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El Tiki Bar ofrecía el ambiente de isla tropical según la idea militar: un pequeño tejado de palmas, unas cuantas sombrillas de papel para las bebidas más extravagantes y cajas de cervezas suficientes para hundir una canoa de balancín. No era gran cosa -mesas blancas de plástico en una plataforma de cemento-, pero las bebidas eran frescas, la vista de la bahía, agradable y los precios se mantenían a un nivel de subsidio. Y mejor todavía, su emplazamiento a pocas manzanas de la calle principal de la avenida Sherman permitía escapar de los enjambres de la clase marginada de policías militares que ahora disponían de su propio bar al aire libre, el Club Survivor, abajo en la playa del Campo América.
Así que el Tiki Bar se había convertido en el centro de la vida social nocturna de la clase parloteante de Gitmo: interrogadores, lingüistas y analistas, aunque había pocas experiencias más desconcertantes que pasar seis horas en una habitación vacía sonsacándole información a un viejo saudí sobre su vida entre las pulgas de mar, y regresar luego con una Coronita bajo la sombra de una palmera mientras tus colegas repiten un antiguo episodio de Seinfeld. Incluso en el Tiki Bar la gente solía dividirse por equipo, rango y organización. Gran parte de la polinización cruzada incluía a mujeres y mostraba todas las variedades de torpes danzas de apareamiento. Cada grupito de varones reunidos cerca de la barra solía tener una mujer en el centro: «el premio de la caja de Cracker Jack», según la descripción de Whitaker, el compañero de vivienda de Falk.
Falk hizo un rápido reconocimiento para ver si había llegado Pam, pero localizó en su lugar a Whitaker, que había llegado pronto con la esperanza de ver a los visitantes de Washington. Ya había augurado que serían la fuente de mucha diversión en los días siguientes y no quería perderse el primer acto.
A los pocos minutos llegaron Bokamper y los otros. Los tres se apearon de un autobús escolar amarillo. Todos se habían cambiado de indumentaria menos Fowler, cada uno según la propia idea de ropa de sport, que, en el caso de Cartwright, era pantalones cortos y camiseta de manga corta. Las moscas enanas se lo comerían vivo. Fowler al menos se había quitado la chaqueta y la corbata, y se empeñó en invitar a la primera ronda.
Falk hizo las presentaciones, y todos hablaron un rato de temas triviales, sobre el viaje, el tiempo que hacía en Washington y la temporada de béisbol en Baltimore. Por último, Whitaker ya no pudo contener más la curiosidad.
– ¿Y qué podéis contarnos de lo que tramáis? -preguntó con una sonrisa.
Bokamper sonrió también, pero no contestó. Cartwright miró a Fowler, que tomó la iniciativa.
– Poca cosa, me temo. Hablaremos con muchos de vosotros en los próximos días. Tendréis que confiar en mí cuando digo que queremos ser lo más discretos posible. Creedme, sabemos la importancia del trabajo que realizáis.
A Whitaker no le pareció convincente.
– Esperaba cierto trastorno, la verdad. Que nos diera algo mejor que hacer un tiempo. O más interesante, en todo caso.
Todos rieron, aunque con cierta cortesía.
– Sea como sea -dijo Fowler sin dejar de sonreír-, no estoy del todo seguro de que comprendáis lo afortunados que sois de estar aquí. No tenéis ni idea de las muchas personas de mi trabajo a las que les encantaría probar esta acción. Darían cualquier cosa por estar en vuestro lugar.
– ¿Cualquier cosa? A mí me bastaría con una bolsa nueva de palos de golf marca Titleists, si están tan locos por la idea. Sobre todo si pudiera usarlos en algún sitio donde no haya que imitar a un galán.
Esto provocó más risillas de todos menos de Fowler.
– Está bien reírse de ello, pero sabéis lo que quiero decir. O deberíais saberlo. Aparte de Irak, Gitmo es el frente más importante de la GCT precisamente ahora.
– ¿Geceté? -preguntó Cartwright, dándose un manotazo en el muslo para matar a una mosca.
Le contestó Falk:
– Guerra Global contra el Terrorismo. Acrónimo 12-b de Gitmo. Los conoceréis todos en cuarenta y ocho horas. Yo os animaría a usar el término «enérgico» en las próximas veinticuatro.
Fowler le miró con frialdad, lo que cabreó a Falk tanto que le devolvió la mirada, la cerveza le hizo efecto demasiado rápidamente tras su día maratoniano. No había comido nada desde el desayuno. Decidió que tal vez fuese mejor hacer las paces antes de que las cosas se torcieran más. Hasta el celo de los fanáticos solía calmarse cuando llevaban un tiempo de concentración en La Roca. En una semana o así, Fowler sería soportable, así que Falk señaló la cerveza del individuo y alzó la suya, que estaba vacía.
– Déjame invitarte a otra, tienes el vaso medio vacío.
– Vamos, Falk -dijo Whitaker-. Fowler es de los que lo ven siempre medio lleno.
– Tal vez debas largarte, con ese tipo de actitud -dijo Fowler.
– Calma, chicos. -Terció Bokamper, que actuaba de pacificador, un papel que solía interpretar sólo después de disfrutar de la discusión a base de bien-. Ha sido un día largo, pero la última vez que me fijé estábamos del mismo lado.
Whitaker dijo algo entre dientes y acarició la etiqueta de su Bud. Fowler hizo alarde de consultar su reloj y luego se levantó.
– Gracias, pero tengo que retirarme. -El tono y la sonrisa eran tan ceremoniosos y secos que a Falk no le habría sorprendido que les hiciera una venia, o le dijera a Whitaker que se reuniese con él al amanecer con pistolas y padrinos-. Tengo que poner al día algo de trabajo antes de acostarme.
Cartwright se levantó también en un gesto de solidaridad con el jefe, pero, cuando Fowler le despidió con un ademán, se dejó caer obediente de nuevo en su asiento. Un verdadero sacrificio, teniendo en cuenta la lucha que mantenía con los insectos. Whitaker estaba rojo de vergüenza, o tal vez sólo estuviese borracho. Falk se preguntó cuánto llevaría dándole. Se estaba convirtiendo en un hábito en su compañero de casa. Pero cuando Fowler subió al autobús, Whitaker volvió a la vida con un gruñido.
– A rezar por nuestras almas, supongo.
Bokamper sonrió, y se tomó un buen trago.
– Eso ha sido sólo el sermoncito.
– Ward siempre ha sido muy exaltado -dijo Cartwright.
– Pero también un trabajador fascinante -dijo Bokamper-. Dale tiempo, Whit. Te convencerá.
A Whitaker no le gustaba que le llamaran Whit, pero esta vez no le importó, al parecer.
– ¿Lo conocéis muy bien?
Bokamper se encogió de hombros.
– Al estilo de Washington. Trabajaba al fondo del pasillo en la Secretaría antes de dar el salto a Seguridad Nacional. De los de la nueva generación, que salvan al mundo conquista a conquista. Estuve en su casa una vez. A una cena, seguramente idea de su mujer. Conversación incesante sobre el trabajo. El hombre más culto del mundo, a juzgar por los libros. Prácticamente los había catalogado por el sistema decimal Dewey.
– A lo mejor se los había hecho enviar por un asesor. Uno de esos clubs con encuadernación de cuero y las páginas en blanco. El Palacio de los Libros sin Leer.
Bo sonrió, negando con la cabeza.
– No es su estilo. Es más probable que se los aprendiera todos de memoria, de la primera a la última página. Lo que no debes hacer es subestimarlo. Además, es bastante fácil ver por qué está desquiciado. Quiero decir, mira este sitio. Es asombroso. Yihadistas en el interior, Fidel en el perímetro. La mitad de los jóvenes robustos del Medio Oeste en su cuartel a orillas del mar, sentándose a comer en uniforme de camuflaje y diciendo «Obligados por honor» cada vez que saludan. Al menos eso es lo que leí en el Washington Post. Para cualquiera con un poco de patriotismo es un paraíso de paranoicos. Y no es que no estén todos dispuestos a entendernos.
Sólo Bokamper podía mezclar reverencia y subversión tan ingeniosamente y luego rematarlo con una palmada verbal en la espalda. Al parecer, Cartwright lo consideró bastante laudatorio y se unió a las risillas. El único que no se reía era Whitaker, que seguía dolido por el desaire de Fowler.
– Entiendo que las cosas sean muy distintas con el general Trabert -dijo Cartwright, en un tono que parecía deseoso de confirmación-. El volumen de información ha aumentado, de todos modos. Tengo entendido que ahora se hacen más de cien interrogatorios a la semana. Bastante impresionante.
– Se trata de forzar los límites -dijo Whitaker-. El lema del mes. Yo soy un tipo de la Oficina. ¿Y qué sé?
– No todos están de acuerdo con la técnica -explicó Falk-. Sobre todo los que nos hemos formado para ser un poco más sutiles. Y no hablo de leerles sus derechos. Me refiero a los desafueros que en Estados Unidos desestimarían sin contemplaciones la confesión.
Cartwright dio un capirotazo a otra mosca que le estaba picando la rodilla.
– Bueno, no es que no exista algún precedente bastante noble de forzar las normas. Lincoln suspendió el habeas corpus, cerró los periódicos secesionistas y arrestó al alcalde y al jefe de policía de Baltimore para restaurar el orden. Incluso encarceló al nieto de Francis Scott Key en Fort McHenry. Y parece que todo salió bien. Estamos en guerra, aunque muchos se nieguen a aceptarlo. Y supongo que todavía hay más motivos de paranoia ahora que los cubanos están robando a nuestros soldados. Al menos eso es lo que me han dicho en el viaje.
– Sí, ¿qué pasa con eso, Falk? -preguntó Whitaker-. Todos dicen que las corrientes tenían que haberlo arrastrado a nuestro lado.
Falk frunció el entrecejo.
– En realidad, eso depende de donde entrara. O tal vez todos estén mirando las cartas de navegación equivocadas. ¡Demonios, no lo sé! A lo mejor le llevó a dar una vuelta un delfín. Preguntádselo al general Trabert. Creo que me lleva la delantera en esto. -Se volvió hacia Cartwright-. Eso sin contaros a vosotros, por supuesto. Me han dicho que tendréis algunas noticias para nosotros por la mañana.
– Bueno, yo estoy donde todos los demás, en realidad, todavía intento encajar las piezas. -Dio una palmada a otra mosca y se quedó mirándose las rodillas nudosas. Se notaba que no estaba acostumbrado a mentir-. Cumpliremos nuestras pequeñas misiones y luego nos quitaremos de en medio del camino de todos los demás. Lo cual me recuerda que yo también tengo algo que hacer antes de acostarme. Más vale que me ponga en marcha si quiero servir para algo por la mañana.
Así que también él se marchó. El taciturno Whitaker se retiró a la barra, donde se entretuvo al lado de un grupo de juerguistas que en realidad incluía a dos mujeres, para variar, aunque ninguna era la que buscaba Falk. Bokamper los vio retirarse con evidente regocijo.
– Buen trabajo, Falk. Tú y tu compañero de alojamiento habéis despejado la mesa. Pero ahora que he conseguido una audiencia privada, dime. ¿Qué diablos pasa con este asunto de Ludwig?
– ¿Te refieres a que yo intente resolver un ahogamiento, o a la tormenta de mierda que está provocando?
– Ya me conoces. Lo segundo.
– Los cubanos no están contentos, eso es indudable. Ambas partes han colocado patrullas a lo largo de la alambrada. Supongo que ellos presentarán algún tipo de protesta oficial. No tengo ni idea de las razones que alegarán. La invasión de un hombre muerto no me parece una amenaza grave a la soberanía. Por otro lado, yo estoy cerca del fondo de la cadena alimentaria de Gitmo para saber algo más. Creía que tú tendrías algunas respuestas, viniendo de Washington.
– Estoy en el mismo barco que tú, al menos en esta delegación.
– ¿Entonces cuál es tu función en la «tribu de los Brady»? ¿O es que sólo has venido de carabina, para vigilar a Greg y a Marcia?
– Ojalá tuviéramos una Marcia. Digamos sólo que una parte interesada quería colocar un contrapeso.
– ¿Un contrapeso a qué? ¿O a quién?
– Ya lo verás. Si prestas atención.
– ¿Quién es la parte interesada?
– No es un tema abierto a la discusión.
– Vamos, Bo. Ya eres demasiado mayor para empezar a ser pelota.
Siguió una pausa, que se prolongó unos segundos más de lo necesario. Por sus muchos años de amistad, Falk sabía que era probable que siguiera a la misma algo importante.
– Lo siento, pero no puedo decir nada más. Órdenes del doctor.
Era cuanto necesitaba Falk. Desde hacía mucho tiempo, el benefactor de Bo en el Departamento de Estado era Saul Endler, un jefe de la alta política que había acumulado tantos doctorados que Bo le llamaba simplemente el doctor. Una parte Kissinger y dos partes alquimista, Endler parecía inmiscuirse sólo cuando se requería prestidigitación política y las apuestas estaban al máximo. E incluso entonces, su nombre no aparecía en la prensa, excepto en aquellas revistas poco conocidas que publicaban informes internos meses después de los acontecimientos, en larguísimas notas al pie que sólo leían los expertos.
– Entendido -dijo Falk.
– Sabía que lo harías.
– Así que en realidad no has venido por el secretario.
– Bueno, cumplo sus órdenes. Al menos oficialmente.
– Pero ¿también es algún tipo de tapadera?
– ¿Oficialmente? En absoluto.
– ¿Entonces por qué me lo dices?
– ¿Extraoficialmente? Porque necesito tu ayuda. -Se inclinó, acercándose más, y bajó la voz-. En una serie de cosas. Tal vez incluso en el asunto Ludwig, según a donde lleve. En cuanto al resto, ambos tendremos una idea más clara cuando se cierre el asunto mañana.
– ¿Arrestos? Es lo que se rumorea.
– Tú no pierdas de vista a Cartwright.
– ¿Y qué harás tú? ¿Vigilar a Fowler?
Bokamper negó, no como respuesta, sino como evidente negativa a decirle algo más.
– Piensa en OPSEC, Falk.
– Muy bien. Aprendes deprisa.
Pero la atención de Bokamper había pasado bruscamente a otro lado. Frunció la frente, con una expresión valorativa que Falk había visto suficientes veces para darse cuenta de que se acercaba una mujer. Falk estaba a punto de volverse para hacer su propia valoración cuando notó que le rozaban el hombro y oyó una voz conocida:
– Sabía que te encontraría aquí. Parece que tus nuevos amigos se han ido todos a la cama.
– Todos menos uno -dijo Bo, levantándose.
– Te presento a Pam Cobb -le dijo Falk-. Capitana Cobb para ti. Y él es Ted Bokamper, que también está aquí para trasnochar. Así que cuidado con lo que dices. Es muy oficial.
– Menos mal que sólo sois dos -dijo ella-. Envejece ser la única mujer en una mesa para seis.
– Por lo que he visto, es casi lo normal.
– ¿Le has explicado cómo funciona la estadística en Gitmo? -le preguntó ella a Falk.
– Es la vieja escala de diez puntos -explicó Falk-. Sólo que en el momento en que bajas del avión, el índice de cada varón baja tres puntos y el de cada mujer sube tres.
– ¿Y eso qué supone? -preguntó Bokamper a Pam-. ¿Sobre un doce?
– Veamos, ya estás deformado por la inflación. Soy un seis en el continente y un nueve en Gitmo; y aun así, he acabado con este tipo -contestó ella sonriendo.
Por suerte, ya no parecía irritada por la noticia de la carta perfumada de la mañana. Falk estaba a punto de ofrecerle una copa, pero se fijó en que ya tenía su bebida habitual, bourbon con hielo. Sin paraguas.
– ¿Entonces qué haces aquí, aparte de mantenerle a raya? -preguntó Bo.
– Interrogadora. Saudíes, sobre todo.
– Es militar profesional. Domina el árabe, así que la enviaron a la Escuela de Inteligencia de Fort Huachuca.
– ¡Vaya! -dijo Bokamper-. Un prodigio de los cursos de tres meses. Tengo entendido que ha habido una lucha por algunos de vosotros.
Falk se crispó, pero Pam se lo tomó con calma, al parecer.
– Siempre hay un gráfico de aprendizaje. Pero podría decirse que también para los profesionales. Seguro que no hay más de cinco o seis que hayan tratado nunca directamente con árabe parlantes, no digamos con los que hablan pashto o dari, que son casi todos los afganos. Podrías hacer todo un libro de chistes sobre algunas pifiadas culturales.
– Excepto en el caso de nuestro amigo aquí presente, Míster Arabista -dijo Bo. Ella sonrió por primera vez desde las presentaciones. Falk quería tomar el terreno común y mantenerlo, pero Bo ya se había lanzado hacia la siguiente colina.
– No me refería a las pifiadas culturales tanto como a algunos de los otros horrores -dijo Bo-. Novatos que pierden el control del interrogatorio. Que se enfrentan a sus intérpretes en vez de a los sujetos. Que se cohíben incluso. Me han contado que algunos de los casos más difíciles prácticamente se burlan de vosotros.
– Eso sería antes de que yo llegara.
– Tal vez. Pero ¿qué me dices del rollo sexual?
– ¿Te refieres a las pullas? ¿A lo de «Eh, muchachote, ¿qué tal un poco de diversión?», que pidieron a algunas mujeres que probaran?
– Tengo entendido que era algo peor. Frotarse las tetas contra ellos. Pintar a los pobrecillos individuos piadosos con esmalte de uñas y decirles que era sangre menstrual. Desquiciarlos totalmente.
Pam se ruborizó. Que era exactamente lo que quería Bo, en opinión de Falk. Éste se avergonzó un poco al recordar todas las veces que él había intentado causar el mismo efecto.
– Ése no ha sido nunca mi terreno -repuso ella escuetamente-. Hubo algo de eso, pero se ha eliminado. Fue un desastre, algo que podría haberles dicho tras pasar unos minutos con estos individuos.
– ¡Vamos! No me digas que tú no has pestañeado alguna que otra vez. O que no lo harías si te dieran las señales correctas. Un aliciente es un aliciente. Y si les hace hablar, ¿por qué no?
– No buscas un aliciente cuando intentas ser su madre. O su hermana. Aunque lo intentara, no me interesa ofrecer mamadas a cambio de unos cuantos nombres de la red.
– Calma, hermana. ¿O debo decir madre? No hace falta hablar de mamadas. Sólo estoy tirando de tu cadena.
– ¿Y dónde lo has aprendido todo sobre interrogatorios?
– Hablando con gente como este tipo. Materia de lectura.
– Un experto en noventa páginas. Hay que ser muy jeta para venir aquí hablando como un profesional, ¿no te parece?
– ¿«Jeta»? -preguntó Bo, sonriendo con evidente satisfacción. Falk se encogió, previendo lo que seguiría-. Sé que eres militar, pero te has estado haciendo un verdadero favor moderando un pelín el número de tía dura.
Falk supo por la mirada de Pam que el comentario le dolía y que se moría por contestarle con un rápido: «Vete a la mierda». Pero debió comprender que eso sería seguirle el juego. Así que respiró hondo, se volvió a Falk y preguntó, con calma forzada:
– ¿Es tu amigo tan agradable siempre?
Bo contestó primero:
– Falk es demasiado educado para decirlo delante de mí, pero hay que tomar todo lo que digo con cierta reserva. A veces, con mucha.
Ella no contestó, pero resopló enfadada, con un brillo en la mirada que advertía que estaba buscando una oportunidad para contraatacar. Era molesto ver a sus dos amigos discutir, pero había otra emoción tras la desazón de Falk. Había visto a Bokamper meterse en aquel tipo de enfrentamientos con otras mujeres y siempre desembocaban en enemistad permanente o en relaciones apasionadas. Ninguna de esas perspectivas sería muy agradable en el reducido espacio de Gitmo. Afortunadamente, Bo pareció retroceder un poco, recostándose y poniéndose cómodo en su silla. Luego, como si leyera el pensamiento a Falk, se volvió y le dijo aparte:
– No te preocupes. Estoy casado. Además, no soy cazador furtivo.
– ¿Ha dicho «cazador furtivo»? -preguntó Pam-. Increíble. Así que tienes un ego tan descomunal como la bocaza.
– Calma -dijo Bo, riéndose ahora-. No te ofendas. Es como me educaron.
– ¿Otro marine?
– Eso también -dijo Falk-, pero se refiere a su familia. Si los conocieras, lo comprenderías. Seis hermanos y hermanas y una pelea cada dos por tres, y su padre azuzándoles como un amaestrador.
– Combate constructivo -dijo Bokamper-. Así lo llamaba papá. Era un viejo sargento de infantería y empleaba una versión propia del método socrático. Proponía un tema en la cena y dejaba que los retoños se arrancaran los pulmones unos a otros. Si no eras el más bocazas, te echaban del podio. Una especie de rey verbal de la colina.
– ¿Así que les decías siempre a tus hermanas que acabaran con el número del gallito?
– Oh, mucho peor que eso.
Ella sonrió a su pesar, luego negó rápidamente con la cabeza, como si intentase retirarlo.
– ¿Y qué has venido a hacer aquí?
– Soy el nuevo enlace del secretario de Estado con el destacamento.
– No te he preguntado tu título. Te he preguntado lo que haces.
– Vaya, le estás cogiendo el tranquillo. Pero punto en boca. Ya le he dicho a Falk más de lo que debía, así que tendrás que preguntárselo a él luego.
Falk se tranquilizó al ver que no empleaba la expresión «conversación de almohada» y creyó que lo peor ya había pasado. Unos momentos de relativa calma parecieron restablecer el equilibrio de la mesa, y Falk aprovechó la oportunidad para ir a la barra a buscar otra ronda. Seguro que Bo sería más amable si él no estaba delante, y deseaba que no se rompiera aquel alto el fuego.
– Así que ¿cómo os conocisteis vosotros dos? -le preguntó Pam a Bokamper en cuanto Falk ya no podía oír.
– Estaba a punto de preguntarte lo mismo.
– Pero yo he preguntado primero.
– Apuesto a que lo haces siempre.
– ¿Piensas contestarme?
– Yo era el oficial al mando de su sargento de instrucción, isla de Parris.
– No es precisamente como empiezan la mayoría de las amistades.
– Tienes razón. Pero yo era bastante nuevo en el trabajo y él estaba luchando contra nosotros. Necesitaba que alguien le ayudara a pasar lo peor.
– ¿Una figura paterna?
– No, pero eso era lo que me decía continuamente el sargento, sólo porque todos interpretaban mal al pobre desgraciado. Falk era tan puñetero que estaban seguros de que nunca lo conseguiría. Cualquier tipo de actitud paternal le irritaba. Lo que necesitaba era un hermano mayor, alguien que le enseñara a tratar con las autoridades mediante el ejemplo, no con más autoridad.
– Parece alguien que se había hartado de sus padres.
– ¿Te ha hablado alguna vez de ellos?
– Una pareja de borrachos, por lo que he deducido. Murieron cuando él era adolescente. Bastante grave cuando tu padre te pone un nombre por puro resentimiento.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Nunca te ha contado cómo le pusieron el nombre? -Pam se ruborizó con la alegría de una victoria menor.
– Claro. Le pusieron el nombre por Paul Revere. Su padre era hincha de los Red Sox, empeñado en cualquier conexión con Boston, y su madre ya había rechazado «Yaz».
– Eso es parte de la historia. Pero también tenía cierta conexión con Maine. Parece ser que durante la guerra de independencia, Paul Revere dirigió su desastrosa expedición naval Penobscot arriba. Perdió una flotilla de barcos y huyó por el bosque como un cobarde. Así es como le conocían en Deer Isle, al menos los mayores. Valiente bromita para gastársela a tu hijo, ¿eh? Claro que a Falk eso se lo contó su madre, así que vete a saber.
– Curioso. ¿Te contó él todo eso?
Ella asintió.
– Entonces supongo que también te habrá contado lo de su compromiso. -Pam se quedó boquiabierta-. Creía que sí. No te preocupes. Fue hace siglos. Acababa de terminar la universidad. Hubiera sido un gran error, y supongo que al final se dio cuenta. Desde entonces, sólo intima realmente con las mujeres cuando sabe que no se quedará mucho tiempo. Como en Yemen durante la investigación del Cole. O en Sudán, después de los atentados de las embajadas.
– O en Gitmo. No es que fueras a decirlo. Qué amable en avisarme.
– No quiero decir que vaya a ocurrirte a ti, por supuesto. Pero ¿sabes cuáles son los tres factores decisivos de las relaciones? Emplazamiento, emplazamiento y emplazamiento. Igual que los inmuebles.
– Así que ahora soy una propiedad costera, ¿eh? -esbozó una sonrisa tallada en hielo-. ¿Una ventaja del destino actual?
– ¿No has sido tú quien me ha explicado el sistema de puntos de Gitmo? Otra variación del mismo tema, eso es todo. Yo sólo digo que no debes descartar ninguna posibilidad, porque él nunca lo hace.
– ¡Valiente amigo estás tú hecho! Creía que los marines os ateníais al Semper Fi.
– Pues claro. Haría cualquier cosa por Falk. Si estuviera ahora mismo allí robando al camarero y viera a un policía militar alzar el arma para dispararle, me lanzaría sobre él. Sin vacilación.
– Eso es lealtad, ¿eh?
– Para siempre jamás.
– Tal vez sea porque nunca habéis estado en bandos opuestos cuando algo importaba de verdad.
Antes de que Bo pudiese contestar, volvió a la mesa Falk, seguido de cerca por Whitaker, que parecía haberse recuperado.
– Estaba diciéndole a Falk que regreso al rancho enseguida, si alguien quiere que le lleve -dijo Whitaker.
– ¿Tienes coche? -preguntó Bokamper.
– Con Falk. Dile a Fowler que si se porta bien se lo dejaré para que dé una vuelta.
– Si te acuerdas -dijo Falk-, pon el ventilador de mi ventana cuando llegues.
– Con un poco de suerte no tendré que hacerlo. El técnico pasó esta tarde, dos días antes de lo previsto. Te recuerda de la infantería de Marina. Me dijo que te saludara.
A Falk le dio un vuelco el corazón.
– ¿Entendiste su nombre?
– Harry. Lo cual tiene gracia, porque juraría que es cubano, uno de los viejos trabajadores que iban y venían a diario. De todos modos, me dijo que fueras a verle alguna vez.
Falk supuso que tendría que hacerlo. Ahora parecía evidente que el mensaje de Elena era más urgente de lo que había pensado. Pero con un soldado muerto, arrestos en perspectiva y un equipo de fisgones de Washington sueltos, el momento no podía ser más inoportuno. Gitmo seguía encogiéndose a cada minuto.
Lo que menos le apetecía a Falk después de aquella conversación era mirar a Bo a los ojos, así que se volvió hacia Pam y detectó cierta cólera latente. Se preguntó qué le habría contado Bo en su ausencia.
– Creo que os dejaré hablar de vuestras cosas -dijo ella, con una sonrisa forzada-. Encantada de conocerte, Bo.
Su tono era indiferente, pero Bo le devolvió la sonrisa.
Whitaker, ajeno a todo, volvió al tema de Fowler y Cartwright en cuanto se marchó Pam. Pero también él se despidió a los pocos minutos.
Falk se sentía inclinado a hacer lo mismo.
– ¿Quieres que te lleve en coche? -le preguntó a Bo.
– Mejor no. Parece que el autobús sigue esperando. Seguro que Fowler quiere verme regresar así.
– ¿Desde cuándo te importan las apariencias? Esta misión tiene que ser verdaderamente importante.
– Ojalá supiera cuál es la misión. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en voz baja-: Tenemos que volver a hablar. Pronto. En algún sitio donde tengamos intimidad. Voz y demás.
– Bueno, a ver. ¿Qué te parece mañana después del desayuno, un paseo por la playa?
– Perfecto.
– Te enseñaré dónde apareció Ludwig.
– Todavía mejor.
– Es un asunto grave, ¿verdad?
– Mañana, Falk. Mañana después del desayuno.