
– ¿Y cómo consigo la caja fuerte, si necesito algo?
Stern rehusó decir lo evidente. Dixon ya había dejado en claro que no tenía intención de mostrarle el contenido.
– Te daré una llave de la oficina. Ven a mirar cuando quieras. O, mejor aún, ¿qué te parecería otro abogado que no esté involucrado en este asunto? La oficina de Wally Marmon sería excelente.
Era la gran compañía que representaba a Dixon en asuntos convencionales de negocios que Stern rehusaba manejar.
Dixon soltó un gruñido.
– Me cobrará alquiler -objetó Dixon-. Por hora. Y se pondría nervioso. Ya conoces a Wally.
Tal vez Dixon tuviera razón en ese sentido.
– Si no te convence este arreglo, Dixon, deja la caja donde está. O llévala a casa. Como abogado tuyo, preferiría verla aquí.
Sería mejor tener la zona íntima de Dixon claramente delimitada. Sólo Dios sabía dónde terminaría todo si Dixon tenía acceso permanente a una caja negra donde podía guardar cualquier documento buscado por el gobierno y cuyo contenido lo ponía nervioso. Tanto el cliente como el abogado podían llegar a lamentarlo mucho.
Al fin, Dixon dijo que enviaría la caja la semana siguiente.
– Encárgate tú de todo -decidió Stern-. Si sólo tú sabes dónde está la caja, nadie puede indicar al gobierno dónde buscarla.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Dixon.
Stern esperó de nuevo. No quería alarmarlo. Por otra parte…
– Dixon, debo decirte que estoy convencido de que el gobierno tiene un informante.
– ¿Un informante?
– Alguien que está cerca de ti o de la empresa. La información de que dispone el gobierno es demasiado precisa. Las transacciones. Tu banco. Quién se encarga del procedimiento de datos. Además, lo que desean dar a conocer presenta un extraño orden. Sospecho que les interesa desorientarte en cuanto a sus fuentes de información.
– Creo que les interesa demostrar su puñetera astucia -masculló Dixon.
– Debes reflexionar acerca de esto, Dixon. La identidad del informador podría ser fundamental para nosotros.
– Olvídalo, Stern. No sabes cómo es. Cada chacal de la Bolsa de Kindle que haya querido clavarme los colmillos en los cuartos traseros puede estar pasando datos a esos tíos. -Dixon usaba un tono amargo cuando se refería a sus críticos y competidores-. Pero yo reiré último. Recuerda lo que te digo. Recuérdalo bien. Ahora cerraré el pico, porque tú me lo aconsejas. Pero cuando todo esto haya terminado, todavía estaré en pie, y saldaré algunas cuentas.
Dixon no estaba habituado a ser vulnerable ni a sufrir restricciones. La necesidad de ambas cosas lo enfurecía. Continuó junto al teléfono un instante más, jadeando como un toro. Tras lanzar sus promesas de triunfo y venganza, no tenía más que decir. Tal vez reconocía la futilidad de esas palabras. El gobierno continuaría exigiendo documentos, asustando a sus clientes, cortejando a sus enemigos, examinando cada conexión mundana que él valorase. A través de la distancia de dos condados, Dixon parecía reflexionar sobre su mundo de secretos expuestos. Eso era lo que siempre lo había protegido: no sus amistades o alianzas, ya que tenía pocas. Ni siquiera su fortuna o el poder de su personalidad.
Dixon era como Calibán o como Dios: inescrutable. Las actuales circunstancias lo ofendían profundamente.
– Ya verás -repitió Dixon antes de colgar.
– No hagas nada -dijo la mujer del otro lado de la línea-. Te llevaré la cena.
– ¿Quién habla? -preguntó Stern-. ¿Helen?
– Sí, claro, soy Helen. Espero no molestarte. Tan sólo pasaré y me iré. Tengo una reunión.
Debía de haber llamado a intervalos de cuarto de hora, pues él había estado en casa sólo unos instantes.
– Eres muy amable -agradeció Stern, mirando el inidentificable guiso que ya se descongelaba en el fregadero-. Ven.
De manera que la nación de las mujeres reaparece. Claro que Helen Dudak tal vez no tenía interés en ser directa. Los Dudak y los Stern habían intercambiado favores durante veinte años. Como parejas, habían estado vinculados principalmente por los hijos. Kate había sido la mejor amiga de Maxine, hija mayor de Helen. Las dos familias tenían las mismas ideas acerca de cosas que parecían de suma importancia cuando se llevaba una familia: pedir permiso antes de levantarse de la mesa, la cantidad de golosinas admisibles por día, la edad correcta para conducir solo o para salir de noche con un chico. Los Dudak eran gente agradable, de principios, con valores razonables, preocupados por sus hijos. La relación se había asentado sobre ese terreno estrecho pero firme. Stern apenas conocía el mundo interior de Helen. Clara nunca había considerado a Miles y Helen como una pareja interesante y en los últimos años, ante los muchos cambios, las relaciones se habían modificado un poco. Maxine había estudiado administración de empresas, se había casado y vivía en St. Louis; Helen se había divorciado de Miles Dudak hacía tres años. Avispada, curiosa, independiente, estaba resuelta a superar el patetismo y la humillación de las tristes circunstancias en que su esposo, rico propietario de una compañía de fabricación de embalajes, con quien había vivido más de veinte años, se había largado para casarse pocos meses después con una secretaria de treinta.
Desde la ventana de la cocina, Stern la vio llegar con una gran cartera y una batería de recipientes de papel de aluminio. Tengo que comprar bauxita, pensó Stern mientras observaba a Helen, quien avanzaba hacia la puerta con las bandejas apiladas bajo la barbilla.
– Helen, por Dios, estoy solo. -Stern cogió algunos recipientes y la acompañó a la cocina-. Aquí hay suficiente para seis personas. Para dieciséis. -Desenvolvió una bandeja de pollo y quedó cautivado por el aroma. Ajo y buena cocinera. Formaba parte de su imagen esencial-. Debes compartirlo conmigo. Sería una lástima poner todo esto en el congelador. ¿Tienes tiempo para cenar antes de la reunión? Quédate, por favor. Me agradará tu compañía.
Helen titubeó, pero al fin se quitó la chaqueta. ¿Esto estaba planeado? Stern lo dudaba. Helen no era calculadora, aunque sin duda le complacía que la hubiera invitado. Stern llevó el impermeable al armario. Era una prenda marrón de marca prestigiosa: Miles no había comprado su libertad a bajo precio. Helen ya había encontrado platos y cubiertos y estaba poniendo la mesa de la cocina cuando Stern regresó. Admiró que Helen tuviera la sensatez de no transformar la ocasión en una reunión más auspiciosa en el comedor, pero aun así había cierta animación especial mientras Helen caminaba de la mesa a los armarios. Aquí estaban, personas maduras. Su esposa había muerto cinco semanas atrás. Pero él estaba solo y ella no tenía compromisos y ambos parecían casi dolorosamente animados a raíz de eso.
Él tenía interés. No se lo podía ocultar a sí mismo. Desde aquella noche en casa de Fiona, cada mujer que veía lo excitaba de algún modo. Para Stern resultaba desconcertante. Como él decía, últimamente no había sintonizado ese canal. Claro, pensaba. Admiraba a cien mujeres al día con sólo trasladarse al centro. Pero había practicado un olvido deliberado. Era uno de esos hombres satisfechos con su madurez, una edad asentada, en que las preocupaciones sexuales se podían olvidar cómodamente sin mengua para su masculinidad. Ahora, casi contra su voluntad, recibía un ávido y eufórico mensaje de su organismo. No podía imaginarse como compañero de otra mujer -aún era demasiado pronto-, pero no obstante miró con interés sensual a Helen cuando caminó pasillo abajo para traer una botella de vino.
Ella era una persona bastante atractiva. Su cintura había engordado un poco, pero Stern no era quién para criticar ese aspecto, y aunque Helen pareciera un poco endurecida por la experiencia, había en ello algo resueltamente atractivo. Tenía el pelo rojizo, de un color zorro, realzado por el tinte, pero reseco por la edad y por lo tanto al borde de lo incontrolable. Tenía las piernas bien formadas; prácticamente no tenía trasero; su cara era grande, de rasgos toscos, pero agradable a su modo. Helen tenía un aire curtido: humor, angustia y dignidad. Stern tenía la impresión de que había sufrido mucho con la partida de Miles, pero era una persona fuerte, tal vez no muy inteligente, pero sólida. Había resistido con valentía, justamente convencida de que no merecía ese insulto.
– Bien, éste es un placer inesperado -comentó él cuando sirvieron la comida-. ¿Qué has hecho con estas patatas, Helen? Son realmente deliciosas.
Helen reveló el proceso. Stern escuchó con atención. Le gustaban las patatas.
Ella le habló de sus negocios. Tenía formación de agente de viajes pero anhelaba algo menos mundano y se había dedicado a planear convenciones. Las organizaciones grandes la contrataban para preparar los lugares, los hoteles, las presentaciones. Trabajaba desde su casa con un fax y una centralita. Un principio duro, pero ya estaba encaminada. Contó la historia con buen humor, como una conversadora amena dispuesta a mantener ese frágil aire de camaradería.
Sonó el timbre. Mirando por los cristales de la puerta principal, Stern vio a Nate Cawley, que parecía sumido en sus cavilaciones y se había vuelto para mirar hacia el viento. Era un hombre menudo, esmirriado. Tenía el cabello gris, y escaso, unos mechones le ondeaban en la brisa. Estaba a punto de llover; abril siempre era húmedo en Kindle. Nate había salido sin abrigo y saltaba para no enfriarse. Llevaba un cardigan y unos pantalones a cuadros azules.
– Bienvenido, Nate. -Helen se había levantado de la mesa y miraba hacia el vestíbulo. A pesar de la distancia, Stern intentó presentarlos-. ¿Conoces a Helen Dudak?
– Naturalmente. -Nate inclinó la cabeza con rigidez; siguió un momento de embarazo. Nate no se movió. A todas luces pensaba que había interrumpido algo, y Stern tuvo una reacción instantánea de disgusto, sin duda anticuada, pero fuerte, pues no le gustaba que lo vieran solo con una mujer en su casa. No quería que Nate llevara ese mensaje a Fiona para que ella lo transmitiera de inmediato a todo el vecindario. Stern extendió una mano regordeta y magistral para recobrar la iniciativa.
– Estamos gozando de una magnífica comida que ha traído Helen, Nate. ¿Quieres probar un espléndido pollo Vesubio, o te apetece un trago?
– No, Sandy. Sólo he venido un momento. Fiona me dijo que me buscabas. -Nate se disculpó por ser difícil de encontrar. Tenía mucho trabajo. Ya lo creo, pensó Stern. Sólo Dios sabría de qué habría hablado con Fiona, aunque sin duda ella había ofrecido una versión abreviada. A pesar de tener un aire preocupado, Nate no parecía saber que Stern y Fiona habían pasado un momento comentando un vídeo donde él había grabado su erección.
Stern lo condujo a su despacho.
– ¿Tienes idea del motivo de este análisis?
– Eh, Westlab -dijo Nate. Estudió la factura antes de devolverla-. No trabajo mucho con ellos.
– Al parecer, Clara consultó a un médico durante el último mes.
Nate se tomó un momento para recapacitar.
– ¿De dónde has sacado esta idea?
Stern explicó las notas de la agenda de Clara.
– Francamente, Nate, pensé que eras tú. No encontré facturas de médico. -Nate, médico y vecino tradicional, a menudo trabajaba a crédito y rara vez extendía facturas a Clara. Después de la reunión en la oficina de Cal, Stern había examinado atentamente la libreta de cheques de Clara. También había registrado la correspondencia. Sospechaba, le aclaró a Nate, que Clara estaba enferma-. Algo grave -añadió en voz baja-, insoportable.
Nate, piadosamente, captó el rumbo de la conversación. La cara se le ablandó: un gesto de dulzura a menudo practicado con los pacientes.
– No, no, Sandy. No había nada de eso, nada que yo sepa.
– Entiendo. -Guardaron silencio, algo agobiados por la situación. Tal vez Nate consideraba incorrecto que Stern hurgara en los documentos de la esposa o tal vez se sentía incómodo ante la presencia de Helen. Sus respuestas sonaban algo forzadas-. Supongo que me desorientó el comentario de Fiona de que a veces le traías medicación a Clara.
– Fiona -repitió Nate, y una sombra de disgusto le cruzó la cara. Stern comprendió que era un error haber repetido una frase de su esposa borracha-. A Clara le dolía la rodilla este invierno, Sandy. Le di un antiinflamatorio.
– Ah -dijo Stern.
Ambos continuaban mirándose.
– Sandy, ¿quieres que llame a Westlab? Averiguaré de qué se trata.
– Yo puedo hacer eso, Nate.
– No, deja que lo haga yo. A mí me dirán más que a ti. Suponiendo que hablen con alguien. Si no fuera por vosotros… -Nate, a su manera amable y familiar, iba a presentar a Stern las típicas quejas del médico acerca de los abogados y su reciente impacto en la práctica médica, pero se interrumpió-. Podría ser un error. A veces las facturas se traspapelan. Tal vez confundieron a una Stern con otra.
La idea parecía rebuscada, pero de pronto todo quedó claro.
– Cielos. -Stern se llevó una mano a la boca-. Tengo una idea. -Clara había recibido la cuenta, pero no el resultado del análisis. Eso habría sido, como sugería Nate, para alguien más: Kate. Análisis de embarazo u otra cosa. Kate había dicho que habían tenido problemas. Tal vez se los había confiado a la madre, quien, como de costumbre, habría insistido en ayudar con los gastos. Eso explicaría que a Kate la afectara tanto que Clara hubiera muerto sin saber que había sido un éxito médico, y por qué no habían recibido ninguna factura de médico. Algo se agitó en él, pero de pronto todo se asentó con la solidez de una respuesta correcta-. Sospecho, Nate, que esto está relacionado con el embarazo de Kate.
– Claro -dijo Nate. De pronto se le iluminó el semblante-. Eso ha de ser.
Se dirigió de inmediato a la puerta, feliz de haber solucionado el asunto.
– Nate, si tengo más preguntas, tal vez te pida que llames al laboratorio de todos modos.
– Claro -respondió Nate-. No hay problema. Tan sólo telefonea.
Al salir, Nate se volvió para saludar a Helen con la mano. Helen aún tenía la mano levantada con aire tristón cuando Stern regresó. Se había quedado sentada, sin comer. Sin duda sabía que el hechizo se había roto. Era evidente en él, la conspicua presencia del misterio de Clara, las muchas complicaciones. Era un pez en una red. Ahora nada cambiaría eso.
– Te pido disculpas -dijo Stern-. Tenía que hacer ciertas preguntas. Él fue el médico de Clara.
– También es el mío -comentó Helen.
– Ah, así pues lo conoces.
Helen empezó a comer. Había música en la radio: Brahms. Stern se sentó en la silla de mimbre con plena conciencia de su peso, de su sustancia terrenal. El dolor volvía a agobiarlo.
– ¿Clara estaba enferma, Sandy? No lo sabía.
– Al parecer, no.
Stern dio breves explicaciones. La factura. Sus pensamientos. Helen, que los había conocido a ambos tanto tiempo, asentía a cada palabra con una mirada intensa.
– Entiendo -dijo.
Ambos callaron.
– Ignoro por qué ocurrió esto -espetó de repente Stern. Ante otras mil preguntas, tácitas y abiertas, había conservado un digno silencio que implicaba que el tema le resultaba demasiado doloroso. Pero Helen Dudak era un alma demasiado cálida para recibir solamente respuestas tan cortantes-. Supongo que la gente habla del asunto.
Hacía tiempo que quería hacerle esa pregunta a alguien.
– ¿Acaso me creerías si lo negara?
Él sonrió.
– ¿Y qué dicen?
– Cosas tontas. Cosas agradables. ¿Quién conoce la vida de los demás, Sandy? Me refiero a conocerla de verdad. La gente está desconcertada, claro. Nadie está seguro de haber conocido a Clara. Ella era muy poco comunicativa.
– En efecto -murmuró Stern, torciendo el gesto.
Helen evaluó la respuesta.
– Debes de estar muy furioso -dijo al fin.
A la rueda de emociones hirvientes, la tensa angustia, el profundo abatimiento, Stern no le había dado este nombre. Pero desde luego, ella tenía razón. En la hondura de los huesos, como una dosis de radiación, sentía el ardor de intensas emociones, furia era la palabra adecuada. Nunca le había gustado esta sensación. Digno hijo de su madre, el hermano de Jacobo había crecido pensando que la furia era una emoción adjudicada a otros por arreglo previo. Él era un hombre sereno. Ahora, cierta vergüenza lo volvió reacio a dar su pleno acuerdo.
– Supongo que sí -admitió.
– Sería comprensible -continuó Helen.
Mascando un bocado, él meneó la cabeza.
– Sin embargo, no es eso lo que predomina.
– ¿No?
Stern negó de nuevo con un gesto. La tremenda agitación de sus emociones, siempre presentes, le hacía imposible obedecer a su habitual reserva.
– Dudo de mí. He fracasado. -Con estas palabras y su fatal precisión, tuvo la sensación de haberse atravesado con una flecha-. Está claro.
– ¿Y qué me dices de ella? -preguntó Helen.
Alzó los ojos, pero Stern advirtió que ella medía las preguntas, palpando las regiones de ternura para ver hasta dónde podía sondear. Stern decidió que era una representación admirable.
– ¿Clara fracasó?
Helen no respondió. Reflexionó sobre la pregunta. Stern entendía la sugerencia, pero no podía pronunciar en voz alta una palabra que colgaba en el aire como humo: «traición.» El misterio de la situación era más profundo y complicado. Comprendió por primera vez que se había empeñado en no pronunciarse sobre el asunto. De nuevo, sin decir palabra, meneó la cabeza: algo que no debía saber ni decir.
Helen aguardó un instante.
– No puedes juzgarlo todo por el final, Sandy.
Stern asintió. Helen tenía parte de razón.
– Hablo por experiencia. Lograsteis algo magnífico entre los dos. Formabais una pareja maravillosa.
– Oh, sí -dijo Stern-. A mí me gustaba hablar y a ella no.
Helen sonrió pero se reclinó para observarlo con cierto distanciamiento.
– Eres demasiado cruel contigo mismo. -Le cogió la muñeca y él reaccionó, a pesar de su abatimiento, ante las sensaciones de un contacto femenino- ¿Soy buena amiga? ¿Puedo hacer una sugerencia? -Helen tenía las manos bronceadas y fuertes, las uñas sin pintar-. ¿Estás viendo a alguien, Sandy?
¡Cielos, de nuevo! ¿Qué era la moralidad contemporánea?
– Helen, claro que no.
Mirando el plato, Helen Dudak reprimió una sonrisa.
– Me refería a un terapeuta.
– Ah -dijo Stern. Su impulso inicial fue categórico, pero simplemente respondió-: Por ahora no.
– Podría ser de ayuda.
– ¿Es una opinión informada?
– Claro que sí. Un divorcio en la madurez es más duro que un partido de hockey.
El tono jovial hizo sonreír a Stern. Notaba que Helen venía de la escuela del autoperfeccionamiento. Casi una ciudadana del siglo pasado. Creía en la fuerza de la voluntad, o, como se decía ahora, en la autodeterminación. Todos somos existencialistas y podríamos ser lo que quisiéramos con las indicaciones adecuadas. ¿Algo te fastidia en ti mismo? Sácalo. Deja que el psiquiatra te dé un toque nuevo. Una vena profundamente conservadora inducía a Stern a desconfiar de estas conclusiones. Era mucho más difícil que eso. Comprendió que Helen y él se atenían a credos filosóficos diferentes. Optó por usar una broma como salida diplomática.
– En cambio hablaré contigo.
– Acepto -dijo Helen.
Sonrieron, celebrando haber sobrevivido a un instante difícil, pero guardaron unos segundos de silencio. Helen al fin preguntó por Kate. Durante el resto de la cena pisaron un terreno seguro, hablando de sus hijos.
A las nueve ella se levantó. Iba a llegar tarde a la reunión. Stern la acompañó hasta la puerta, agradeciéndole la comida.
– Eres una buena amiga, Helen.
– Eso me proponía ser -respondió ella.
– Ha sido la velada más grata que he tenido en mucho tiempo. -Descubrió, al decirlo, que había en ello una gran verdad. Impulsado por la gratitud, añadió-: Debemos repetirlo.
– De acuerdo -aceptó Helen.
Se miraron unos instantes. Él era demasiado novato en estos asuntos para comprender en qué se metía con estas palabras. Sin saber qué hacer, le cogió la mano y se la besó cortésmente.
Helen alzó los ojos mientras abría la puerta.
– Cielos -exclamó-. ¡Realmente encantador!
Meneó la cabeza y se alejó riendo con su enorme cartera y el impermeable marrón.
A veces Stern se aventuraba hasta el lejano barrio donde Kate y John habían comprado una pequeña casa suburbana, recién construida y frágil como un juguete, para cenar. La casa estaba tan lejos del centro que todavía había maizales y la tierra llegaba hasta la puerta delantera, pues Kate y John aún no habían podido plantar césped. En el frente se erguía un arbolito joven y delgado, cuyas hojas diminutas susurraban como encaje cuando soplaba el viento.
Kate atendía a su padre procurando consolarlo, pero como de costumbre se ocupaba principalmente del esposo. A veces los periódicos publicaban noticias sobre gemelos que guardaban un contacto tan estrecho que desarrollaban un lenguaje propio. Lo mismo ocurría con Kate y John. Estaban sumidos en sus pequeños sonidos: susurros, murmullos, la tímida risa de Kate. Un universo de dos. Stern había conocido a otras parejas así, personas sintonizadas con las mutuas peculiaridades como si éstas fueran una música extraña que las afectaba como opio. Habían estado juntos desde la escuela secundaria y, por lo que Stern sabía, eran el único hombre o mujer que cada cual había conocido a fondo. Este candor tenía su propia belleza. Uno constituía para el otro el resto del mundo: Adán y Eva. Ying y Yang.
Resultaba difícil imaginar el ingreso de un hijo en este mundo de dos dimensiones, pero en todo caso el embarazo de Kate parecía haber intensificado el estremecimiento del amor. John se apresuraba a ayudar a su esposa a levantarse, la besaba con embeleso mientras se dirigían a la cocina con los platos. Al observar los oscuros ojos de la hija fijos en el marido, Stern se sentía extrañamente afectado por el amor que ella experimentaba. El pobre John era un pelmazo de primera clase. Su más importante logro consistía en haber sido el mejor atacante de la década en una escuela que tradicionalmente tenía equipos mediocres. Los deportistas ambiciosos que pensaban codiciosamente en agentes, bonificaciones y la Liga Nacional literalmente lo habían arrollado en la Universidad de Wisconsin. Según los entrenadores, John tenía el tamaño y el talento, pero no el impulso. Esto no constituía una novedad para Stern, quien había presentado su propio informe años atrás. Pero aquí había un importante añadido posterior: trataba a su esposa con infalible dulzura. En un mundo duro, donde la decencia rara vez triunfaba, un mundo lleno de brutalidad y crudeza, y aún de personas bienintencionadas pero emocionalmente atascadas, como Stern mismo, John sobresalía, un hombre de disposición amable y gran ternura. Si no contaba con el carácter implacable de un triunfador, había descubierto otra cosa en sí mismo y la compartía con Kate. ¿Quién se hubiera negado a aceptarla?
Mientras John cruzaba el patio para sacar la basura, Stern se quedó con su hija en la cocina. Kate y John acababan de lavar los platos y ella enjuagaba un mantel.
– Cara, quería hacerte una pregunta -dijo Stern-. El otro día llegó por correo una cosa que me intrigó. ¿Te acompañó tu madre últimamente al médico?
Kate lo miró sin comprender. Incluso en sandalias, era un poco más alta que él, morena y bella, con el pelo lacio y los rasgos perfectos.
– ¿Recientemente?
– En los últimos meses.
– No. Claro que no. Ya te dije que ella no sabía nada.
– Pero quizá… ¿Tu madre pudo haber recibido la cuenta de uno de tus análisis?
– Papá, ¿de qué hablas?
Kate se había alejado del fregadero. Reaccionaba bruscamente ante toda mención de Clara y de pronto Stern decidió no continuar. La respuesta era suficiente.
Le tocó el hombro para calmarla y entró en la sala, todavía llena de cajas y sillas, para reunirse con John, quien se había dirigido al televisor cuando regresó a la casa. En esos instantes Stern sentía una gratitud casi religiosa por la invención de deportes televisivos que ocuparían los pocos instantes que se sentía obligado a pasar con el yerno. Esa noche los Tramperos, el pésimo equipo de béisbol de las tres ciudades, estaban en pantalla, y John y Stern intercambiaron ideas sobre las perspectivas de la temporada que acababa de empezar. Siempre ocurría lo mismo con los Tramperos: jóvenes estrellas que se largaban cuando les aumentaban el sueldo, jugadores que golpeaban con fuerza en cuanto escapaban de la pequeña cancha de los Tramperos. Stern, que había estudiado béisbol apasionadamente al aprender el modo de vida americano, disfrutaba con las observaciones del yerno. John tenía un ojo de atleta para los matices del trabajo físico: el shortstop lanzaba sin equilibrio. Tenack, el magnífico campista derecho, trataba de golpear la bola desde arriba, como lo hacía cada abril. John, que usaba gafas para ver la tele, se las acomodaba sobre la nariz mientras imágenes del campo verde le flotaban en los lentes. Parecía absorto como un niño, con el alma y el corazón encadenados a la gracia y gloria de los estadios; cuando John miraba, casi se oía el rugido entusiasta de la multitud en sus oídos.
Largos momentos transcurrieron mientras Stern esperaba las observaciones de John, a las cuales añadía algún comentario propio. Stern rara vez preguntaba a John acerca del trabajo; resultaba evidente que nunca respondería con franqueza, temiendo que sus respuestas, que quizá bordearían la queja, llegaran a Dixon. John había tenido un comienzo lento en MD, pasando con desconcierto por los departamentos de contabilidad y autorización antes de hallar un lugar en el despacho, donde Stern suponía que su trabajo aún no era brillante. Estaban sentados a ambos lados de la pantalla reluciente, John miraba el juego como un zombi, con la atención sin duda acentuada por la presencia del suegro. Stern recordaba reacciones similares, en el mismo período de su vida, ante su imponente suegro, Henry Mittler. En estas evocaciones comprendía a John, pues Stern en el fondo siempre estaba dispuesto a reprocharle que no fuera mejor, más listo, más hábil, más capaz de despertar en Kate algo loable, en vez de permitirle reposar en la blandura de la vulgaridad.
Cuando pasó el tiempo suficiente para dar por cumplidas las formalidades, se despidió de John y fue a ver a Kate a la cocina, dispuesto a marcharse. Al verla, sin embargo, recordó que sus últimas palabras lo habían desconcertado. Si la factura de Westlab no era para Kate, ¿qué ocurría? Estaba de nuevo como al principio.
– Kate -dijo, tras un abrazo de despedida-, ¿estás segura de que no había ninguna factura tuya que pudiera haber ido a tu madre?
– Papá, es imposible. ¿Qué te sucede?
Kate lo miró incrédula y se encogió de hombros, a la defensiva. Había parecido muy evidente, muy típico de Clara, que los hijos estuvieran involucrados.
Stern tuvo otro pensamiento y se quedó rígido en medio de la cocina. Ahora lo comprendía.
Lo había pasado por alto. Pero ahora sabía por qué Clara no había recibido la factura del médico; por qué Peter se había mostrado tan nervioso ese día al pensar en la autopsia. Porque el médico era él, el hijo de Stern: Peter había ordenado el análisis y había decidido cumplir con una promesa que le había hecho a la madre. Stern comprendía la necesidad de guardar secretos profesionales, pero no podía evitar la sospecha de que su hijo disfrutaría de esta ventaja sobre el padre, que le daba un dominio exclusivo sobre una parte final de la vida de ella. ¿Estarían los demás también al corriente?
– Kate. -Ella lo observaba, alerta ante la mirada abstraída del padre-. ¿Sabes si tu madre recibió atención médica de Peter?
– ¿Qué?
De pronto ella abrió la boca, la cara rígida de alarma. Era evidente que la sugerencia le parecía rebuscada. La pregunta que se leía en sus ojos era fácil de discernir: ¿su padre había perdido el juicio? Le preocupaba que él expresara estas ideas extravagantes, una tras otra.
¿Estaba en un error? La luz de la cocina parecía repentinamente intensa. Por primera vez en la vida sintió una profunda sensación de dislocación que instintivamente supo propia de los ancianos. Kate tenía razón, desde luego. Sumido en sus preocupaciones, había perdido sus cabales. ¿Qué había ocurrido con sus tradicionales hábitos de prudencia, tacto y discreción? No podía ir a ver a su hijo con esta idea estrafalaria. Si acusaba erróneamente a Peter aun de las manipulaciones mejor intencionadas, la previsible reacción sería de enfado; las consecuencias sacudirían lo poco que quedaba de la estructura familiar. Tendría que buscar de nuevo a Nate Cawley y pedirle que llamara al laboratorio. Era el modo más discreto de resolver el misterio.
– Era sólo una idea -le dijo a Kate-. Olvídalo.
Tomó a su hija de la mano y le besó la sien. Le agradeció la cena y la tranquilizó con un gesto, dando a entender que estaba bien. Pero sintió una creciente irritación cuando caminaba hacia la calzada a lo largo de la autopista. Siguiendo las luces de los otros coches en su Cadillac -éste era su auto, un sedán de Ville; la agencia de ventas se había llevado el de Clara en esa procesión de cambios, tras el momento de la muerte, que ahora él recordaba como un montaje cinematográfico-, experimentó las mismas emociones contradictorias. Se estaba hartando de las sombrías sorpresas de Clara, de aquel mundo oculto, de las enormes sumas gastadas y las enfermedades secretas. En su confusión, empezaba a sospechar de sus hijos. ¡Era culpa de ella, pensó de golpe, de ella! La declaración casi vibró en él.
Cerca de su casa paró frente a una tienda. Aún le costaba hacerse cargo de ciertas tareas domésticas. Claudia recitaba su lista de la compra desde la oficina, y la tienda entregaba las bolsas por la puerta trasera. Pero siempre faltaba algo: queso cremoso, leche. Nunca tenía suficiente zumo de naranja. Esperando en la fila, observó con admiración a dos jóvenes negras que estaban delante, ligeras de ropa a pesar del fresco de la primavera, hablando en su rápida jerga, arrolladoras en su extravertida sexualidad. De nuevo sintió la corriente de alto voltaje de la energía sensual. ¿Qué le sucedía? Signos de vida, se dijo, naturales, pero había algo salvaje e imprevisible en ese afán. Cualquier mujer lo excitaba. ¿Era racista pensar que sería tan extraño como un marciano para esas mujeres? Con todo, se dejó llevar por la imaginación. ¿Cómo lucirían esos senos opulentos y pardos, de piel suave y pezones gruesos? Su imaginación acarició estos pensamientos. Estaba asombrado y excitado.
De vuelta al aparcamiento, se sentó en el coche, un poco sorprendido de sí mismo. ¿Cómo podía llegar a eso? Por esta avidez adolescente se hubiera dicho que no había compartido una vida apasionada con Clara, lo cual no era cierto. Cuando joven la había deseado, y más de casados que antes, cuando parecían interponerse tantas cosas, y aunque la edad y el tiempo habían aplacado los sentidos, esa hambre no se había perdido del todo. A fin de cuentas, un hombre y una mujer siempre eran eso, opuestos y misteriosos, y en el acto de unión y exploración había cosas más mágicas y solemnes que en el más antiguo ritual. Otras parejas, de su edad y mayores, aludían a la extinción de estos impulsos. Una noche Dick Harrison le había dicho a Stern: «Lo levanto y parece translúcido». Pero tres o cuatro veces por mes Clara y él realizaban esa unión fundamental, cuerpos crujientes, hinchados y viejos, como decía ella, que se acercaban en la cama para fundirse como diez mil veces antes. Últimamente Stern había intentado recordar la última ocasión, y descubrió que había sido más de un mes antes de la muerte. Otra señal que debió tener en cuenta. Pero tenía un juicio, estaba nervioso y distraído, y después de varios años nadie desea fomentar pequeñas crisis. Los cuerpos se distanciaban y volvían a unirse. La imagen evocaba una radiografía, una forma en el espacio negativo: abriéndose y jadeando, cerrándose, aferrándose, como las alas de una mariposa en la oscuridad, las paredes del corazón.
Ahora aquella mujer lo había abandonado en los Estados Unidos de finales de siglo, donde las pautas de la actividad sexual aparecían en portadas de revistas que se vendían en el puesto que había detrás de la tienda. ¿Estaba preparado para ello? La incómoda verdad era que no tenía pasado del que ufanarse, ninguna memoria reconfortante de los pecadillos juveniles de Alejandro Stern. La geografía había estado contra él. Argentina, con sus gauchos y su machismo, tal vez habría sido un lugar más propicio para pasar la adolescencia. La lujuria masculina era allí un asunto mucho más público, un legado de los antepasados italianos y españoles. Su hermano, incluso a la edad de quince o dieciséis años, había tenido bastantes aventuras. Tenía muchas mujeres, o eso decía: rameras, muchachas indias, mujeres mayores ansiosas de energía juvenil. Stern aún recordaba claramente que había escuchado cautivado el relato de la iniciación de Jacobo, a los trece años, con una joven muy delgada, que llevaba un vestido de noche negro sin hombreras, a quien había conocido en el vestíbulo del Roma, un sórdido hotel del centro de Buenos Aires. Meses después, Jacobo afirmó que la había reconocido en la calle con hábito de monja, caminando con los ojos bajos en medio de una fila de novicias que salían del convento de Santa Margarita. Stern, cuarenta y cinco años después, aún consideraba turbadoramente excitante el recuerdo de aquella mujer, a quien imaginaba con ojos hundidos y pechos pequeños.
Pero su juventud en los Estados Unidos de los años cincuenta no había incluido aventuras tan exóticas. Los puritanos imperaban de nuevo y la sexualidad parecía ser un rasgo especialmente impropio en un extranjero moreno, un impulso tan sospechoso como simpatizar con los izquierdistas. El deseo físico era otro afán vital que de forma voluntaria postergaba para satisfacción futura, aun con Clara, con quien no se habría acostado antes de la boda si ella no hubiera insistido en que disfrutarían más de la luna de miel si dejaban de lado esa angustia. Dos semanas antes de la ceremonia, en la sala de Pauline Mittler, llena de brocados orientales y cristales vieneses, con todas las luces encendidas por temor a que alguien lo notara en la casa, Clara se había quitado el corsé y las medias, se había levantado la falda y se había recostado en el diván rojo de la madre. Por muchas razones, Stern lo había considerado un acto de asombrosa confianza. ¿Y él? Estaba aterrado y también un poco ultrajado, exasperado por la indignidad de aquella mecánica sorda. Treinta y un años después esas emociones conservaban su realidad, aún en el auto a oscuras, el recuerdo de una noche de intensas emociones en que había experimentado confusión, estímulo e irritación. Pero había actuado; también recordaba eso. Con esfuerzo había liberado el pene erecto de los pantalones y Clara Mittler se había transformado en la primera -la única- mujer de su vida.
Stern había visto Chicago por primera vez a los trece años, al final de un recorrido por tierra que su madre, Silvia y él habían realizado desde Argentina. Aquel viaje había sido impuesto por la relación de su madre con un hombre llamado Gruengehl, un abogado que le había dedicado sus atenciones desde la muerte del padre de Stern. Era un personaje destacado en uno de los pocos sindicatos antiperonistas, y después de su encarcelamiento, sus amigos y colegas habían ido a casa de Stern para ayudarlos a hacer las maletas. La ruta del exilio ya estaba dispuesta. En 1947, cuando muchas personas extraviadas de toda Europa reclamaban el ingreso en Estados Unidos y cuando los lazos diplomáticos de Argentina con Estados Unidos eran dudosos después de la guerra, la inmigración legal resultaba problemática. Habían viajado en tren hasta Ciudad de México, y desde allí habían cruzado la frontera como otra familia más de braceros. En Brownsville habían abordado un tren hacia el norte.
Stern, desde joven, había sabido que Argentina no era su destino. Su padre, un médico, había abandonado Alemania en 1928 y siempre había lamentado que los nazis le hubieran impedido regresar. Su padre siempre comparaba desfavorablemente la vida en Argentina con la que había conocido antes: la calidad de los bienes, de la música, de los materiales de construcción, las carencias de la gente. Jacobo, a quien Stern admiraba tanto, se había transformado en un sionista ferviente que predicaba desde que Stern tenía nueve años la gloria de Eretz Israel. Cuando Stern se apeó del tren en Chicago, creyó que su vida comenzaba. Siguieron hacia Kindle, donde los esperaban unos primos de su padre, pero Chicago encarnaría siempre su idea de Estados Unidos, con sus macizos y fuliginosos edificios de ladrillo, piedra y granito, llena de chimeneas y hoscas multitudes; la tierra de Gary Cooper, del acero, los rascacielos y los automóviles. En cada rostro reconoció ese día a los esforzados hijos de inmigrantes.
Más de cuatro décadas después, Alejandro Stern regresó a esa ciudad; era un hombre eminente con sus propios problemas. En el quinto piso de la Bolsa de Chicago esperó en la sala de Maison Dixon hojeando documentos que en realidad no comprendía. Fuera, en la vasta sala de transacciones de MD, unos ochenta hombres y mujeres en ropa informal trabajaban activamente detrás de una centralita donde parpadeaban veinte líneas y una hilera de tubos de rayos catódicos. En esas pantallas relucientes fluctuaban cifras que centelleaban como peces en el mar: dólares y centavos, guisantes y aceites, la jerga de los mercados: alto, bajo, abierto, volumen, cambio. Los teléfonos gorjeaban y diferentes voces pugnaban por hacerse oír. «¿Alguien quiere comprar viejos bonos a seis más?» «Está en marcha, en marcha.» «Te apuntaré en marcos alemanes.» Entre una llamada y otra, esos jóvenes, que manejaban cuentas de clientes y de la empresa, lanzaban comentarios sardónicos. Un sujeto gemía con acento burlón: «Oh, el mercado, es como una mujer, primero te quiere, después no, nunca se decide». Una atractiva rubia que tenía al lado le respondió clavando el dedo medio en el aire.
– ¿Lo has entendido?
Margy Allison, la operadora principal de Dixon, había regresado un instante para ver cómo andaban las cosas. Había pasado casi toda su vida adulta en este negocio, casi exclusivamente en Maison Dixon, y al parecer aún la excitaba. Parecía sugerir que no había nada complicado en las pilas de papel que rodeaban a Stern; hasta una tonta muchacha de Oklahoma podía entenderlo. A Margy le gustaba ofrecer números así para diversión de sus amigos del norte. Aunque tenía título universitario, prefería la pose de tosca muchacha pueblerina.
– Creo que necesitaremos un contable -dijo Stern.
Margy hizo una mueca. Era la encargada de pagos y tenía fama de cerrar bien los puños. Cada vez que firmaba un cheque contaba cuántas cosas se compraban en el campo con un dólar.
– Yo puedo organizar ese material.
Sin duda era capaz, pero no tendría tiempo. Con la introducción de las transacciones internacionales y las sesiones nocturnas de los mercados, Maison Dixon estaba abierta las veinticuatro horas y a cada momento había problemas que resolver. Margy siempre tenía ante sus puertas una fila de escribientes, secretarias y recaderos con chaquetas abolsadas y grandes placas de plástico en los bolsillos delanteros. Stern le dijo que ella no tendría tiempo para dedicar las horas que ese trabajo requería.
– Si piensas cobrarnos tu habitual tarifa por horas, Sandy, puedo invertir mucho tiempo. -Margy sonrió, pero había dicho lo que quería-. Sin duda estás en una de esas enormes habitaciones de hotel que tomas cuando pagamos nosotros, tan grande como para representar esa ópera de los elefantes. Podemos llevar estos documentos allá y examinarlos. Siempre, desde luego -Margy parpadeó-, que quieras correr el riesgo de estar a solas conmigo.
Adoptó el papel de vampiresa, una atleta sexual femenina. Formaba parte de su papel de muchacha de campo dura, la clase de mujer que uno imaginaba fumando un cigarrillo en el bar de un hotelucho. Stern no sabía cuál era la verdad, pero ella lo había provocado a menudo con los años, tal vez como un modo de adularlo o quizá porque suponía que era inofensivo. Ahora, la mera sugerencia bastaba para excitarlo. Siendo Stern como era, cambió de tema.
– ¿Tienen algo que ver estos documentos con la cuenta de errores, Margy? -preguntó, recordando la reciente llamada telefónica de Dixon.
– ¿También quieren eso?
Margy, casi tan irritada como Dixon por la insistencia del gobierno, fue a buscar un empleado que reuniera los datos de la cuenta de errores. Por eso Stern viajaba adonde estaban los documentos. Siempre se necesitaba algo.
Stern suponía que en algún momento de los últimos veinte años Margy había sido una de las amantes de Dixon. Quizá casi todo el tiempo. Era demasiado atractiva para no haber llamado la atención de Dixon. Pero las cosas no habían salido bien. Stern se sorprendió de la cantidad de conjeturas que realizaba acerca de este tema. Gradualmente había llenado las lagunas, había comprobado sus especulaciones con observaciones y las había dado por ciertas. Pensaba que Margy había esperado mucho tiempo a que Dixon abandonara a Silvia; que ella era el núcleo de la crisis que había estallado años atrás cuando Silvia echó a Dixon de la casa; y que había dado la batalla por perdida cuando Dixon regresó al hogar. Durante un par de años Margy había trabajado en otra compañía. Pero no había manera de administrar MD sin ella. Hasta Silvia lo habría reconocido. Se le ofreció Chicago como una zona propia, y el título de presidente de media docena de sucursales, por no mencionar un generoso ingreso anual. Ella había aceptado las condiciones, fiel a los negocios de Dixon, y tal vez incluso a él, la rechazada y heroica mujer de una de esas baladas rurales que tarareaba desde la infancia. Ésa era la imagen que evocaba Margy: una de esas mujeres sureñas que se erguían en el escenario con voz vibrante, cabello tonsurado y maquillaje, tristes y fascinantes, duras y sabias.
Al fin llegó el empleado. Los registros de la cuenta de errores fueron a parar a la mesa junto con el resto. Stern contempló los documentos, pero supo que no iba a ninguna parte. Cada vez que Stern se hallaba en una habitación llena de papeles maldecía la avaricia que lo llevaba a desempeñar lo que decorosamente se llamaba «tarea oficinesca» para una clientela de embaucadores de traje y corbata que ocultaban sus delitos causando estragos en los bosques.
Margy reapareció, apoyándose la cara en la mano manicurada y recostándose lánguidamente en la jamba de metal. El desconcierto de Stern era evidente, pero Margy sonrió con indulgencia; Stern siempre le había caído bien.
– ¿Quieres que te ayude? Lo haré con gusto, en serio. Haremos como te he dicho. Lárgate de aquí. Dame un cuarto de hora.
Fue más de una hora y media, pero al fin uno de los mensajeros bajó cuatro cajas de documentos y los cargó en el coche de Margy. Ella avanzó por las sinuosas calles del Loop [3] hacia el Ritz. Conducía el automóvil, un modelo rojo extranjero, como un piloto de pruebas. La madre de Stern había sido nerviosa e histérica. Clara era suave y digna. Eso era para Stern la gama conocida de conducta femenina. Esta mujer, a decir verdad, era más fuerte que él. Podía atravesar con mayor rapidez una pista con obstáculos o resistir más tiempo a la tortura. Al observarla, se sintió admirado e intimidado.
Esta evidencia de las aptitudes de Margy decía mucho de Dixon, pensó Stern de pronto. Era un error verlo como un mero conquistador lascivo que tallaba muescas en la pistola o reunía mariposas para la colección. Dixon valoraba a las mujeres, confiaba en ellas, escuchaba sus consejos. En presencia de una mujer daba rienda suelta a su encanto y su humor, una energía casi eléctrica. Incluso Stern, a pesar de su innata rivalidad, simpatizaba más con él. Por otra parte, las mujeres respondían a las atenciones de Dixon. Era una de las simetrías de la naturaleza.
Claro que esas atenciones no eran desinteresadas. Con Dixon siempre convenía tener en cuenta las segundas intenciones. Los mercados, tensos, veloces, agotadores, estaban llenos de drogadictos y alcohólicos; Dixon buscaba un alivio más natural: follar. La cremallera más rápida del Oeste, lo habían llamado en una ocasión. Stern no conocía los detalles. Era el cuñado, desde luego, el aliado de sangre de Silvia, y Dixon no era tan tonto como para poner a prueba la lealtad de Stern. Pero nadie, y menos Dixon, podía guardar en total secreto una ocupación tan permanente. A veces su puro deleite lo superaba y se confiaba a Stern como a tantos otros hombres. Dixon, por ejemplo, tenía la costumbre de registrar el número exacto de mujeres que veía al día y que le inspiraban las fantasías más elementales. «Treinta y una», decía, cuando lo saludaba una empleada de hotel. «Treinta y dos», cuando miraba por la ventana y veía una mujer subiendo a un autobús. Un año, en el Rose Bowl, afirmó haber visto doscientas sesenta y tres entre estudiantes y animadoras a la mitad del partido, a pesar de que lo seguía atentamente.
Por lo general los intereses de Dixon resultaban menos divertidos. Stern estaba con él en el aeropuerto, pasando por el detector de metales, cuando Dixon vació los bolsillos en la bandeja destinada a objetos personales y arrojó un paquete de profilácticos con tanta naturalidad como si fuera chicle. Eso había sido años atrás, cuando los condones aún no eran tema de conversaciones decentes. Por los comentarios posteriores, Stern dedujo que en cuestiones de higiene personal, como en muchas otras cosas, Dixon era un pionero, obsesionado con la protección mucho antes de que fuera norma general. Pero la guardia de seguridad, una mujer joven, se ruborizó visiblemente, más horrorizada que si Dixon hubiera sacado un cuchillo. Incluso Dixon, mientras caminaba hacia la puerta del aeropuerto, manifestó cierto pesar. «Tendría que hacerme plastificar la verga.» Como el carné del club o la foto de los chicos. Al parecer ni la abstinencia ni la continencia eran posibilidades viables.
Testigo de estas andanzas, Stern procuraba no manifestar interés. Pero prestaba atención. ¿Quién no lo haría? A veces le parecía poder recordar los detalles de cada una de las historias procaces de Dixon. Y Dixon, que nunca pasaba por alto un punto vulnerable, había reparado en esa afición de Stern. Una ocasión en que él y Dixon viajaban por Nueva York, Dixon entabló una animada conversación con una camarera, una joven portorriqueña de rasgos suaves y belleza seductora que parecía disfrutar con las sonrisas insinuantes y el humor obsceno de Dixon. Cuando la camarera se alejó de la mesa, Dixon descubrió que Stern la miraba con los mismos ojos que él.
– ¿Sabes qué sensación te produce tocar una hembra de esta edad?
– Dixon, por favor.
– Es diferente.
– ¡Dixon!
Stern recordaba que había cortado con especial energía lo que tenía en el plato y que masticó con aire bovino. Pero cuando alzó los ojos, notó que Dixon aún lo observaba con satisfacción, feliz de ver la confusión que había provocado.
En el hotel, Margy se puso a sus anchas. Se quitó los zapatos antes que el camarero hubiera dejado los maletines y lanzó sobre la cama la chaqueta de seda del traje. Cogió un menú, encargó una cena al servicio de habitaciones y luego abrió el minibar.
– ¡Cómo necesito una copa! -exclamó.
Stern pidió un jerez pero no había, así que bebió whisky con Margy.
Cuando Stern empezó a vaciar los maletines, ella le cogió la mano.
– ¿Cómo te va, Sandy Stern?
Tenía un aire dulce y atento, sentada en la cama. No habían mencionado la muerte de Clara. Stern se preguntaba si ella lo sabía siquiera. De pronto, Margy le pareció un hombro para llorar, con la disponibilidad provocativa de un campo abierto. Él nunca sabía cómo interpretar sus actitudes. Tenía un aspecto imponente, lo que otras mujeres consideraban «compacto»: cabello rizado, ropa cara. Tenía las cejas pintadas de tal modo que le llegaban a las comisuras de los ojos y le daban el aire misterioso de un gato siamés. Era una mujer robusta y atractiva, con un busto opulento. Movía las caderas de un modo que Stern, a lo largo de los años, había encontrado llamativo cuando ella se paseaba con sus faldas de tweed o se inclinaba sobre un escritorio. Era brillante y ambiciosa; con los años había ascendido de secretaria a ejecutiva. Pero tenía un aire de estar marcada por la vida. Soy la pizarra en blanco. Escribe algo. El mensaje era triste.
– Me las apaño, Margy -dijo Stern-. Claro que ha habido tiempos mejores. Parece ser cuestión de adaptarse. Día a día.
– Así es- convino Margy, y asintió. Se consideraba una experta en tragedias-. Eres un tipo encantador, Sandy. Los que menos lo merecen son los que más sufren en esta vida.
Esta declaración campechana hizo sonreír a Stern. Miró a Margy, echada sobre la cama, y sus pies con medias.
– Sobreviviré -dijo Stern, y después de esta predicción, notó que en algo había mejorado.
– Claro -lo animó ella, y al cabo de un instante le soltó la mano-. La vida continúa. Pronto te acosarán todas esas muchachas maduras con el corazón reblandecido, así no te sentirás tan solo. Ya sabes, viudas y divorciadas que pasarán a saludarte, esperando que no estés muy triste, cuando regresan del salón de belleza.
Margy creía conocer las intenciones de todo el mundo. Stern rió en voz alta. Sin poder evitarlo, recordó la visita de Helen Dudak. Parecía que incluso Margy era más coqueta de lo que se habría mostrado un par de meses atrás. En todo caso, no estaba acostumbrado a tantas atenciones. Las mujeres siempre lo habían considerado simpático y de confianza, pero nunca había captado insinuaciones.
Trabajaron un rato antes de que llegara la cena. Stern apiló los documentos sobre la moqueta según las categorías que requería la citación y se los mostró. Ella se tendió en la cama, la barbilla baja, descalza, agitando las piernas como una niña. Había encontrado una lata de pistachos en el minibar, y la abrió con las uñas pintadas. Las cáscaras chocaban con ruido metálico contra el fondo de la papelera. El camarero trajo un carrito con un compartimento para calentar comida y alzó los costados para formar una mesa. Margy también había pedido vino. El camarero intentó servirle una copa a Stern, pero ya estaba mareado por el whisky.
Ella dejó los documentos y empezó a comer ávidamente en cuanto el camarero alzó la tapa de acero. La gente hacía bromas, comentó, sobre la velocidad con que comía, pero se había criado con cuatro hermanos mayores y había aprendido a no esperar. Cuando terminó, arrojó la servilleta en la cama y se recostó.
– ¿Qué es todo este asunto? -preguntó-. Dixon no me dice gran cosa.
Stern, con la boca llena, sacudió la cabeza. Estaba disfrutando de la comida. Últimamente nunca comía nada que valiera la pena a esta hora, su favorita.
– ¿Crees que lo han atrapado? Es demasiado listo para dejarse sorprender.
Margy, como todos los que conocían bien a Dixon, sospechaba que no siempre respetaba la ley.
– No me preocupa la discreción de Dixon, sino la de otros -dijo Stern. Margy ladeó la cabeza sin comprender-. Por la precisión con que se mueve el gobierno, sospecho que tiene un informante.
– Esos fulanos de la Bolsa -apuntó Margy-. Hacen muchas cosas con sus ordenadores.
– Eso supone Dixon. Pero tienen mucha información personal. Yo pensaría en alguien que en el pasado gozó de la confianza de Dixon. Un colega. -Con la mayor cautela posible, Stern añadió-: Una persona amiga.
La observó buscando algún gesto que la delatara. En estos asuntos, nadie estaba libre de sospechas.
– No -dijo Margy-. No creo que haya muchos tíos en la calle ansiosos de perjudicar al amigo Dixon. Todos conocen la historia. No se arriesgarían.
– ¿A qué historia te refieres?
– ¿Quieres decir que no la conoces? -exclamó Margy. Sirvió más vino para los dos. Stern frunció el ceño pero cogió la copa en cuanto estuvo llena. Le parecía que ella había bebido mucho, tres whiskies antes de la cena, y la mayor parte del vino, pero no se notaba. Margy rió de nuevo-: Esto es sensacional.
– Soy su cuñado -dijo Stern-. En todos estos años, sin duda me he perdido muchas historias.
– No lo dudes -aseguró Margy con una mirada cómplice y traviesa. Se irguió en la cama cruzando las piernas, al parecer indiferente a su imagen diurna: la vampiresa, la profesional, peinado intachable, maquillaje y perfume. Parecía excitada, inspirada, al poder hablar confidencialmente de Dixon-. Déjame decirte una cosa de Dixon Hartnell. Él sabe cuidarse, Sandy. ¿Te acuerdas del problema con el Servicio Fiscal Interno? Tú eras el abogado, ¿verdad?
El problema, como decía Dixon, era que su esposa le había permitido regresar a casa a condición de que la amueblara de nuevo. Cuando Silvia terminó, el decorador les presentó una factura de ciento setenta y cinco mil dólares, la cual no incluía los pagos realizados hasta el momento; según los registros financieros de Dixon y del decorador, esa suma no se pagó nunca. En cambio el decorador, un sujeto afable y nervioso que anualmente gastaba hasta el último céntimo que pasaba por sus manos, cobró un inexplicable interés en los mercados de divisas futuras y abrió una cuenta en Maison Dixon en la cual se desplegó una asombrosa actividad. En un período de diez días efectuó sesenta operaciones. Cuando se asentó la polvareda, una inversión de mil quinientos dólares se había convertido en ciento noventa mil dólares y pico, con una ganancia neta de ciento setenta y cinco mil dólares, la mayor parte una ganancia capital de largo plazo, gravada a una tasa de dos quintos de la que habría pagado si Dixon le hubiera extendido un cheque. El Servicio Fiscal Interno pasó casi dos años tratando de desentrañar los medios que presuntamente Dixon había empleado y al fin desistió. Dixon ni se inmutaba mientras Stern sufría hormigueos de temor, tras descubrir -al contrario del Servicio Fiscal- que el vendedor del Mercedes de Dixon y el contratista que le había ampliado la casa tampoco habían recibido ningún pago, y en cambio habían tenido gran éxito en sus transacciones respectivas con aceite y algodón.
– ¿Sabes cómo empezó todo eso? ¿Alguna vez has oído la historia? -preguntó Margy.
– No me brindaron lo que yo llamaría vívidos detalles -dijo Stern-. Por lo que recuerdo, Dixon opinaba que el Servicio Fiscal había recibido informes de un empleado. Una filtración. ¿Brady? ¿Ése era el apellido?
– Correcto. Recordarás a Merle. Con ese bigotito que parecía partido por el medio. Dirigió nuestras operaciones durante una temporada. Un genio de la informática, un hacker o como lo llamen. -Margy agitó la mano-. ¿Recuerdas?
Stern se encogió de hombros. Los empleados de Dixon iban y venían. Por lo que él recordaba, la partida de Merle, tras una discusión salarial, había coincidido extrañamente con el comienzo de la investigación del Servicio Fiscal. Había proferido insultos y amenazas antes de irse: lo que sé, lo que puedo hacer. Estaba dispuesto a hundir a Dixon.
– Yo supuse que Merle era la persona que había recibido ciertas instrucciones críticas.
– No, no -replicó Margy con una sonrisa evasiva-. Dixon no es de los que dan a otros una soga para que se ahorquen. Pero Brady miraba el tubo de rayos catódicos y deducía muchas cosas. Así fue como averiguó en qué andaba Dixon.
Stern carraspeó. Esto tenía sentido. Brady sabía lo suficiente para causar problemas, pero no para asestar el golpe de gracia.
– De todos modos, rebobina hacia adelante. Dos años. El Servicio Fiscal le ha hecho la rectoscopia a Dixon…
– Sus propias palabras -apuntó Stern.
– Sus propias palabras -admitió Margy.
Se sonrieron.
Dixon, con sus caprichos y pasiones, con su oculto núcleo interior, era un terreno secreto que ambos habían explorado. Eran iniciados. Acólitos. Había una extraña intimidad en la comprensión compartida de este fenómeno.
– Y aquí, como dicen en mi pueblo, viene la mejor parte. Un día Dixon está en el Club de Du Sable, y adivina quién está allí. Vaya, el viejo Brady. Cualquiera diría que Dixon iba a coger un cenicero para partirle la cabeza. En cambio, lo trata con toda cordialidad. Le da la mano. Le dice que se alegra de verlo, lamenta que hayan perdido el contacto, todas esas chorradas. Y Brady, que no sabía si sonreír o mearse encima cuando apareció Dixon, siente un gran alivio. Dixon le da su tarjeta. Brady está trabajando como asesor en una oficina y Dixon le empieza a enviar trabajo. Yo no podía creerlo cuando veía los cheques. Lo llamé por teléfono y le pregunté qué demonios estaba haciendo. Dixon me respondió: «Déjame en paz, conozco mi negocio». Pensé que le habían hecho un cambio de personalidad o algo por el estilo. Se había vuelto blando. Tal vez había escuchado a Graham.
Margy bebió un sorbo y Stern brindó con ella. Nunca había visto ese aspecto de Margy. Era una narradora de la vieja escuela. Necesitaba un porche y una botella de whisky de maíz. Al escucharla, Stern intuyó que Margy había crecido observando a los hombres, admirándolos, cautivada por ellos en cierto modo. Tal vez ésa era la clave de su apego por Dixon y los aventureros de los mercados.
– De un modo u otro, lo cierto es que Dixon y Brady volvieron a ser compinches. Salían juntos con sus esposas. Brady es uno de esos tíos casados con una mujer flacucha que siempre quiere más. ¿Sabes a qué me refiero? Ella tiene que compensar algo, no sé qué. Pero iban juntos al teatro y a cenar. Tal vez salieron contigo y con Clara.
– No recuerdo nada de eso.
– No -se corrigió Margy-. Tienes razón. Pero un día yo estaba hablando con un tío, no recuerdo quién, y me comentó que Brady regresaría a MD para encargarse de mis transacciones en Kindle. Dixon no me contestó, ya sabes cómo es, pero yo lo confirmé. Todos habían oído el rumor. Vino un aviso de la oficina de Kindle. Iba a hacerse un gran anuncio. Dixon organizó un costoso almuerzo en Fina's. Llamó a todos sus personajes importantes. Yo también asistí. ¿Sabes?, todos estábamos sentados allí, pasándolo bien. De pronto Dixon miró a Brady y le dijo, delante de todos, hecho unas pascuas: «De paso». -Margy bebió un sorbo y miró a Stern a los ojos-. «Anoche me follé a tu mujer.» Así como te digo. Y además era cierto. Dixon no miente en eso. ¿Te lo imaginas? Reunió a ocho personas para que lo oyeran. El almuerzo terminó antes de que sirvieran la sopa. No es broma. Créeme, eso causó cierta conmoción aquí. Por eso te digo que nadie jode a Dixon.
Stern guardó silencio. Cogió la botella y terminó el vino.
– Notable -comentó al fin.
Lo decía en serio. La historia lo alarmaba. La verdad acerca de Dixon siempre era más desagradable de lo que él podía imaginar.
– ¿No crees? A veces pienso que Dixon tendría que consultar con un médico; no hace las cosas según lo establecido.
Stern soltó una risotada, pero Margy le clavó una mirada achispada y reprobatoria, como para advertirle que había cosas que no entendía. Esa mujer comprendía aspectos de los hombres y las mujeres, sobre la carnalidad, que a él se le escapaban.
– Volvamos a esos aburridos papeles -propuso Margy, sonriendo. Se levantó y alisó la falda y la blusa. Pero no había concluido. Por un momento pareció confundida y desvió la mirada. Mientras contaba la historia, su propio dolor por Dixon había aflorado. La angustia la había vuelto menos atractiva, le había contraído los rasgos-. Ese hijo de puta -exclamó de pronto, meneando la cabeza.
Stern se conmovió ante el tono atribulado de la seductora Margy, una cuarentona con su carrera y su vida a la sombra de la montaña de Dixon.
Stern extendió el brazo y le rozó la mano.
– Bien, eres un chico amable, ¿verdad? -observó ella.
Stern supo lo que ocurría. Ahora que había bebido bastante, comprendió lo que había sabido durante horas, desde que ella lo había mirado de aquel modo y le había preguntado con aparente indiferencia acerca de las mujeres que lo acuciaban. Debajo de todo ello tal vez se escondía el tirón de la soledad, la añoranza del alma aislada, pero ahora, a la deriva en la corriente del alcohol, la caliente picazón de la avidez lo colmó. El pulso se le aceleró mientras esperaba la siguiente maniobra.
No tuvo que esperar mucho. Margy volvió por unos instantes a los documentos, habló, murmuró, de pronto alzó los ojos con un aire ebrio e intenso. Si hubiera estado sobrio, tal vez le habría resultado cómico que una mujer le clavara una mirada tan caliente como para reblandecer la pintura. Pero no lo estaba. Se quedó mirándola mientras ella se levantaba y luego se recostaba para besarlo en el sillón de brocado. Tenía los labios agrietados y un poco duros. La carne que había comido le había dejado un regusto de sal.
– ¿Qué te parece esto?
Le apoyó los senos contra la cabeza. Suaves como palomas. El fuerte olor del perfume de Margy lo envolvió y sintió en la mejilla el contacto de una prenda íntima de seda. No se movió. Estaba seguro de que recibiría nuevas instrucciones.
Ella lo besó de nuevo, luego lo soltó y fue al cuarto de baño. Hubo un gorgoteo de agua. Stern se desplazó hacia el borde de la cama, tratando de despejarse. Estaba borracho. La habitación parecía ondular en el mundo periférico que había más allá del rabillo del ojo. Sólo necesitaba un poco de valor.
Se apagaron las luces. Margy estaba junto al interruptor. Ahora sólo llevaba la blusa de seda color jazmín, que estaba desabrochada a la altura del pecho y le colgaba como un salto de cama. Tenía las piernas desnudas, el cabello suelto; sin su traje elegante y sus zapatos de tacón alto parecía mucho más frágil. Llevaba la falda y unas prendas de seda en la mano. Ladeó la cabeza.
– Bien, mira quién está de suerte -susurró Margy.
Stern apagó la lámpara. Al cruzar la habitación para abrazarla, derribó dos o tres pilas de documentos. Ella era mucho más menuda de lo que parecía, un poco más baja que él, pero sólida. La boca era como carne cruda.
Fue un momento extrañamente acogedor. Ella incluso se echó hacia atrás para reír. Él le bajó la blusa, le acarició el pecho y se arqueó para besarle el pezón. Ebrio como estaba, se movió con torpeza y ambos rodaron a la cama. El contacto corporal, en todos sus detalles, la textura de la carne, la ubicación precisa de codos y rodillas, le comunicaba la excitante noticia del encuentro con otra mujer, pero también lo inundaba la sensación de algo familiar; se sentía más sereno de lo que había imaginado. Era revivir ese viejo contacto entre hombre y mujer, nada más. Ella le aflojó la corbata, le abrió la camisa. Entretanto lo envolvía con la pierna y Stern bajó la mano hacia la cavidad húmeda y resbaladiza. Ella se había lavado y los dedos se deslizaron hacia el interior, y esa dulce calidez lo excitó tanto que soltó un gruñido.
Al cabo de pocos minutos estaban unidos. Margy se abandonó a su propio éxtasis. Cerraba los ojos y tarareaba extrañamente mientras Stern se movía, apretándose contra él con cada impulso. Todo tenía el aire de algo ensayado, Margy sabía cómo proteger sus intereses. Hacia el fin le apoyó una mano en la cadera y lo retuvo donde quería, se lanzó hacia él por última vez y alcanzó la cima gimiendo y hundiéndole las largas uñas rojas en la espalda. Stern se excitó al pensar en esas uñas rojas clavadas en su espalda pálida y al ver la agitación y el creciente jadeo de Margy, y entonces se corrió, olvidando por un instante ese cuerpo que se agitaba contra el suyo, y luego despertó a esa mujer suave y perfumada que se aquietaba casi al mismo tiempo que él. Ella lo abrazó con gratitud y camaradería.
– Sensacional -dijo, un comentario que a Stern le pareció más un elogio del proceso que de él mismo. Margy aún cerraba los ojos y sonreía. Tenía el maquillaje descompuesto, el lápiz y la sombra corridos bajo la comisura de los ojos, y el exceso de barbilla, doblada bajo la cara, revelaban una línea de piel azulada y pálida donde no llegaba el maquillaje. La familiaridad de Margy con las circunstancias, su comodidad en los brazos de un extraño, era todo un fenómeno. Tiempo atrás había jurado tomar todo aquello que le apeteciera.
Lo besó detrás de la oreja y se apartó, aferrando las almohadas. Con la confianza de una esposa, acomodó las caderas para apoyarlas contra el flanco de Stern y en un instante se durmió, tan pronto que Stern de algún modo comprendió que este momento de refugio era en realidad más importante para Margy que lo anterior. Para ella, él era un hombre junto al cual podía dormir en calma. Murmuró algo en sueños. La luz, supuso Stern. Se le acercó para escuchar.
– Oh, Dios -exclamó al oírla.
Luego la abrazó, se acomodó junto a ella, apagó las luces y se durmió.
«No nos cobres -había susurrado ella-. No nos cobres el tiempo adicional.»
Despertó, se irguió, miró la oscuridad sin saber dónde estaba hasta que reconoció la silla donde colgaba su traje. Recordó: el hotel, Chicago, Margy. Aún percibía la forma de ella al lado, pero no se atrevía a tocarla. Sentía un aguijón doloroso en la sien. Buscó el reloj en la mesilla de noche y advirtió que podía descifrar los jeroglíficos de los números digitales azules de la radio-reloj: 3.45. Pero no fue eso lo que le llamó la atención, sino el calendario, en números más pequeños.
Se quedó sentado en el borde de la cama, calculando mientras Margy respiraba en la oscuridad.
Cuarenta, pensó. Desde que la encontró en el garaje. Cuarenta días, exactamente.
Cuando despertó, Margy estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, con la camisa de Stern. Tenía delante montones de documentos fotocopiados y se apoyaba la cabeza en una mano.
– Bien, he logrado averiguarlo -dijo-. Es un pillo, sin duda.
Stern, desnudo, encontró los calzoncillos al lado de la cama y corrió un poco la cortina. El sol despuntaba en un cielo nublado. Fue al cuarto de baño. Tenía una sensación pastosa en la cabeza y la boca. ¿Una resaca? Buscó las gafas en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Qué es esto?
– La cuenta de errores no tiene buen aspecto. -Margy se tendió de bruces. Tenía el trasero desnudo y su posición en la cama le abultaba los senos de manera insinuante. Stern trató de ordenar las ideas. Era viudo, estaba en ropa interior, en una reunión de negocios, y el pene se le estaba endureciendo. Ella cogió una copia de la citación y subrayó cuatro operaciones grandes, cuatro fechas diferentes-. Ahora estos tíos van a mover el mercado, ¿verdad?
Tal vez a causa de la distracción, Stern tuvo un momento de confusión. Luego recordó la explicación de Dixon: grandes pedidos, mil contratos de golpe causaban fluctuaciones bruscas en los precios.
– Oferta y demanda -observó.
– Exacto. Ahora supongamos que tu cliente viene al foso con un enorme pedido de compra que disparará los precios. Tú eres un pillo y quieres ganarte un par de perras. ¿Qué haces?
– ¿Compras lo que el cliente desea?
– Exacto.
– ¿Antes que el cliente?
– Exacto.
– Y vendes cuando el mercado está en alza.
– Ya lo creo. Tienen muchos nombres para eso. «Trato anticipado.» «Operar antes que el cliente.» Pero han practicado este juego desde que existe mercado.
Margy alzó los ojos. El cabello revuelto parecía más oscuro y la falta de descanso le había hinchado los ojos Aun así, esa mujer cálida, inteligente y enérgica era un bonito espectáculo. Stern advirtió que nunca se quitaba los pendientes, pequeñas bayas doradas.
– Supongo que el personal de asuntos legales está alerta a estos asuntos.
– Desde luego. Si la bolsa te pilla en esto, estarás en aprietos. Y siempre están buscando.
– ¿Por qué se han eludido aquí esas precauciones?
– Cuenta de errores.
– Cuenta de errores -repitió Stern.
Mientras ella se movía de bruces, la camisa había dejado al descubierto un pecho pálido que descansaba sobre la manta. Stern se había sumido momentáneamente en la conversación, pero al verlo sintió otras inclinaciones. La libido era como una puerta oxidada: una vez abierta, no se cerraba con facilidad. Cogió un papel de la cama para disimular la erección.
– Tengo que admitir que el viejo pillo es un experto. Nunca había pensado en esto. La cuenta de errores sirve para eliminar problemas. A veces vendemos o compramos un producto cuando el cliente quería otro. O compramos tres embarques y el cliente quería dos. Cualquier tipo de torpeza. Un número de cuenta equivocado. En cuanto alguien nota el error o cuando se queja el cliente, la transacción se desplaza a la cuenta de errores. Si no podemos desplazar la transacción, cerramos la posición… vendemos lo que compramos o compramos lo que vendimos. ¿Me sigues?
– Sí.
– Ahora suponte que soy un pillo muy listo y quiero adelantarme a mis clientes sin que me atrapen. Compro un poco en Kindle de algo que sé que van a comprar en gran cantidad en Chicago. El precio sube en ambos lugares. Sólo tengo que esperar a que el mercado salte. Y no lo hago en mi nombre. Cometo un error. Deliberado. Número de cuenta equivocado, por ejemplo. Luego, cuando el mercado está en alza, vendo esa posición.
– ¿De nuevo con un número de cuenta equivocado?
– Así es. Dos días después, cuando se despeja la humareda, ambas transacciones figuran en la cuenta de errores. El departamento legal ni se fija en Kindle, y aunque lo haga no pilla a nadie comprando con antelación. Sólo ve un error tonto. Pero cuando cerramos las dos posiciones, la compra y la venta, tenemos pingües beneficios en la cuenta de errores.
Stern meneó la cabeza asombrado.
– ¿Cuánto? -preguntó.
Margy se encogió de hombros.
– Aún no he hecho el cálculo. Pero aquí hay cuatro transacciones que llegaron a cien mil. Yo diría que ganarías seis veces esa cantidad. No está mal por un par de llamadas telefónicas mientras te rascas el trasero.
Seiscientos mil, pensó Stern. Klonsky no andaba tras una infracción menor.
– Sólo que esta pequeña estafa no parece típica de nuestro amigo el pillo -dijo Margy.
Stern había pensado lo mismo. Los beneficios no compensaban los riesgos para un hombre con la posición de Dixon. Pero Margy se rió de la idea cuando Stern lo dijo.
– Oh, te follaría en el suelo por unas perras, mucho más por medio millón. No, no se trata de eso. Simplemente no parece el estilo de Dixon. ¿Nuestros clientes? Son su religión. No me lo imagino haciéndoles esta faena. Dixon es leal. -Cogió las manos de Stern-. Pero sé que lo hizo.
– ¿Porque tienen que informarle antes de una transacción de gran volumen? -dijo Stern, recordando que Dixon lo había admitido en la oficina.
– Sobre todo. Mucha gente de la empresa sabe qué estamos haciendo. Pero si yo robara quinientos, seiscientos mil dólares, ¿iba a esconderlos en tu bolsillo? Es error de la empresa. Y naturalmente Dixon Hartnell es la empresa. Es dueño de MD Clearing Corp, MD Holding Corp, Maison Dixon. Todo el juego le pertenece. Tal vez esto sea algún juego tonto que estaba practicando para divertirse.
Stern reflexionó sobre la idea de que Dixon cometiera delitos para divertirse. No era imposible. Nada era imposible con Dixon.
– ¿Y qué ocurrió con el dinero?
Stern pensaba en las citaciones que el gobierno había entregado en el banco de Dixon.
Margy se volvió sobre la espalda y meneó la cabeza para indicar que no lo sabía. Los pechos se le aflojaron sobre el busto; debajo de la barbilla, donde terminaba el maquillaje, se apreciaba un borde de piel pálida, como si años de tratamientos cosméticos le hubieran absorbido el color de la tez. Esos defectos significaban poco para Stern, que aún estaba excitado.
– No puedo saberlo sin estudiarlo un poco más. ¿Quieres saber qué sospecho yo?
– Por favor.
– No hizo nada con el dinero.
– ¿Nada?
– Nada. Lo dejó allí. Es lo que yo haría. La cuenta de errores siempre es deficitaria, pues cuando te equivocas con un pedido y el cliente gana dinero, no te dice que es un error. Acepta la transacción. Sólo te enteras de los perdedores. Y así debe ser. El precio de hacer negocios. Puedes perder cuarenta mil un mes y, si comienzas a tener ganancias, de pronto sólo pierdes dos mil al mes. ¿Entiendes? Nadie se entera de la diferencia. Salvo el viejo pillo. Porque al final del año, esos seiscientos mil reaparecen en el fondo. Como si se diera una bonificación.
– Muy astuto -observó Stern-. Eres muy lista al deducir el plan, Margy.
Le besó el dorso de ambas manos.
– Oh, soy una ramera lista -dijo ella, sonriendo. Stern se preguntó de quién sería esa frase, quién la habría llamado así. Parecía que lo estaba repitiendo. Stern, naturalmente, podía adivinarlo-. Pero no la más lista.
– ¿No? -preguntó Stern, sentándose en la cama junto a ella, que esperaba tendida de espaldas-. ¿Y quién lo es?
– Ya sabes quién. Nunca lo pillarán. Sólo necesita llamar al despacho de pedidos para colocar estas transacciones que terminaron en la cuenta de errores. Lo hace veinte veces al día. Nadie recordará que llamó. Además, en todo este caos no hay un solo papel que tenga sus iniciales. Dirá que cuarenta personas más pudieron hacerlo. Telefonistas. Representantes. Pude ser yo misma. -Margy sonrió-. Pueden pensar que fue él. Pueden saber que fue él. Pero no pueden probarlo.
Margy había visto televisión y había oído estas frases; tal vez estaba imitando a Stern. Desde luego estaba convencida. Dixon también lo estaba, pensó Stern, al recordar sus promesas telefónicas de venganza. Su cliente estaba envalentonado después de los anteriores éxitos con el Servicio Fiscal Interno y su conocimiento de que el gobierno había corrido a examinar sus cuentas bancarias cuando el dinero no había salido de la compañía. Pero Stern no estaba tan seguro. Los ayudantes de la fiscalía eran a menudo avezados investigadores financieros. Al principio podían cometer errores, pero si Margy tenía razón en sus sospechas de cómo había manipulado Dixon sus mal conseguidas ganancias, los fiscales al fin las descubrirían en manos de él y llegarían a las mismas conclusiones. Dixon seguía en peligro.
– Debería hablar con los empleados de MD que recibieron estos pedidos en el despacho de Kindle para cerciorarme de que no tienen tan mala memoria como supones -dijo Stern.
Convendría recordar a quien hubiera tratado directamente con Dixon que esos episodios habían ocurrido en el pasado y que cada día recibían una abrumadora cantidad de pedidos; Stern tendría que hacerlo pronto, antes de que el FBI localizara recuerdos contrarios. Margy prometió buscar las facturas de pedidos y enviarlos a Stern; él podría identificar a los solicitantes y establecer contacto directo. Ella enviaría un memorándum a Kindle para pedir a todos los empleados del despacho que colaboraran con el abogado.
– Desde luego, la situación no es precisamente cómica -comentó Margy-. La bolsa hará temblar a la compañía. Nos impondrán multas y censuras y armarán un gran revuelo. Luego le pasarán los datos al CFTC para que también organice escándalo. Pero nuestro amigo estará bien. Armará tanto alboroto como ellos, quejándose de que semejante cosa pasara ante sus propias narices. Luego despedirá a alguien para proteger su glorioso trasero. -Margy ladeó la cabeza de modo que sus ojos quedaron a la altura de la hinchazón de los calzoncillos de Stern. Sonrió, y Stern pensó que se burlaba de él, pero en realidad seguía pensando en la persona a quien Dixon despediría-. Tal vez a mí -suspiró con una sonrisa tristona-. Tal vez a mí -repitió, y alzó los brazos riendo para buscar consuelo en Stern.
Cuando se despidieron en la puerta de la habitación, Stern prometió llamarla.
– Me gustaría -respondió Margy simplemente.
Era evidente que no le creía; los hombres siempre decían lo mismo.
En cuanto el taxi lo dejó en el aeropuerto O'Hare, Stern hojeó las páginas amarillas y envió un enorme ramo sin tarjeta a la oficina de Margy. Sentado en la estrecha cabina, detrás de los tabiques de acero inoxidable perforado, evocó imágenes de la noche pasada y de la mañana y sintió un escalofrío de excitación. ¿Era él, Alejandro Stern, abogado, hijo de un país católico, quien se revolcaba en la cama unas horas atrás? Pues sí. Tenía el espíritu alerta, la bandera desplegada. Conservaba en los labios el sabor humoso de Margy, la suavidad de sus prendas de seda en la palma. ¿Cuándo regresaría? Se rió en voz alta y una mujer de otra cabina lo miró con severidad. Ligeramente avergonzado, de pronto halló una astilla enterrada en el corazón. Gratitud. Oh, sí, estaba agradecido a Margy, a toda la raza femenina que, increíblemente, había resuelto aceptarlo una vez más. Con la mano en el teléfono, reflexionó sobre la bendición del abrazo de otro ser humano.
En la puerta, la azafata anunció que el avión que realizaría el corto vuelo de regreso saldría con retraso. «Problemas técnicos.» ¡Como de costumbre! Stern, a pesar de su euforia, no podía librarse de su odio hacia aquel aeropuerto, con sus interminables pasillos y su luz enfermiza, los cuerpos apiñados y las caras preocupadas. Fue a la sala de espera, cuero negro y granito, y telefoneó a su oficina.
– Claudia, por favor, llama a la ayudante Klonsky y concierta una cita para el viernes. Dile que deseo entregar los documentos que ha solicitado a MD.
Hacía un mes que Stern no hablaba con la ayudante del fiscal. Raphael había llamado para solicitar una prórroga de una semana y Klonsky le había respondido con exasperación. A Stern no le gustaba irritar a los ayudantes, pues no era su estilo y además la hostilidad entre abogados complicaba los casos. De algún modo tendría que hacer las paces con Klonsky. La vida del abogado, pensó, siempre conciliando. Jueces. Fiscales. Clientes.
– ¿Quiere sus mensajes?
– Sí, por favor.
Stern estaba sentado en un sofá, el aparato de teléfono estaba insertado en la tabla de granito de una mesa de cócteles. Claudia dijo que había llamado Remo Cavarelli, un viejo malandrín que una vez más estaba en apuros y quería la fecha de su próxima presentación ante la juez Winchell. También había un mensaje de una tal Helen Dudak, quien deseaba hablar con Stern. Cuestiones personales. Había telefoneado Cal Hopkinson. Novedades, pensó Stern con una súbita oleada de un sentimiento indefinido, interés o aprensión, en cuanto oyó el nombre de Cal. Pidió a Claudia que lo llamara, pero la secretaria dijo que Cal estaba ocupado. Stern esperó un poco, luego decidió llamar más tarde y marcó el número que había dejado Helen. Le había dicho que trabajaba en su casa, con auriculares conectados al teléfono y un pequeño micrófono colgante, más pequeño que un dedal. La imaginó así.
– Continúo con la conversación donde la dejamos la otra noche -dijo Helen.
– Sí, desde luego -respondió él, sin saber bien a qué se refería.
– Quería invitarte a cenar aquí. Dentro de dos semanas. Nosotros dos.
– Ah -dijo Stern, y el corazón le dio un vuelco.
¿Ahora qué? Sin duda Helen tenía buenas intenciones y era encantadora. Pero ¿podría él afrontar tantas complicaciones? Sí, dijo de pronto una voz. Claro que sí.
Pero tras haber aceptado, pensó en Margy y se enfadó consigo mismo al colgar el teléfono. Comer, después de todo, no era una forma de relación sexual. Pero, pensó luego, se estaba transformando en todo un seductor. En la atestada sala de espera del aeropuerto, mientras los viajeros retrasados murmuraban por doquier, rió una vez más en voz alta.
Esta vez consiguió hablar con Cal.
– ¡Sandy! -exclamó-. ¿Dónde estás?
Cal le contó la historia de su más reciente retraso de vuelo en el O'Hare.
Stern al fin le preguntó por el banco.
– Por eso te llamaba -dijo Cal-, para ponerte al corriente de la situación.
El personal del River National, dijo Cal, estaba neurótico con esa transacción en la cuenta de Clara. Cada vez que había un testamento de por medio, el banco se preocupaba por todo: el tribunal testamentario, la fiscalía. Insistía en recuperar hasta el último documento antes de una reunión. Cal quería que celebraran una la semana siguiente. Hablaba con ese aire triunfal que Stern mismo adoptaba a menudo ante los clientes, describiendo sus conversaciones con banqueros y escribientes como si fueran batallas campales.
– Muy bien, Cal -concluyó Stern.
No quiso ser otro cliente con quejas y terminó la conversación en vez de decir lo que opinaba. Cal se mostraba demasiado cordial para ser enérgico (él también querría ver todos los documentos) y tal vez no estuviera en posición de presionar a los banqueros, quienes probablemente le enviaban clientes ricos que necesitaban formar fondos fiduciarios o actualizar testamentos. Pero sería injusto culpar a Cal por las complicaciones que había creado Clara. Stern había vivido décadas sin saber con exactitud qué ocurría detrás de la grácil fachada de Clara. Sin embargo, las preguntas persistían. Esa efervescente frustración hervía de nuevo en su interior.
Marcó de nuevo el número de su secretaria.
– Claudia, ¿ha llamado el doctor Cawley?
Después de esa velada en casa de Kate y John, Stern había perseguido a Nate y le había dejado mensajes en la oficina, el hospital, la casa, para que llamara al laboratorio. Stern no estaba seguro de que Nate hubiera recibido los mensajes e ignoraba si podía contar con él. A fin de cuentas, Nate tenía otras preocupaciones.
– ¿Intento llamar al consultorio? -preguntó Claudia.
Stern tamborileó sobre la mesilla pero no respondió. En la pista unos obreros montados sobre un andamio móvil lavaban un 747. Stern pensó en personal del zoológico y una jirafa. Naturalmente, él podía ir en persona a Westlab. Como albacea de Clara, tenía derecho legal a preguntar. Pero si los administradores de Westlab eran quisquillosos con la intimidad, tal como Nate sospechaba, Stern necesitaría credenciales para las cuales tendría que involucrar a Cal. Más le valía ser paciente. Tarde o temprano Nate lo averiguaría.
Pero aquí surgía una nueva irritación, más persistente que su curiosidad acerca de Clara, que parecía mecerse con la marea de su dolor. Stern tardó sólo un instante en identificarla: Peter. La sospecha surgida en casa de Kate y John, de que su hijo lo había burlado, resultaba difícil de aplacar. Sabía que era injusto e indigno suponer que Peter, en su gran angustia, había tenido la presencia de ánimo o la astucia para manipular a su padre respecto de la autopsia. Pero Peter había insistido mucho. Aún recordaba su voz resonando en el pasillo mientras acusaba a aquel polizonte desconcertado, el frenético destello en los ojos de Peter. Había preguntas pendientes. Con Peter siempre las habría.
– Claudia, por favor, ponme con la central de policía de Kindle.
En cuanto lo dijo, Stern sospechó que era un error. Durante su carrera profesional había hecho todo lo posible para evitar a la policía. Al final sólo creaba problemas. Dio a la operadora el nombre y distrito que buscaba y se consoló con la idea de que el viejo policía no estaría allí. Como se decía siempre, nunca estaban allí.
– Ray Radczyk.
– Alejandro Stern, teniente.
– Que me cuelguen. ¿Cómo se encuentra usted, Sandy?
– Tirando. -Oyó el bip de la línea por encima del habitual rumor de la comisaría. El viejo policía parecía realmente contento de tener noticias de él. Stern aún no podía recordar la relación. Había pensado sobre ello un par de veces, una divagación que se juntaba a muchas otras cuando evocaba esa tarde-. ¿Aún tiene ese archivo con mi nombre, teniente?
– Oiga -rió Radczyk-. Tengo un trabajo, igual que usted. Nunca ha habido un archivo. Usted lo sabe.
– Desde luego -respondió Stern.
Recordó que el tal Radczyk no era mal tipo. Para ser policía, desde luego.
– ¿Dónde está usted? Parece como si habláramos con latas.
Stern explicó:
– O'Hare. Un retraso.
– Lo lamento -dijo Radczyk.
– Teniente, hay una pregunta con la cual jamás lo molestaría si no me sobrara un momento.
– No es molestia. Adelante.
Stern hizo una pausa.
– Me preguntaba si el forense descubrió algo inusitado en relación con el examen de mi esposa.
Radczyk vaciló. Al escuchar su propia voz, Stern comprendió que la pregunta repentina parecía muy rara. Radczyk se tomó su tiempo.
– Sé que lo consideró suicidio, desde luego. Yo iba a llamarle, luego pensé, qué diablos…
– Entiendo -lo interrumpió Stern. Ambos callaron un instante. Stern ahuyentó a un camarero de chaqueta blanca que se acercó para ofrecerle una copa-. Comprendo que es una pregunta sorprendente…
– No hay problema. Déjeme desenterrar el informe. Lo recibimos de vuelta hace un par de semanas. Deme un número y lo llamaré dentro de un par de minutos.
Stern leyó el número de la cabina. ¿Qué haría Radczyk? Tal vez haría señas a otro para que cogiera un supletorio, o se cercioraría de que el sistema de grabación de llamadas estaba en marcha.
Pasó una mujer alta, cincuentona, vestida de rojo: llevaba un traje de seda con falda recta y ceñida, y un sombrero negro a juego con la ropa, las medias también eran negras. Una figura elegante. Miró hacia Stern y desvió los ojos, pero durante ese instante de contacto con aquellos ojos oscuros Stern pensó en Margy y creyó estar de nuevo entre sus brazos, como si de pronto hubiera atravesado las puertas de una película para quedar inundado por la luz y las imágenes de la pantalla: Margy, de pie junto al interruptor, las piernas desnudas y los senos curvos, la blusa desabrochada, el triángulo negro visible abajo, las uñas brillantes rozándole el cuerpo, el modo de abrir la boca y el color de la tez realzado bajo la profusa luz de la mañana, aun en la frágil piel de los ojos cerrados durante el éxtasis.
Un sonido lo interrumpió. El teléfono.
– Aquí está -anunció Radczyk-. Veamos. ¿Qué necesita usted?
– Es mera curiosidad, teniente. Pensé que tal vez había alguna observación del forense sobre algo inusual.
– Aquí no hay mucho. No se practicó la autopsia. Es lo que usted pidió. Le dije que había objeciones religiosas. No se me ocurrió nada más.
Stern comprendió que Radczyk llamaba por una línea privada. Ningún bip, ninguna grabación. Al menos es lo que parecía. Stern no respondió.
– Es breve y limpio, Sandy. Análisis sanguíneo con un nivel de monóxido de carbono, una copia de la nota y el dictamen del forense. Nada en los informes policiales. Los miré cuando llegaron.
– Entiendo.
Radczyk inspiró un momento.
– ¿Puedo preguntar de qué se trata?
– Un asunto intrascendente, teniente. No tiene importancia.
– Entiendo -dijo Radczyk-. ¿Qué clase de asunto?
Con estas preguntas, cobró cierta autoridad. A fin de cuentas, era policía y se trataba de su caso.
Stern se maldijo y procuró ofrecer una explicación convincente: había llegado una factura de laboratorio que lo tenía intrigado. Pero sin duda, repitió, no tenía importancia.
– Podría ir allá para investigar -propuso Radczyk.
La idea sorprendió a Stern y le resultó atractiva. En teoría los registros médicos no se podían revelar sin orden judicial. Pero la mayoría de los corazones daban un vuelco cuando veían una insignia de policía. Los empleados revelaban todo a un agente, cuando no le entregaban el documento. Radczyk podía averiguar tanto como Nate, quizá más. Pero Stern se encontraba demasiado tenso con el policía, sobre todo por este exceso de confianza.
– No quiero molestar, teniente.
– No es molestia -aseguró Radczyk, y bajó un poco la voz-. Todavía estoy en deuda con usted.
Stern no dijo nada.
– Westlab, ¿verdad? -preguntó Radczyk-. Iré personalmente, Sandy. Que quede entre usted y yo. Averiguaré qué ocurre. Tengo que atar todos los cabos sueltos para el informe, ¿de acuerdo?
– Claro -dijo Stern.
– Bien. Tendré algo el viernes, a lo sumo el lunes. Lo llamaré. Buen viaje de regreso.
Stern acunó suavemente el teléfono. Los objetos que veía en la sala de espera -ceniceros, lámparas- habían cobrado una curiosa nitidez. Lo asaltó esa sensación de ahogo que conocía desde la infancia.
Estaba seguro de que acababa de cometer un error.
La recepción de la fiscalía era decrépita. Era como visitar a un abogado solitario con mala racha. La alfombra deshilachada evocaba a un animal con sarna, los brazos de madera de los rectilíneos muebles comenzaban a astillarse y los habitantes eran los personajes típicos de mítines. Un par de chiflados acurrucados en los rincones, echando miradas furtivas y redactando largas e incomprensibles quejas acerca de diversos políticos o el plan de la Comisión Federal de Comunicaciones para lobotomizarlos a través de las ondas aéreas. Testigos y acusados, demasiado pobres o desvalidos para contar con abogados, aguardaban con citaciones del gran jurado en las manos, esperando a los ayudantes que se servirían de ellos. Agentes federales y algún abogado defensor con aire alicaído salían de las oficinas. Y desde luego, Alejandro Stern, eminente miembro del tribunal penal federal, también estaba allí ese día, esperando con dos voluminosas cajas a la señorita Klonsky, quien según la recepcionista estaba hablando por teléfono.
A Stern le gustaba aquella oficina. Los abogados eran jóvenes e inspirados y casi todos sabían que sólo estaban de paso. No permanecían mucho tiempo como ayudantes de la fiscalía. Cinco o seis años era el promedio. Tiempo suficiente para adquirir experiencia y para que cada cual sintiera que había realizado un sincero esfuerzo para aumentar el bienestar de la comunidad, antes de acudir a la llamada de las más verdes praderas del sector privado, donde según Stern estaba la verdadera profesión. Era un buen trabajo. El mejor abogado joven que había tenido Stern, Jamie Kemp, había trabajado en la fiscalía federal de Manhattan. Allí se había dedicado a juzgar casos y a trabajar en una ópera rock donde resucitaba algunas canciones que había compuesto dos décadas antes, cuando había sido una especie de estrella fugaz de la música.
Kemp no era el único que había buscado empleo en el gobierno. Antes de traer al actual fiscal, Stan Sennett, desde San Diego, el Departamento de Justicia había solicitado a Stern que aceptara el puesto. El ayudante principal del senador del estado había invitado a Stern a desayunar en un club céntrico. El joven, que se parecía al cantante Garfunkel, con una melena blancuzca erizada como un diente de león dispuesto a dar semillas, había abundado en adulaciones; fue peor que un funeral. El joven insistió en que la oferta era un elogio a la destreza de Stern, y éste sabía que era la recompensa a una vida en la que nunca se había definido políticamente. Mientras el senador no permitiera al alcalde Bolcarro conceder a sus seguidores puestos federales, sus enemigos conocidos rara vez ascenderían.
Para Stern no resultaba fácil rechazar la perspectiva de ser fiscal federal. Era un puesto muy alto para un abogado. Durante cuatro años Stern podría comandar los ejércitos no uniformados del Servicio Fiscal Interno, la DEA [4] y el FBI y desplegarlos como considerara necesario. Basta de las groseras triquiñuelas de los agentes de drogas. El fin de los despiadados pleitos contra viudas y bomberos por no haber declarado ingresos procedentes de empleos secundarios o certificados de ingreso. Pero, desde luego, tendría que ser fiscal. Tendría que dedicarse a capturar, acusar, castigar, una tríada de innombrables que Stern despreciaba, por tendencia de toda una vida. ¿Podía Alejandro Stern erguirse magistralmente en el tribunal para despertar las pasiones más viles en los jurados, podía suplicarles que infligieran sufrimientos que ellos no soportarían? No, no podía. Estas imágenes descomponían a Stern. No odiaba a los fiscales. Había superado esta sensación al principio de su carrera. A veces admiraba el celo incandescente de esos jóvenes que trataban de arrancar el mal de cuajo. Pero ése no era su papel ni su vocación. Él era Sandy Stern, orgulloso defensor del descarriado. Ningún argentino de nacimiento, un judío que vivía para tener noticias del Holocausto, podía calzarse las botas de la autoridad sin profundos titubeos; más le valía conservar su voz entre las voces, hablar a diario en nombre de esas frágiles libertades, tan mal interpretadas, cuya existencia, más que la acusación, nos definía como decentes, civilizados, humanos. Ahora no podía renunciar a la doctrina de toda una vida.
La ayudante Klonsky terminó de hablar por teléfono. Detrás de la puerta de la oficina, que un solemne guardián situado detrás de un cristal blindado amarillento abría electrónicamente, había pilas de basura. Sonaban teléfonos y martilleaban máquinas de escribir, todavía en uso en plena era de los procesadores de textos. Los ayudantes de la fiscalía, distinguidos abogados jóvenes con brillantes expedientes, se volvían groseros en esa atmósfera y se gritaban en los pasillos.
Stern iba a menudo allí, por lo general con una misión: estorbar, desviar, retrasar. En ocasiones -raras ocasiones, habitualmente al comienzo de una investigación- llegaba para ofrecer un sincero retrato de lo que él consideraba la verdad. Pero con mayor frecuencia la defensa se basaba en la evasión. Debía aprender todo lo posible, revelando sólo lo que el fiscal ya sabía, lo que nunca le interesaría o lo que pudiera confundirlo o distraerlo. Había fiscales que creían en la sinceridad, que exponían su caso como un desafío abierto. Pero para la mayoría el sigilo ejercía una atracción irresistible. Stern apenas podía sugerir ideas, hacer preguntas, saltando de dato en dato como una plaga, mordisqueando la fruta.
– Mis mejores deseos -saludó Stern al entrar en la pequeña oficina de Klonsky.
Morena y robusta, ella se había puesto de pie para recibirlo. Para sorpresa de Stern, llevaba un vestido premamá y un sencillo suéter de algodón azul que todavía le quedaba grande. Objetivamente, Klonsky era una mujer atractiva: ojos grandes, nariz recta, pómulos prominentes, la clase de figura atractiva típica de las camareras de restaurante. Tenía una silueta robusta de proporciones campesinas, piernas y brazos fuertes, busto generoso, aunque este rasgo, según las malas lenguas, era equívoco. En Gil's se rumoreaba que Klonsky había sufrido una mastectomía simple cuando estudiaba derecho. Ergo: la Sin-Tetas. Stern no estaba seguro de la veracidad de esta información -en Gil's, las bromas a expensas de los fiscales se volvían más crueles a medida que transcurría la noche- y ahora volvió a ponerla en duda. ¿Una ex paciente de cáncer se arriesgaría a quedar embarazada, con los cambios hormonales y corporales que ello implicaba?
– Mi hija también está embarazada -dijo-. Nuestro primer nieto.
Se oyó decir «nuestro» pero no tuvo ganas de corregirse. Necesitaría tiempo para decidir de qué otra manera decirlo.
Klonsky parecía haber captado ese desliz. Felicitó a Stern y se interesó por el estado de Kate. Stern había notado tiempo atrás que la afinidad entre las mujeres se intensificaba durante el embarazo, un círculo en el que el hombre no tenía acceso. Pero luego ella añadió, siguiendo la imprevisible lógica que siempre llevaba a la gente a decirlo:
– Mi más sentido pésame.
Él asintió sin decir palabra. Tenía al lado las dos cajas con documentos, cada cual del tamaño de un acordeón. Agotadas las formalidades, ambos esperaron al borde de la hostilidad.
– Creo, ayudante Klonsky, que usted tiene un concepto erróneo acerca de mi cliente.
Ella sonrió con cautela, demostrando equilibrio y confianza. Con el paso de los años, Stern se topaba con más rivales de la edad de sus hijos. Tenía la impresión de que ellos lo encontraban encantador; la acumulación de sus logros le daban un aura de estadista. Los ayudantes se mostraban respetuosos sin abandonar las actitudes que requería el conflicto. A veces Stern se preguntaba cómo reaccionarían Peter y Marta si pudieran ver la naturalidad y la franqueza que introducía en relaciones con personas iguales a ellos. ¿Qué pensarían? ¿Tendrían una revelación o se refugiarían en lo evidente, alegando que esas personas no eran sus hijos?
– ¿En qué sentido, señor Stern?
– Sé que usted sospecha que el señor Hartnell ha cometido un delito. ¿Verdad? -Ella pareció asentir-. Dígame, Klonsky…
– Puede llamarme Sonia, señor Stern.
Stern tomó esa concesión como indicio de que ella se creía fuerte.
– Haga usted lo mismo, pues. Llámeme Sandy, por favor.
– Gracias.
– De nada.
Ella sonrió de pronto, con un destello de diversión ante esas maniobras.
– ¿No está dispuesta a decirme nada? -preguntó el desconcertado Stern.
– No puedo, Sandy.
– ¿Hay un informante? ¿Por eso titubea?
– Sin comentarios.
– Porque ya he llegado a esa conclusión.
– Si hay un informante, Sandy, ignoro quién es.
Era una respuesta inteligente. Los ayudantes a menudo ignoraban la identidad de los informantes, en particular aquellos a quienes se les había prometido que nunca testimoniarían. El secreto pertenecía a los agentes del FBI, quienes realizaban reuniones secretas con sus fuentes y presentaban informes a los fiscales identificando al «colaborador» sólo mediante un número asignado en la jefatura del FBI en Washington.
– El señor Hartnell no es un individuo tímido -explicó Stern-. El ámbito de los negocios está plagado de personas a quienes ha ofendido. Empleados despedidos. Competidores envidiosos. Desde luego, usted sabe que hay que evaluar con cautela los comentarios de esas personas.
Klonsky se apoyó la cara en la mano y sonrió cordialmente. Estaba observando todo, estudiando cómo funcionaba Stern.
– Ya ha tenido problemas -continuó-. El CFTC. Una de las bolsas. O dos. -Y añadió mordazmente-: Por no mencionar el Servicio Fiscal Interno.
Oh sí, pensó Stern. La ayudante tiene un archivo voluminoso. Era de esperar.
– Yo representé a Dixon en todas esas ocasiones. A veces ha antepuesto la expansión de sus negocios a la documentación estricta. Francamente, Klonsky, las bolsas y el Servicio Fiscal Interno exigen un cuidado por los detalles que resultaría difícil aun para la fiscalía federal.
Stern señaló la puerta. A veces, en esa oficina, uno se enteraba de los más graves secretos de un gran jurado sólo con desplazarse lentamente por los corredores. Los jóvenes ayudantes estaban de pie en la puerta, chismorreando acerca de las investigaciones. Se mencionaban nombres. Se apilaban archivos como desperdicios, sin consideración por las confidencias que contenían. Años atrás Stern había visto dos grandes carpetas con el nombre del alcalde Bolcarro, a la espera de que las guardaran, y sintió un retortijón de dolor ante la falta de éxito del gobierno. Esta observación hizo reír a Klonsky.
– Es usted maravilloso. Stan Sennett me advirtió de que usted entraría por esa puerta para persuadirme con su encanto, y en efecto eso está haciendo.
– ¿Yo?
Conservó un aire de humilde inocencia, pero registró con cierta preocupación el nombre de Sennett.
Stern y el actual fiscal no se admiraban mutuamente. La relación databa de por lo menos doce años atrás, del período en que Sennett era un fiscal estatal y nunca ganaba un juicio cuando Stern era el defensor. En cualquier caso, la herida se había agudizado últimamente. En una de sus raras apariciones en el tribunal, en enero, Sennett había sido fiscal en un caso donde Stern representaba a un concejal acusado de recibir favores sexuales y pagos en efectivo de miembros del personal. Stern había vilipendiado al principal testigo del gobierno, a quien definió como informante profesional, un presunto detective privado que parecía encontrar una figura prominente para derribar cada vez que sus dudosas actividades le creaban problemas. El concejal fue declarado culpable de un solo cargo -una infracción fiscal- y conservó el puesto, mientras Sennett tímidamente se proclamaba victorioso y se convertía en el hazmerreír de la prensa.
Se trataban con amabilidad -Stern era amable con todos- pero el recuerdo perduraba y el resentimiento era profundo. Resultaba significativa la inadvertida confesión de Klonsky de que había consultado al fiscal sobre este caso. Con quinientos sumarios al año y el triple de investigaciones por gran jurado, sólo los asuntos de suma importancia llegaban a su oficina. Las cosas no pintaban bien. Dixon se estaba creando enemigos peligrosos.
Klonsky pidió los documentos que había solicitado y Stern colocó las cajas en el escritorio. Ella se levantó con cierta torpeza, insegura de las dimensiones de su cuerpo, y enfiló hacia el pasillo para traer su archivo. A solas, Stern examinó las pertenencias de esta angosta oficina. Trabajando sin cesar como joven abogada, Klonsky no establecía diferencias entre el hogar y el lugar de trabajo: las pasiones de su vida privada se manifestaban aquí. Entre los inevitables diplomas y títulos colgaba un óleo estilo Kandinsky, y un estandarte de un desfile por la paz mundial se estiraba entre los anaqueles. Los libros no eran sólo aburridos tratados legales, sino hileras de libros de bolsillo. Había bastantes novelas europeas y muchas obras políticas. Stern vio varias veces el nombre de Betty Friedan y el de Carl Jung. El anaquel inferior parecía ser el lugar de honor. A un lado había una fotografía de Klonsky con un hombre corpulento de pelo rizado, mucho más joven que ella. Había cuatro libros entre sujetalibros de plata: tres volúmenes delgados, que parecían de poesía, todos de un hombre llamado Charles, y un libro de tapas duras llamado La enfermedad como metáfora. Del otro lado, en un marco de metacrilato, la instantánea de un niño tenía pegada un torpe dibujo infantil con una inscripción garrapateada.
– ¿Su hijo? -preguntó Stern, señalando la foto del niño cuando Klonsky regresó con una carpeta apoyada en el cuerpo.
Como temía Stern, la carpeta tenía un grosor considerable.
– El hijo de Sam, mi esposo. Vive con la madre. Éste es nuestro primero.
– Maravilloso -dijo Stern.
Una alegría especial. Procuraba mantener una relación amistosa con aquella mujer.
– Maravilloso o loco -replicó ella-. Yo digo que es un embarazo geriátrico. Mi ginecólogo está totalmente aterrado. ¡Una abogada de cuarenta y un años con historial médico! Teme que se dupliquen sus problemas de mala práctica profesional.
Stern sonrió afablemente, pero no ofreció ningún comentario. Historial médico, advirtió.
– A veces creo que estoy loca por empezar a esta edad.
– Bien, usted dice que su marido tiene experiencia.
– ¿Charlie? No sé si él ha notado que estoy embarazada.
Se echó a reír pero desvió los ojos mientras sopesaba algún pensamiento íntimo. Stern supo que habían llegado de repente al fin de ese camino.
Klonsky tendió las manos hacia los documentos, ordenados y sujetos con banda elástica, que Stern había apilado sobre el escritorio. Estaban organizados transacción por transacción y ella los comparó con la citación. Mientras Klonsky trabajaba, Stern empezó a hacer preguntas discretas. Él había examinado atentamente los documentos y no había encontrado nada excepcional. Al parecer no había manipulación de los mercados, ni traslado de operaciones dudosas a cuentas discrecionales, ni recargos dobles a los clientes, ninguna estafa por la cual el cliente debiera pagar un precio más alto del que ofrecía la bolsa.
– A partir de estos documentos resulta muy difícil imaginar qué alega el informante. Usted no ha solicitado documentos de una sola cuenta controlada por Dixon. Aquí nada está relacionado con él.
Ella movió fugazmente los ojos castaños. Desde luego, Stern no había mencionado la cuenta de errores, ni los documentos que Klonsky había pedido al banco de Dixon. No estaba dispuesto a desmentir la impresión de que era tan ignorante como el gobierno deseaba que fuera.
– ¿Puedo hacer una pregunta? -dijo Klonsky de repente.
– Desde luego.
– ¿Por qué le importa si hay un informante? Supongamos que lo hay.
Vaya, pensó Stern.
– ¿No cree que la persona involucrada tiene derecho a saber qué clase de delito le atribuye ese informante? -Iba a llamarla por el nombre de pila, pero no se sentía cómodo con Sonia y le parecía demasiado formal volver a Klonsky-. ¿El señor Hartnell debe cruzarse de brazos mientras el gobierno determina si puede unir un papelito con otro hasta tener un caso preparado y estar dispuesto a destruir literalmente sus negocios y su vida?
– No sé en qué puede afectarlo esperar ahora.
– Él puede colaborar. Si entiendo lo que dice el informante, puedo llamar la atención de usted sobre ciertos asuntos pertinentes.
– Y también puede identificar a los testigos de antemano, influir sobre ellos y hacer lo posible por controlar el flujo de información.
Stern la miró fijamente un instante.
– En efecto -murmuró.
No pudo contener una mueca. Los rumores acerca de ella eran correctos. No porque la ayudante se equivocara en su evaluación de las intenciones de Stern, pero había cierta ingenuidad en el modo en que pretendía inhibirlo. Lo supiera Klonsky o no, se trataba de un conflicto, un proceso, no la búsqueda del Santo Grial. Cuando ella arrastraba a testigos intimidados a la sala del gran jurado, donde los abogados no podían acompañarlos, donde los espantaba el temor a cada indiscreción, cada desliz, y reducían a esas personas a una servil ansia de satisfacer a los fiscales, eso no era influencia para Klonsky. Era el gobierno trabajando. Pero si el abogado del posible acusado hablaba con los testigos, examinaba sus documentos y trataba de equilibrar sus declaraciones, eso rayaba en el soborno. El problema era simple: todavía era una novata. Pobre Sonia Klonsky. Más de cuarenta años y tanto que aprender. Se sintió defraudado.
– Está usted enfadado -dijo ella.
– No es eso.
– No quise sugerir que usted haría algo poco ético.
– No lo he interpretado así.
Stern pasó otro momento descargando las cajas, sacando fajos de documentos con los bordes ennegrecidos por el papel carbón.
Klonsky aún estaba desconcertada por su cambio de actitud.
– Creí que sólo teníamos… -Agitó la mano-. Una conversación.
– No estamos de acuerdo -replicó Stern-. Considérelo una obligación, en nuestros respectivos papeles. -Se puso en pie- ¿Adónde piensa llegar?
Ella lo miró un instante.
– No estoy satisfecha, Sandy.
¿Cómo diablos Stan Sennett había contratado a esa mujer? ¿Quería tener sesiones de sensibilidad en el gran jurado? Qué persona tan notable. A su pesar, Stern debía reconocerle cierto magnetismo. Su esquiva sonrisa resultaba enternecedora y tenía un destello de profunda inteligencia en los ojos. Pero le alarmaba lo que había notado un instante antes. Sonia Klonsky daba la impresión de que, a pesar de su aplomo de mujer independiente, un fragmento de su alma permanecía al borde de la histeria. Había un elemento de efervescencia descontrolada. Eso también surtía un efecto conmovedor: una mujer cuarentona, todavía con sueños de adolescente.
– Ayudante Klonsky -dijo-, no es preciso que nos tratemos con crudeza. Le aseguro que nos mantendremos en términos cordiales.
Le tendió la mano, pero ella se sentó en la silla, con una sombra de preocupación en la cara, y abrió un cajón.
– Hay otra cosa. Ya que usted representa al señor Hartnell, no podremos entregarle las citaciones cuando llamemos a otros testigos de MD. El potencial de conflicto es demasiado elevado.
Stern comprendió que se avecinaba algo nuevo. Klonsky estaba diciendo que pronto saldría en busca de los empleados de Dixon y que trataría de obligarlos a declarar contra el jefe. Si el gobierno se salía con la suya, cada uno tendría un abogado diferente. Ésta era la actitud habitual de los fiscales. Divide y vencerás. Con el pretexto de proteger la ética profesional, intentaban que cualquiera que tuviera algo que revelarles no quedara bajo la influencia del abogado del blanco de la investigación. Stern aceptaba de buen grado los preceptos éticos pero consideraba que el derecho a determinar conflictos en principio era suyo, no de la fiscalía. Protestó, pero Klonsky adoptó su expresión severa y no aceptó más objeciones.
– De todos modos -continuó-, Stan pensó que esta citación se le debía entregar a usted. Como cortesía. -Abrió un sobre y sacó una hoja de papel que le tendió a Stern-. Le dimos bastante tiempo, casi un mes, así que usted tendrá tiempo suficiente para ayudarlo a buscar asesoramiento de otro profesional.
Stern asintió obtusamente. Miró a Klonsky, quien estaba llenando un casillero en el dorso de su copia para consignar cuándo y a quién se había entregado la citación.
Había pasado un momento agradable, pensó Stern con repentina desolación, bromeando con esa joven capaz, evaluando su carácter. Ahora esto. Cuando miró la citación, sintió el peso de la consternación en los brazos. Quiso maldecir a Dixon y sus tortuosos procedimientos. Por el modo en que manejaban esto, el admitido tratamiento especial, Stern sospechó enseguida de qué se trataba.
– ¿Piensan ustedes convocar a otras personas del despacho de pedidos? -preguntó con aire indiferente, con la esperanza de que ella no reparara en la importancia de la pregunta.
Klonsky negó con la cabeza mientras escribía. Stern se alarmó aún más. Los albaranes de pedido que Margy había prometido solicitar a la oficina de Kindle no le habían llegado, pero ahora supo lo que revelarían. Dixon no había pedido a cualquier persona del despacho que adelantara la operación, como había pensado Margy; eso habría implicado un riesgo excesivo, la posibilidad de que alguien astuto y descontento pudiera abrir el pico, plantear objeciones. Dixon había comunicado la orden a un sujeto obediente, el único individuo del despacho de pedidos con quien el gobierno necesitaba hablar. Sin duda, era el marido de su hija. Stern plegó la citación en tres. En las líneas punteadas para el nombre y el domicilio decía «John Granum». Ahora su yerno estaba citado para testimoniar ante el gran jurado. El temor de Klonsky ante una influencia indebida sobre los testigos críticos parecía más comprensible.
– ¿Él es blanco de la investigación? -preguntó Stern, mientras señalaba la citación.
– Quizá tenga algo que decir.
– ¿Hay posibilidad de inmunidad?
– Creo que sí. -Klonsky bajó de nuevo la mirada. Estaba diciendo demasiado-. Comprendo su interés, Sandy. Pero esta conversación sería más adecuada con la persona que lo represente. Como le decía, esto es una cortesía hacia usted. Stan no quería otro episodio como el que ocurrió en su casa.
– Muy considerados -dijo Stern-. Gracias a los dos.
No quería demostrar hostilidad, pero aun así estaba perdiendo el control.
La señorita Klonsky lo miró con tristeza. Stern comprendió quién era para ella: un viudo con el hogar destruido y un enorme problema familiar. Contaba con su compasión, que no era en absoluto lo que había ido a buscar.
Fuera de la fiscalía, el ascensor llegó, se abrió y luego se negó a moverse. El colérico Stern lanzó al suelo las cajas vacías y golpeó todos los botones. Arriba. Abajo. Abrir puerta. Cerrar puerta. El nuevo edificio federal se había terminado diez años antes. Todos los contratos habían caído en manos de compinches del alcalde Bolcarro. La estructura era la de un tribunal, pero los jueces, al cabo de un breve período de ocupación, emitieron diversas órdenes e instrucciones y se trasladaron al antiguo edificio federal de enfrente. En este edificio no funcionaba nada. Los ascensores. La calefacción. Cuando arreciaba el viento o bajaba la temperatura, las ventanas estallaban arrojando astillas sobre los peatones. La construcción había llevado seis años y los litigios aún seguían, una década después. El arquitecto, los ingenieros, el contratista general y casi todos los inversores que habían tocado el lugar eran codenunciantes, coacusados o partes enfrentadas en cuatro o cinco pleitos. De vez en cuando Stern veía el rebaño de abogados que llegaba para las diversas convocatorias. Se plantaban delante del juez en hileras de veinte o treinta y empezaban a discutir. Entretanto, el edificio se helaba tanto durante los ocasionales períodos de frío ártico que afectaban la ciudad, que un juez federal, durante el breve período en que los tribunales habían funcionado allí, ofició con mitones e indicó a los abogados que no tenían obligación de quitarse el sombrero.
Al fin la caja de acero se puso en marcha. Después del retraso se detuvo en cada piso. Stern, que tenía una cita con el teniente Radczyk para almorzar, estaba al borde de un ataque. Dixon. John. ¡Qué lío había armado su cuñado!
Durante el descenso, casi a la hora del almuerzo, el diminuto espacio estaba atestado. Desde luego, habían escatimado presupuesto para los ascensores, que eran demasiado pequeños para la población del edificio. El agitado Stern, aplastado contra el tabique trasero, tardó un instante en reaccionar cuando una mujer, una morena alta de unos treinta años, retrocedió y estableció contacto con él. Éste era un modo delicado de decirlo, pero no se había limitado a rozarlo o a clavarle, sin darse cuenta, los tacones en los pies. Aquella joven le había depositado el trasero en la mano. Tal vez el Stern de un mes atrás se hubiera apartado púdicamente, pero hoy no se movió. Estaba seguro de que ella lo confundía con la pared. Pero en la siguiente parada el ascensor osciló en el cable. ¿No retrocedía ella aún más? Eso parecía. Stern, a medida que pasaban los pisos, inclinó sutilmente la mano, casi de forma involuntaria. Así, al llegar al cuarto piso, tenía dos o tres dedos suavemente apretados contra la separación de las nalgas, los pliegues blandos del vestido verde y las protuberancias elásticas de la ropa interior. Por el movimiento natural del ascensor, esta disposición permitía acariciarla discretamente cada vez que el ascensor se detenía.
Desde atrás, Stern procuró estudiar a la joven. ¿Era una de sus conocidas del tribunal, otra abogada en busca de diversión? No la reconocía. Tenía los ojos verdes, un lunar en la mejilla. Una profesional, sin duda, con un caro vestido de seda verde y el maletín. Con cada parada, parecía reclinarse un poco más. Tenía una expresión ensimismada, pero era imposible que no advirtiera lo que ocurría, a menos que sufriera parálisis. En la planta baja, lanzó contra él todo su peso, de modo que por un instante la mano de Stern quedó atrapada dentro y -¿era posible?- un poco apretada. Tras atravesar el umbral metálico, ella miró en torno para orientarse. Sus miradas se cruzaron y la expresión de la mujer resultaba demasiado indefinida para ser considerada sonrisa. Alejándose, se tironeó de la falda para alisar el pliegue que se había formado en la hendidura.
Mareado y excitado, impresionado y aún inspirado por su audacia, Stern la siguió desde el ascensor. ¡Conque así era la vida de hombres y mujeres en el mundo moderno! Era Cincinato abandonando el arado para ir de nuevo a la batalla, armado, a caballo y a cargo de la guerra y la estrategia. Ése era Stern. Sin embargo, Cincinato había sido héroe y oficial en su juventud, y Stern nunca había sido más que soldado raso. Había tenido una experiencia sexual más variada en los últimos cuatro días que en el resto de su vida. No había modo de ocultar su interés. El dulce interludio con Margy había sido como agua para una planta sedienta: sentía la fuerza de su vitalidad desde las raíces hasta las hojas. Con razón la gente se ponía en ridículo tan fácilmente. Eso era divertido. ¿Cómo se seguían esas pistas? Un café. ¿Un cuarto de hotel? ¿Y luego? Asombrado de sí mismo, aún con las cajas, siguió a la joven una calle hasta que se acordó de Radczyk. Ella no miró hacia atrás, al parecer gozaba con la mera provocación. Incluso cuando se detuvo, Stern no estaba seguro de su propia capacidad. No sabía qué excesos anidaban en su interior; tal vez le crecieran alas y echara a volar, tal vez bailara desnudo en la esquina. Se sentía como una burbuja en ascenso, una tenue superficie que contenía la excitante ligereza de la libertad.
Junto al río Kindle, cerca de los muelles del lado de Kewahnee, había crecido un submundo. Stern siempre bajaba de la escalera de hierro a los bulevares con la sensación de efectuar un verdadero descenso, como si se internara en las tinieblas en pleno día. Esos embarcaderos donde los boteros descargaban fruta, arroz y carbón del sur conservaban importancia económica para el condado de Kindle aun en este siglo. En los años veinte, los notables del lugar, con la vana esperanza de que el municipio de tres ciudades, como una Cenicienta urbana, llegara a parecer París, decidieron fingir que los muelles no existían. Sobre pilotes de cemento clavados en las márgenes arenosas del Kindle se extendió el centro de Kewahnee; se construyeron grandes caminos y se elevaron modestos rascacielos. Debajo, los mugrientos peones continuaban trabajando en un submundo donde apenas llegaba la luz, mientras que la gente de traje y corbata trajinaba arriba, negociando, enjuiciando, comprando y vendiendo la mano de obra y los bienes que llegaban a la ciudad desde las tinieblas inferiores.
En esos días, Lower River -«río inferior», como se llamaba esta zona- exhibía el siniestro y chillón fulgor amarillento de las lámparas de azufre. En el extremo de las calles, los muelles de las empresas de transporte que se habían instalado allí para trasladar la carga de las barcazas y que al final las habían sustituido estaban llenos de canastos y productos medio podridos. En el aire vibraba el veloz gemido de los neumáticos y la conmoción del tráfico de los caminos superiores. Durante muchos años éste había sido el sitio donde se arrojaban cadáveres y se vendían drogas. Según los rumores, el tráfico de mercancías prohibidas aún continuaba en los embarcaderos. En sus primeros años de abogado, Stern siempre descendía allí para visitar alguna escena del crimen. Mil personas pasaban por allí pero nadie sabía nada. La situación solía ser mucho más frustrante para la policía que para Stern.
En vez de lidiar con el tráfico del mediodía, había cruzado el puente, aún con sus dos grandes cajas vacías a cuestas. Se encontró con Radczyk en un lugar llamado Wally's. No era muy atractivo. Como en todos los establecimientos de Lower River, se entraba por detrás. Las ventanas del fondo del restaurante daban al río, de otro modo inaccesible, y miraban hacia los pilotes y los puntales de hierro de las carreteras. En el horizonte despuntaba un destello de luz diurna y, según el ángulo del sol, a veces iluminaba la opaca superficie del agua para mostrar el sedimento flotante y los desechos industriales. Radczyk estaba fumando un cigarrillo ante una mesa y por alguna razón se estudiaba la camisa cuando se le acercó Stern.
– ¡Ah, Sandy!
La rubicunda cara pueblerina del policía estaba radiante.
Esta calidez, cuyo origen Stern aún no atinaba a recordar, continuaba incomodándole. Radczyk había llamado esa mañana diciendo que tenía algunos resultados. Sugirió Wally's, un antro de polizontes, y Stern aceptó con gusto con tal de no tener que ir al puesto de policía. Stern quedó más impresionado que en su casa por el tamaño de aquel hombre; Radczyk apenas cabía en la silla, una mole lentamente disminuida por la edad. Vestía una chaqueta de tweed y la camisa roja que se estaba examinando cuando llegó Stern. Explicó que sus hijos se la habían regalado para Pascua.
– Uno recibe a los nietos y lo destruyen todo, así que es un alivio mandarlos de vuelta a casa.
Stern sonrió. Pensó que pronto él también tendría derecho a estas quejas cariñosas. La perspectiva le parecía mucho menos reconfortante ahora. Se le estrujó el corazón al pensar en John.
– Bien -dijo Stern- ¿Ha tenido éxito?
Quería ir al grano. Radczyk era la clase de hombre que hablaba de cualquier cosa.
El viejo policía hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una página grisácea, una copia de algo. Se caló las gafas y examinó el papel como si nunca lo hubiera visto. Luego se quitó las gafas y agitó la hoja.
– ¿Ha pensado en hablar con los médicos de su esposa? Yo en su lugar lo haría.
Por un instante Stern sintió la misma turbación que había experimentado en su camino desde la fiscalía. ¿Por qué se había molestado con ese policía? Era viejo y tal vez nunca había sido muy competente. Radczyk sugería un punto de partida que Stern ya había pensado. No consiguió ocultar del todo su irritación.
– Teniente, le confieso que ya lo he intentado.
– ¿Le puedo preguntar qué surgió de ello? -preguntó Radczyk.
– Pues que el médico de cabecera de Clara me dice que él no pidió ese análisis, y no he podido determinar qué facultativo lo solicitó.
Radczyk miró la hoja que tenía en la mano.
– Aquí no figura el nombre -dijo-. Supongo que lo pude haber preguntado cuando estuve allí.
La posible importancia del nombre del médico era para Radczyk una idea tan remota como la noción de vida en otros mundos. Stern se sentía cada vez más inquieto.
– ¿Estuvo usted en Westlab?
– Claro, claro. Ya se lo comuniqué. Fui al centro médico, hablé con la administradora, le mostré la placa. Una muchacha simpática. Se llamaba Liz. Muy profesional. Tenía aspecto de mexicana o italiana. Le dije que estaba haciendo una investigación de rutina y le pedí la documentación. Me mostró un archivo entero, en la misma oficina. Me dio una copia de los resultados.
Radczyk alzó el papel con la mano y Stern, sin invitación, extendió el brazo para cogerlo en silencio. Radczyk se lo dejó. La servil camarera pasó con su libreta verde, preguntando qué tomaría. Stern pidió mientras estudiaba la copia. Era media página con el membrete de Westlab. El resto contenía cifras impresas con ordenador. Números. Códigos. Una maraña indescifrable. Estuvo a punto de soltar un gruñido de frustración.
– ¿Le dijeron, teniente, para qué era el análisis?
– Claro. «Pruebas víricas.»
Recobró el papel y con una uña mugrienta señaló un casillero marcado con una X.
– ¿Un virus?
Radczyk asintió.
Stern reflexionó. Clara había consultado al médico a causa de un virus. Ése era el resultado de una investigación de dos meses. Su esposa estornudaba. Tenía una tos persistente. Con razón sólo había molestado a Peter. Sonrió vagamente. A pesar del dolor, la situación le parecía cómica.
– ¿Y no tenían más datos?
Radczyk parecía estar ausente. Volvió hacia Stern la cara simpática y rubicunda y se le acercó más.
– Aún no me recuerda, ¿verdad?
Stern, que normalmente habría dado grandes rodeos para no admitir una verdad tan poco halagüeña, se limitó a encogerse de hombros. Era inútil tratar de engañar al viejo policía.
– Ya me lo parecía -dijo el policía, inclinándose-. Marv Jacoby.
Stern lo recordó de golpe.
– El hermanastro -murmuró. El huérfano, pensó-. Eso fue hace tiempo.
Radczyk sonrió, puerilmente satisfecho de que lo recordaran.
– Entonces acababa de ascender a sargento.
De manera que éste era el hermanastro. Stern recordó al instante toda la historia. Radczyk había sido criado por el abuelo, que vendía periódicos en uno de esos quioscos de una esquina; en el invierno se calentaban con el fuego de una lata de petróleo. Un día dos malandrines del vecindario, que iban en busca de unas monedas, intentaron asaltar al abuelo y al final lo mataron a balazos. El policía de la ronda era Harold Jacoby -los judíos no llegaban a teniente en esos días-. Se llevó al nieto a casa y lo educó como hijo propio. Harold tenía dos hijos más, según recordaba Stern, y los tres habían sido policías. Ray era el mayor. Eddie al final renunció y se fue a California, donde había tenido éxito como inversor financiero. Marvin, el hijo menor, había sido cliente de Stern.
Cielos, era todo un matón, pensó Stern al recordar a Marvin. Era un pillo que mascaba chicle y gastaba bromas, con ojillos negros. Marvin fue mal policía desde el día en que recibió la placa. Y un problema cotidiano para Ray, quien se encargó de él cuando el padre falleció.
Casi doce años atrás, varios agentes de policía, azuzados por las habituales rivalidades interdepartamentales, habían empezado a reunir pruebas de infracciones en el Distrito Norte de la ciudad. Este esfuerzo no requería mayor lucidez. El Distrito Norte era un libro abierto: polizontes corruptos, fianzas dudosas, jueces deshonestos. Marvin no era el infractor más grave, pero sí uno de los menos populares, y cuando conoció a Stern tenía una citación para comparecer ante un gran jurado estatal que estaba examinando declaraciones de que Marvin había recibido una paga mensual de unos traficantes de narcóticos para que los pusiera sobre aviso ante las redadas policíacas.
– Aún estoy en deuda con usted por todo aquello -dijo Radczyk.
Stern meneó la cabeza. No había sido gran cosa. Él sólo había tocado los puntos indicados. Como un conocedor de artes marciales. Stern había visitado discretamente a unos cuantos políticos cuyas alianzas podían verse perturbadas por problemas repentinos en el Distrito Norte. El fiscal del condado, Raymond Horgan, quien tenía amigos como todo el mundo, había decidido cerrar la investigación. Radczyk se sentía exageradamente agradecido por estos esfuerzos, había asistido a cada una de las visitas de Marvin, inquieto como una madre; entonces era tan expresivo como ahora. Marvin se sentaba allí en uniforme, haciendo estallar el chicle mientras Ray reinterpretaba cada observación procurando la exculpación de Marvin. Parecía resuelto a no creer lo peor, era el devoto hermano mayor que todo hombre debería tener. Eso no le había servido de nada a Marvin, quien años después apareció en el maletero de un coche, en un aparcamiento del Distrito Norte.
Por lo que Stern había oído, Marvin estaba desnudo, con los genitales chamuscados y agujereados con soplete.
Stern lo dijo en voz alta: al final no había servido de gran ayuda para Marvin.
– Usted le dio una oportunidad -dijo Radczyk-. Tenía veintiún años. Todos merecen una oportunidad. -Ambos meditaron un instante sobre esta observación-. Debí saber que nunca sería buen policía. Demonios, ni siquiera sé si yo lo soy.
Radczyk, sorprendido en sus tiernas evocaciones, sonrió con picardía. Había algo conmovedor en esta sincera confesión. Radczyk estaba a punto de jubilarse y aún tenía dudas fundamentales. Stern no sentía esa clase de pesar; no albergaba dudas acerca de su aptitud para su vocación, ni arrepentimientos por lo que habría logrado con mayor diligencia o trabajo más duro. Lo que intentaba evaluar era el precio de tanta dedicación. Ese pensamiento lo llevó de vuelta al principio. Stern miró en torno para hallar sus cajas y se levantó.
– Gracias por sus esfuerzos, teniente. Estoy en deuda con usted.
Radczyk, aparentemente anclado en el pasado, estudió a Stern con una mirada triste y tentativa, y por primera vez calló todo comentario.
– De paso, ¿mi esposa tenía un virus? -quiso saber Stern.
Se preguntó hasta qué punto era remoto el destello que había perseguido.
Por toda respuesta, Radczyk le mostró el papel. Stern le echó un vistazo. El grueso dedo de Radczyk señalaba la sección de hallazgos del formulario: «HSV-2 Positivo». Stern lo miró inquisitivamente y Radczyk se encogió de hombros. Fuera lo que fuese. Jerigonza médica.
– Tal vez debiera regresar allá para conseguirle el nombre de ese médico -sugirió Radczyk.
Esta vez Stern lo pescó, un destello de sagacidad que cruzó el jovial rostro de Radczyk, chispeante y fugaz como el reflejo de una navaja. Había sido sólo un instante. Stern comprendió que antes había captado ese destello de astucia en Radczyk y lo había pasado por alto. Le asombró, después de tantos años, que un policía aún pudiera engañarlo.
Stern dejó las cajas y se sentó de nuevo. Habló con precisión, como si estuviera en el tribunal.
– Perdón, teniente, pero creo que usted no ha respondido a mi pregunta.
Radczyk se puso serio de golpe. Miró a ambos lados, sorprendido, y sopesó algo, tal vez la tentación de seguir fingiendo: «¿De qué pregunta me habla?».
– Sí -dijo Radczyk al fin-. No la he respondido.
– ¿Para qué era este análisis?
– Oh -dijo Radczyk. Se acarició los escasos mechones de pelo rojizo-. El médico debería decírselo, Sandy. No yo.
– Ya veo. ¿Se niega usted?
El policía miró incómodamente alrededor.
– No, Sandy, no me niego. Usted me pregunta y yo le digo la verdad.
– Bien, adelante.
La vieja cara de Radczyk parecía blanca y agotada.
– Herpes -dijo Radczyk.
– ¿Herpes?
– Se lo pregunté a esa muchacha. Eso me dijo. Herpes. -Radczyk se pasó la mano por la boca, enjugándose los labios-. Herpes genital.
Stern miró el río sucio, los jirones de pulpa de madera, cartón desintegrado y espuma blancuzca que pasaban flotando. Se había sentido así recientemente, recordó con repentina precisión. ¿Cuándo? Evocó el momento en que había abierto la puerta del garaje. Bajó la cabeza y notó que estaba aferrando el borde de la mugrienta mesa gris.
– ¿El análisis dio resultado positivo? -preguntó.
Desde luego, sabía lo que decía el papel.
– Sandy, le pregunta usted a un tío que no sabe nada. Yo repito lo que dijo esa mujer. ¿Quién sabe de qué estamos hablando? Regresaré al laboratorio. Conseguiré el nombre del médico. Se lo conseguiré cuanto antes.
– Por favor, teniente, no se moleste.
– No es molestia.
– Ha hecho usted demasiado, teniente.
Desde luego, lo dijo con el tono erróneo. Stern se quedó allí, mareado, sufriendo, incapaz de buscar un modo de disculparse.
Por Dios, Clara, pensó.
Stern insistió en pagar la cuenta. Cogió la tosca mano del viejo policía y la estrechó solemnemente. Radczyk, en una especie de gesto conciliatorio, colocó la página fotocopiada en el bolsillo del traje de Stern. Luego, Alejandro Stern, con sus cajas vacías, se volvió para irse, mientras se preguntaba dónde podría encontrar un sitio para estar solo a esa hora temprana.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Comisión de Cambio de Valores. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Bushel: medida de capacidad para cereales, equivalente en Estados Unidos a 35,238 litros. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Centro de la ciudad de Chicago.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Departamento para la lucha contra la droga.