172947.fb2 El Primer Caso De Montalbano - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Regreso a los orígenes

1

Había pasado la primera parte del lunes de Pascua en medio de una paz paradisíaca.

La víspera, la televisión había informado a la ciudad y al mundo de que la mañana del día siguiente, es decir, el lunes llamado del Ángel, sería una pura delicia: temperatura casi estival, ausencia de nubes y ni un soplo de viento. Por la tarde, en cambio, estaban previstas algunas nubes, pero nada preocupante, una cosa pasajera y sin importancia.

Lo cual significaba que toda Vigàta, desde los tatarabuelos a los biznietos, se largaría al campo o al mar, bien provista de las tortas llamadas sfincioni, cuddrironi o rosquillas azucaradas, arancini, pasta 'ncasciata, berenjenas a la parmesana, lechones asados, cestitas con huevos, canutillos, cassatas y otras exquisiteces para comer al aire libre, en lo que teóricamente era una merienda pero acababa convirtiéndose en una especie de comilona de fin de año.

Lo cual significaba que la playa que se extendía delante de su casa de Marinella estaría invadida por un enjambre de ruidosas familias y música a todo volumen, por cuyo motivo resultaría imposible pensar en una tranquila comida en la galería. Por eso, en previsión de todo aquel jaleo, había llamado a la trattoria de Enzo y se habían puesto de acuerdo.

A las nueve de la mañana del lunes de Pascua, su coche fue el único que se dirigió al pueblo, circulando en dirección contraria a la de la enorme serpiente de automóviles, motocicletas, furgonetas y bicicletas que se desenroscaba desde Vigàta. La comisaría, cuando llegó, estaba semidesierta. Mimì Augello había salido de Vigàta con Beba, pero regresaría por la noche, Fazio se había ido de excursión al campo, y hasta Catarella se había largado a los espacios abiertos.

Al entrar, le dijo al telefonista:

– Messineo, no me pases ninguna llamada.

– ¿Y quién quiere que llame? -contestó sabiamente el hombre.

Había llevado consigo dos libros: una colección de ensayos y artículos de Borges y una novela de Daniel Chavarría ambientada en Cuba. Uno para la mañana y otro para la tarde. Sí, pero ¿por cuál de ellos empezaba? Decidió, puesto que tenía la cabeza despejada y todavía no embotada por la digestión, que lo mejor sería sin duda comenzar por Jorge Luis Borges, que siempre y en cualquier caso te obliga a ejercitar la inteligencia. Se puso a leer cómodamente sentado en el pequeño sofá que había en un rincón del despacho.

Cuando consultó el reloj, comprobó con incredulidad que ya habían transcurrido más de tres horas. Las doce y media. ¿Cómo era posible? Observó que no había pasado de la página 71, allí se había detenido para reflexionar acerca de una frase:

El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante.

«Eso es cierto -se dijo-, en líneas generales.» Pero en su caso particular, es decir, de policía, la selección entre lo que interesa y lo que no interesa no ha de ser contemporánea a la percepción; habría sido un grave error. La percepción de un hecho en una investigación no puede consistir en una elección contextual, tiene que ser absolutamente objetiva. Las elecciones se hacen después, con mucho esfuerzo, y no por percepción, sino por medio de razonamientos, deducciones, comparaciones, exclusiones. Y no está dicho que no comporten el mismo riesgo de error, antes al contrario. Sin embargo, porcentualmente, la posibilidad de error es más baja en comparación con una elección debida a una instintiva selección perceptiva. Pero por otra parte y si bien se miraba, ¿en qué consistía aquello que Hammett llamaba «el instinto de caza» sino en la capacidad de una fulmínea selección en el propio acto de la percepción?

Pues entonces ¿qué habría podido escribir y aconsejar un ideal Manual del perfecto investigador? ¿Acaso la virtud estribaba en la mediocridad, como de costumbre (y se enfureció consigo mismo por la frase hecha que le había acudido a la mente)? Es decir, que la elección perceptiva debía tenerse muy en cuenta, pues era lo primero que había que discutir hasta llegar a su negación.

Complacido por las alturas filosóficas alcanzadas, notó que le estaba entrando apetito. Entonces llamó a la trattoria. Le contestó un camarero.

Voz desconocida, debía de ser un ayudante llamado para echar provisionalmente una mano.

– Soy Montalbano. Pásame a Enzo.

En segundo plano un guirigay de voces, gritos, carcajadas, llanto de niños, tintineos variados de vasos, platos, cubiertos.

– Dottore, ha acertado al no venir aquí -dijo Enzo-. Un follón tremendo. No nos queda ni un sitio libre. Su comida está lista. Dentro de un cuarto de hora como máximo se la mando llevar.

Dedicó el cuarto de hora de espera a retirar de la superficie del escritorio todas las cosas que había y a cubrirla con las páginas de un periódico viejo. Con unos cuantos minutos de retraso se presentó un muchacho con dos bolsas de plástico. Dentro había tres fiambreras de gran tamaño, una con la pasta, otra con el pescado y la tercera con los entremeses, aparte del pan, media botella de vino, media de agua mineral, cubiertos y vasos. El muchacho dijo que pasaría al cabo de una hora para llevarse las cosas sucias y se fue para seguir echando una mano en la trattoria. Montalbano disfrutó tomándoselo con calma. Cuando terminó, las fiambreras relucían como si acabaran de salir de la fábrica. Introdujo lo que quedaba en las bolsas, retiró las páginas de periódico, volvió a ordenar el escritorio, abandonó el despacho, entregó las bolsas al agente de guardia diciéndole que pasaría un muchacho por ellas y añadió:

– Voy a dar una vuelta.

El bar que había cerca de la comisaría estaba abierto, pero no había ningún cliente. Se tomó un café y, caminando por unas calles donde no había ni un alma, se dirigió al muelle para dar su habitual paseo hasta el faro. Se sentó en la roca aplanada, se llenó una mano de piedrecitas y empezó a arrojarlas una a una al agua. Observó que desde poniente se estaban acercando a gran velocidad unas densas y negras nubes de agua. El tiempo estaba cambiando rápidamente.

Quién sabe qué estaría haciendo Livia en aquel momento. Había decidido irse de excursión a Marsella con unos compañeros de la oficina y había insistido mucho en que él también formara parte del grupo.

– Perdóname, Livia, pero de verdad que no puedo. Es un período de mucho trabajo.

Era una trola, jamás había tenido tan pocas cosas que hacer como aquellos días. Pero no le apetecía conocer a otras personas, el placer de estar con Livia quedaría anulado por el malestar de tener que convivir, aunque sólo fuese durante tres días, con gente que a ella le era familiar, pero absolutamente desconocida para él.

– La verdad es que te estás haciendo viejo -replicó Livia cuando él decidió confesarle que la verdadera razón de su negativa era justamente aquélla.

¿Y qué? ¿Qué coño quería decir? Si uno se hace viejo, ¿por qué no disfrutar de los privilegios que otorga la vejez junto con las molestias que conlleva? ¿Era dueño o no de no querer hacer nuevas amistades?

Comenzó a soplar un viento muy desagradable. Mejor regresar a la comisaría. Una vez en su despacho, se instaló mejor acercando un silloncito al sofá donde pensaba tumbarse para apoyar las piernas en él.

Volvió a tomar el libro de Borges. Pero al cabo de unos diez minutos escasos los ojos empezaron a cerrársele, resistió heroicamente la lectura todavía un ratito y después, sin saber cómo, los párpados se le cerraron de golpe cual persianas metálicas.

Un ruido espantoso lo despertó y lo hizo levantarse de un salto, presa del pánico. Jesús, pero ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué estaba tan oscura la estancia? Entonces se dio cuenta de que se había desencadenado un temporal, que el agua del cielo caía como si la arrojaran con baldes y que fuera se estaba desarrollando un impresionante juego de truenos y relámpagos. ¡Aquello era algo más que el ligero encapotamiento previsto por la televisión! Pero ¿cuánto rato llevaba durmiendo? El reloj marcaba las cuatro. Quizá fuera mejor regresar a Marinella, seguramente el temporal habría vaciado la playa de excursionistas. Fue a abrir la puerta del despacho y se estaba poniendo la chaqueta cuando un fuerte grito a su espalda lo dejó helado.

– ¡Miiiiiiiiiii!

Se giró. Era Catarella, que se agarraba con ambas manos a la jamba para no caer de rodillas.

– Dottori! ¿Usía estaba aquí? ¡Nada me ha dicho el muy cabrón de Messineo! Ay, dottori, ¿qué ha sido?

Mejor no decirle la verdad, no la habría comprendido.

– Esperaba dos llamadas que ya he recibido. Y ahora me marcho a casa. ¿Has pasado bien el lunes de Pascua?

– Sí, señor dottori. He estado con los familiares de la familia de ella.

– ¿De qué ella, Catarè?

– De ella de mi novia, dottori, o sea con su padre y su madre de ella, su hermano de ella, su hermana la chica y su hermana la mayor, suyas de ella, que ha ido con su marido suyo de ella, o sea, de la hermana mayor, en sus campos de él en Durrueli.

– ¿Suyos de quién, Catarè?

– Del marido de la hermana mayor de mi novia, dottore. Cabrito al horno hemos comido. Después ha cambiado el tiempo y hemos regresado. Y yo he vuelto al servicio.

– Muy bien, nos vemos mañana.

* * *

Tal como le había ocurrido por la mañana, tuvo que circular en sentido contrario al de la enorme serpiente de coches, ciclomotores y furgonetas que trataban de entrar de nuevo en Vigàta. El temporal lo estaba poniendo de mal humor, no hacía más que soltar tacos, dedicar gestos groseros y lanzar maldiciones a los automovilistas que se creían unos expertos e intentaban adelantar a la serpiente invadiendo su carril.

Cuando llegó a Marinella y salió a la galería, su mal humor se acentuó. Cierto que en la playa no había nadie, pero la horda había dejado a su paso bolsas, vasos y platos de plástico, botellas vacías, latas de cerveza, trozos de rosquillas, cacas de niños y papeles. Hasta donde alcanzaba la vista, no había ni un solo centímetro de arena que no estuviera sucio. Y la lluvia resaltaba la porquería. «El próximo diluvio universal no será de agua, sino de toda nuestra basura acumulada a lo largo de los siglos. Moriremos asfixiados en nuestra propia mierda.» Semejante idea empezó a provocarle picor por todo el cuerpo. Se puso a rascarse. ¿Sería posible que con el solo hecho de pensar en la suciedad uno se sintiera sucio? Por si acaso, fue a ducharse.

Cuando salió otra vez a la galería, observó que el temporal se había alejado con la misma rapidez con que había llegado. El cielo se estaba aclarando. Experimentó una irracional simpatía hacia aquel temporal aguafiestas, cosa totalmente insólita en él, que con el mal tiempo no quería tener absolutamente nada que ver. Sonó el teléfono. Estuvo tentado de no contestar. ¿Y si fuera Livia que lo llamaba desde Marsella?

– ¿Diga?

– Soy Fazio, dottore.

– ¿Dónde estás?

– En Piano Torretta. Lo estoy llamando por el móvil.

– ¿Y qué haces tú en Piano Torretta?

– Dottore, habíamos decidido pasar juntos el lunes de Pascua Gallo, Galluzzo y yo con nuestras familias. Y nos hemos dirigido hacia Sgombro.

– ¿Y qué?

– Después el tiempo ha empezado a cambiar y hemos vuelto a subir al coche para regresar a Vigàta.

– ¿Qué habéis comido? -preguntó Montalbano.

Fazio se sorprendió.

– ¿Cómo? ¿Quiere saber lo que hemos comido?

– Me parece importante, puesto que te empeñas en presentarme un informe sobre cómo habéis pasado el día de fiesta.

– Disculpe, dottore, pero le estoy contando la cosa en orden cronológico. A la altura de Piano Torretta hemos visto que había jaleo.

– ¿Qué clase de jaleo?

– Pues no sé… mujeres que lloraban… hombres que corrían…

– ¿Qué había ocurrido?

– Ha desaparecido una chiquilla de tres años, dottore.

– ¿Cómo que ha desaparecido?

– No la encuentran, dottore. La estamos buscando. Gallo, Galluzzo y yo nos hemos puesto al frente de tres grupos de voluntarios… pero dentro de dos horas oscurecerá y, si no la localizamos a tiempo, habrá que organizar mejor la búsqueda… Quizá sería mejor que usted se acercara por aquí.

– Voy ahora mismo.

En la carretera de Montereale había mucho tráfico; esa vez él también formaba parte de la gigantesca serpiente del retorno. Pasada una curva, se vio perdido. Por delante de él había un centenar de vehículos bloqueados. Apenas tuvo tiempo de frenar cuando detrás paró un autocar holandés. Ahora estaba atrapado y no podía moverse ni hacia delante ni hacia atrás. Bajó del coche soltando tacos y sin saber qué hacer. En aquel momento, circulando a gran velocidad en sentido contrario y abriéndose un pasillo entre las dos hileras de automóviles, apareció un vehículo de la policía de tráfico. El agente que iba al volante lo reconoció y frenó.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, comisario?

– ¿Qué ha pasado?

– Un TIR que circulaba demasiado rápido ha derrapado a causa del piso mojado y ha invadido el carril contrario mientras se acercaba un coche con cinco personas a bordo. Dos han fallecido.

– Pero ¿es que los TIR pueden circular los días festivos?

– Sí, cuando transportan productos perecederos.

– ¿El conductor del TIR cómo está?

El agente lo miró desconcertado.

– En estado de shock, pero no se ha hecho nada.

– Menos mal.

El agente se sorprendió todavía más.

– ¿Lo conoce?

– ¿Yo? No. Pero tratadlo bien, sobre todo. Ya conocéis el interés de nuestro ministro, ese que quiere obligarnos a correr a ciento cincuenta kilómetros por hora, por los conductores de los TIR. Les hace incluso descuento en las multas.

Con la ayuda del agente de tráfico, pudo salir con gran dificultad de la hilera, describir una peligrosa curva y retroceder para tomar una carretera alternativa que, sin embargo, era un poco más larga.

Así fue como se encontró circulando al pie de una colina llamada Ciuccàfa, en cuya cumbre se levantaba el enorme chalet de don Balduccio Sinagra, donde él había estado una vez cuando investigaba la desaparición de dos ancianitos durante una excursión a Tindari. La gran familia mañosa de los Sinagra se había disgregado; al parecer sólo quedaba un superviviente, un nieto de don Balduccio, un tal Pino, llamado El Acordador, tanto por la habilidad diplomática de que solía hacer gala en los momentos delicados como por lo que se decía de él en el sentido de que una vez había estrangulado a un hombre con una cuerda de piano, aunque el tal Pino se había trasladado hacía tiempo a Canadá o Estados Unidos. Todos los bienes de los Sinagra habían sido embargados (o, por lo menos, eso decían). Orazio Guttadauro, el histórico abogado de la familia elegido ahora por clamor popular diputado al Parlamento dentro de las filas del partido de la mayoría, había conseguido salvar (o eso se decía por lo menos) el chalet de Ciuccàfa. Sobre cuyo tejado el estupefacto comisario vio asomar una gigantesca antena parabólica. Pero ¿cómo? ¡Si el chalet llevaba años cerrado! ¿Quién se había ido a vivir allí? A lo mejor lo habían alquilado.

Piano Torretta era, inexplicablemente, un pedazo de Suiza que se daba de bofetadas con el resto del paisaje. Un gran prado de forma casi circular, cubierto de verde hierba y árboles, delimitado por arbustos de plantas silvestres de gran tamaño que lo protegían también de las carreteras que lo rodeaban. Para entrar en el prado había tres pasos que se abrían en el cinturón formado por los matorrales. El comisario cruzó el primer paso que encontró, detuvo el coche y bajó. Perplejo, se dio cuenta de que estaba solo. Ni un coche, ni una persona. Nada. La verde hierba del prado, ya martirizada por las ruedas de los automóviles, aparecía ahora alfombrada por la misma masa de desechos que cubría la arena de Marinella. Un asco. El único ser que se movía era un perro que buscaba entre los restos de la gran comilona colectiva. Montalbano sacó el móvil que llevaba y marcó el número de Fazio.

– Dottore, ¿es usted? Menos mal, lo estaba llamando. Acaban de encontrar ahora mismo a la chiquilla.

– ¿Viva?

– Sí, señor dottore, gracias a Dios.

– ¿Está herida?

– No, señor.

– ¿Ha sido…?

– Dottore, a mi juicio está sólo asustada.

– ¿Dónde estás?

– En el chalet del doctor Riguccio. ¿Lo conoce?

– Sí. ¿Los padres están ahí?

– No, señor dottore. Los hemos avisado, se habían ido a buscarla por otra zona. Ya vienen para acá.

El chalet del doctor Riguccio se hallaba a unos seis kilómetros de Piano Torretta.

En coche se tardaba diez minutos. Un adulto caminando despacio habría tardado menos de una hora. Pero una chiquilla de tres años, ¿cómo había podido recorrer seis kilómetros sin que ni siquiera un automóvil de paso la viese bajo aquel diluvio? Y, por encima de todo, ¿cómo había tardado tan poco tiempo?

Había aproximadamente diez coches aparcados delante de la verja del chalet, que daba justo a la carretera. Fazio le salió al encuentro.

– Los padres acaban de llegar.

Desde el interior del chalet se oían risas y llantos. Debía de haber un follón tremendo.

– ¿Dónde están Gallo y Galluzzo?

– Les he comunicado que Laura, la niña, había sido localizada, y han regresado a Vigàta. Mi mujer también se ha ido con ellos.

– Quisiera ver a la niña, pero no me apetece mezclarme con el jolgorio de toda esta gente.

– Espere un momento.

Regresó al cabo de un rato con un caballero sexagenario, calvo y distinguido: el doctor Riguccio. Él y Montalbano ya se conocían.

– Comisario: he mandado instalar a la niña en mi dormitorio y sólo he permitido que entraran sus padres.

– ¿Ha tenido ocasión de examinarla?

– Sólo un vistazo superficial. Pero no creo que haya sufrido abusos sexuales. Lo que ha sufrido, eso sí, es un trauma muy fuerte. No consigue hablar, no consigue llorar. Le he administrado un sedante y ahora ya estará durmiendo.

– ¿Quién la ha encontrado? -le preguntó Montalbano a Fazio.

Pero quien contestó fue el médico:

– No la ha encontrado nadie, comisario. Se ha presentado ella sola delante de la verja. Mi mujer la ha visto, la ha tomado en brazos y la ha llevado dentro. Hemos pensado que se había perdido, no sabíamos que la estaban buscando. Entonces he llamado a su comisaría.

– Y Catarella, que sabía que yo estaba por esta zona, me ha llamado al móvil -terminó Fazio.

– Si quiere ver a la niña, hay una escalera posterior que conduce directamente al piso de arriba -dijo el médico-. Acompáñeme.

Montalbano pareció dudar un poco…

– Si usted dice que duerme… Una pregunta, doctor. ¿Presentaba señales evidentes de golpes?

– Tenía la mejilla derecha muy hinchada y enrojecida, puede haberse golpeado contra…

– Perdone, ¿una violenta bofetada tendría el mismo efecto?

– Bueno, ahora que me hace usted pensar, pues… sí.

– Otra pregunta, la penúltima. Para acostarla, la ha desnudado, ¿verdad?

– Sí.

– En los zapatos no había mucho barro, ¿verdad? Apenas nada.

– Tiene usted razón. Ahora que lo pienso…

– Y ya que estamos, piense también en esto otro: ¿el vestidito no estaría, por casualidad, absolutamente seco?

– ¡Dios mío! -exclamó el médico-. Ahora que lo pienso… pues sí, estaba seco.

– Gracias, doctor, me ha sido usted muy útil. No quiero entretenerlo más. Fazio, ¿puedes decirle al padre de la niña que necesito hablar con él?

Se había fumado medio cigarrillo cuando Fazio regresó acompañado de un cuarentón rubio, vestido con unos vaqueros y un jersey inicialmente elegantes pero ahora sucios y mojados, y calzado con unos zapatos carísimos en principio pero ahora convertidos en los zapatones gastados y cubiertos de barro de un mendigo.

– Soy Fernando Belli, comisario.

Montalbano lo situó enseguida. Era un romano casado con una mujer de Vigàta. Dos años atrás se había convertido en el más destacado comerciante de pescado al por mayor de todo el pueblo: propietario de camiones frigoríficos y hombre de gran empuje, en poco tiempo se había hecho con el monopolio del mercado. Sin embargo, raras veces se lo veía por Vigàta, pues sus negocios más importantes los hacía en Roma, donde vivía, mientras que del negocio del pescado se encargaba el hermano de su mujer. Tenía fama de hombre serio y honrado.

Estaba todavía visiblemente trastornado por lo ocurrido. Temblaba a causa de los nervios y el frío. Montalbano se compadeció de él.

– Señor Belli, sólo unos minutos y después lo dejo regresar junto a su hija. ¿Cuándo se han dado cuenta de su desaparición?

– Pues… muy poco tiempo antes de que se pusiera a llover, íbamos con tres coches, mis suegros, mi cuñado y la familia de un amigo. Acabábamos de cargarlo todo para regresar a Vigàta cuando hemos reparado en que Laura, a la que hasta cinco minutos antes habíamos visto jugar con la pelota, ya no estaba con nosotros. Hemos comenzado a llamarla, a buscarla… Otras personas a las que no conocíamos se han unido a la búsqueda… Ha sido terrible.

– Comprendo. ¿Dónde estaban ustedes?

– Habíamos preparado la mesa un poco hacia el borde del prado… cerca de las plantas que lo rodean.

– ¿Tiene usted idea de lo que ha ocurrido?

– Creo que Laura, quizá persiguiendo la pelota, dio a parar al otro lado del seto, a la carretera, y ya no ha sabido cómo regresar. A lo mejor la ha recogido algún automovilista que la ha acompañado a la primera casa que ha visto.

Ah, ¿conque eso era lo que pensaba el señor Belli? ¡Pero si entre Piano Torretta y el chalet del médico había por lo menos unas cincuenta casas! Sin embargo, mejor no insistir.

– Oiga, señor Belli, ¿mañana por la mañana podría pasar por la comisaría? Una simple formalidad, puede creerme. -Y en cuanto el hombre se fue, añadió-: Fazio, manda que te entreguen la ropa de la chiquilla y llévala a la Policía Científica. Y averigua la vida y milagros del señor Belli. A mí esta historia no me convence. Nos vemos.

* * *

– ¿Dottor Montalbano? Soy Fernando Belli. Esta mañana tenía que ir a verlo tal como acordamos, pero, por desgracia, no podré.

– ¿La niña se encuentra mal?

– No, la niña está relativamente bien.

– ¿Ha conseguido decir algo?

– No, pero hemos llamado a una psicóloga que está tratando de ganarse su confianza. Soy yo el que tiene mucha fiebre. Debe de ser una reacción natural al susto que me llevé y a toda la lluvia que me cayó encima.

– Mire, vamos a hacer una cosa: si puedo y usted se siente con ánimos, voy yo a su casa por la tarde; en caso contrario, lo dejamos todo para más adelante.

– De acuerdo.

En el despacho, mientras Montalbano atendía la llamada, estaban también presentes Fazio y Mimì, que ya había sido informado del asunto. El comisario les contó lo que el hombre acababa de decirle.

– Bueno pues, ¿qué me cuentas de Belli? -le preguntó a continuación a Fazio.

Éste se introdujo una mano en el bolsillo.

– ¡Alto! -exclamó en tono amenazador Montalbano-. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Sacar un papelito y darme a conocer el nombre y los apellidos de los abuelos de Belli? ¿El apodo de su primo hermano? ¿En qué barbería se afeita?

– Perdone -dijo Fazio en tono abatido.

– Cuando te jubiles, te juro que moveré cielo y tierra para que puedas trabajar en el registro civil de Vigàta. De esa manera, podrás desahogarte a tu gusto.

– Perdone -repitió Fazio.

– Adelante. Dime lo esencial.

– Belli, su mujer que se llama Lina y la niña llegaron a Vigàta desde Roma hace cuatro días para pasar las fiestas de Pascua con los padres de la señora Lina, los Mongiardino. De quienes son huéspedes. Lo hacen siempre así por Navidad y por Pascua.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados?

– Cinco años.

– ¿Cómo se conocieron?

– Gerlando, el hermano de la señora Lina, y Belli se conocieron en la mili y se hicieron amigos. De vez en cuando Gerlando iba a ver a Belli a Roma. Pero hace siete años fue Belli quien vino a Vigàta. Conoció a la hermana de su amigo y se enamoró de ella. Se casaron dos años después, aquí en Vigàta.

– ¿Qué hace Belli en Roma?

– En Roma también es mayorista de pescado. Está al frente de una empresa que le dejó su padre, pero que él supo ampliar. Sin embargo, tiene otros negocios, hasta parece que de vez en cuando se dedica a la producción cinematográfica o, por lo menos, invierte dinero en ello. De la empresa de aquí se encarga el cuñado Gerlando, pero…

– ¿Pero?

– Por lo visto Belli no está muy contento con la manera en que su cuñado lleva el negocio. De vez en cuando viene a pasar media jornada en Vigàta y siempre acaba peleándose con Gerlando.

– ¿Está casado?

– ¿Gerlando? Es un mujeriego del copón, dottore.

– No te he preguntado si es un putero, te he preguntado si está casado.

– Sí, señor, está casado.

– ¿Y el motivo de las disputas entre los cuñados lo has averiguado?

– No, señor.

– Por consiguiente -terció Mimì-, creo que se puede llegar a la conclusión de que Belli es un hombre muy rico.

– Por supuesto -asintió Fazio.

– En cuyo caso la hipótesis de un secuestro de la niña con fines de extorsión no es tan descabellada.

– Es tan descabellada -replicó Montalbano- que se pierde en la estratosfera. Explícame entonces por qué la dejaron en libertad.

– ¿Y quién dice que la dejaran en libertad? Pudo haber escapado.

– ¡Anda ya!

– O, en determinado momento, los secuestradores no tuvieron valor.

– Mimì, ¿por qué esta mañana te apetece tanto decir chorradas? Quien hace ciento hace quinientos.

– También podría haber sido un pedófilo -sugirió Fazio.

– ¿Que, en determinado momento, tampoco tuvo el valor de aprovecharse de la niña? ¡Quita, Fazio, por Dios! ¡Un pedófilo habría tenido todo el tiempo que hubiera hecho falta para hacer las guarradas que hubiera querido! Y no me vengáis ahora con la historia de que la niña fue secuestrada para venderla. De acuerdo con que hoy en día los críos son una mercancía muy valiosa, en Nueva York parece que los roban en los hospitales, en Irán después del terremoto arramblaron con todos los que se habían quedado sin familia para venderlos, en Brasil ya no digamos…

– Perdona, pero ¿por qué lo excluyes tan taxativamente? -preguntó Mimì.

– Porque quien roba niños para comerciar con ellos es peor que la mierda. Y la mierda no se arrepiente de sus actos. No vuelve a poner en libertad a una criatura tras haberla capturado. En caso de que tenga alguna dificultad, la mata. Recordad que nosotros aquí en Vigàta tuvimos un ejemplo con el chiquillo inmigrante ilegal al que atropellaron.

– Yo me pregunto -añadió Mimì- por qué la dejaron delante del chalet del doctor Riguccio.

– Ésa no es la pregunta, Mimì. La pregunta es: ¿por qué el que se llevó a la niña la mantuvo dos horas en el interior de su automóvil?

– Pero, según usía, ¿qué es lo que ocurrió? -terció Fazio.

– Por lo que nos ha dicho Belli, habían preparado la mesa junto al borde del prado, es decir, muy cerca de los matorrales que lo rodean. Al ver que está a punto de desencadenarse un temporal, lo cargan todo precipitadamente en los coches y se dan cuenta de que Laura, que estaba jugando con una pelota allí cerca, ha desaparecido. Empiezan a buscarla pocos minutos antes de que llegue la tormenta, pero no la encuentran. En mi opinión, la chiquilla lanzaría de alguna manera la pelota al otro lado de los arbustos, hacia la carretera. Para recuperarla, descubre un pequeño hueco y lo cruza. Recobra la pelota, pero no consigue hallar el camino de regreso. Se echa a llorar. En ese momento, alguien que está subiendo a su coche o que pasa casualmente por allí o que estaba deliberadamente apostado a la espera de la ocasión propicia se apodera de la niña. Sólo entonces empieza a llover a cántaros. Recordemos que la ropa de Laura estaba seca. Por cierto, ¿la has llevado a la Científica?

– Sí, señor. Confían en poder decirnos algo a partir de mañana.

– El hombre se aleja de Piano Torretta en su coche -prosiguió Montalbano-. Sabe que ya están buscando a Laura y el hecho de permanecer en la zona es peligroso. La niña está aterrorizada, tal vez grita, y entonces el hombre la aturde soltándole un bofetón. Después se detiene y permanece una hora y media o dos horas bajo la lluvia sin salir del coche. Cuando escampa, vuelve a ponerse en marcha y deja en libertad a Laura delante de un chalet donde observa que hay gente. Quiere que la descubran de inmediato. De otro modo, la habría soltado por el campo. Y regreso a la pregunta: ¿por qué la ha retenido todo ese tiempo sin hacerle nada?

– A lo mejor se excitaba viéndola tan asustada, puede que se estuviera masturbando -apuntó Fazio, poniéndose tan colorado como un tomate.

– Tú te has emperrado con el pedófilo y has descubierto una nueva variedad: el pedófilo tímido. Pero como todo es posible, también por eso te he mandado llevar la ropa a la Científica.

– Perdonadme, pero ¿y si la persona que se llevó a Laura fuera una mujer? -preguntó Mimì.

Montalbano y Fazio lo miraron perplejos.

– Explícate mejor -dijo el comisario.

– Suponed que quien ve a la niña llorando es una mujer. Una mujer casada que no puede tener hijos. Ve a una niña extraviada que llora. Su primer instinto es acogerla, llevarla consigo. La mete en su coche y la mira, debatiéndose entre la idea de secuestrarla y la de devolverla a sus padres. Su maternidad frustrada…

– Pero ¿por qué no te vas a tomar por el culo? -saltó Montalbano, asqueado-. ¡Tú nos estás contando una película lacrimógena que ni siquiera Belli el pescadero se atrevería a producir! ¿Sabes que desde que te casaste te has echado a perder? ¡Me preocupas muy en serio, Mimì!

– ¿En qué sentido me he echado a perder?

– En el sentido de que has mejorado.

– ¿Ves como dices bobadas?

– No. En otros tiempos palabras como «maternidad frustrada» ni siquiera se te habrían pasado por la cabeza. En otros tiempos, si una mujer te hubiera confesado que no conseguía tener hijos, tú le habrías dicho: «¿Quiere probar conmigo?» Ahora, en cambio, tienes en cuenta la situación, te compadeces de ella… has sentado la cabeza, te has vuelto mejor. A los ojos de todo el mundo. Pero no a los míos. Corres el riesgo de caer en la trivialidad y por eso digo que te has echado a perder.

Sin decir ni mu, Mimì Augello se levantó y abandonó la estancia.

– Dottore, creo que se lo ha tomado a mal -dijo Fazio.

Montalbano lo miró, lanzó un suspiro, se levantó y salió. La puerta del despacho de Augello estaba cerrada. Llamó suavemente, no hubo respuesta. Giró el tirador, la puerta se entreabrió y el comisario se asomó tan sólo. Mimì estaba sentado con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.

– ¿Te has ofendido?

– No. Pero lo que has dicho es verdad y me ha provocado una punzada de nostalgia.

Montalbano volvió a cerrar y regresó a su despacho. Fazio seguía allí.

– Ah, por cierto, ayer, mientras me dirigía a Piano Torretta, por el tráfico que había me vi obligado a pasar por Ciuccàfa. Y en el tejado del chalet de los Sinagra vi instalada una antena parabólica.

– ¿En el tejado del chalet de los Sinagra?

– En el tejado del chalet de los Sinagra.

– ¿Una antena parabólica?

– Una antena parabólica. Y deja de repetir mis palabras, de lo contrario el diálogo no podrá seguir adelante.

– Pero ¿no está deshabitado?

– Parece que no. Averigua a quién lo han alquilado. Y comunícamelo esta tarde.

– ¿Es importante?

– No es que sea importante, pero tengo curiosidad. Lo que sí es importante, en cambio, es saber el porqué de las constantes peleas entre Belli y su cuñado Gerlando.

A las cuatro de la tarde llamó a la casa de los Mongiardino.

– Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con…

– Lo sé, comisario. Mi yerno Fernando, que ya esperaba la llamada, me manda decirle que todavía no se siente con ánimos, la fiebre sigue muy alta. Le telefoneará mañana por la mañana.

– ¿Han avisado a un médico?

Montalbano percibió cierto titubeo en la voz del anciano que había contestado.

– Fernando no… no ha querido.

– ¿Usted es el abuelo de Laura?

– Sí.

– ¿Cómo está la niña?

– Mucho mejor, gracias a Dios. Está superando el trauma. Fíjese que ya ha empezado a hablar y a contar algo. Pero sólo a la psicóloga.

– ¿Y a ustedes qué les ha dicho la psicóloga?

– No ha querido decirnos nada. Afirma que el cuadro es todavía confuso. Pero en cuestión de tres o cuatro días lo tendrá todo más claro y entonces nos lo dirá.

Fazio se presentó en la comisaría a las siete de la tarde, cuando Montalbano ya había perdido la esperanza de volver a verlo.

– Ha sido muy duro, dottore. En el pueblo nadie sabía nada de nada. Un tío me ha dicho que hace unos cuatro o cinco meses unos albañiles estuvieron trabajando en el chalet. A lo mejor lo estaban acondicionando.

– ¿O sea que nos hemos quedado in albis?

Fazio esbozó una triunfal sonrisa.

– No, señor dottore. Se me ha ocurrido una brillante idea. Me he preguntado: si el dottor Montalbano ha visto en el tejado una antena parabólica, ¿dónde se compró esa antena?

– Excelente pregunta.

– Entre Vigàta y Montelusa hay algo más de quince tiendas que comercializan ese artículo según la guía telefónica. Me he armado de paciencia y he empezado a llamar. He tenido suerte, porque a la séptima llamada me han dicho que la parabólica de Ciuccàfa la habían vendido e instalado ellos. La empresa se llama Montelusa Electrónica. He cogido el coche y me he ido para allá.

– ¿Qué te han contado?

– Han sido amabilísimos. He tenido que esperar un cuarto de hora a que regresara el técnico y me han permitido hablar con él. Me ha explicado que en el chalet encontró a una persona joven y elegante que hablaba siciliano pero con acento americano. Parecía uno de esos personajes italoamericanos que se ven en las películas. Puesto que por teléfono ya habían acordado el precio, el joven le entregó un sobre en cuyo interior había un talón que el técnico entregó a su vez al propietario del establecimiento. Entonces he ido a hablar con el propietario. Se llama Volpini Ar…

– Me importa un carajo cómo se llame. Sigue.

– El propietario ha consultado un registro y me ha dicho que se trataba de un talón de la Banca di Trinacria.

Estaba claro que Fazio iba a hacerle una importante revelación y disfrutaba teniéndolo en ascuas.

– ¿A quién pertenecía la firma?

– Ahí está lo bueno, mi querido dottore.

– No seas cabrón. ¿A quién pertenecía?

– A Balduccio Sinagra.

– Pero ¿qué dices? ¿Y se pagó debidamente?

– Sí, señor.

– Pero ¿cómo es posible? ¡Balduccio está bien muerto y enterrado! ¿Qué chorradas me estás contando?

Fazio levantó las manos en gesto de rendición.

– Dottore, eso me han dicho y eso le digo yo a usted.

– Quiero saber algo más, es absolutamente necesario.

– Pero debe tener un poco de paciencia.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Dottore, yo tendría dos caminos para resolver rápidamente la cuestión. El primero sería ir al Ayuntamiento y ver cómo están los asuntos de la familia Sinagra. Pero al día siguiente todo el pueblo se habría enterado de nuestro interés por esa familia. Y no me parece conveniente. El otro es tratar de obtener alguna noticia por parte de algún miembro de la familia Cuffaro, los mafiosos enemigos de los Sinagra. Y eso tampoco me parece oportuno.

– Pues entonces, ¿qué piensas hacer?

– No me queda más remedio que ir por el pueblo haciendo las preguntas apropiadas a las personas apropiadas. Pero eso requiere tiempo.

– Muy bien. ¿Y has conseguido averiguar el motivo de las peleas entre Belli y su cuñado Gerlando?

Fazio echó los hombros hacia atrás y se acomodó mejor en la silla con una sonrisa triunfal en los labios.

– Dottore, tengo un amigo que trabaja precisamente en la empresa de Belli. Di Lucia Ame…

La furibunda mirada de Montalbano lo obligó a detenerse.

– Este amigo me ha contado que la cuestión es universalmente conocida. Empezó hace un par de años, es decir, cuando ya hacía uno que la empresa funcionaba a pleno rendimiento.

– ¿O sea?

– Belli, que había venido aquí a pasar unos cuantos días con su mujer y su hija, advirtió que no salían las cuentas. Habló de ello con su cuñado Gerlando y regresó a Roma. Al cabo de un mes, Gerlando le dijo por teléfono que, a su juicio, el responsable de los desfalcos era el director administrativo. Y Belli le envió al hombre una carta de despido. Sólo que, por toda respuesta, el director administrativo cogió un avión y se fue a Roma a hablar con Belli. Con papeles en la mano, demostró que él no tenía nada que ver con el asunto y que quien se llevaba el dinero era, en todo caso, Gerlando Mongiardino.

– Pero si Gerlando formaba parte de la sociedad, debía de ganarse muy bien la vida. ¿Qué necesidad tenía de birlar dinero?

– ¡Dottore de mi alma, ése es un mujeriego de no te menees! ¡Y las mujeres le cuestan muy caras! Por lo visto les hace regalos bestiales, casas, coches… Y parece que su mujer es tremendamente tacaña, controla todos sus ingresos… Por eso el señor necesita disponer de dinero extra bajo mano. Así se explica la cosa.

– ¿Qué hizo Belli?

– Regresó aquí y vio que el director administrativo tenía razón. Se tragó la carta de despido pidiendo disculpas y le concedió un aumento de sueldo.

– ¿Y con el cuñado cómo se comportó?

– Quería denunciarlo. Pero intervinieron la mujer y los suegros. Resumiendo, lo puso bajo el control del director administrativo. Pero, a pesar de eso, Gerlando logró seguir birlando dinero. Tanto es así que el jueves pasado, cuando Belli acababa de llegar, hubo una pelea terrible, peor que las otras.

– Dottori? Perdone, pero hay aquí un señor y monseñor que quiere hablar con usted personalmente en persona.

¿Un alto prelado? ¿Qué podría querer?

– Hazlo pasar.

Se levantó, fue a abrir la puerta y se encontró delante de un sexagenario sonrosado, regordete, con manos lógicamente rellenitas, cabello liso y entrecano, gafas con montura de oro. No llevaba sotana ni alzacuellos, pero se veía desde un kilómetro de distancia que era un eminente hombre de Iglesia. Poco faltó para que a su alrededor se aspirara el aroma del incienso.

– Pase -le dijo respetuosamente Montalbano, apartándose a un lado.

El monseñor pasó por delante de él con dignos pasitos y fue a sentarse en el sillón que le indicaba el comisario. Montalbano se acomodó en el otro sillón que había delante, pero en el borde del asiento en señal de respeto.

– Dígame.

El monseñor levantó las regordetas manitas.

– Tengo que hacer una premisa -dijo, apoyándose las manos en la tripa.

– Hágala.

– Comisario, he venido aquí sólo porque mi mujer no me deja en paz.

¿Su mujer? ¿Un prelado casado? Pero ¿qué novedad era ésa?

– Disculpe, monseñor, pero…

El prelado lo miró perplejo.

– No, comisario, no Monseñor sino Bonsignore. Me llamo Ernesto Bonsignore. Tengo un estanco en Gallotta.

¡Habría sido un milagro que Catarella acertara un apellido! Montalbano, soltando en su fuero interno toda una letanía de tacos, se levantó de un salto. Bonsignore imitó su ejemplo, cada vez más perplejo.

– Sentémonos aquí, estaremos más cómodos.

Se sentaron como de costumbre, el comisario detrás del escritorio, Bonsignore en una de las dos sillas que había enfrente.

– Dígame -repitió Montalbano.

El hombre se removió incómodamente en su asiento.

– ¿Me permite que empiece haciendo una pregunta?

– Hágala.

– ¿Tuvieron ustedes conocimiento por casualidad del secuestro de una niña?

Montalbano sintió que se le tensaban repentinamente los nervios. Decidió contestar a la pregunta con otra pregunta, tenía que andarse con mucho cuidado.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Por una cosa que ocurrió ayer. Habíamos ido a pasar el lunes de Pascua a Sferrazzo con otros amigos. A primera hora de la tarde, como empezaba a llover, decidimos regresar. Estábamos circulando por la carretera que rodea Piano Torretta cuando el coche que tenía delante me señaló que iba a desplazarse al centro del carril para adelantar a un vehículo que estaba detenido con la puerta posterior abierta.

¡Pero qué precisión la del falso monseñor!

– Aminoré la velocidad. Y en aquel momento, del coche parado saltó una niña muy pequeña que echó a correr hacia nosotros. Parecía aterrorizada. Inmediatamente bajó un hombre del lado del conductor, agarró a la niña, que forcejeó para soltarse, y la arrojó literalmente al interior del coche.

– ¿Y usted qué hizo?

– ¿Qué quería usted que hiciera? Me puse de nuevo en marcha, entre otras cosas porque detrás de mí se había formado una gran hilera de vehículos. Justo cuando estaba adelantando al coche de la niña empezó a caer aquella especie de diluvio.

– Y mientras adelantaba, ¿pudo ver lo que ocurría en el interior de aquel coche?

– No podía mirar, tenía que estar atento a la carretera porque circulaban muchos automóviles en dirección contraria, pero mi mujer sí pudo.

– ¿Y qué vio?

– Vio al hombre del volante mirando hacia el asiento de atrás. A lo mejor estaba hablando con la niña, que, sin embargo, no resultaba visible. Probablemente estaba en el suelo de la parte trasera.

– ¿Por qué pensó su mujer en la posibilidad de un secuestro?

– La idea se le ocurrió en casa, por la noche. Volviendo a pensar en lo que habíamos visto, se puso a decir que aquel hombre no podía ser el padre de la niña, que la estaba tratando con demasiada…

– ¿Con demasiada?

– Dureza. Aunque mi mujer dijo crueldad.

– Disculpe, señor Bonsignore. Pero ¿no podía tratarse de un desahogo natural, de la reacción excesiva pero lógica de un padre cuya hija empieza a ponerse pesada, baja del coche y echa a correr por la carretera en medio de un tráfico extremadamente peligroso?

Los ojos de Bonsignore se iluminaron:

– ¡Es justo lo que yo le he dicho y repetido! ¡Pero no ha habido manera de convencerla!

Montalbano tenía una gran cantidad de preguntas que hacerle a Bonsignore, pero no quería ponerlo en guardia y que empezara a sospechar.

– Tranquilice a su mujer, señor Bonsignore. No tenemos constancia de ningún secuestro. Y no puedo por menos que agradecerle su interés. Por si acaso, ¿tendría la bondad de dejarme su dirección y su teléfono?

2

Ya era hora de regresar a Marinella. Pero, antes de abandonar la comisaría, se dirigió al despacho de Mimì Augello, el cual estaba redactando un informe sobre un misterioso tiroteo que se había registrado por la parte de la Lanterna.

– Mimì, a propósito de lo que has dicho…

– ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? -replicó Augello irritado, entre otras cosas porque, para él, redactar informes constituía una tortura.

– ¿Has dicho o no que el secuestro quizá podría haber sido provocado por una maternidad frustrada?

– ¿Todavía tocándome los cojones con ese rollo?

– Simplemente quería decirte que, en todo caso, podría tratarse de un caso de paternidad frustrada.

Y le contó lo que le había explicado el estanquero Bonsignore.

– Interesante. ¿Le has pedido una descripción del hombre? Tuvieron que verle bien la cara.

– No.

– ¿A qué se refiere ese no? ¿No lo vieron bien o no se lo has preguntado?

– No se lo he preguntado.

– ¿Ni siquiera el tipo de coche que era?

– Ni siquiera.

– Virgen santa, ¿y se puede saber por qué?

– Pues claro. No quiero armar jaleo ni ruido. Si llego a hacer una pregunta más, dentro de una hora todo el pueblo estaría comentando el intento de secuestro. Total, los Bonsignore, marido y mujer, no olvidarán ni un solo detalle y se pasarán todavía muchos días comentando el asunto. En caso necesario, ya iremos a interrogarlos.

– Pero esto disipa cualquier duda que pudiera haber acerca de un intento de secuestro.

– Yo jamás lo he dudado -dijo el comisario-, pero no será esa certeza la que nos permita seguir adelante. Nos falta un dato fundamental.

– ¿Cuál?

– Sería importante saber si fue premeditado.

– Explícate mejor.

– ¿Aquel hombre secuestró a la chiquilla porque era la hija de Belli o quería apoderarse de una niña cualquiera, la primera que tuviese a mano?

– El hecho de saberlo cambiaría la situación -afirmó Mimì.

– Si quería llevarse a una niña cualquiera -añadió Montalbano-, todo estaría gobernado por el azar y cualquier investigación sería difícil. Pero si quería llevarse a la hija de Belli, el secuestro ya no sería casual y, por consiguiente, el secuestrador debía de disponer con toda seguridad de ciertas informaciones esenciales para poder actuar.

– Ponme un ejemplo.

– Por ejemplo, el secuestrador debía de saber de antemano que el lunes de Pascua Belli y los Mongiardino se irían de excursión a Piano Torretta. ¿Cuándo lo decidieron? ¿A quién se lo dijeron?

– Perdona, pero ¿y si, por el contrario, el secuestrador se hubiera apostado cerca de la casa y los hubiera seguido a partir del momento en que salieron?

– Mimì, aun admitiendo tu hipótesis, a la fuerza alguien tuvo que soplarle al secuestrador que aquella mañana Belli y los Mongiardino saldrían en cualquier caso de excursión. ¡No es una obligación legal salir el lunes de Pascua!

– Muy cierto.

Se hizo el silencio y Montalbano empezó a mirar a Mimì con los ojos entornados. Augello, que se había puesto a escribir de nuevo, interceptó la mirada e inmediatamente se sintió incómodo.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres? Déjame terminar el informe.

– Mimì, cuando corrías detrás de todas las mujeres más guapas de Vigàta y alrededores, ¿tuviste ocasión de conocer a la futura mujer de Belli, la Mongiardino?

– ¿Lina? Sí, la conocí. Pero sólo superficialmente, yo le caía mal y ella no perdía ninguna oportunidad de dejármelo claro. ¿Contento?

– Lástima.

– ¿Lástima por qué?

– Si la conocieras, podrías llamarla y, con el pretexto de saber cómo está la niña…

– Pero ella y Beba son amigas.

– ¿De veras?

– Pues sí, hay cierta diferencia de edad, pero sé que son amigas.

– Pues entonces escúchame bien, Mimì. Esta misma noche Beba tiene que llamar a la mujer de Belli y decirle que acaba de enterarse a través de ti del susto que se ha llevado. Después debe encauzar la conversación hacia el cómo y el cuándo…

– He comprendido muy bien lo que Beba ha de averiguar -lo cortó molesto Augello-. No hace falta que te pongas en plan maestro de escuela.

Mientras se zampaba un plato de salmonetes fritos aliñados con vinagre, cebolla y orégano, un plato que de vez en cuando su asistenta Adelina le dejaba en el frigorífico, siguió pensando en el secuestro de la niña.

A juzgar por lo que se sabía hasta aquel momento, el secuestrador, aparte del guantazo que le había soltado a la pequeña para que se estuviera quieta, no le había hecho ningún daño.

Pero había algo más. En el momento de liberarla, se había encargado de que tampoco sufriera daño y fuese a parar a las manos de las personas adecuadas. Le habría resultado fácil abandonarla en el campo, pero no lo había hecho. Quizá temía que la niña tuviera un mal encuentro con alguien todavía más hijoputa que él. Por consiguiente, lo más probable era que mientras buscaba un lugar donde hacer que Laura bajara del coche, hubiese visto a la derecha, en la misma dirección en la que circulaba, el chalet del doctor Riguccio, y entonces hubiera dejado a la chiquilla casi delante de la verja. De ese modo evitaría que, para llegar hasta allí, Laura, un pequeño ser de sólo tres años, debiese cruzar la carretera llena de coches, perdida y asustada como estaba, cuando ya empezaba a oscurecer, con unas elevadas probabilidades de ser atropellada. ¿Por qué tomaría tantas precauciones alguien que no había tenido el menor reparo en secuestrarla?

Durmió con un sueño más pesado que el plomo, despertó de buen humor y llegó a su despacho dispuesto a amar al prójimo por lo menos casi tanto como a sí mismo. Aún no se había sentado cuando se presentó Mimì.

– ¿Beba pudo hablar con la mujer de Belli?

– ¿Cómo no? Todo según sus órdenes, jefe.

– ¿Y bien?

– Bueno, pues resulta que la noche de Pascua Belli le dijo a Lina que no tenía la menor intención de salir de excursión al día siguiente con la familia Mongiardino. Que fuera ella si quería, él se quedaría en casa.

– ¿Y eso por qué?

– Pues porque, por lo visto, por la tarde había tenido una discusión muy violenta con Gerlando.

– ¿Lina le comentó a Beba el motivo de la discusión?

– No. Pero en cualquier caso, bien entrada la noche, Lina consiguió que su marido cambiara de idea. Sin embargo, hubo una modificación: en lugar de ir a Marina Sicula, tal como habían acordado días atrás, irían a Piano Torretta.

– ¿Y eso?

– Fue idea de Belli. Probablemente porque, estando Piano Torretta mucho más cerca de Vigàta, tendría que pasar menos horas en compañía del cuñado. Y de esa manera, la misma noche del domingo Lina llamó a su hermano y le comunicó el cambio.

– Comprendo. O sea que los únicos que sabían que el lugar de la comida iba a ser Piano Torretta eran los Belli y los Mongiardino.

– Exacto. Por lo tanto, cada vez parece más claro que el secuestro no fue premeditado.

– ¿Tú crees?

– Pues claro que lo creo. Dada la situación, el secuestrador, que ya se habría informado con tiempo, puede que a través de alguna criada, del lugar en que Belli celebraría el lunes de Pascua, habría tenido que encontrarse en Marina Sicula. Y si estaba en Marina Sicula, ¿cómo se las arregló para saber que Belli había cambiado de idea y había ido a Piano Torretta? Sea como fuere, en casa de los Mongiardino la atmósfera que se respira no es muy agradable. No sólo porque Belli y Gerlando están peleados, sino también porque Lina ha discutido con su marido.

– ¿Por qué razón?

– Dice que él es el culpable de lo ocurrido. Fue él quien quiso ir a Piano Torretta. Si hubieran ido a Marina Sicula tal como estaba previsto, no habría sucedido nada y no se habrían llevado aquel susto tan tremendo.

– ¡Pero qué manera de razonar!

– Bueno, tú ya sabes cómo son las mujeres.

– Yo no lo sé, el experto eres tú. ¿La chiquilla cómo está?

– Mucho mejor. Se encuentra a gusto con la psicóloga, que, además, es una amiga. Beba también la conoce.

– ¿El marido ya se ha restablecido de esa especie de gripe?

– No estaba en casa. Lina dijo que se había acercado un momento a las oficinas de la Vigamare.

– ¿Y eso qué es?

– El nombre de su empresa, una mezcla de Vigàta y mare. Por consiguiente ya debe de estar mejor. Beba y Lina han quedado en verse mañana por la tarde.

– Me alegro de saberlo.

– Pero ¿por qué quieres insistir, Salvo? La hija de los Belli tuvo la desgracia de encontrarse en el sitio equivocado, pero si en su lugar se hubiera encontrado otra niña, las cosas habrían ocurrido de la misma manera, puedes creerme.

Montalbano pasó la mañana escribiendo y firmando cartas; al cabo de menos de cinco minutos de entrega a aquel trabajo que le atacaba los nervios, su buena disposición hacia el mundo y las criaturas que lo poblaban ya se había evaporado. Sólo cuando miró el reloj se dio cuenta de que había llegado la hora de ir a comer. Pero ¿no había acordado con Belli que pasaría por allí durante la mañana?

– ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori!

– ¿Ha llamado por casualidad el señor Belli?

– No me consta, dottori. Pero como he tenido que ausintiarme por una necesidad de ripintina urgincia, espere que lo pregunto a Messineo que es el…

– Muy bien, date prisa.

Montalbano no tuvo tiempo de decir ni pío.

– No, señor dottori. No le consta. El señor Melli no ha tilifoniado.

Entonces lo llamó él. Le contestó la voz del viejo Mongiardino.

– Soy Montalbano. Quisiera hablar con el señor Belli.

– Ah. -Pausa. Y después-: No está.

– Ah -dijo a su vez el comisario-. ¿Sabe si pasará por aquí tal como convinimos?

– Difícil.

– ¿Y eso qué significa?

– Se ha ido, comisario.

Montalbano se sorprendió. ¿Qué había ocurrido?

– ¿Cuándo?

– Esta mañana al amanecer. Ha obligado a Lina a hacer el equipaje en plena noche. No ha querido dar explicaciones. ¡Se ha llevado a la niña que dormía, pobre criatura!

– ¿Cómo se ha ido?

– Con su coche.

– ¿Sabe adónde se dirige?

– Ha vuelto a Roma.

– ¿Su hijo Gerlando lo sabe?

– Sí.

– ¿Y él qué explicación ha dado de esta salida?

– No consigue explicársela. Dice que a lo mejor ha sido por una llamada.

– ¿Que ha hecho su yerno?

– No; una llamada desde Roma.

¿Algo que se había torcido en los negocios romanos? Podía ser, pero el asunto merecía estudiarse con más detenimiento.

– Señor Mongiardino, ¿le molesta que esta tarde, después de las cinco, me pase un momento por su casa?

– ¿Por qué tendría que molestarme?

Y de esa manera, el señor Belli se había dato, tal como decían en Roma. Y él no podría hacer nada. El hombre era libre de ir y venir a su antojo. Pero ¿cuál era el porqué de aquella repentina escapada? ¿Era cierta la llamada de Roma? Mimì se hallaba todavía en su despacho. Le contó la huida a Egipto de la familia Belli. Mimì también se mostró extremadamente sorprendido.

– ¡Pero si Lina y Beba habían quedado en verse!

– A mí me parece que ya ha llegado la hora de hablar con Gerlando Mongiardino, quien, a lo mejor, podría decirnos algo más acerca de la llamada de Roma.

– ¿Qué derecho tenemos a hablar con él?

– Mimì, derechos podemos encontrar los que queramos. Aunque no se haya presentado una denuncia, ha habido un intento de secuestro. Y nosotros tenemos el deber de llevar a cabo una investigación. Pero en cualquier caso tú no te preocupes, yo hablaré con él. -Estaba a punto de abandonar el despacho cuando lo pensó mejor-. Otra cosa, Mimì. Quiero saber el nombre, el apellido, la dirección y el teléfono de la psicóloga que se ha encargado de la niña.

A las cinco de la tarde, mientras Montalbano estaba hablando con Augello, se presentó Fazio.

– Dottore, traigo un cargamento. Sé quién es el que firma como Balduccio Sinagra.

– ¿Has tomado apuntes? Fechas de nacimiento, de defunción…

– Pues claro.

– Manos arriba -dijo Montalbano, abriendo un cajón del escritorio y metiendo en él una mano.

La voz del comisario sonó firme y decidida. Tanto que hasta Mimì lo miró perplejo.

– ¿Qué hace, dottore, está de guasa?

– Te he dicho que manos arriba.

Vacilando, Fazio levantó las manos.

– Muy bien. ¿Dónde tienes las notas?

– En el bolsillo derecho.

– Introduce lentamente la mano en el bolsillo, toma el papel con los apuntes y deposítalo no menos lentamente en la mesa. Si haces un movimiento brusco, disparo.

Fazio obedeció. Montalbano cogió con dos dedos el papelito y lo arrojó a la papelera.

– Y ahora puedes hablar sin todas esas chorradas de fechas que yo aborrezco y a ti tanto te gustan.

– ¡Tengo una curiosidad! -terció Mimì-. ¿Con qué ibas a disparar contra Fazio? ¿Con un dedo?

– Con esto -contestó el comisario, sacando un revólver del cajón.

Estaba descacharrado, no podía disparar, pero en alguien que no lo supiera, hacía mucho efecto. La sonrisa del rostro de Mimì desapareció.

– Tú estás completamente loco -murmuró.

– ¿Puedo saber qué has descubierto? -le preguntó el comisario a Fazio, que lo miraba estupefacto.

– Bueno -empezó, recuperándose con gran esfuerzo-, ¿usía recuerda que don Balduccio tenía un hijo, Pino, apodado El Acordador, que se fue a Estados Unidos?

– No lo recuerdo, yo no estaba aquí, pero de todos modos he oído hablar de él.

– Pino tuvo varios hijos en América. Uno, Antonio, era conocido con el apodo de El Árabe. Como estaba loco, de vez en cuando se ponía a hablar en un idioma que él llamaba árabe pero que no era árabe y nadie entendía.

– Muy bien, sigue.

– Antonio El Árabe tuvo tres hijos, dos chicas y un varón. Al varón le puso el nombre del tatarabuelo, Balduccio.

– ¿El cual será el señor que llegó a Vigàta?

– Exactamente.

– ¿Cuántos años tiene?

– Unos treinta.

– ¿Sabes cuánto tiempo permanecerá en Vigàta?

– Alguien me ha dicho que se quedará mucho tiempo, por eso ha mandado restaurar el chalet.

– ¿Qué se propone hacer aquí? -preguntó Augello, casi hablando para sus adentros.

– Mimì -dijo Montalbano-, ¿tú has visto lo que hacen las moscas en el campo? Vuelan y vuelan, y en cuanto ven una preciosa cagada, se ponen encima. Y hoy por hoy aquí entre nosotros hay muchas preciosas y enormes cagadas disponibles. Se ve que se ha corrido la voz y las moscas están acudiendo en tropel, incluso desde el otro lado del charco.

– Si la situación es la que tú dices -observó pensativo Mimì-, significa que pronto regresará la época de los kalashnikov y los asesinatos.

– No lo creo, Mimì. Los sistemas han cambiado profundamente, aunque el objetivo final sea siempre el mismo. Ahora prefieren trabajar a escondidas y con las amistades adecuadas en los sitios adecuados. Y en primer lugar, esas amistades adecuadas andan diciendo por ahí que la mafia ya no existe, que ha sido derrotada, y por consiguiente se pueden promulgar leyes menos severas, abolir la cuarenta y uno bis… En cualquier caso, de este muchacho americano quiero saberlo todo y más, como dicen en la televisión.

Los Mongiardino vivían en la calle principal de Vigàta, en el segundo piso de una sólida casa del XVIII de cuatro plantas, muy amplia y construida sin ahorrar espacio. Le abrió la puerta un hombre muy bien vestido, mayor pero no viejo y de aspecto muy digno.

– Pase, señor comisario. Disculpe que no lo reciba en el salón, pero está todo muy desordenado y hoy no ha venido la mujer de la limpieza. Vamos a mi estudio.

Típico despacho de abogado, macizas estanterías llenas de volúmenes jurídicos y sentencias. Encima del escritorio había algo que el comisario no reconoció en un primer momento, le pareció una calavera, como aquellas que antaño tenían los médicos en su estudio. Fue invitado a sentarse en un sillón de cuero negro.

– ¿Le apetece tomar algo?

– Nada, gracias. Le confieso que esta partida tan repentina de su yerno me ha sorprendido.

– Yo también estoy asombrado. Tenían que haberse quedado otros tres días. ¿Ve usted eso? -Señaló la cosa del escritorio. No era una calavera sino una pelota de goma basta-. Le había comprado otra pelota a Laura y estaba empezando a pintarla. Porque la que tenía el lunes de Pascua y se perdió durante el… cuando la… bueno, la que ya no tenía cuando la encontraron, la había diseñado yo. Le había pintado encima al hada Zerlina y el mago Zurlone, dos personajes de un cuento que yo me había inventado y que a ella le gustaba… -Interrumpió la frase-. Disculpe un momento.

Se levantó, salió y regresó al poco rato, secándose la boca con el pañuelo. Estaba claro que se había emocionado y había ido a refrescarse con un vaso de agua.

– ¿Su esposa está en casa?

– Sí. No se encuentra muy bien. Se ha ido a la cama. Le ha dolido mucho la partida de la nietecita. Quería disfrutar un poco de su compañía después del susto que nos llevamos. Y yo también habría querido… Dejémoslo correr.

– Señor abogado, deseo ser sincero con usted. Que hubo un intento de secuestro de la niña está fuera de toda discusión.

Mongiardino palideció visiblemente.

– ¿Cómo puede decirlo? ¿No podría haberse tratado de…?

– Hay dos testigos -lo cortó Montalbano-. Vieron a un hombre que obligaba a Laura a subir a un coche momentos antes de que descargara el temporal.

– ¡Dios mío!

– Que usted sepa, ¿su yerno tiene enemigos?

La respuesta fue inmediata.

– No. Es más, lo aprecia todo el mundo.

– ¿Es rico?

– Eso sí. Si Laura fue secuestrada tal como usted dice, puede que quisieran conseguir un buen rescate…

– Pues entonces, ¿por qué la soltaron casi enseguida, renunciando al dinero que habrían podido cobrar?

Mongiardino no supo qué contestar y se sostuvo la cabeza con las manos.

– ¿Por qué su hijo Gerlando y su yerno están en desacuerdo?

– ¿Usted también se ha enterado? Hubo, y sigue habiendo, entre ellos grandes discrepancias acerca de la manera de llevar la empresa.

El abogado era sincero. Estaba claro que eso era lo que le habían dicho tanto Belli como Gerlando para que no se disgustara, no le habían contado la verdad, a saber, que Gerlando metía la mano en la caja. La visita estaba resultando una pérdida de tiempo, el abogado Mongiardino no podía prestarle la menor ayuda.

– Dígame, la razón de que su yerno no quisiese participar en la comida del lunes de Pascua ¿era el hecho de haber mantenido una discusión más bien violenta con Gerlando?

– Sí.

– ¿Y no sería posible que el motivo de la repentina partida de su yerno con toda la familia hubiera sido otra discusión con Gerlando y no la fantasmagórica llamada desde Roma?

Mongiardino extendió los brazos.

– Podría ser. Pero me temo…

– ¿Sí?

– … que esos dos ya han llegado al punto de ruptura.

3

A la mañana siguiente de un día frío y encapotado en que soplaba un viento que cortaba la cara, Montalbano fue convocado por el jefe superior. Al pasar por delante de la plaza del Ayuntamiento de Montelusa, observó una escena extraña. Un distinguido cincuentón, con abrigo, bufanda, guantes y sombrero, sostenía en alto una pancarta de madera que decía: «MAFIOSOS Y CABRONES.» Delante de él, un guardia un tanto alterado le estaba diciendo algo. Los pocos viandantes pasaban de largo, no sentían curiosidad, hacía demasiado frío. Montalbano aparcó, bajó y se acercó. Fue entonces cuando reconoció al hombre de la pancarta, era el aparejador Gaspare Farruggia, propietario de una pequeña empresa constructora. Una persona de bien.

– ¡Disuélvase! ¡No voy a repetírselo! ¡Disuélvase! -lo conminaba el guardia.

– Pero ¿por qué?

– ¡Porque se trata de una manifestación no autorizada! ¡Disuélvase!

– No puedo disolverme yo solo -replicó tranquilamente el aparejador-. Con esta temperatura, más bien me solidificaré.

– ¡No se haga el gracioso!

– No lo hago, imagínese las ganas que yo tengo de eso, estoy corriendo el peligro de que me disuelva en ácido sulfúrico quien yo me sé.

Sólo en aquel momento el guardia reconoció a Montalbano.

– Comisario, este señor de aquí…

– Ya puedes retirarte. Yo me encargo de él.

– Buenos días, dottor Montalbano -dijo cortésmente el solitario manifestante, cuyo rostro había adquirido un tono rojoazulado a causa del frío.

El comisario no tardó nada en convencerlo de que abandonara momentáneamente la protesta para ir a reponerse a un cercano café. Se sentaron a una mesa. Mientras se deleitaba con un capuchino hirviendo, el hombre le explicó que unos cuantos empresarios honrados habían decidido agruparse y constituir una pequeña asociación contra el crimen organizado. Había una ley regional que fomentaba la formación de dichas asociaciones e incluso las subvencionaba. Era también una forma, añadió, de dar a conocer los nombres de los empresarios que no tenían nada que ver con la mafia.

– ¿Ya no basta con el certificado antimafia? -preguntó el comisario.

– Mi querido dottore, con la nueva ley, la cuantía de las obras para la cual no se necesita el certificado ha subido a quinientos mil euros. Por consiguiente, bastará con fraccionar las subcontratas de tal manera que ninguna de ellas supere el medio millón de euros. Además, ahora son posibles las subcontratas de un cincuenta por ciento cuando antes eran del treinta por ciento y así se hace la trampa. Hasta quien lleva escrito en la cara que es un mafioso puede conseguir una subcontrata. ¿Me explico?

– Perfectamente.

– En resumen, queríamos defendernos, dar a conocer que nosotros, con certificado o sin él, somos distintos de todos esos mafiosos dispuestos a tomar por asalto la caja fuerte.

– ¿Y qué ocurrió?

– Ocurrió que fuimos a Palermo. Nadie sabía indicarnos el despacho apropiado. Un vía crucis que duró tres días, nos enviaban de Poncio a Pilato. Al final tropezamos con uno que dijo que teníamos que inscribirnos en el correspondiente registro habilitado en los municipios de las capitales de provincia. Entonces regresamos a Montelusa y yo, que soy el presidente de esta asociación, acudí al Ayuntamiento. Pero aquí tampoco nadie sabía nada. Después encontré a un funcionario que me explicó que el tal registro no existía, pues aún no habían llegado de Palermo las normas para su constitución. Han pasado dos meses y todavía no han llegado. Una solemne tomadura de pelo. Entretanto, surgen como setas toda una serie de nuevas sociedades que no tropiezan con ningún obstáculo burocrático a pesar de que todo el mundo sabe que las han creado unos testaferros.

– ¿Por ejemplo?

– Tiene donde elegir. En Fiacca la familia Rosario ha constituido cinco, en Fela la familia De Rosa también cinco, en Vigàta el americano tiene cuatro, pero quiere ampliar el negocio a otros sectores, en Montelusa la familia…

– Un momento. ¿Quién es el americano?

– ¿No lo sabe? Balduccio Sinagra júnior. ¡Ha venido corriendo de Estados Unidos al ver los vientos que soplaban por allí! ¡Aquí todo es un chollo, mi querido dottore! ¿Sabe que ahora ya no es necesario presentar al Ministerio unas relaciones detalladas del estado de las obras, sino tan sólo, y cito textualmente, «notas informativas sintéticas con periodicidad anual»? ¿Qué le parece a usted? ¿Y sabe que…?

– No quiero saber nada más -dijo Montalbano, levantándose y pagando la cuenta.

Durante la hora que pasó en presencia del jefe superior, Montalbano tuvo la sensación de que la silla en que estaba sentado le quemaba literalmente las posaderas. Hasta el jefe superior lo notó.

– Montalbano, ¿qué le ocurre que no se está quieto?

– Un forúnculo, señor jefe superior.

Nada más regresar a la comisaría, llamó a Fazio y Augello y les reveló lo que había averiguado a través del aparejador.

– Y no me ha parecido que Farruggia hablara a tontas y a locas. Quiero conocer los nombres de las sociedades de Balduccio Sinagra júnior, cómo están constituidas, dónde tienen su sede legal. Yo no entiendo nada de todas esas cosas, pero en el Tribunal o en la Cámara de Comercio estas sociedades han de constar.

– Yo me encargo de eso -dijo Fazio-. No es difícil. Y en todo caso, voy a ver al aparejador Farruggia y le pido que me eche una mano.

– ¿Me explicas el porqué de este interés, Salvo? -preguntó Mimì.

– Porque el asunto me huele a chamusquina. El nieto de un boss que ha ganado una fortuna con las contratas amañadas regresa de América y constituye cuatro sociedades dispuestas a participar en las licitaciones de las obras públicas. ¿No te parece raro?

– A mí no. Es posible que haga las cosas de manera legal. Nosotros podemos intervenir como máximo en caso de que la cague.

– Pero como a nosotros no nos cuesta nada obtener esos datos… De esa manera, si algún día la caga tal como tú dices, nos encontraremos en una situación de ventaja. Oye, Mimì, ¿tienes el nombre y el número de teléfono de la psicóloga que ha atendido a la chiquilla?

– ¿De qué estamos hablando? -preguntó Augello, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.

– ¿Has olvidado el intento de secuestro de la hija de Belli?

– Ah, sí, me lo ha dicho todo Beba.

– ¿Quieres llamar a esa señora y preguntarle si puede pasar por aquí esta tarde? A la hora que le vaya mejor.

– Dice que pases tú por su casa esta tarde a la hora que te vaya mejor -dijo Mimì cuando vio entrar a Montalbano en el despacho tras haberse dado un atracón de morralla en la trattoria de Enzo y tener, en consecuencia, los reflejos un tanto embotados.

– ¿Quién dice qué?

– La psicóloga. Olinda Mastro. Te doy su dirección de Montelusa. No me ha parecido una persona muy fácil.

– ¿Sabes qué te digo? Voy ahora mismo.

A la doctora Mastro, de treinta y tantos años, alta, compacta, rubia y guapa, la aparición de Montalbano en su puerta no le hizo la menor gracia.

– ¿No podía haber llamado antes?

– Pero es que mi subcomisario, con quien usted ha hablado, me ha dicho que…

– De acuerdo. Pero una llamada no habría estado de más.

– Mire, si está ocupada, pasaré en otro momento.

– No, por Dios, ahora ya está aquí…

Se apartó para dejarlo entrar. ¿Cómo decía Matteo Maria Boiardo? «Principio tan gozoso buen fin promete.» Por consiguiente, si el principio había sido tan gozoso, ¡cómo sería la continuación!

– Por aquí.

El apartamento era grande y luminoso, a pesar de que el día no era muy bueno. Ella le indicó que se sentara en un sillón de vivos colores, en un salón que parecía salido de una revista de decoración, pocos muebles pero muy elegantes.

– ¿Le molesta que fume? -preguntó el comisario.

– Sí.

– Mejor no perder el tiempo. He venido a hablar con usted a propósito de…

– … de Laura, la niña, lo sé. Pero quisiera saber qué espera obtener de mí. Y, en cualquier caso, tendré que decepcionarlo.

– No ha entendido nada, ¿verdad? Por otra parte yo siempre he pensado que todas estas historias de psicología son cosas totalmente descabelladas.

La formulación de aquella pregunta tan grosera y el ofensivo comentario posterior habían sido deliberados. Era una provocación y seguramente Olinda Mastro caería de lleno en la trampa. Sin embargo, la psicóloga se pasó un ratito mirándolo, y, al final, una divertida sonrisa la hizo pasar de guapa a guapísima.

– No cuela -dijo.

Montalbano también sonrió.

– Le pido disculpas.

Aquella sonrisa recíproca generó un repentino cambio en la atmósfera, como si se hubiese disuelto la barrera invisible que hasta aquel momento los había separado.

– La verdad es que estoy furiosa.

– ¿Por qué?

– Porque cuando había conseguido ganarme la absoluta confianza de Laura, a sus padres va y se les ocurre llevársela a Roma.

– ¿A usted le parece extraño?

– Inexplicable. Y, además, casi con toda seguridad volverá a encerrarse en sí misma y el trauma enseguida se le quedará dentro como un grumo no disuelto que…

– ¿A través de quién se ha enterado de que se habían ido?

– He llamado a los Mongiardino para decirles a qué hora iría a su casa y entonces el abogado me ha contado que habían tenido que irse. Si lo hubiera sabido antes, habría tratado de convencer a Lina, la madre, que es amiga mía.

– ¿Qué explicación le ha dado el abogado Mongiardino?

– Que han llamado a su yerno urgentemente a Roma por un asunto relacionado con sus negocios. Pero digo yo: ¿qué necesidad había de llevarse a toda la familia? Podía haber dejado a Laura con su madre unos cuantos días más en casa de los abuelos.

– ¿O sea que usted no ha logrado averiguar nada a través de la niña?

– Algo sí. Por lo menos, eso creo. -Miró un instante al comisario con aire pensativo y después tomó una decisión-. Venga conmigo.

Recorrieron el pasillo hasta la primera puerta, Olinda Mastro la abrió y Montalbano se encontró en una espaciosa estancia con el suelo literalmente cubierto de juguetes de todo tipo, muñecas, caballos de madera, casitas de hadas, osos de peluche, trenecitos, modelos de coches y aviones, pistolas espaciales y centenares de rotuladores y hojas de dibujo. Había también un coche de bomberos con escaleras de mano y faros: siempre, ya desde pequeño, había deseado uno como aquél. Tuvo que reprimir el impulso de agacharse y ponerse a jugar. Entretanto, la psicóloga había sacado de un estante de madera unas cuantas hojas de papel de dibujo.

– Éstos los ha hecho Laura. Por suerte tiene una extraordinaria capacidad para dibujar. Me los traje aquí para poder estudiarlos mejor. Mire.

Montalbano miró y no entendió nada de nada. Rectángulos torcidos, líneas quebradas, algo que debía de ser un coche, algo que debía de ser un hombre, algo que debía de ser una pelota de colores. Levantó los ojos con expresión inquisitiva.

– ¿Poseen algún significado?

– Por supuesto que sí. Mire usted también esta hoja. ¿Qué representa?

– Parece un coche con cosas dentro.

– Exactamente. Es un coche. Esto de aquí delante es el hombre que secuestró a Laura, esto otro indica a la niña en el asiento posterior con su pelota, la que su abuelo le había pintado. ¿Y esta otra hoja?

– Me parece que representa a la niña con la pelota, el hombre y el coche. Pero…

– Diga -lo animó Olinda.

– Creo que ahora la niña y el hombre están fuera del coche.

– Muy bien. Así es. ¿No ve nada más?

– Sinceramente, no.

– ¿No ve que el hombre, la niña y el coche están todos en el interior de un rectángulo?

– Es verdad. Pero ¿eso qué significa?

– Significa que están dentro de una habitación.

– ¿Una habitación?

– Sí. ¿Y cómo se llama la habitación que puede contener un coche?

Montalbano se dio un manotazo en la frente.

– ¡Santo cielo! ¡Un garaje!

– Lo ha comprendido. Mire este otro. Cronológicamente es anterior al que acaba de ver.

El coche estaba detenido delante de un rectángulo al lado del cual se encontraba el hombre. El rectángulo se había coloreado de gris con rotulador. Esa vez el comisario no tuvo la menor duda.

– Ésta es la persiana metálica del garaje que el hombre está abriendo.

– ¿Ha visto cómo ha aprendido en poco tiempo? -dijo Olinda, volviendo a dejar las hojas en su sitio-. ¿Le apetece un café?

– Sí.

– Pues entonces quédese aquí jugando con aquel coche de bomberos. Se nota que se muere de ganas. Lo llamo en cuanto esté listo.

¡Bien por la psicóloga! Disfrutó de lo lindo con el cochecito, que hasta tenía una sirena que traspasaba los oídos. Por desgracia, enseguida lo llamaron desde el salón.

– Oiga, doctora…

– Llámeme Linda y yo a usted lo llamaré Salvo.

– De acuerdo. ¿No ha conseguido averiguar por la niña qué hizo el hombre cuando ambos estaban en el interior del garaje?

– No. Estaba justo empezando a abordar el tema. Pero tengo cierta idea.

– ¿Cuál?

– Que no ocurrió absolutamente nada. La niña no sufrió la menor violencia, sólo recibió un tortazo una vez, no sé cuándo…

– Yo puedo decírselo.

Y le reveló lo que le había contado Bonsignore.

– Por consiguiente, si Laura no hubiera hecho aquel intento de fuga, el secuestrador ni siquiera le habría propinado aquel tortazo -concluyó la psicóloga.

– A su juicio -preguntó Montalbano-, ¿por qué secuestraron a la niña?

– A mi juicio, no la secuestraron -dijo serenamente Linda.

Montalbano pegó un brinco de caballo en la silla.

– Pero ¡qué dice!

– Lo que pienso. ¿Me ha preguntado mi opinión sí o no? Si queremos utilizar las palabras adecuadas, la niña fue apartada, repito, apartada, aunque fuese a la fuerza, de sus familiares justo lo suficiente para que todo el mundo creyera que la habían secuestrado. La tuvieron durante algún tiempo en el interior del garaje de una casa de las inmediaciones. Por allí todas las casas disponen de garaje, conozco el lugar.

¡Coño! ¡Pero qué inteligente era aquella mujer que en aquel momento estaba cruzando unas largas piernas! Así se explicaba la singularidad de aquel presunto secuestro: se trataba tan sólo de mantener escondida a la niña durante algún tiempo, lo justo para que se pudiera pensar en un rapto. Y estaba claro que la orden que había recibido el secuestrador era no sólo la de no causar a Laura el menor daño, sino también la de evitar que otros pudieran causárselo, deliberadamente o no.

– Quisiera abrazarla -se le escapó a Montalbano desde lo más profundo de su ser.

– Hágalo -dijo Linda, levantándose.

Como es natural, en la comisaría no encontró a Fazio, seguramente había salido de caza en busca de las sociedades del americano. Recordó que los de la Científica aún no habían dado señales de vida con el resultado de los exámenes de la ropa de Laura. Estaba convencido, después de lo que había dicho Linda, de que los de la Científica no descubrirían nada importante. Aun así llamó sólo por el placer de tocarle los cojones a Vanni Arquà.

– ¿Arquà? Soy Montalbano. Permíteme felicitarte a ti junto con todo tu equipo de colaboradores por la prontitud y diligencia con que habéis atendido la petición de esta comisaría. Pondré todo mi empeño en informar detalladamente al señor jefe superior.

– Pero ¿de qué estás hablando?

– Estoy hablando de la ropa de aquella niña que os mandé…

– Ah, ¿eso? Sí, los exámenes, los hemos hecho.

– ¿Puedo experimentar la íntima satisfacción de saber por qué no me los habéis enviado?

– Montalbano, para enviártelos teníamos que hacer referencia a algo, ¿no crees? ¡Ni que fuéramos un laboratorio de análisis privado!

– Me dejas de piedra, Arquà. ¿Cómo es posible que nadie te haya puesto al corriente?

– ¿De qué?

– Hubo un intento de secuestro de una niña que es la nieta de un destacado político. -Bajó repentinamente la voz y la dejó reducida a un soplo-. El asunto se mantiene en secreto, se sospechan oscuras tramas, hasta se habla de terrorismo… por eso no podía constar nada oficialmente.

– Comprendo, comprendo -dijo Arquà, bajando también la voz hasta convertirla en un soplo-. ¿Quieres conocer los resultados?

– Sí, pero dímelos por teléfono, ¡nada por escrito, por lo que más quieras!

– Espera un momento… Bueno pues -dijo Arquà al poco rato con un tono de voz todavía más sigiloso-, nada importante, en el vestido se han encontrado restos de salsa, mermelada, requesón y aceite de coche. Las braguitas estaban sucias de pipí, debió de hacérselo encima. Ah, en la parte posterior del vestido había tres cabellos masculinos, negros. Y nada más.

– Conservad bien esos tres cabellos. Gracias, Arquà. Y silencio absoluto, te lo ruego.

¡Pobre chiquilla! ¡Debía de haber pasado unos terribles momentos de angustia! Y en cuanto a las manchas de aceite de coche, eso no hacía sino confirmar la hipótesis de Linda: la niña había sido retenida durante algún tiempo en el interior de un garaje.

A la mañana siguiente, cuando llevaba unos diez minutos en su despacho, sonó el teléfono.

– Dottori? Está aquí el señor Bongiardino, que quiere hablar con usía personalmente en persona.

Catarella seguía confundiendo la m con la b. Debía de ser el abogado Mongiardino.

– Hazlo pasar.

No era el anciano abogado sino un cuarentón vestido con un caro traje a la medida. Lucía un antipático bigotito y un valioso Rolex en la muñeca. Hasta el perfume de la colonia con que se había impregnado debía de ser muy caro. Para aquella ocasión se había puesto un rostro severo.

– Soy Gerlando Mongiardino.

El mujeriego, el que metía la mano en la caja de la empresa. Se había presentado voluntariamente, ahorrándole al comisario la molestia de ir a verlo.

Montalbano le indicó por señas que se sentara, pero el hombre permaneció de pie.

– Gracias, me voy enseguida. He venido sólo para decirle que su manera de actuar me parece incorrecta.

– ¿En qué sentido?

– Usted, utilizando como pretexto un hipotético secuestro acerca del cual no se ha presentado ninguna denuncia, que conste, ha ido a molestar a mi padre con preguntas que nada tienen que ver con la historia que le ocurrió casualmente a mi sobrina Laura.

– ¿Qué significa casualmente?

– Que Laura se perdió mientras estallaba el temporal, que alguien cuidó de ella, la acogió en su coche y la dejó cuando todo terminó.

– ¿Y por qué razón ese compasivo alguien la emprendió a bofetadas con ella?

– ¿Se refiere al hecho de que Laura tenía una mejilla hinchada? Pero ¿quién le dice a usted que eso fue una bofetada?

– Dos testigos.

– ¿Qué es lo que vieron?

Montalbano le contó punto por punto el relato de los Bonsignore. Al final, Gerlando Mongiardino esbozó una sonrisa.

– ¡Pero, señor comisario, piense un poco! Si alguien intenta salvar a una niña que se ha perdido y esa niña huye de su salvador corriendo el peligro de acabar bajo las ruedas de un coche, ¿no sería posible que ese alguien perdiese momentáneamente la paciencia? Los señores Bonsignore creyeron que se trataba de un secuestro y, por consiguiente, todo lo que vieron lo enmarcaron en la óptica del secuestro. Sin embargo, las cosas pueden y tienen que verse desde otra perspectiva.

¡Bien por Gerlando Mongiardino! Su explicación era de una lógica aplastante.

– ¿Usted ha leído alguna vez a Borges? -le preguntó Montalbano.

– ¿Eso qué es, un libro? -replicó molesto.

Hay personas a quienes la pregunta acerca de si han leído un libro les resulta más ofensiva que el hecho de que alguien les pregunte si han tenido íntima amistad con Jack el Destripador.

– Usted perdone, pero dejando aparte el hecho de que sobre la desaparición de Laura yo tengo otra opinión, ¿cómo puedo llevar a cabo una investigación sin hablar con los familiares de la víctima?

– ¿Y qué tienen que ver con el presunto secuestro de Laura las preguntas que le ha hecho usted a papá sobre mis relaciones con mi cuñado Fernando?

– Porque necesito un cuadro general de la situación. Es más, aprovechando que está usted aquí, ¿quiere explicarme el motivo de esas disputas? De hecho, yo tenía el propósito de acercarme a la Vigamare para hablar de ello.

– Nuestras disputas siempre han tenido el mismo motivo: la dirección de la empresa de la cual mi cuñado y yo somos socios cada uno al cincuenta por ciento. Eso es todo.

4

Debía de ser una explicación fraguada en el seno de la familia para no perder la dignidad a los ojos del pueblo, el cual conocía muy bien la verdadera causa de las peleas, que no era otra que la irresistible atracción que el sexo femenino ejercía en Gerlando y que lo inducía a meterse en el bolsillo el dinero de la empresa y estafar de mala manera a su cuñado.

Merecía la pena aclarar la cuestión.

– ¿Podría esbozar brevemente en qué consiste la disparidad de criterios entre ustedes a propósito de la dirección de la compañía?

– Muy sencillo: yo quiero que la Vigamare se expanda cada vez más y se abra a nuevos mercados y él no, él quiere que todo siga tal como está.

– ¿Y usted se explica por qué su cuñado no quiere ampliarla? ¿Acaso es excesivamente prudente?

Una manera amable de insinuar la hipótesis de que Belli no se fiaba de Gerlando Mongiardino.

– No se trata de prudencia. Yo diría más bien falta de interés. Fernando tiene otros negocios mucho más importantes en Roma, es un empresario capaz de arriesgar mucho.

– ¿Pues entonces?

– Le seré sincero, comisario. Esta empresa de Vigàta Fernando sólo la constituyó para complacer a su mujer, es decir, mi hermana, la cual quería verme bien colocado puesto que yo no tenía trabajo fijo. Y, además, ella pensaba que el negocio sería un pretexto para que mi cuñado viniera a menudo a Vigàta, y de esa manera ella tendría más ocasiones de ver a sus padres. En resumen, para Fernando la Vigamare no tiene ninguna importancia mientras que para mí lo es todo.

– Su padre me dijo que teme que las relaciones entre ustedes hayan llegado al punto de ruptura.

– Todo lo que tenía que romperse ya se ha roto.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que mi cuñado se retiró de la sociedad la víspera de su partida hacia Roma. Fuimos al notario aquella misma tarde.

Por consiguiente, las cosas ya habían alcanzado el punto crítico que decía el abogado Mongiardino. Debía de haber habido una pelea terrible entre Belli y Gerlando.

– ¿Y quién ha adquirido su cuota?

– Yo.

¡¿Él?! ¿Y con qué había pagado? ¿Con habas y garbanzos? ¿Con conchas de marisco? Y si se había comprometido a abonarla a plazos, ¿cómo era posible que Belli se hubiese fiado una vez más de aquel tarambana?

– Disculpe, señor Mongiardino, la que voy a hacerle es una pregunta que efectivamente no tiene nada que ver con el secuestro y, por consiguiente, es usted muy libre de no contestar, pero ¿podría decirme qué sistema han acordado para el pago de la cuota?

– En efectivo.

Montalbano puso una cara tan sorprendida que Mongiardino se sintió obligado a dar una explicación.

– Por supuesto que no he acudido al notario con maletas llenas de billetes. He hecho una transferencia de fondos desde mi cuenta a la suya.

¿Fondos? ¿De qué fondos estaba hablando? ¿Del fondo del mar? ¿De los bajos fondos? Sin embargo, comprendió que Gerlando Mongiardino, con mucha habilidad, lo había empujado a darse de bruces contra una pared. Los bancos jamás traicionarían el secreto bancario, e ir a hablar con el notario sería como pretender mantener un diálogo con un cadáver.

– ¿Hay otros socios?

– No.

¿Qué más se podía decir?

– Felicidades y enhorabuena -dijo Montalbano, levantándose.

– Gracias, comisario. Y espero haber aclarado…

– Perfectamente.

Se estrecharon la mano sonriendo.

– ¿Linda? Soy Montalbano.

– ¡Cuánto me alegro! Dime.

– Necesito verte.

– ¿Ya estamos en ese plan? -Y soltó una risita.

Montalbano se puso colorado como un tomate.

– Di… discúlpame, Linda, pero me he portado como un…

– No te preocupes. Dime.

– Tengo que hacerte una pregunta sobre algo que insinuaste y que después se me fue por completo de la cabeza.

– Pregunta.

– ¿Tú sabes dónde encontraron a Laura?

– Delante de la verja del chalet del doctor Riguccio.

– Bueno, es que me parece que dijiste que tú conocías aquella zona, la que va desde Piano Torretta a Gallotta.

– Sí.

– ¿Querrías acompañarme allí?

– Pues claro. ¿Cuándo?

– Esta tarde si puedes. Sobre las cinco. Dejas tu coche frente a la comisaría y seguimos con el mío. ¿Sabes dónde está la comisaría de Vigàta?

– No.

– Ahora te lo explico.

Empezó a hablar, plenamente convencido de que jamás conseguiría indicarle el camino a Linda. No porque la comisaría estuviera situada en el interior de un laberinto sino a causa de su congénita incapacidad topográfica. Sólo podía llegar a un lugar porque el cuerpo lo llevaba por su cuenta hasta allí. Tras pasar diez minutos diciendo «a la segunda a la izquierda, giras inmediatamente a la derecha» y «a la tercera a la derecha, giras a la segunda también a la derecha», se dio por vencido.

– Mejor preguntas cuando llegues a Vigàta.

– Traigo un buen cargamento -dijo Fazio al entrar en el despacho de Montalbano, que en aquel momento estaba hablando con Augello.

– Siéntate y cuéntame.

– Dottore, tengo que hacer una premisa. Llevo los bolsillos llenos de papeles y necesito consultarlos de vez en cuando. ¿Puedo hacerlo sin temor a que me pegue un tiro?

– Por esta sola y única vez, sí.

¿Cómo se las habría arreglado para guardarse en el bolsillo todos aquellos papeles que sacó y que, al final, formaron un montón sobre la mesa del comisario? A continuación, Fazio carraspeó y apoyó la espalda en el respaldo del asiento. Estaba visiblemente orgulloso de su trabajo. Al fin decidió abrir la boca.

– Bueno, pues el americano tiene y no tiene cuatro empresas dedicadas a participar en los concursos de adjudicación de obras públicas.

– No empecemos a soltar chorradas -dijo el comisario, irritado-. ¿Qué significa eso de que tiene y no tiene?

– Ahora mismo se lo explico, dottore. Estas cuatro empresas se encuentran desde hace tiempo con ciertos problemas, habían tenido dificultades para el pago de los impuestos, algunas de sus obras habían sido clausuradas por incumplimiento de las normas de seguridad laboral, habían sido multadas por retrasos en la entrega y cosas por el estilo. Para reanudar sus actividades habrían debido resolver los asuntos pendientes, regularizar su situación, pero les faltaba el dinero. En determinado momento, es decir, hace menos de tres meses, ocurrió el milagro. Las cuatro sociedades cuyos nombres le digo ahora mismo… -Y comenzó a revolver el montón de papeles que tenía delante.

– ¿Podrías ahorrármelo? -imploró Montalbano con un hilillo de voz.

– De acuerdo -accedió magnánimamente Fazio-. Las cuatro empresas hallan el dinero necesario para regularizar su situación, pero…

– Pero se ven obligadas a cambiar de manos -terció Augello.

– ¡Ahí está lo bueno! No cambian de manos, apenas se modifica el organigrama empresarial. El administrador delegado que había antes permanece en su sitio, el consejo es esencialmente el mismo. Sólo que entre los consejeros de administración ahora figura Balduccio Sinagra. Y, junto con él, aparece otro nombre. En estas compañías Balduccio vale oficialmente como un dos de copas.

– Pero oficiosamente se ha convertido en propietario de las cuatro y los otros son hombres de paja o casi -concluyó el comisario.

– Exacto. Es él, Balduccio, el que ha sacado el dinero para regularizar la situación de las empresas y comprarlas. El perito Farruggia, que en estas cosas tiene un olfato de galgo siciliano, se ha enterado, por vía indirecta a través de amigos que tiene en los bancos, de estos movimientos de dinero desde las cuentas de Balduccio a las cajas de las compañías.

– Perdonadme -intervino Mimì-. Hasta aquí, yo no veo en todo esto ninguna irregularidad. Si Balduccio quiere presentarse tan sólo como un consejero más de administración, allá él. La pregunta es más bien: ¿cómo es posible que tenga todo ese dinero a su disposición? ¿Lo ha encontrado aquí o se lo ha ganado en América? ¿No podríamos preguntar a…?

– Mire, dottore -lo interrumpió Fazio-, que acerca de la vida americana de Balduccio se saben bastantes cosas. Farruggia se ha informado a través ciertas personas que viven en Nuva-york, Bruculín y otros lugares, personas que con nosotros jamás abrirían la boca. ¿Me explico?

– Sí. Sigue.

– No hay nada contra Balduccio júnior, aparte de alguna mala compañía.

– ¿Mala en qué sentido?

– Bueno, viejos mafiosos amigos de su padre, boss en período de desarme… Pero esencialmente Balduccio fue, hasta el momento de trasladarse a Vigàta, un brillante empleado de banca.

– Pero ¿por qué vino? -preguntó Mimì.

– Oficialmente, y estamos siempre en las mismas, entre lo oficial y lo oficioso, para tratar de recuperarse de un terrible dolor. Perdió a su novia en un accidente automovilístico y sufrió mucho por ese motivo. Entonces le aconsejaron que se distrajera cambiando de aires. Y él eligió la tierra de su padre y su abuelo.

– ¡Qué alma tan delicada y sensible! -dijo Montalbano.

– ¿Y oficiosamente? -preguntó Mimì sin soltar el hueso.

– Oficiosamente vino, por cuenta de sus malas amistades, a hacer toda una serie de inversiones. Porque aquí en nuestro país el momento es propicio mientras que en Estados Unidos hay demasiados controles, entre otras cosas por culpa de la cuestión del terrorismo.

– Pero ¿quién le dio el dinero? -saltó Mimì-. No creo que su sueldo de empleado de banca, por muy brillante que fuera…

– Oficialmente -lo interrumpió Fazio-, se trata de una herencia.

– El tío de América -dijo Montalbano.

– No, señor dottore. En este caso, el abuelo de Sicilia. Don Balduccio sénior, y sigo hablando de la versión oficial, parece que exportó capitales al extranjero. Unos capitales que no pudieron embargarse porque nadie tenía conocimiento de su existencia. Cuando don Balduccio sénior murió, ese dinero pasó a Balduccio júnior. ¿Está claro? Oficiosamente, en cambio, don Balduccio sénior jamás exportó nada de nada. Es dinero sucio, reciclado, que puede volver a entrar en el país haciéndolo pasar por reintegro de capital desde el extranjero. Este dinero, quienquiera que sea el propietario, entró legalmente en el país, Balduccio júnior pagó el dos y medio por ciento que marca la ley y ahora está totalmente en regla.

Se hizo un profundo silencio.

– Farruggia -añadió Fazio al cabo de un rato- me ha insinuado incluso algo que se refiere a Belli. Parece que tiene…

– … intención de vender su cincuenta por ciento al cuñado -dijo Montalbano, completando la frase.

– Sí. ¿Y usted cómo lo sabe?

– Lo sé. Pero no se trata de una intención, la cosa ya está hecha. ¿Te ha dicho Farruggia quién le dio el dinero a Gerlando Mongiardino?

– Según él, detrás de toda la operación está como siempre nuestro amigo americano, que tiene mucho interés en ampliar sus negocios.

– Me da la impresión de que muy pronto habremos de empezar a contar muertos -dijo Mimì-. Los Cuffaro no se quedarán cruzados de brazos viendo a un Sinagra que se presenta aquí para hacer lo que le dé la gana.

Montalbano pareció no dar importancia a las palabras de Mimì. En su lugar se dirigió a Fazio.

– Nos has dicho que en los nuevos consejos de administración, aparte del nombre de Balduccio júnior, siempre hay otro.

– ¡Sí, señor! -exclamó sonriendo con los ojos muy brillantes.

– ¿Por qué te hace tanta gracia?

– ¡Porque usía es un policía de los que no hay!

– Gracias. ¿Me dices el nombre?

– Calogero Infantino.

– ¿Y ése quién es?

– Calogero Infantino es un señor sin antecedentes penales que hasta la llegada del americano poseía un establecimiento de venta al por mayor y al por menor de electrodomésticos.

– ¿Y después de la llegada del americano?

– Conservó el negocio.

– Pues entonces, ¿qué tiene que ver con el americano?

– Con el americano no tiene nada que ver. Pero resulta que Calogero Infantino está casado con Angelina Cuffaro.

– ¡Coño! -exclamó Mimì-. ¡Los Cuffaro y los Sinagra se han aliado!

– Ni más ni menos. Y por lo que me consta, el pacto entre ambas familias mafiosas lo ha exigido, como primera condición, Balduccio júnior. Por consiguiente, dottore, no habrá ni ráfagas de kalashnikov ni muertos que contar. Los Cuffaro y los Sinagra se llevarán de maravilla.

– ¿Y nosotros qué podemos hacer? -preguntó Mimì.

– Podemos hacer lo que hacían los antiguos -dijo Montalbano.

Augello lo miró perplejo.

– ¿Y qué hacían los antiguos?

– Se rascaban la tripa y se miraban el ombligo.

Fue a la trattoria, pero no le apetecía mucho comer. Enzo se dio cuenta y se preocupó:

– ¿Cómo se encuentra, dutturi?

– Bien, gracias.

– Pues entonces, ¿por qué no tiene apetito?

– Porque de vez en cuando me acuden demasiados pensamientos a la cabeza.

– Malo, dutturi. ¿Sabe una cosa? Hay dos partes del cuerpo que no quieren pensamientos: la tripa y la otra que usía ya entiende.

A pesar de que no tenía necesidades digestivas, dio el largo paseo por el muelle hasta llegar al faro. Sentado en la roca de costumbre, recordó el pensamiento que le había quitado el apetito. Y que no era un pensamiento propiamente dicho. Era algo que no encajaba en la forma de actuar del secuestrador de Laura. Pero no lograba identificar y enfocar debidamente aquel algo.

Regresó al despacho, se puso a firmar una montaña de papeles y, en determinado momento, sonó el teléfono.

– Dottori? Ha venido una siñora a decir que fuera lo espera un maestro.

El delirio de Catarella empeoraba día a día: Mastro era el apellido de Linda. Puntualísima.

– ¿De qué conoces tú el lugar al que nos estamos dirigiendo?

Linda esbozó una sonrisa.

– Crecí en él. Mi padre compró un terreno por aquella zona y se construyó una casita. Después, cuando yo tenía quince años, la vendió a su hermana, tía Rita.

– Entonces, ¿tus recuerdos se detienen en aquel período?

– No. Yo quería mucho a tía Rita y los domingos iba a verla. Su marido, tío Carlo, era de esos que lo saben todo de todos.

– Por consiguiente, ¿tus tíos viven todavía allí?

– No. Hace un par de años tío Carlo fue trasladado a Cosenza, donde nació, y entonces vendió a su vez la casa.

– ¿Sabes a quién?

– A los Carmona, a quienes conozco.

– Ahora te digo por qué estamos yendo hacia allá.

– No hace falta. Lo he comprendido.

– ¿Qué has comprendido?

– Que vamos a buscar una casa, un chalet o lo que sea, que también tenga un garaje de obra.

¡Había que ver cómo le funcionaba la cabeza a aquella chica tan guapa! Montalbano la contempló con admiración.

– ¿Por qué vas por este camino? Es más largo -dijo Linda.

– Lo sé. Pero quiero ver una cosa. Sólo un momento.

Se detuvo y bajó. Linda lo siguió. El chalet de los Sinagra se levantaba en la cumbre de la colina bajo la cual discurría la carretera, todas las ventanas estaban abiertas, y delante de la verja, antaño protegida por hombres armados, había tres coches aparcados. Balduccio tenía invitados, pero no se veía ni un alma. Los tiempos habían cambiado, ya no eran necesarios los guardaespaldas ni las escuadras de vigilancia; todo a la luz del día.

– Ya podemos irnos.

– Por tu manera de mirar esas ventanas -dijo Linda-, parecías Romeo bajo el balcón de Julieta. ¿Esperabas que asomara?

Montalbano no contestó. Al llegar a Piano Torretta, entró con el coche por uno de los pasos abiertos en la cerca de arbustos.

– ¿Tú sabes dónde habían dispuesto la mesa los Mongiardino?

– Sí. Sigue adelante todavía un poquito. ¿Ves allí abajo aquel otro paso? Se colocaron justo al lado.

Montalbano continuó y se detuvo donde le había dicho Linda. Bajaron. Piano Torretta, de forma casi totalmente circular, era una zona muy extensa y los Mongiardino se habían situado junto al borde y, por si fuera poco, cerca de un paso en que sin duda debía de haber mucho tráfico.

– No fue una elección muy afortunada -comentó Linda.

– Con que se hubieran colocado un poco más hacia el centro, a la niña no le habría ocurrido nada. La pelota con la que estaba jugando jamás habría podido alcanzar la cerca de arbustos y rebasarla.

– Ya -dijo secamente Linda.

Volvieron a subir al automóvil, cruzaron el paso y se encontraron en la carretera que llevaba a Gallotta. Había muy poco movimiento.

– ¿Hacia dónde vamos ahora? -preguntó Linda.

– De momento, abre la guantera, encontrarás un bolígrafo y una libreta. De aquí al chalet del médico hay unos seis kilómetros. Has de anotar a quién pertenecen las viviendas situadas a ambos lados de la carretera, si lo sabes. Si no lo sabes, marca el lugar con un punto interrogante. Como es natural, sólo tomaremos en consideración las casas que tengan un garaje de obra.

– Y si encontramos una casa que podría tener un garaje pero no está a la vista, ¿qué hacemos?

– Nos detenemos, bajamos y entramos en acción. Aunque me vea obligado a saltar alguna verja.

– ¿Por qué sólo tú? Me he puesto pantalones a propósito.

* * *

Comprendieron de inmediato que la cuestión iba a ser bastante más complicada. En primer lugar, las casas no estaban todas alineadas a lo largo de la carretera, sino que había algunas en segundo término. De esas últimas sólo podía verse la fachada, pues la parte de atrás era invisible desde la carretera y había que acercarse todo lo posible recorriendo estrechos caminitos, echar una ojeada y retroceder. Una imprevista pérdida de tiempo. Por si fuera poco, algunas casas estaban rodeadas de muretes a los que hubo que encaramarse para poder echar un exhaustivo vistazo. Por suerte, no se veía a nadie, eran segundas residencias, aún no había llegado la temporada de vacaciones y, además, era un día laborable. Montalbano dijo en determinado momento:

– Para facilitarnos el trabajo, todas las casas tendrían que ser como aquélla de allí.

Y señaló una a mano derecha, una auténtica edificación campestre, con su garaje obtenido de lo que antaño fuera un establo, muy visible y cerrado por una persiana metálica.

– Por desgracia -dijo Linda-, ésa es justamente la casa que te decía, aquella donde crecí. Ahora pertenece a los… ¡Acércate! ¡Para!

– ¿Qué pasa? -preguntó el comisario, obedeciendo automáticamente.

– Me parece que hay alguien -dijo Linda, bajando a toda prisa y llamando a voz en grito-: ¡Señora Carmona!

Sentado en su sitio, el comisario vio aparecer a una anciana desde detrás de la casa, y luego la vio levantar los brazos al cielo al reconocer a Linda, correr a su encuentro y fundirse con ella en un abrazo. Ambas mujeres se pasaron un rato conversando animadamente y después Linda se giró hacia el coche.

– ¡Salvo! ¡Ven!

Él se apeó, las mujeres habían entrado en la casa, las siguió. Se encontró en un confortable salón de estilo rústico. La señora Carmona era una mujer de setenta y tantos años que enseguida le cayó muy bien porque le recordaba vagamente a una vieja amiga suya, una maestra jubilada, Clementina Vasile-Cozzo. La misma manera de hablar, la misma franqueza en las palabras y los gestos. Michelangelo, el marido, se había ido a Vigàta, pero no tardaría en regresar. ¿Por qué Linda no lo esperaba? Se alegraría mucho de verla de nuevo. Ellos habían dejado definitivamente el pueblo y se habían trasladado a vivir allí, donde reinaba la paz de los ángeles. Por allí cerca, otras familias también habían hecho lo mismo. Y muchas más seguirían su ejemplo a pesar del problema del agua, que recibían por medio de camiones cisterna. Sin dejar de hablar, se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja.

– Tenéis que probar este parfè de almendras a la antigua que he hecho hoy mismo, no admito excusas. ¿Qué habéis venido a hacer por aquí?

Mientras se deleitaba zampándose una ración de tarta semifría verdaderamente exquisita, Montalbano le contestó que por una de sus investigaciones, pero no dijo cuál, debía efectuar una especie de censo de las viviendas de aquella zona. Y puesto que Linda… La señora Carmona lo interrumpió.

– Si hubierais venido directamente aquí, os habríais ahorrado un montón de tiempo. Mi marido ya ha hecho ese censo.

– ¿Y eso por qué?

– Porque puede que haya una posibilidad de conexión con la red hidráulica. Pero hay que participar en los gastos, y entonces él se ha pasado todo un mes yendo de puerta en puerta para preguntar quién está dispuesto… ¡Ah, pero ya está aquí su coche!

5

El señor Michelangelo Carmona, a quien su mujer llamaba Mico, no sólo había trabajado en Vigàta como aparejador municipal sino que, además, era un sujeto meticuloso hasta el punto de resultar maniático. Mientras la señora Carmona salía a dar un paseo con Linda, el aparejador empezó a despejar la mesa, retirando todo lo que había encima de ella menos la bandeja con el parfè de almendras, que Montalbano consiguió hábilmente mantener al alcance de la mano. Cuando terminó, el hombre abandonó la estancia y regresó al poco rato arrastrando una enorme maleta. Con la ayuda del comisario, la subió a la mesa, la abrió y empezó a sacar una serie de mapas topográficos, extractos catastrales, declaraciones juradas, escrituras de venta, requerimientos notariales, recibos de la oficina del registro de la propiedad y otros documentos que no tardaron en cubrir toda la superficie de la mesa. Montalbano se colocó la bandeja sobre las rodillas y, mientras Mico se entregaba a una misteriosa criba, tomó la cuchara que había en su plato -provisionalmente puesto en el asiento de la silla de al lado- y se lanzó al ataque del parfè. Entretanto, Mico, que ya había encontrado los documentos que necesitaba, estaba llenando nuevamente la maleta, que había dejado abierta en el suelo, con todos los demás papeles. Al terminar la tarea, extendió sobre la mesa, que a duras penas podía contenerlo, un enorme mapa hecho a mano y comenzó a estudiarlo con aire tan pensativo como el de un comandante en jefe que estuviera estudiando el campo de batalla. En una mano sostenía un par de hojas enrolladas.

– Por favor, comisario, acérquese a mí -dijo, sacándose del bolsillo de la chaqueta un lápiz amarillo.

Montalbano abandonó a regañadientes la bandeja, pero la dejó en el lugar previamente ocupado por su trasero.

– Este que le estoy señalando con el lápiz es el sector que le interesa, es decir, todo el tramo de carretera desde este paso de entrada a Piano Torretta hasta el chalet del doctor Riguccio. Son cinco kilómetros y novecientos setenta y dos metros. El mapa lo hice yo para facilitar las cosas. Para más comodidad, marqué las viviendas con una numeración progresiva.

– Estupendo, pero ¿cómo hago para averiguar los nombres de los propietarios?

– Muy fácil. En estas hojas de aquí -respondió Mico, agitando los papeles que sujetaba- están los nombres y las direcciones de todos ellos. A cada número del mapa corresponde el nombre del propietario.

– Espléndido. ¿Y si quisiera saber cuántas de estas viviendas tienen garaje de obra, de esos que se cierran con una persiana metálica?

– Deme diez minutos. ¿Quiere que se lo escriba?

– Si no es molestia…

Mientras Mico se agachaba junto a la maleta revolviendo papeles, Montalbano regresó a la silla, alzó la bandeja, se sentó, volvió a colocarse la bandeja sobre las rodillas y se puso otra vez a comer. Mico se levantó con una especie de libraco que reproducía planos de casas, cogió una silla y se sentó. Consultaba el mapa, consultaba el libraco, consultaba los papeles donde figuraban los nombres y, de vez en cuando, escribía algo en una hoja en blanco. En la bandeja ya sólo quedaban las dos últimas cucharadas de parfè. Por educación, Montalbano se ordenó a sí mismo no comérselas y, por prudencia, puesto que no se fiaba de sus buenos propósitos, se levantó y depositó la bandeja en el aparador.

– Listo -dijo Mico, entregándole la hoja que había escrito-. Aquí están los nombres, las direcciones y también los números de teléfono. Las casas con garajes de obra no abundan mucho por esta zona; con el tiempo que hace, la gente deja los coches debajo de un emparrado o simplemente al aire libre. ¿Necesita alguna otra cosa?

– Nada más, gracias. Usted ha sido para mí como una mina de oro, le estoy enormemente agradecido. Sólo una pregunta: ¿estos datos son recientes?

– Los reuní el mes pasado. ¿Me echa una mano para dejarlo todo en orden antes de que vuelva mi mujer?

Y Montalbano aprovechó para deshacerse de las huellas de su culpa, se dirigió a la cocina con la bandeja y tiró al cubo de la basura los míseros restos del parfè.

Abandonaron la casa de los Carmona cuando ya estaba oscureciendo. La noche era clara y silenciosa, las hojas de los árboles no se hablaban entre sí.

– Me parece que ha ido todo muy bien -dijo Linda.

– Ya.

– Mico nos ha ahorrado un montón de trabajo.

– Ya.

– ¿Qué te ocurre?

– Nada, estaba pensando.

¿Habría podido decirle que el parfè no sentía el menor deseo de dejarse disolver por los ácidos del estómago y estaba luchando denodadamente para que tal cosa no ocurriera?

– ¿Quieres que te ayude con la lista que te ha dado Mico?

– ¿Por qué no?

– Pero antes quisiera cenar. El paseo con la señora Carmona me ha abierto el apetito. ¿Tú también tienes?

– Bueno…

– Veo que no te entusiasma la propuesta.

– ¡No digas eso, por Dios! De acuerdo. ¿Conoces algún sitio a donde ir?

– Pasada Gallotta hay una trattoria campestre, Da Giugiù, ¿has estado allí alguna vez?

Jamás había oído hablar de ella. Se preocupó.

– ¿Estás segura de que se come bien?

– He estado allí un montón de veces. Quédate tranquilo. Desde aquí tardaremos una media horita en llegar.

Pero tardaron una hora porque se lo tomaron con calma. Linda hablaba de su trabajo con los niños y al comisario le gustaba escucharla. Tenía una voz que cambiaba de color.

– Querría algo ligero -le dijo Linda a Giugiù, un hombre de por lo menos ciento treinta kilos de tonelaje.

– Las cosas ligeras se las lleva el viento -sentenció Giugiù.

– Muy cierto -contestó riendo-. A usted, desde luego, no conseguiría llevárselo ni siquiera un tornado.

La consecuencia de la breve discusión fue: queso de oveja, aceitunas verdes y aceitunas negras como entremés, espaguetis a la salsa de cerdo de primero, salchichas y chuletas de cerdo de segundo. Montalbano observó complacido que Linda no se rendía ante los platos, sino que entablaba batalla con la ayuda de un vino tinto cuya fortaleza era equiparable a la de un gallo de pelea. Al final la joven dijo:

– ¿Quieres probar el verdadero parfè de almendras? El de la señora Carmona estaba muy rico, pero el que hacen aquí…

– Voy a confesarte una cosa. El parfè no me gusta. En casa de los Carmona lo he probado por educación -mintió él con expresión contrariada-. Tómalo tú, yo te miraré.

Pero no consiguió ni siquiera mirar el parfè: cada vez que sus ojos se posaban en él, su estómago se ponía a refunfuñar indignado y hasta notaba una leve sensación de mareo.

Durante el camino de vuelta, Linda preguntó:

– ¿Adónde vamos para examinar los papeles? ¿A la comisaría o a tu casa de Marinella?

Montalbano la miró perplejo.

– ¿Te he dicho yo que vivía en Marinella?

– No, me lo dijo Beba. ¿No sabes que somos amigas? Me contó eso y otras cosas.

Mientras Montalbano abría la puerta de la casa, Linda preguntó:

– ¿Vamos a trabajar a la galería?

– ¿También sabes que tengo una galería?

– ¡Uf! -replicó ella.

Teóricamente, en la tarea de controlar los nombres de la lista, que eran sólo ocho, la chica habría tenido que emplear como máximo una media hora.

Cuando se sentaron en la galería aún no eran las doce de la noche y cuando Montalbano acompañó a Linda a la comisaría para que recogiera su coche eran las cinco y media de la madrugada.

En resumen, se acostó con la intención de dormir unas dos horas y, en cambio, despertó pasadas las diez. Se duchó precipitadamente, se afeitó dejándose la barba a medias, se vistió a toda prisa y entró en su despacho algo más tarde de las once.

– Envíame a Fazio -le dijo a Catarella.

Poco después llamaron con los nudillos a la puerta, pero en lugar de Fazio se presentó Mimì.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Montalbano.

– Lo de siempre. Dos robos, un misterioso tiroteo por la zona de Piano Lanterna. ¿Y tú tienes alguna novedad?

– ¿Qué novedades quieres que tenga?

– ¡Pues no sé! -dijo Mimì, mirándolo intensamente.

Entró Fazio.

– A sus órdenes, dottore. ¿Cómo está?

¿Por qué hasta Fazio se ponía a preguntarle cómo estaba, cosa que no hacía habitualmente?

– Muy bien. ¿Por qué me lo preguntas?

– ¡Pues no sé!

Mimì, vete a saber por qué, rió con sorna. Montalbano no le hizo caso. Se sacó del bolsillo la lista de nombres escrita por Mico y la depositó sobre la mesa.

– Tengo que hacer una salvedad. Me he reunido con la doctora Olinda Mastro, la psicóloga de Laura, que me ha sido de gran ayuda y no sólo porque me ha explicado lo que le dijo la niña.

– ¿No sólo? ¿Pues qué otra ayuda te ha prestado? -preguntó Mimì, con el inocente rostro de un ángel.

Esa vez Montalbano también fingió no darse cuenta de nada y se lo explicó todo a los dos, incluida la visita a la casa de los Carmona.

– Anoche Linda, puesto que conoce prácticamente a todos los que viven en la zona, examinó conmigo esta lista y…

– Disculpe, dottore, ¿quién es Linda? -preguntó Fazio.

– Es la doctora Mastro, que se llama Olinda pero es Linda para los amigos -explicó Mimì, acentuando la palabra «amigos» sin alterar ni un ápice su rostro de serafín.

– … examinó esta lista y tachó cinco nombres -prosiguió Montalbano, sin dejar entrever la caldera de vapor que se agitaba en su interior y que podía estallar de un momento a otro-. Se trata de personas que jamás de los jamases habrían tenido nada que ver con asuntos ilegales. Quedan tres nombres: Gaspare Bonito, empleado de banca, Giacomo Arena, transportista, y Federico Zirretta, empleado. Olin… O… Lin…

– ¡O la la! -dijo Mimì.

Montalbano, haciendo un enorme esfuerzo, consiguió evitar la explosión de la caldera.

– A estos tres Linda no los conoce. Tendríamos que averiguar algo más.

– Déjeme ver -pidió Fazio, alargando la mano.

El comisario le entregó la lista, Fazio la estudió un momento y después dijo:

– Este Gaspare Bonito de cincuenta años y domiciliado en via Cavour treinta y dos es cajero de la sucursal que la Trinacria tiene en el puerto. Lo conozco desde hace más de veinte años y podría avalarlo. Es la honradez personificada.

– Pues entonces, táchalo. ¿Y los otros dos?

– No los conozco. Pero enseguida lo arreglo -dijo Fazio, levantándose y guardándose la lista en el bolsillo.

Una vez solos, Montalbano miró con la cara muy seria a Mimì.

– ¿Puedo preguntar por qué te las das tanto de gracioso?

– Porque yo ya sabía las cosas que nos has contado. Esta mañana a las ocho Linda le ha presentado un detallado informe telefónico a Beba.

– ¿Y qué le ha dicho?

– Beba no ha querido contarme nada. No ha habido manera de que hablara. Pero creo que Linda le ha dicho todo lo que había que decir. Se han pasado más de una hora al teléfono y, de vez en cuando, Beba se reía tanto que hasta se le saltaban las lágrimas.

– ¿Y de qué se reían tanto? -preguntó Montalbano con mirada siniestra.

– Eso sólo lo saben Linda, Beba y tú. Por consiguiente, supongo que también le ha dicho cosas que tú no nos has contado porque, estrictamente hablando, no tenían nada que ver con la investigación. -Y el muy infame esbozó una sonrisa.

– Mimì, ¿sabes lo que te digo, estrictamente hablando? -dijo Montalbano enfurecido.

– No.

– Vete a tomar por el culo.

Había en el engranaje de su cerebro una piedrecita que paralizaba el movimiento de las ruedas y ruedecillas. Y hasta que eliminara aquella piedrecita, no habría manera de volver a poner en marcha el mecanismo. El obstáculo era la forma que había utilizado el secuestrador para proceder. ¿Qué ocurría en los secuestros normales? Ocurría que los malhechores que debían mantener contacto con la persona raptada cuidaban de enmascararse, de cubrirse la cara con un pasamontañas o cualquier otro tipo de disfraz para no ser reconocidos por la víctima, que, una vez liberada tras el pago del rescate, podría facilitar a los investigadores unas descripciones extremadamente detalladas. Y, en efecto, si durante un secuestro el prisionero veía, aunque sólo fuera casualmente, el rostro de un carcelero, su destino ya estaba marcado. Pidiéndole antes perdón, eso sí, pero la persona era eliminada. Esa norma no fallaba.

Entonces, ¿por qué esa vez el raptor de Laura no había adoptado ninguna precaución y había actuado a cara descubierta? ¿Porque Laura era una niña de tres años y le habría sido difícil, cuando no imposible, describir el aspecto del secuestrador? Puede que la razón fuese ésa, pero, en cualquier caso, semejante comportamiento no dejaba de ser un tremendo riesgo. Tanto es así que, cuando se vio obligado a perseguir a Laura, que se había escapado del coche, el hombre dejó que los Bonsignore le vieran el rostro.

Pero, por otra parte, no habría podido ir más que a cara descubierta. En general, los secuestros se producen en medio de la oscuridad y, aun así, los raptores actúan de tal manera que no se les pueda reconocer. En aquel caso todo tenía que suceder necesariamente bajo la luz del sol, aunque el sol estuviera cubierto por las nubes. Y por consiguiente, ¿cómo podía un hombre andar por ahí en medio de tanta gente luciendo con el mayor desparpajo un pasamontañas? Habría equivalido a pasear con una pancarta que dijera: «ESTOY COMETIENDO UN SECUESTRO.» Nada, la niña debía necesariamente ser secuestrada por alguien dispuesto a correr el enorme riesgo de ser reconocido por cualquiera.

Entonces, ¿qué le habían dicho o prometido a cambio? Ahí estaba el busilis. ¿Dinero? No había dinero capaz de compensar semejante riesgo. ¿Garantías? ¿De qué?

Y fue entonces cuando recordó lo que había dicho Linda: no había sido un secuestro propiamente dicho sino un alejamiento momentáneo que sugiriera la idea de un secuestro. La idea. La sensación. La impresión. Pensó en un diálogo imaginario (aunque, en realidad, no tanto).

– ¡Figúrese usted, comisario! La niña se perdió, pero por suerte la recogió un compasivo automovilista, que ha permanecido en el anonimato y que la acompañó a un lugar seguro. ¡Y nosotros, entretanto, desesperados y pensando en un rapto!

– ¿Quieren presentar una denuncia?

– Pero ¿por qué? ¿Por una sensación? ¿Por una impresión?

Eso era lo que le habían garantizado al secuestrador: que no se presentaría ninguna denuncia, que no habría ninguna investigación siempre y cuando la chiquilla no sufriera ningún daño, pues, en caso de daño, no se podría prever la reacción de los padres. Y, en efecto, no había habido ninguna denuncia porque no había habido ningún motivo para presentarla. Y la investigación, ¿qué motivo había para llevarla a cabo?

Sea como fuere, la piedrecita ya se había eliminado.

Estaba a punto de regresar a Marinella, con los nervios propios de una tarde perdida en la comisaría resolviendo asuntos sin importancia, cuando se presentó Fazio.

– ¿Qué puedes decirme sobre aquellos nombres?

– Muchas cosas, dottore. Y para que no se enfade, lo que he averiguado me lo he aprendido de memoria, de manera que no necesito papeles.

– Muy bien. Veo que con la vejez vas mejorando, como el buen vino.

– Dottore, usía entiende mucho de comida, pero de vinos no sabe gran cosa. La vejez no siempre es beneficiosa para el vino. Bueno, pues empiezo por Federico Zirretta, empleado administrativo de la Casa del Distrito.

– ¿De la cárcel?

– Sí, señor. Desde hace treinta años. El director me ha dicho que no sólo es un empleado ejemplar sino que, además, ha promovido varias iniciativas en favor de los reclusos. Es un hombre muy bueno.

– ¿Qué sueldo tiene?

– La miseria que el Estado paga a la gente como nosotros.

– ¿De dónde sacó el dinero para construirse una casa en Piano Torretta?

– Eso también me lo he preguntado yo. Y he obtenido la respuesta. Su mujer, que es de Ribera, heredó de un tío. Como no tienen hijos, se construyeron esa casa. Hágame caso a mí, dottore, Zirretta está fuera de toda sospecha.

No tenía ningún motivo para poner en duda lo que Fazio le estaba diciendo.

– ¿Y el otro?

– Aquí la cuestión ya es más interesante. Giacomo Arena tiene cincuenta años. Casado y divorciado. Él tampoco tiene hijos. Se califica de transportista, pero en realidad sólo posee una camioneta con la que se dedica a pequeños transportes ocasionales.

– ¿Eso te parece interesante?

– Déjeme terminar.

– Te gusta hacer como los pirotécnicos cuando disparan petardos, ¿verdad, Fazio?

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que la traca más fuerte siempre la reservan para el final.

Fazio sonrió complacido.

– ¡Y menuda traca, dottore! En primer lugar, Giacomo Arena no es trigo limpio. Fue condenado porque, sin tener licencia de armas, le encontraron una pistola en el bolsillo. Otra condena se debió a que, conduciendo en estado de embriaguez, fue a estrellarse contra un quiosco de periódicos y lo dejó destrozado.

– ¿Eso es todo? Todavía no oigo las tracas más gordas.

– Es hijo de Romualdo Arena, llamado Rorò.

– ¿Y quién es Rorò?

– No quién es sino quién era, dottore. Lo mataron hace más de veinte años. Pertenecía a la familia de los Sinagra.

¡Un mafioso muerto de un disparo en el transcurso de la guerra entre los Sinagra y los Cuffaro! Montalbano plantó enseguida las orejas.

– ¿Ya ha oído finalmente la traca, dottore? -dijo Fazio, sonriendo a modo de desquite.

– ¿Y cómo es posible que el hijo no se vengara?

– Por aquel entonces estaba trabajando en Alemania como obrero de una fábrica de automóviles. Regresó un año después y fue detenido por la historia de la pistola. Por lo visto, la intención de vengarse la tenía. Pero cuando salió de la cárcel, las cosas estaban cambiando rápidamente en perjuicio de los Sinagra. Y entonces él no se movió.

– ¿Por qué no siguió las huellas de su padre?

– Fue Rorò quien no quiso que entrara en el circuito. Quería mucho a su hijo.

– Si, tal como me has dicho, Giacomo Arena vive un poco a salto de mata, razón de más para preguntarse quién le dio el dinero para comprarse la casa de vacaciones en el campo.

– Dottore, se ve que usía no ha mirado bien la lista que le hizo el señor Carmona. Es muy precisa. La casa sigue perteneciendo al señor Di Gregorio, Arena la tiene alquilada. Y se ha ido a vivir allí.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace tres meses. Tiene un contrato de un año.

– ¿Vive solo allí?

– Sí, señor. De vez en cuando le hace compañía alguna puta.

– ¿Sabes si Arena, aparte de la camioneta, tiene también algún otro vehículo?

– Claro. Un Polo.

Montalbano se quedó un poco pensativo y después preguntó:

– La hipótesis de que Giacomo Arena se haya puesto a la disposición del americano ¿te parece poco probable?

– Para nada, dottore. Sólo que, a mi juicio, las cosas ocurrieron justo al revés.

– ¿Qué quieres decir?

– Que fue Balduccio júnior quien se puso en contacto con los supervivientes o los parientes de la familia. En la elaboración de la lista puede que le echara una mano el honorable abogado Guttadauro, que los conoce a todos, los vivos y los muertos.

– Sea como fuere, de este contacto entre el americano y Giacomo Arena no tenemos pruebas.

– No ha habido tiempo de buscarlas -lo corrigió Fazio.

– ¿Sabes qué vas a hacer, Fazio, a partir de este momento?

– Pues claro que lo sé. Pisarle los talones a Giacomo Arena.

– ¿Sabes fotografiar?

– Me las apaño.

– Sácame unas cuantas fotos de Arena sin que él se dé cuenta. Busca a alguien que te ayude, si quieres. Me interesa especialmente que se le vea bien la cara. En cuanto las hayas hecho, manda revelarlas y me las traes.

– Pero, dottore, no es necesario hacer como en el cine, vigilancia, fotografías. Seguro que en algún sitio encuentro una imagen de Giacomo Arena.

– ¡Pero, hombre, por Dios! ¿Quieres darme una foto de carnet o de archivo? ¡Esas parecen hechas a propósito para que no se pueda identificar a la gente!

Acababa de llegar a Marinella cuando sonó el teléfono. Era Linda.

– Salvo, como tenía un compromiso que se ha anulado, he pensado que podríamos ir a cenar.

«¿Para que después puedas troncharte de risa a costa mía con Beba?», pensó inmediatamente Montalbano, enfurecido.

– Lo siento, pero estoy esperando a unas personas. Ya hablamos. Hasta pronto.

Colgó. Sonó el teléfono.

– Linda, ya te he dicho que…

– ¿Quién es Linda? -preguntó la voz de Livia.

Y adiós muy buenas.

6

Noche infame, un total de ocho larguísimas llamadas hechas y recibidas desde Boccadasse, provincia de Génova, hasta que el cansancio y el sueño se impusieron a los dos contendientes. Se presentó en el despacho con una pinta espantosa. Al verlo con aquella cara, ni siquiera Catarella tuvo el valor de ir más allá de un normal:

– Buenos días, dottori. -Dicho, por si fuera poco, a media voz.

– Buenos días una mierda -fue la fúnebre y amenazadora respuesta.

Nadie se atrevió a molestarlo durante unas dos horas. En efecto, eran poco más de las once cuando llamaron discretamente a la puerta. Era Fazio, a quien ya debían de haber advertido del negro humor del comisario, pues dijo mientras se sentaba:

– Dottore, ¿quiere apostar a que, en cuanto yo empiece a hablar, se le pasa de golpe el ataque de mal humor?

– Apostemos. ¿Cómo es que estás aquí en lugar de estar vigilando a Giacomo Arena?

– Ya lo he vigilado, dottore. De la sorpresa que me he llevado me he caído de culo, dicho sea con todo el respeto.

– Cuéntame.

– Esta mañana a las seis me he apostado con mi coche en la carretera de Piano Torretta. Me he llevado a Alfano porque está con nosotros desde hace una semana y nadie lo conoce. Llevaba también la cámara. Bueno, pues a las siete de la mañana nos ha adelantado la camioneta de Arena que luce escrito en los costados «G. ARENA – MUDANZAS – TRANSPORTES». Él delante y nosotros detrás. A medio camino se ha detenido en una gasolinera y, como había un poco de cola, ha bajado. Entonces se me ha ocurrido una idea. Le he dicho a Alfano que le preguntara si podría hacerle una mudanza urgente. Mientras Alfano hablaba con él, he sacado un montón de fotografías que ya están revelando. Al volver, Alfano me ha dicho que Arena le había contestado que ya no se dedica a hacer mudanzas ni transportes porque ahora trabaja como colaborador fijo al servicio de una empresa. Cuando ha terminado, lo hemos seguido y hemos visto dónde se detenía, justo a la entrada de un gran almacén, en el que ha entrado. Al poco rato han salido dos hombres, que han cargado varios frigoríficos y calentadores de baño en la camioneta. Al finalizar la operación, Arena se ha sentado al volante y se ha ido a entregar los electrodomésticos.

– ¿Por qué no lo has seguido?

– Porque ya no era necesario. Las fotografías ya las tenía y hasta me había enterado de para quién trabaja Arena; consta en el rótulo del almacén.

– ¿Qué dice?

– Electrodomésticos Infantino.

– ¿Y qué?

– ¿Lo ha olvidado, dottore? La otra vez se lo comenté. Calogero Infantino es aquel señor sin antecedentes penales, comerciante de electrodomésticos, casado con Angelina Cuffaro, que figura en los nuevos consejos de administración de las empresas adquiridas por Balduccio júnior.

Montalbano lo miró asombrado.

– Pero ¿cómo? ¿Ahora Arena se pone a trabajar para la familia Cuffaro, la que mató a su padre?

– Dottore, pero ¿no dice usted mismo que los tiempos han cambiado? Ahora sólo se piensa en términos de bisnis.

Inesperadamente Montalbano esbozó una sonrisa. Y Fazio también.

– Dottore, ¿he ganado la apuesta?

– Sí.

– Pues entonces invíteme a un café, que falta me hace.

– A mí también -dijo el comisario bostezando.

A última hora de la mañana, Montalbano decidió reunir al estado mayor de la comisaría, integrado por él mismo, Fazio y Augello.

– Las cosas, tal como yo lo veo, se desarrollaron de la siguiente manera. Balduccio júnior regresa de América para blanquear un dinero mafioso. Puesto que pertenece a la tercera generación, en lugar de declararles la guerra a los Cuffaro, se alía con ellos, estableciendo cierto reparto de los beneficios. Los negocios le van bien porque trabaja bajo mano, adquiriendo empresas al borde de la quiebra. Sin embargo, cuando pretende extender su radio de acción al mercado al por mayor del pescado, tropieza con dos dificultades. La primera es que la compañía de Belli, la Vigamare, va viento en popa y, por consiguiente, los métodos tienen que ser distintos de los utilizados hasta el momento; la segunda es que Fernando Belli es un hombre honrado, difícil de doblegar. Pero Balduccio no tarda en descubrir la trama oculta de la Vigamare, es decir, lo del otro socio, el cuñado de Belli, Gerlando Mongiardino. Lo aborda, o manda que otros lo aborden, y le plantea las ventajas que podría obtener si él, Balduccio, consiguiera introducirse de alguna manera en la sociedad. Gerlando Mongiardino habla evidentemente de ello con su cuñado, pero éste lo manda al carajo. De ahí las peleas que todos conocemos. ¡Y un cuerno disparidad de criterios acerca del rumbo de la empresa!

– Perdona que te interrumpa -dijo Mimì-. Pero ¿qué interés puede tener Gerlando Mongiardino en cambiar de socio y aliarse con alguien como Balduccio júnior?

– No sabemos lo que Balduccio júnior le ha prometido. O a lo mejor piensa que disfrutará de mayor libertad de movimiento para meterse en el bolsillo el dinero de la empresa.

– ¿Apostamos a que, al menor fallo, Balduccio júnior lo arroja a los peces para que se lo coman vivo? -dijo Fazio.

– Sigamos. La partida se encontraba estancada cuando a Balduccio se le ocurre una manera de obligar a Belli a ceder. El secuestro de la hija. Entonces…

– Un momento -lo interrumpió Mimì-. No me convence.

– ¿Qué?

– Esta historia del secuestro. Es un método viejo, un método mafioso a la antigua. Tú mismo, Salvo, has afirmado que estos nuevos mafiosos son burócratas que utilizan otros medios de presión, y sólo cuando no pueden evitarlo… El secuestro no encaja con el modus operandi de Balduccio júnior.

– Mimì, ya que te has puesto en plan de doctas citas, yo también voy a empezar a ponerme culto. Una vez leí una novela, creo que se llamaba Olvidar Palermo, aunque puede que el título fuera otro, a veces me confundo. En cualquier caso, esa novela narra la historia del descendiente de una familia de mafiosos, como nuestro Balduccio júnior, nacido y crecido en América, que estudia, se convierte en una persona culta y de finos modales, entra a formar parte de la alta sociedad y se casa con una rica americana. Ambos se van de vacaciones a Palermo, donde un gesto de admiración de alguien con respecto a la esposa es mal interpretado por el marido. Rápidamente la relación entre el marido y el otro se convierte en un desafío. Y a medida que el desafío se va volviendo cada vez más peligroso, e incluso mortal, el marido pierde progresivamente la cultura, la delicadeza y la elegancia para adquirir en su lugar astucia, violencia y voluntad homicida. En resumen, retrocede. Palermo lo hace regresar a sus orígenes, a sus raíces. Pues bien, Balduccio júnior ha tropezado con alguien que lo estaba desafiando y ha regresado rápidamente, aunque por muy poco tiempo, a sus orígenes. Pero ese breve viaje hacia atrás lo joderá. Se trata del rapto de una persona y no importa que se haya hecho para conseguir un rescate o para ejercer una fuerte presión sobre alguien. La duración también es irrelevante. Tanto si ha durado una hora como si ha durado un año, sigue siendo un secuestro. Y el secuestro de una persona, por lo que a mí me consta, aún no se ha despenalizado.

– ¡En fin! -dijo en tono dubitativo Mimì.

– Sigamos adelante. Balduccio júnior convence a Gerlando de que le revele los movimientos de Belli y su familia cuando vengan a Vigàta por Pascua. Y le explica que se tratará de un falso secuestro, a la niña no se le hará ningún daño. Un daño que sí se hará en el futuro a algún familiar en caso de que Belli no acepte sus exigencias. Balduccio júnior, para llevar a cabo materialmente la acción, recurre a su cómplice Calogero Infantino y éste le transmite el encargo a Giacomo Arena, a quien Balduccio ha puesto a trabajar en su almacén. Desde hace algún tiempo los Mongiardino y los Belli ya tienen decidido ir a celebrar el lunes de Pascua a Marina Sicula. Cosa de la cual Gerlando ha informado debidamente a Balduccio. Sólo que a Belli ya no le apetece hacer esa comida en el campo, consiguen convencerlo a última hora del domingo, pero él quiere cambiar de destino, irán a Piano Torretta. Esta decisión de última hora se la comunica su hermana a Gerlando, el cual se ve obligado a advertir el cambio de destino a Balduccio, que ya había mandado preparar el secuestro en Marina Sicula. Por consiguiente, tienen que improvisar de alguna manera. Gerlando, que es el primero en llegar a Piano Torretta, coloca las mesas en un punto estratégico, junto a los setos y cerca del paso. Le facilita a través del móvil a Balduccio la posición exacta en que se encontrarán a la hora de comer. Balduccio le pasa la información a Giacomo Arena. Éste se traslada al lugar, por otra parte vive muy cerca de allí, y se dispone a esperar la ocasión propicia. La cual se presenta finalmente cuando la niña pierde la pelota. La obliga a subir al coche y la mantiene prisionera en el garaje de su casa, a pocas decenas de metros de distancia. Al cabo de dos horas encuentran a Laura, pero Belli es una persona demasiado inteligente y comprende lo que hay debajo. Creo que incluso recibió una llamada explícita de Balduccio júnior. Trastornado, indignado más que atemorizado, le cede la mitad del negocio al cuñado, del cual ya le consta que es no sólo un ladrón sino también un delincuente que no se detiene ni siquiera ante el secuestro de una chiquilla que, por si fuera poco, es su sobrina, y regresa a Roma. Dispuesto a no volver a poner los pies en Vigàta.

– Bonita reconstrucción -dijo Mimì-. Perfectamente verosímil. Es más convincente que la novela que nos has contado. Pero ¿dónde están las pruebas? ¿Qué elementos obran en nuestro poder? Sólo palabras y conjeturas.

Montalbano estaba a punto de contestarle cuando llamaron a la puerta.

– ¡Adelante!

Entró el agente Alfano. Sostenía en la mano un sobre que entregó a Fazio.

– Las fotografías -dijo.

Y se retiró. Fazio abrió el sobre. Las fotografías que le había hecho a Arena eran unas veinte, pero dos en concreto, en las que el rostro de Arena aparecía en primer plano, eran muy nítidas y perfectamente definidas.

– Aquí están las pruebas -dijo Montalbano, mirándolas.

Por lo que le había dicho Fazio, la casa de Giacomo Arena se encontraba a medio kilómetro de la de los Carmona. Cuando pasó por delante en su camino hacia Gallotta, Montalbano aminoró la velocidad. Más que una casa era una casita de campo muy mal conservada, con fragmentos de revoque desprendidos y unas persianas que llevaban años pidiendo a gritos una mano de pintura. El garaje, con la persiana metálica cerrada, era una construcción rectangular adosada a la parte lateral de la casita. Resultaba evidente que debía de haber sido un establo.

Aceleró, estaba deseando llegar a Gallotta.

El estanco de Bonsignore estaba en la plaza. Entró y vio detrás del mostrador a un chaval de unos veinte años, tan delgado que hasta daba miedo y con ojos de pez muerto. Se quedó momentáneamente desconcertado, esperaba encontrar allí al falso monseñor.

– ¿Qué desea? -preguntó el chico.

– La verdad es que quería hablar con el señor Bonsignore.

– Mi tío me ha pedido que lo sustituyera, hoy no podía venir.

– Pero ¿está aquí, en Gallotta?

– Pues claro. No ha podido venir porque tenía que atender a su mujer, que está con gripe.

– ¿Puedes decirme dónde vive?

– Perdone, pero ¿usted quién es?

– Soy el comisario Montalbano.

Los ojos de pez muerto del chico parecieron cobrar vida.

– ¿Hay alguna novedad sobre el secuestro?

Montalbano se sorprendió.

– ¿Qué secuestro?

– El de la niña del lunes de Pascua. Mis tíos se pasan la vida comentándolo por todo el pueblo.

– No ha habido ningún secuestro. Y es precisamente para aclarar las cosas por lo que he venido. ¿Quieres indicarme dónde vive tu tío?

– En la puerta de al lado -dijo el chico en tono decepcionado.

El señor Bonsignore vestía una inesperada bata de estar por casa de color morado que hasta le otorgaba un aire decididamente cardenalicio.

– ¡Comisario, qué alegría! ¡Qué sorpresa tan agradable!

– ¿Su señora cómo está?

– Mejor, mejor. La fiebre le está bajando.

Lo hizo pasar a un austero salón. En las paredes, una crucifixión de autor anónimo, que mejor que siguiera siendo anónimo toda la eternidad, una Virgen con el pecho traspasado por siete espadas, una natividad con un Niño Jesús desproporcionado, mucho mayor que el buey y el asno juntos.

– ¿Le apetece un poco de rosolí?

¡Rosolí! Pero ¿todavía existía? Estuvo tentado de aceptar, pero después temió tener que tragarse un brebaje letal.

– No, gracias, no se moleste. Sólo lo entretendré unos minutos.

Se sacó del bolsillo una de las dos fotografías de Giacomo Arena y se la pasó a Bonsignore. Éste la examinó. Detenidamente. Pero parecía más perplejo que convencido.

– ¿Y quién es este señor? -decidió preguntar al final.

Montalbano, que no esperaba esa pregunta, se vio perdido.

– Pero ¿cómo, no lo reconoce? ¡Es aquel hombre que usted vio con la niña el lunes de Pascua! ¡Fíjese bien!

Bonsignore se levantó y se acercó a la ventana, donde había más luz. Miró y remiró la fotografía, acercándola y alejándola.

– Ahora que me obliga a pensarlo, cierto parecido sí hay. Pero en conciencia no me atrevo a… Comprenda, comisario, todo ocurrió tan rápido… Yo estaba efectuando la maniobra y, por consiguiente… Cierto que presencié toda la escena, pero de ahí a decir qué cara tenía aquel hombre… -La expresión de Bonsignore pasó de dubitativa a triunfal-. ¡Entonces era verdad, fue un secuestro! ¡Nosotros teníamos razón!

– ¿Qué lo induce a pensarlo?

– ¡El mismo hecho de que usted haya venido aquí con esta fotografía!

– No, por Dios, el posible reconocimiento lo necesito para confirmar una coartada de este hombre.

Y se inventó una historia tan tortuosa que hasta él mismo se perdió en ella. Puesto que Bonsignore tenía dudas, el hecho de decirle que se trataba de un reconocimiento para exonerar a alguien tal vez lo ayudara a vencer sus escrúpulos. Pero el otro no se movió.

– Lo siento, comisario, pero no…

– ¿Por qué no le muestra la fotografía a su señora? -sugirió Montalbano, todavía esperanzado.

– Es inútil. Clotilde lo vio todo, claro, pero es muy miope. En aquel momento no llevaba las gafas puestas.

Montalbano se sintió como alguien que, al ir al banco a cobrar un talón de un millón de euros, es informado por el cajero de que se trata de un talón sin fondos.

* * *

– ¿Eso es todo? -dijo el fiscal Carlentini.

– ¿Por qué? ¿No basta? -preguntó Montalbano.

– Tengo que reflexionar.

El fiscal Carlentini se apoyó contra el respaldo del pesado asiento de madera labrada, y cerró los ojos. Después los abrió y empezó a mirar, sin moverse ni un solo milímetro, la pared que tenía delante.

«A lo mejor ha caído en estado de catalepsia», pensó Montalbano.

No había caído en estado de catalepsia. Porque levantó el brazo izquierdo y se puso a examinar la manga de la chaqueta, soplando suavemente encima de ella. Después hizo lo mismo con el brazo derecho. Al final miró a Montalbano. La reflexión debía de haber terminado.

– No -dijo.

– ¿No qué? -preguntó el comisario, enfureciéndose por momentos.

– Con lo que tenemos en la mano, no me atrevo a firmar una orden de registro. Por otra parte, ¿qué espera encontrar en aquel garaje?

– No lo sé -admitió.

– ¿Lo ve?

– ¡Pero la partida es importante, dottore! Nos permitiría impedir, ya en sus comienzos, un tráfico mafioso de amplias proporciones que…

– Me doy perfecta cuenta, comisario. Pero precisamente porque se trata de un asunto muy serio, hay que moverse con suma cautela y sólo cuando tengamos en nuestro poder elementos concretos. Un gesto precipitado por nuestra parte podría dar al traste con todo.

– De acuerdo. Pero entretanto, ¿cómo me las arreglo yo para…?

– ¡Montalbano! ¿Qué me está usted diciendo? ¡Pero si usted es famoso por sus métodos, cómo diría, poco ortodoxos!

* * *

– Dutturi, ¿qué pasa? ¿No tiene apetito esta noche?

Enzo contemplaba sorprendido el plato en que aparecía desmenuzado aquí y allá sólo uno de los tres espléndidos salmonetes. Los otros dos estaban intactos.

– Me noto mal sabor de boca.

Era la pura verdad, la concreción de una metáfora. Partida perdida en toda la línea, las fotografías de Arena ya podía arrojarlas al retrete; el fiscal, sin duda con toda justicia, no había querido arriesgarse. Y él se sentía impotente. Quizá el avance de la vejez aminoraba no sólo el ritmo de sus pasos sino también el de su cerebro. En otros tiempos, que ahora le parecían muy lejanos, seguro que se le habría ocurrido una solución. Ahora, en cambio, sólo una ventosa cabeza entre espacios ventosos. ¿De quién era aquel verso? No consiguió recordarlo. Pero quienquiera que fuese el autor describía de maravilla su estado actual.

El teléfono sonó cuando no hacía ni cinco minutos que había llegado a Marinella.

– ¿Dígame? ¿Quién habla? -se apresuró a preguntar para evitar cualquier equívoco.

Era Linda.

– ¿Has cenado?

– Sí.

– Yo también. ¿Puedo ir un ratito a tu casa?

– Mira, Linda, mañana tengo que levantarme muy temprano y…

– Me quedaré una hora como máximo, lo juro.

– Bueno, pues ven.

Nada más colgar, pensó que lo mejor sería telefonear de inmediato a Livia.

– ¿Qué quieres?

Vaya por Dios, ¿aún no se le había pasado? Por lo que creía recordar, la última llamada de la víspera había sido de carácter pacificador.

– ¿Todavía la tienes tomada conmigo?

– Sí.

– Pero si anoche…

– Lo he pensado mejor.

– Oye, Livia, no te pongas así, necesito hablar contigo, quiero tu consejo.

– ¿Quieres que yo te dé un consejo? ¿Por qué no se lo pides a esa Linda?

En su interior se disparó una especie de resorte, incontrolable.

– Se lo pediré en cuanto llegue.

– Ah, ¿conque está yendo para allá?

– Sí, pero no para…

Se dio cuenta de que estaba hablando al vacío. Livia había colgado. Pero ¿qué idioteces estaba haciendo? Para que se le pasaran los nervios, fue a sentarse a la galería. Al poco rato llegó Linda. Le dejó sitio en la banqueta.

Ella fue inmediatamente al grano.

– ¿Querrías decirme a qué punto has llegado en la investigación?

– A un punto muerto.

– ¿Y eso por qué?

Se lo contó todo en una especie de desahogo. Todo, hasta lo de Bonsignore, que no se había atrevido a reconocer a Giacomo Arena en la fotografía, hasta lo del fiscal que le había negado el registro.

– Pero, perdona, Salvo, ¿qué esperabas encontrar en el garaje de Arena?

– Es la misma pregunta que me ha hecho el fiscal. Y te contesto lo mismo que a él: no lo sé.

– Pues entonces, ¿a qué tanto empeño?

– Me siento como un perro de caza, su instinto y su olfato lo advierten de que en las inmediaciones tiene que haber algo, pero no consigue averiguar de qué se trata.

Linda permaneció un rato en silencio. Después dijo:

– Todo lo que la niña llevaba puesto cuando la secuestraron lo seguía teniendo cuando apareció delante de la verja del chalet Riguccio. Eso lo sé con toda certeza.

– ¿Cadenitas? ¿Sortijitas?

– No llevaba.

– ¿Algún lazo en el cabello, alguna cinta?

– No.

Después de un breve silencio, Linda hizo una pregunta que sorprendió a Montalbano:

– ¿Te molesta que encienda un momento el televisor?

– No, pero ¿qué quieres ver?

– Cómo va la Juve.

– ¿Eres hincha?

– Sí. ¿Tú no?

– No, pero adelante, faltaría más.

Linda se levantó, pero inmediatamente se quedó paralizada. El comisario la miró. La chica permanecía inmóvil con la boca abierta y los ojos desorbitados.

– ¡Dios mío! ¡La pelota! -consiguió decir al final.

– ¿Qué pelota? -preguntó Montalbano perplejo.

– La pelota de Laura. La tenía hasta que la secuestraron. La tenía en el coche y en el garaje. Hasta la dibujó. ¡Pero ya no la tenía cuando apareció delante de la verja de los Riguccio!

– ¿Estás segura?

– ¡Segurísima! ¡Su abuelo le estaba haciendo otra!

7

Antes de recurrir a los métodos poco ortodoxos, tal como los había llamado el fiscal Carlentini, quedaba otro camino por intentar, absolutamente ortodoxo, más aún, tradicional en las policías de todo el mundo. En argot, el salto de la zanja, un truco consistente en dar por cierto algo que es sólo una hipótesis para inducir a alguien a decir o hacer algo que no quiere. Pero para que el salto de la zanja resultara verosímil, era necesaria una cuidadosa dirección cinematográfica, pues se trataba en cualquier caso de una puesta en escena, de una comedia. En aquel caso concreto, resultaba fundamental agenciarse en primer lugar un indispensable tema escénico mediante un pretexto cualquiera. Cualquiera servía, pero ¿cuál? La búsqueda del pretexto ocupó sus pensamientos mientras se dirigía desde Marinella a la comisaría. Había dormido bien, de un tirón, se había levantado con la mente fresca y despejada, teniendo muy claro lo que debía hacer. Pero el cómo hacerlo permanecía todavía en una zona de sombras.

El día era tan dulce como los lokum, aquellas delicias turcas tan empalagosas. A pesar de que tenía prisa, disfrutó del paisaje circulando a paso de tortuga, para gran desesperación de los vehículos que lo seguían.

Nada más entrar en su despacho, le comunicó sus disposiciones a Fazio.

– Coge un coche de servicio, llama a Alfano y llévatelo contigo.

– ¿Qué tenemos que hacer?

– Localizáis a Giacomo Arena y os ponéis a seguirlo.

Fazio lo miró con expresión dubitativa.

– Dottore, si me lo hubiera dicho anoche, habría sido más fácil. Pero ahora mismo el tío andará por ahí con su camioneta haciendo el reparto por cuenta de la empresa de Infantino, y ¿cómo voy a saber…?

– No hay problema. Le preguntas al propio Infantino qué repartos tiene que hacer Arena.

Fazio lo miró sorprendido.

– ¿Con un coche de servicio? ¡Pero, dottore, Infantino sabe leer y escribir! ¡Cuando vea la palabra «policía» en el coche y me oiga haciéndole preguntas, se pega un susto!

– Es justo lo que quiero. Que se altere. Cuando hayáis obtenido los datos, seguís a Arena, y en cuanto lleguéis a un lugar donde no haya ni vehículos ni personas, lo obligáis a parar.

– ¿Con qué excusa?

– Inicialmente con una excusa trivial, qué sé yo, que tiene roto el faro posterior, exceso de velocidad, lo que queráis. Pero debéis actuar muy despacio y en plan de cachondeo para que Arena se exaspere y pierda la paciencia. Entonces lo esposáis por desacato a la autoridad. ¿Está claro?

– Clarísimo. ¿Y después?

– Después lo traes aquí y lo encierras en la celda de seguridad.

– ¿Y la camioneta?

– Mientras tú trasladas aquí a Arena, Alfano se queda allí de guardia. Nada más encerrar a Arena en la celda de seguridad, vuelves al lugar. Una vez allí, llamas con el móvil a Infantino y le explicas dónde está la camioneta. No contestes a ninguna de sus preguntas. Esperáis a que llegue alguien de la empresa, le entregáis la camioneta y después regresáis aquí.

– Seguramente irá Infantino en persona. ¿Y si me pregunta adónde ha ido a parar Arena?

– Le dices la verdad, que ha sido detenido.

– ¿Y si me pregunta el motivo?

– En ese momento te conviertes en una tumba. Cuanto más evasivo te muestres, mejor. Déjalo cocer a fuego lento.

Ahora tendría que interpretar el papel más difícil. En el cual se vería obligado a contar trolas a un caballero cuya sola culpa era la de ser padre de un delincuente. Pero el pretexto para lograr lo que resultaba indispensable para poder saltar la zanja aún no lo había encontrado. Decidió encomendarse al azar y el azar le fue propicio.

Su llamada a la puerta la atendió justo como la otra vez el abogado Mongiardino. Nada más verse el uno al otro, ambos se quedaron perplejos. Mongiardino, por la visita no anunciada previamente; Montalbano, porque el hombre que tenía delante ya no era el maduro caballero elegantemente vestido de la otra vez, sino un viejo decrépito y desaliñado. Iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados y enrojecidos, tal como le ocurre a alguien que se ha pasado mucho rato llorando. ¡Virgen santa! ¿Qué le había ocurrido?

Mongiardino lo hizo pasar al estudio y, mientras Montalbano se sentaba, él, más que sentarse a su vez, se derrumbó sobre el sillón.

– Dígame, comisario. -Una voz agotada, con las palabras desvaídas, como cuando alguien ha intentado borrarlas con una goma. La estancia estaba en penumbra porque las persianas permanecían cerradas y, sin embargo, la luz debía de ser excesiva para Mongiardino, pues se cubría los ojos con las manos.

– ¿Su señora cómo está? -preguntó Montalbano de entrada.

– Ayer por la tarde la ingresaron en una clínica de Montelusa. El corazón.

Debía de tratarse de algo serio si el marido se encontraba en semejantes condiciones. Las manos que le cubrían los ojos estaban temblando. Montalbano se maldijo a sí mismo y maldijo la comedia que estaba haciendo, pero tenía que insistir. Y lo hizo.

– ¿Esta mañana cómo estaba? ¿Tiene alguna noticia?

– No lo sé. Más tarde, si me siento con ánimos, iré a Montelusa.

– Disculpe, pero ¿su hijo Gerlando no…?

El anciano se apartó lentamente las manos de unos ojos que al comisario le parecieron llenos de lágrimas.

– Gerlando Mongiardino… -empezó el viejo con una voz inesperadamente fuerte y clara, pero tuvo que detenerse un instante pues le faltaba la respiración- Gerlando Mongiardino ya no pertenece a nuestra familia. Ayer fue a la clínica, pero mi mujer no quiso verlo. Y nunca volverá a poner los pies en esta casa. Y en cuanto oiga su voz, cuelgo el teléfono.

¡Entonces no era por la mujer por lo que el hombre había llorado! ¿Y si hubiese empezado a salir el pus de la herida infectada que hasta aquel momento había permanecido oculta? El abogado se levantó, pero perdió el equilibrio. Montalbano se puso en pie de un salto y lo sostuvo.

– Quiero ir un momento allí.

– ¿Lo acompaño?

– No.

¡Lo sabían todo! ¡Sabían el papel que Gerlando había interpretado en el secuestro de la chiquilla! Montalbano se acercó al escritorio, donde se encontraba todavía la pelota, ahora ya enteramente pintada, el hada Zerlina y el mago Zurlone brillaban en todo su esplendor. Y encima del mismo escritorio el comisario vio un abultado sobre que estaba abierto. Le dio la vuelta para ver si figuraba el remitente.

Figuraba: Lina Belli. Ahora todo estaba claro. Lina había averiguado evidentemente la verdad a través de su marido y se la había comunicado a su vez a sus padres. Y aquel sobre había estallado en la casa de los Mongiardino como una de aquellas cartas bomba que de vez en cuando algunos peligrosos imbéciles del país envían a alguien sin saber el porqué ni el cómo, y causan terribles daños. A la señora se le había partido el corazón y al abogado le había caído encima una avalancha de muchos años. Y eso era sólo lo que estaba a la vista. Lo que había ocurrido dentro de ellos y no se veía debía de ser todavía más devastador. ¿Puede un comisario experimentar en su interior una oleada de odio hacia el culpable?

Cuando regresó, el abogado parecía más tranquilo.

– Usted ha venido aquí y no me ha hecho ninguna pregunta. Pero tengo que advertirle algo. Si me hace preguntas relacionadas con Gerlando Mongiardino, yo le contestaré que no me interesan los asuntos de los desconocidos.

– Después de lo que ha dicho, no necesito hacerle ninguna pregunta.

La voz del abogado pareció surgir de un profundo abismo de sufrimiento. A Montalbano le resultó casi insoportable.

– ¿Lo ha comprendido todo?

– Sí.

– Usted tuvo razón desde el principio. Pero yo me resistía a pensar que se pudiera llegar a tanta bajeza, a tanta… iniquidad.

Iniquidad. Una palabra muy poco utilizada actualmente, pero rigurosa, perfecta.

– ¿Usted cree que conseguirá hacer que lo pague? -añadió el anciano-. Se lo pregunto no por mí sino por aquellas dos horas tan terribles en que hizo sufrir a una niña inocente.

– Sí; podré conseguirlo si usted me ayuda. Pero eso significa que usted y su mujer tendrán que afrontar momentos peores, ¿comprende? La detención de su… de Gerlando, el juicio…

– Para nosotros ya no puede haber peor momento que el que pasamos cuando lo supimos. ¿Qué he de hacer?

– Darme la pelota que ha pintado para su nieta.

El anciano pareció sorprenderse, pero no hizo preguntas.

– Puedo prestársela. Porque quiero enviársela a Laura a Roma.

Se levantó para recogerla. Montalbano también se levantó y por segunda vez en el transcurso de aquella investigación deseó dar un abrazo.

– Señor Mongiardino, ¿me permite que lo abrace?

* * *

– Dutturi, ¡si a usía ya no le gusta cómo preparamos aquí la comida, es muy libre de cambiar de trattoria! -dijo Enzo, ofendido.

Montalbano había dejado en el plato una pasta a la tinta de jibia a la que sólo le faltaba hablar.

– Perdona, estoy nervioso.

Lo estaba hasta el extremo de notarse la boca del estómago tan cerrada que ni siquiera habría podido entrar un alfiler. ¿Y si el salto de la zanja, es decir, la trampa, el ardid, no funcionaba a la perfección? ¿Y si el que tenía que aceptar como verdadera la que sólo era una cuidadosa verosimilitud se percataba, por el contrario, del engaño a través de algún detalle omitido o infravalorado y se echaba atrás en el último minuto?

– Dutturi, ¿el segundo no se lo come? Mire que para usía he apartado unas lubinas que…

– No, Enzo, no puedo.

Estaba a punto de levantarse y abandonar la trattoria, porque su nerviosismo había alcanzado tal nivel que hasta los maravillosos efluvios que se escapaban de la cocina estaban empezando a producirle mareos, cuando vio entrar a Fazio. Se puso en pie de un salto.

– ¿Y bien?

Pero, antes que las palabras, lo tranquilizó la sonrisa de Fazio.

– Ya está todo, dottore. Venía a avisarlo de que…

– ¿Has comido?

– Un bocadillo. Pero no se preocupe.

La trattoria estaba abarrotada de clientes y casi todos estaban mirándolos, presas de la curiosidad.

– Vamos a hablar fuera.

Salieron. El nerviosismo de Montalbano se había calmado un poco, pero sólo un poco. Lo más difícil aún estaba por llegar.

– ¿Cómo ha ido?

– Dottore, hemos tenido que seguirlo muy de cerca y esperar a que circulara por una calle poco transitada, hacia el campo de fútbol. Tenía la lucecita posterior derecha rota y no ha sido necesario que nos inventáramos nada. Y tampoco ha hecho falta prolongar la situación para cabrearlo, se ha cabreado enseguida él solito.

– ¿Por qué?

– Ha reconocido a Alfano. Le ha preguntado: «Pero ¿tú no eras el que quería hacer la mudanza? ¡O sea que me estabais siguiendo, polis de mierda!» Y en un abrir y cerrar de ojos ha intentado propinarle un puñetazo. Sólo que Alfano ha sido más rápido y de una hostia le ha escoñado la nariz. ¡Virgen santa, la de sangre que le salía! Se lo ha manchado todo, la camisa, los pantalones… Lo hemos esposado y yo lo he llevado a la comisaría… Después he regresado a donde estaba la camioneta y he llamado al almacén. Me ha contestado el propio Infantino. Me he limitado a decir: «Policía. Venga a recoger la camioneta de Arena en via Moro. Quedan todavía muchas cosas suyas.» Y he colgado.

– ¿Y se ha presentado Infantino?

– No, señor dottore. A lo mejor no se ha fiado de la llamada, a lo mejor ha pensado que no era la policía la que lo llamaba. Al cabo de media hora ha aparecido un coche con dos individuos a bordo. Cuando le estaba entregando las llaves de la camioneta, uno de ellos va y me pregunta: «Pero Arena ¿dónde está?» Y yo me he limitado a decirle: «Lo hemos detenido.» Y nada más.

– Muy bien. Ahora, en cuanto lleguemos a la comisaría, tú llama a aquel amigo que tienes en la Vigamare y pregunta si Gerlando Mongiardino está allí. Si está, cuando yo te lo diga, en compañía de Alfano y con el coche de servicio, como siempre, vas a la Vigamare y me lo traes al despacho.

– ¿Debo detenerlo?

– No. Pero tienes que armar un escándalo, un follón descomunal. Trátalo mal. Y si te jura que en ese momento no puede ir contigo y que pasará más tarde por aquí, le contestas que el comisario quiere verlo de inmediato y que, por consiguiente, se deje de historias y suba al coche.

– ¿Y después?

– Después viene la parte más delicada. Todo ha de ocurrir en el momento apropiado, al segundo, en perfecto sincronismo.

– Pero ¿a qué se refiere, dottore?

– Ahora mismo te lo explico.

* * *

Acompañado por Fazio, Gerlando Mongiardino se presentó en el despacho algo después de las cuatro de la tarde. Sumamente elegante, atildado, envuelto en una nube de agua de colonia, hasta parecía que lo precediera un incensario invisible que derramaba perfume a su alrededor. Pero estaba fuera de sí.

– ¡Comisario! ¡No lo entiendo! -dijo enfurecido.

– ¿Qué?

– Si usted necesitaba verme, ¡habría bastado una llamada y yo habría venido! ¡En cambio, ha mandado a sus hombres para que me traten como si fuera un delincuente! ¡Y por si fuese poco, delante de mis empleados!

Montalbano miró a Fazio con expresión de asombro.

– Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Quién te ha mandado tratar al señor Mongiardino como si fuera un delincuente? ¿Yo?

– No. Pero es que, además, yo a los delincuentes los trato de otra manera. -Y soltó una risotada maliciosa. Parecía el auténtico policía malo de las películas americanas, ese que suelta guantazos y puntapiés en los cojones.

Montalbano hizo un gesto de resignación y miró a Gerlando como diciendo: «¿Ve usted con qué gente tan mala me toca trabajar?»

– Le ruego acepte mis disculpas, señor Mongiardino. -Y después, dirigiéndose a Fazio-: Tú, Fazio, vete de aquí. Y cierra la puerta.

Él se retiró no sin antes dirigir una última y siniestra mirada a Mongiardino.

– Siéntese.

– Comisario -dijo el hombre, echando un vistazo al Rolex-, no dispongo de tiempo. No es una excusa, puede creerme. Tengo una cita dentro de media hora en Montelusa. Es una cita que no… compréndalo… no quisiera perderme por nada del mundo.

– ¿De negocios?

– No. De otra clase totalmente distinta.

Y esbozó una miserable sonrisita insinuante. Pero estaba muy nervioso, se había sentado en el mismo borde de la silla y no paraba de mover los pies por el suelo. Probablemente, y Montalbano así lo esperaba, lo habían informado de la inexplicable detención de Arena. Y no sabía de dónde le lloverían los golpes.

– ¿Una mujer? -preguntó en tono de complicidad.

– ¡Bueno! -contestó Gerlando-. Una pequeña distracción de vez en cuando, usted es hombre y me comprende, no…

– ¿Cómo no? Lo comprendo muy bien. ¡Pero no le robaré más de cinco minutos, se lo aseguro!

El otro se acomodó mejor en la silla, pero lo hizo a regañadientes.

– ¿Por qué quería verme?

– Porque hay algunas novedades acerca del presunto secuestro de su sobrina.

– ¿Todavía estamos con la misma historia? ¡Pero si ya le dije que yo no creo que fuera un secuestro!

– Y, en efecto, yo he dicho «presunto».

– ¿Pues entonces?

– ¿Usted conoce a un tal Giacomo Arena?

La estocada fue tan repentina que Gerlando no tuvo tiempo de ponerse en guardia. Instintivamente su tronco hizo una finta como para esquivar el golpe.

– ¿Qui… qui…? -balbució.

– Giacomo Arena. Un transportista.

– ¿Arena? -Fingió intentar recordarlo, pero era un pésimo actor. Le sudaba el labio superior-. Ah, sí, Arena, trabajó con nosotros hace tiempo como chófer. Después lo dejó y se puso a trabajar por su cuenta.

Era una novedad para Montalbano. Que le facilitaría enormemente las cosas.

– ¿O sea que se conocen?

– Sí, pero…

Y todo lo demás quedó en suspenso. Mongiardino no explicó qué significaba aquel «pero» y el comisario tardó un buen rato en hacer más preguntas.

Después Montalbano se inclinó muy despacio hacia un lado, alargó la mano hacia la papelera, retiró una hoja de periódico que la cubría, sacó la pelota que el abogado le había prestado y la depositó encima de la mesa. Pero siguió sin decir nada.

Mongiardino contempló hechizado la pelota, ahora también le sudaba la frente. Al final decidió preguntar, fingiendo asombro, aunque con muy poca gracia:

– Pero ¿ésta no es…?

– Sí, es la pelota con la cual estaba jugando su sobrina cuando la secuestraron. La hemos encontrado.

– ¡Dónde!

No fue una pregunta sino un auténtico grito. Montalbano se lo tomó con calma. ¿Qué coño estaba haciendo Fazio? ¿Se habría quedado dormido? Al final llamaron a la puerta.

– Adelante.

La puerta se abrió de par en par. En el pasillo, perfectamente encuadrados por el marco de la puerta, estaban Alfano y Fazio flanqueando a Giacomo Arena, esposado. Arena, con la camisa y la chaqueta manchadas de sangre y la nariz hinchada y azulada, parecía recién salido de una cámara de tortura. Causaba auténtica impresión. Mongiardino lo miró y palideció de tal manera que el comisario temió que fuera a darle un soponcio.

– ¿Puedo seguir con los trámites, dottore? -preguntó Fazio.

– Sigue.

Perfecta elección del momento. Fazio cerró la puerta. Ahora a Mongiardino le temblaban las manos.

– Me estaba usted preguntando dónde hemos encontrado la pelota de su sobrina -prosiguió el comisario-. La hemos encontrado en el garaje de la casa que Arena ha alquilado cerca de Piano Torretta. Si me permite, ya no volveré a utilizar el adjetivo «presunto» antes de la palabra secuestro. Porque el hallazgo de la pelota demuestra inequívocamente que hubo un secuestro. Y, además, los dos testigos, creo haberle hablado de ellos la otra vez, han reconocido a Arena a través de las fotografías que yo mandé hacerle. -Esbozó una torcida sonrisa que atemorizó a Gerlando-. Como es natural, se trata de unas fotografías realizadas antes de que Fazio redujera a Arena al estado que usted acaba de ver.

– Pero… pero… ¿qué tengo yo que ver… con Arena? -Ya se había convertido en un trapo. Su sudor despedía un agrio olor que había disipado la nube de perfume.

– Ahí está el problema. Arena, presionado, digamos, por Fazio, ha mencionado algunos nombres.

– ¿Cuá… cuáles?

– Enseguida se lo digo. Balduccio Sinagra júnior, Calogero Infantino y…

– ¿Y…?

– Y el tuyo, cachomierda.

El repentino paso del usted al tú fue para Mongiardino como un primer disparo de escopeta que lo dejó herido de muerte mientras que el «cachomierda» representó el tiro de gracia. Pero lo que debió de aterrorizarlo de verdad fue el relámpago de odio que entrevió en los ojos del comisario. Un odio verdadero, auténtico, que no formaba parte de la representación. Comprendió de inmediato que estaba perdido. Ya no tendría ninguna posibilidad de salir de aquella estancia como un hombre libre. Las lágrimas empezaron a brotarle espontáneamente, de tal manera que al principio no se dio cuenta; después, en cambio, rompió en sollozos sin la menor vergüenza ni dignidad.

– Yo… yo no… no quería… Fue Balduccio el que… Ha sido él el que…

– Lo demás me lo contarás en presencia del fiscal -dijo Montalbano. El salto de la zanja le había salido mejor de lo que esperaba. Pero habría preferido martirizar un poco más a aquella verdadera mierda que tenía delante. Levantó el auricular-. Envíame a Fazio.

– ¡No, por lo que más quiera, Fazio no! -gritó Mongiardino, levantándose de un salto y pegándose contra la pared-. ¡No! ¡La paliza no! -El miedo lo hacía tambalearse. Y empezó a mearse encima-. ¡No me toques! -aulló desesperado, extendiendo los brazos hacia delante en cuanto vio entrar a Fazio.

– Ni con guantes -dijo el policía.

* * *

Y poco después llegaron los días de las grandes satisfacciones y del gran latazo.

La primera satisfacción la experimentó cuando Fernando Belli, llamado desde Roma, confirmó al fiscal todo lo que pensaba Montalbano, añadiendo que el propio Balduccio júnior había quedado al descubierto con una llamada del tipo: «¿Has visto lo que podría ocurrirle a tu hija?»

La segunda satisfacción la experimentó cuando se vinieron abajo por este orden Giacomo Arena y Calogero Infantino. Confesaron y el comisario los detuvo.

La tercera satisfacción se la deparó el hecho de esposar a Balduccio Sinagra júnior, el cual, para la ocasión, se puso a soltar tacos en americano.

La cuarta satisfacción se la dio la Policía Fiscal cuando decidió echar un vistazo a las empresas de Balduccio júnior.

La quinta satisfacción la obtuvo cuando, durante el registro del garaje de Arena, por detrás de un montón de cubiertas apareció la pelota de Laura, aquella con la cual estaba jugando la niña en el momento del secuestro. Y Montalbano mandó devolver la otra pelota, la que había servido para el salto de la zanja, al abogado Mongiardino. Mandó devolverla porque le faltó valor para ir él mismo y encontrarse cara a cara con el inmenso dolor de aquel pobre viejo. El latazo, en cambio, fue sólo uno y muy grande por cierto: la enorme cantidad de informes que tuvo que redactar y los centenares de firmas que tuvo que estampar en ellos, a pie de página, al margen, al través, arriba, abajo. En determinado momento, se preguntó desesperado si alguna vez le apetecería practicar otros arrestos en el futuro, en vista de tanta burocracia.

Era un viernes por la noche cuando tomó el avión con destino a Génova. Por teléfono jamás habría conseguido darle una explicación a Livia. Lo único que podía hacer era ir a hablar personalmente con ella. O, mejor, personalmente en persona.