172948.fb2 El prisionero de Guant?namo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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11

El cuerpo de Ludwig ya no estaba en la mesa de autopsias, en realidad. Lo habían metido en un féretro militar, cubierto con una bandera, para el embarque.

Cuando llegó Falk al hospital, estaba en la zona de carga, esperando a que lo llevaran a Leewart Point para el vuelo siguiente. Un ordenanza lo acompañó abajo para que echara una ojeada, aunque había poco que ver, aparte de la enseña nacional. La primera y única baja del Campo Delta (a menos que se contara al prisionero suicida que seguía vegetando en coma) estaba preparada para volver a casa.

Falk se sintió ligeramente perturbado. En Estados Unidos habría reñido al forense por precipitarse sin decirle nada. Pero allí, eso sólo supondría crear problemas, generando una cadena de papeleo como represalia. Al menos había un informe de la autopsia que leer.

El médico era un tal capitán Ebert y parecía bastante afable. No debía estar acostumbrado a tratar con agentes de la ley y parecía ajeno a su metedura de pata.

– Todavía faltan las pruebas de toxicología -dijo Ebert, leyendo por encima del hombro de Falk-. Pero no tenía alcohol en la sangre.

Que era más o menos lo que esperaban.

– ¿Agua en los pulmones?

– Repletos. Aunque sería lo mismo si no se hubiese ahogado, después de pasar tanto tiempo en el mar.

– ¿Cuántas horas, según sus cálculos?

– Siete u ocho. Tal vez más. Haber estado en la playa un rato lo enturbia. ¿A qué hora lo encontraron los cubanos? Los documentos eran un tanto vagos.

– Siete, siete y media. No se deshicieron precisamente en información, dadas las circunstancias.

– De todos modos, fue ahogamiento. Nadie le disparó, ni le apuñaló ni le estranguló.

– ¿Ni le golpearon en la cabeza?

– Tampoco.

– ¿Podrían haberle mantenido debajo del agua?

– Sí, claro. No hay marcas que lo demuestren, pero eso no significa que no ocurriese. Los peces lo encontraron después de un rato, así que no estoy seguro de que algunas marcas fuesen tan claras.

– ¿Ha encontrado algo que explique por qué habría ido a nadar con botas y uniforme?

Ebert negó.

– Ya le he dicho que no estaba borracho. Pudo meterse en el agua por algo, supongo. Tal vez fuese por la orilla y se cayera. Y luego las olas lo arrastraran. Ocurre.

– Pero ha dicho usted que no tenía ningún golpe en la cabeza. Así que no parece probable que se golpeara al caer y perdiera el conocimiento.

– Es cierto.

– Y supongo que también podría haber tomado alguna droga.

– ¿De dónde? Por todas las historias que me cuentan de los tejemanejes del Campo América, eso es algo que está por llegar. ¿Bebida? Seguro. El estilo del soldado. ¿Drogas? No, a menos que tomara alguna medicación por prescripción facultativa. Pero ya le avisaré cuando lleguen los resultados de los análisis.

– ¿Cuándo será?

– Todavía tardarán unos días. Lo lamento. Las muestras se enviaron a Estados Unidos. Por eso tenía tanta prisa para sacarlo de aquí. Enviarán el cuerpo en el vuelo de las diez a Jacksonville.

– Tenga mi número.

– Será usted el primero en saberlo. Usted y el general Trabert.

– No sé por qué, pero estaba seguro de que lo diría. ¿Ha estado él «haciendo indagaciones», como suele decirse?

Ebert sonrió, pero no contestó a la pregunta: el buen soldado que respetaba la cadena de mando.

Aparte del suicidio, a Falk no se le ocurría nada que explicara por qué había dejado Ludwig la cartera en la playa, pero no se había quitado las botas ni el uniforme. La muerte accidental seguía teniendo poco sentido.

Falk fue directamente desde el hospital al puesto de control del puerto, donde se observaban por radar y por radio las idas y venidas de todos los barcos. No era un lugar de mucho movimiento. Gitmo rara vez recibía visitas de embarcaciones grandes aparte del guardacostas y del buque de abastecimiento de Jacksonville. El alférez Osgood se encargaba del puesto, y parecía deseoso de compañía. Complació a Falk desenrollando una enorme carta marina blanca llena de gris, blanco y azul claro, y cubierta de curvas de nivel y lecturas de profundidad. Se titulaba «Bahía de Guantánamo, desde la bocana hasta Caimanera». Osgood empezó por explicarle lo que significaban las señales.

– No se moleste -le dijo Falk-. Sé interpretarlas.

– ¿De la Armada?

– De infantería de Marina. Pero me crié a la orilla del mar.

– ¿Dónde?

– En el norte. -Si eres bastante impreciso suelen dejar la línea de interrogatorio-. Así que dígame, Osgood. Si alguien entra aquí -señaló un punto justo frente a Playa Molino- y se adentra en el mar a nado unos cien metros como máximo, y luego da la vuelta y nada, paralelo al litoral, digamos, otros cien metros hacia el este… -Con uniforme y botas, nada menos… Falk todavía no conseguía quitárselo de la cabeza-. Y entonces, digamos que se ahoga. ¿Dónde cree que llegaría a tierra?

– ¿A cien metros de la orilla? -Osgood se lo pensó un momento, luego deslizó el dedo unos centímetros hacia el oeste, a unos ochocientos metros de la zona cubana, y señaló un lugar señalizado como «Playa Ciega»-. Ése sería mi cálculo. En la carta pone «Playa Ciega» porque no se ve desde el mar, pero aquí todos la llaman Playa Escondida. Claro que existe una posibilidad de que la corriente lo desviara incluso más lejos. -Osgood movió el dedo otros cuantos centímetros hacia el oeste-. Tal vez hasta Plaza Azul. Los vientos alisios del este son bastante constantes en esta costa. Y las corrientes, también. Los barcos que chocan contra ella dicen que suele costarles un gran esfuerzo doblar el cabo.

– ¿Ocurrió algo anteanoche que pudiese haber cambiado la situación? ¿Un frente meteorológico? ¿Una embarcación grande en las proximidades, tal vez? ¿Un cambio insólito del viento? ¡Demonios! Cualquier cosa.

– Me he preguntado lo mismo. Supongo que me pregunta por el sargento Ludwig. Cuando me dijeron dónde lo encontraron, comprobé las lecturas del viento, los programas de navegación, todo. También pensé en una posible tormenta costera, algo que pudiese haber provocado una corriente de resaca, arrastrarle al mar. Pero… -Se encogió de hombros.

– ¿Nada?

– Lo lamento. Lo que no puedo tener en cuenta son las lanchas patrulleras cubanas. Supongo que podría haber entrado en nuestra zona una por error. Y haberle golpeado, o algo. Ya la han pifiado antes, aunque fue hace años. Y nunca han llegado tan lejos. No a Playa Molino.

– Que sepamos.

– Sí, señor.

– ¿Habrían aparecido en su equipo de radar?

– Las más pequeñas no. Pero las habrían localizado los de vigilancia marina. O las habrían oído.

– ¿Vigilancia marina?

– La Unidad Móvil 204 para la guerra submarina costera, si quiere todo el trabalenguas. Una unidad de la reserva naval. Montaron dos puestos de observación en las colinas cuando se inauguró el Campo Delta. Si una patrullera cubana hubiese entrado en nuestra zona aquella noche, o cualquier noche, creo que a estas alturas lo sabría hasta el último mono.

– Tiene razón, alférez.

Aun en el improbable caso de que los cubanos se hubiesen adentrado en su zona sin que los detectaran lo suficiente para recoger a Ludwig o haberle matado accidentalmente, en ese supuesto, no habrían comunicado el hallazgo del cuerpo. Habrían procurado ocultarlo por todos los medios. Y ahora estaría enterrado en su zona en una tumba anónima, o lo habrían devuelto al mar para que la corriente lo arrastrara hacia el oeste.

– Veamos ahora esto -dijo Falk-. Parece que el general Trabert cree, o tal vez se lo haya dicho alguien, que las corrientes pueden ser bastante traicioneras, justo frente a Playa Molino. Resacas o lo que sea. A él no le parece tan insólito que Ludwig acabara donde lo encontraron.

Osgood casi se cuadra al oír el nombre del general Trabert. Se ruborizó cuando empezó a hablar.

– No puedo atreverme a comprometer a un general del ejército, señor.

– No le pido que lo haga.

Osgood expulsó el aire de las mejillas hinchadas.

– Bueno, usted puede ver las curvas de nivel y las señales de profundidad igual que yo, señor. Es facilísimo. Y le enseñaré las lecturas del viento de esa noche, si quiere.

– Sería estupendo. Pero no hace falta ahora mismo. Sin embargo, puede enseñarme una cosa. Indíqueme dónde cree usted que habría tenido que hundirse para acabar donde lo hizo, que fue aproximadamente… bien, demonios, ni siquiera figura en esta carta.

– Tengo otra, señor. Cubre una zona más amplia.

Osgood recuperó una carta a una escala un poco mayor, etiquetada «Accesos a Bahía Guantánamo». El extremo oriental se prolongaba varios kilómetros desde la alambrada, justo hasta pasada la entrada a un pequeño brazo de mar en Punta Barlovento.

– Apareció justo aquí -dijo Falk, dando golpecitos en el litoral cubano-. A unos ochocientos metros de la alambrada. Sólo su opinión, por supuesto.

Osgood vaciló.

– ¿Podría indicar en cualquier informe que haga usted que es realmente su opinión? Basada en los datos meteorológicos y náuticos de esta oficina, por supuesto.

– Con mucho gusto, alférez.

Él asintió, y el color volvió a su rostro.

– Lo mire por donde lo mire, entró en aguas cubanas, señor. Con mucho. Y si había pasado mucho de aquí -Osgood señaló un punto justo frente a la costa donde había aparecido Ludwig-, entonces habría sido arrastrado a esta pequeña bahía suya, en Punta Barlovento. Sé que una lancha patrullera chocó en un bajío ahí una vez. Se rompió el motor y la corriente la arrastró a la ensenada. Y fue a plena luz del día, además.

Era evidente que Osgood no tenía muy buena opinión del arte de navegar de los cubanos.

– ¿Significa eso que tuvo que ahogarse muy cerca de la costa?

– Sí, señor. Yo diría que a unos cien metros.

– Pero en su lado. Al menos ochocientos metros.

Osgood asintió. Falk cruzó los brazos, más perplejo que nunca.

– ¿No tiene sentido?

– No, señor.

– ¿Cree que podría conseguir yo una de éstas? -preguntó Falk, señalando la carta de navegación.

– Claro. Volvamos a la sala de cartas.

Falk podría haberse pasado horas allí, desplegándolas todas para desentrañar sus secretos. Las cartas de navegación estaban hechas a la medida para las fantasías. Encontrabas en ellas marcas de minas y naufragios antiguos. Falk estudió las lecturas de profundidad de bajíos y bancos de arena; casi podía sentir el temblor de un casco rozando el fondo. Al leer los números más grandes, imaginó las oscuras profundidades de las depresiones. Toda aquella sabiduría oculta debajo del oleaje: un mundo silencioso, habitado por peces, barcos olvidados hacía mucho tiempo y los cadáveres a la deriva de todos los que se habían perdido en el mar y no habían sido rescatados nunca. Ludwig podría haber acabado así fácilmente. Dos amigos de infancia de Falk seguían allí, perdidos en temporales de verano cerca de Stonington, hijos de langosteros, igual que él. A veces, cuando estudiaba las curvas de nivel, se sentía como un policía escrutando un mapa de las callejuelas más oscuras y peligrosas de una ciudad. En otras ocasiones, era como examinar un gran plan de fuga, una variedad de bocas de túneles que llevaban a cualquier lugar que hubieses elegido. Porque, en cuanto estabas en el agua, podías acabar casi en cualquier sitio, siempre y cuando supieras lo que hacías.

– Tenemos una serie completa de éstas -dijo Osgood-. Tres cartas de la zona, si le interesan.

– Claro -dijo Falk-. Tal vez ponga una en la cocina. Mejoraría el lugar. Y tendría algo que contemplar aparte de las manchas de grasa.

– Tenga. -El alférez las enrolló y las metió en un tubo de cartón-. Tenemos muchas y vamos a recibir más. La Marina está siempre retrazando las rutas marítimas hasta aquí para nosotros y para la guardia costera.

– ¿Para perseguir a los traficantes de drogas?

– Y a los refugiados.

– Me olvidaba de ellos.

– Es un lugar muy concurrido a veces. No en nuestra zona.

Falk llegó al cuartel de Ludwig una media hora antes del almuerzo. El comandante de la unidad, un coronel de la reserva, había concertado la cita con recelo.

Ludwig se había alojado en un acuartelamiento de paneles, el último estilo de alojamiento en Campo América, en una evolución que anteriormente incluía tiendas y endebles casitas de playa. Las unidades contaban con dos hileras de doce camas cada una, y estaban equipadas con aire acondicionado, pero no tenían ventanas. La de Ludwig era la segunda de un grupo de cinco, en una de las zonas más nuevas del campo. Había cerca una nueva cancha de baloncesto al aire libre, muy concurrida a pesar del sofocante calor del mediodía. El terreno que rodeaba los barracones no era de césped sino de grava, lo cual aumentaba el calor. Si te quedas aquí fuera el tiempo suficiente, empiezas a alucinar, pensó Falk.

Había fuera una barbacoa y dos bicicletas. Junto a la entrada había un tablón de anuncios donde alguien había colocado un mensaje que ofrecía una caña de pescar con una caja de aparejos completa por treinta dólares. Un soldado que volvía a casa, seguro.

Falk entró sin llamar, y lo primero que vio fue un cartel a todo color de las torres del World Trade Center en llamas, sobre la leyenda típicamente torpe de un cartel propagandístico del ejército: «¿Os encontráis en un estado de ánimo neoyorquino? No filtréis información que pueden usar nuestros enemigos para matar a los soldados estadounidenses o a más personas inocentes».

– Debe ser usted el agente especial Falk.

– ¿Y usted, el coronel Davis?

– El mismo.

Le acompañaban algunos soldados, en una atmósfera de serena hostilidad. A la tensión habitual en cualquier unidad que acaba de perder a un soldado, se sumaba la desconfianza entre civiles y militares que solía darse en otras partes de Gitmo. Esa desconfianza se duplicaba si sabían que hablabas árabe. Estos individuos solían escuchar a sus oficiales veinticuatro horas al día, siete días a la semana, que todos y cada uno de los prisioneros eran asesinos endurecidos y terroristas expertos, que compartían de algún modo la responsabilidad del 11-S. Era algo que formaba parte del esfuerzo para mantenerlos motivados y estimular su moral. A Falk no le sorprendía lo más mínimo que con ese tipo de adoctrinamiento desconfiaran de cualquiera que pensara de otro modo. En su opinión, Falk se contaba entre los que eran complacientes y hacían tratos, un individuo que no sólo hablaba el idioma del enemigo, sino que además se había quejado de algunos de los tratamientos más duros durante los interrogatorios. Y ahora había ido allí a hacerles preguntas, sin importarle si les fastidiaba o no.

– Hemos procurado que nadie toque sus cosas -dijo Davis-. No es que nadie quisiera hacerlo. Ha sido bastante duro para ellos mantener su litera vacía.

– Lo comprendo. Yo también fui marine hace tiempo. ¿Tenía una llave este baúl?

– La hemos guardado para usted. En cuanto dé el visto bueno, enviaremos sus cosas a casa.

– Pueden enviar esta misma tarde todo lo que no decida quedarme. Su pueblo natal era Buxton, Michigan, ¿no?

– Sí. A unos ciento sesenta kilómetros de Lansing.

– Casi todos los de su unidad son de esa región, ¿verdad?

– Sí, la mayoría.

Falk vio las fotografías que esperaba encontrar sobre la cama. Una linda esposa, una hija de aspecto saludable, que tendría unos cuatro o cinco años, y un bebé de pocos meses. Ludwig aparecía en una foto, y Falk se sorprendió momentáneamente. Reconoció el rostro por algunas de sus visitas nocturnas al Campo 3, la zona de Adnan. Supuso que era lógico, al ver que Ludwig hacía el turno de ocho de la tarde a cuatro de la madrugada. Y ningún miembro del JIG como él tenía que conocer el nombre de los guardias, y viceversa, para evitar que a alguien se le escapara un nombre al alcance del oído de un prisionero. Por eso empleaban los guardias apodos falsos, árabes con frecuencia, sólo para divertirse.

El baúl estaba casi lleno. Encima de todo había un manoseado ejemplar en rústica de Tom Clancy, aunque era el único libro. Si no leías mucho allí, no leerías mucho en ningún sitio. Había ropa de paisano, otro uniforme, algunos artículos de afeitar, unos cuantos discos compactos de música y un reproductor portátil con auriculares. Celine Dion y Garth Brooks. Música de banquero para el nuevo milenio. Algunos sobres, papel de carta para escribir a casa y un par de bolígrafos. Una toalla, un guante de softball y un par de zapatillas de correr. Pero no había bañadores, ni nada parecido a un diario o un cuaderno de notas. Falk hurgó hasta el fondo, esperando encontrar un fajo de cartas de su mujer. Pero no encontró indicios de eso tampoco. Tal vez Ludwig se comunicase sólo por teléfono y por correo electrónico. Muchos lo hacían. Falk tendría que pedir permiso para comprobarlo también, aunque supondría más obstáculos que salvar.

– ¿Cuáles eran sus deberes habituales?

– Suboficial al mando de su turno en el Campo 3.

Que significaba suboficial responsable. Falk tendría que ver la lista de turnos, consultar con otros soldados del turno de Ludwig.

– ¿Ha comentado alguien algo sobre su estado de ánimo? ¿Estaba disgustado? ¿Deprimido?

– Ludwig era muy reservado. Pero he preguntado y todos dicen que no advirtieron nada especial. El soldado Calhoun aquí presente seguramente fuese su mejor amigo.

Falk se volvió para ver a un soldado raso de cara redonda, sentado tres literas más abajo, con la gorra en la mano y tan expectante como el aspirante a un trabajo.

– El cabo Belkin me habló de usted la otra noche en la playa -le dijo Falk a Calhoun.

– También a mí me ha hablado de usted -repuso Calhoun, en un tono que indicaba que no le había gustado lo que le había contado. ¡Santo cielo! Qué susceptibles eran aquellos individuos.

– Estas preguntas hay que hacerlas, soldado, aunque algunas sean desagradables. Me han dicho que fue usted el último que lo vio. ¿Es así todavía, al menos que usted sepa?

– Sí, señor.

– ¿Y dónde fue?

– A cenar. A la cocina de la playa.

– ¿Recuerda usted de qué hablaron?

Calhoun se encogió de hombros y volvió la mirada hacia el rincón. O estaba ocultando algo o le importaba un bledo lo que pensara Falk.

– ¿Y bien? ¿Fútbol? ¿Mujeres?

– Sí. Algo parecido. Temas triviales.

– ¿A qué hora acabaron?

– Hacia las seis y media.

– ¿Y después?

– Algunos nos fuimos a ver la televisión. Él dijo que iba a dar un paseo. Lo hacía algunas veces después de cenar.

El banquero que da su paseo después de cenar, igual que en Main Street. Sólo que aquél no había regresado. Quedarían aún algunas horas de luz. Tal vez las pasara en la playa, contemplando la puesta de sol mientras se hundía en una espiral de depresión.

– ¿Y no lo vio nadie después de eso?

Calhoun negó, ahora mirándose los pies.

– ¿Eran ustedes amigos en Buxton?

– Sí, señor. Solíamos ir de caza juntos. Y salíamos juntos con las novias antes de casarnos.

– ¿Y cómo era su matrimonio?

– Feliz -contestó Calhoun, alzando la vista con expresión desafiante.

– ¿Qué le gustaba hacer aquí en su tiempo libre?

– Lo mismo que a los demás. Ir al cine. Conectarse a la red. Sí, era todo un aficionado al correo electrónico, de eso no hay duda.

– ¿Daba paseos en barco?

– Ninguno lo hacíamos. No hay mucha agua en Buxton. Creo que no apreciamos bien este lugar.

– ¿Nadaba?

– Lo hacía en el mar. -Un poco a la defensiva, le pareció a Falk.

– Resulta extraño, porque parece que no tiene ningún bañador.

Calhoun se encogió de hombros. Le tenía sin cuidado.

– Disculpe que sea poco delicado, soldado, pero ¿tenía algo aquí, una amante, tal vez?

Parker enrojeció, pero no de bochorno sino de cólera.

– No, señor. Era recto como una flecha. Era banquero. -Como si eso zanjara la cuestión.

– ¿Cómo se llama su banco? -Falk telefonearía.

– Farmers Federal. Le ascendieron a director de la sucursal un mes antes de que nos desplegaran. No te ascienden en un lugar así cuando las cosas son raras o tienes problemas personales.

– Entendido, soldado. Dígame una última cosa. Incluso antes de estos últimos días, ¿le pareció algo deprimido? ¿Preocupado?

– Mire a su alrededor, señor -contestó Calhoun, con un gesto que incluía a los otros tres soldados-. ¿Le parecemos contentísimos? Llevamos aquí diez meses y nos quedan otros dos. Quien no se deprima un poco por eso sin duda necesita que le examinen la cabeza. Pero no pensamos en el suicidio. Éste es el último lugar del mundo en el que desearíamos acabar nuestra vida.

– Mensaje recibido, soldado. -Falk cerró el cuaderno de notas y luego el baúl-. Puede enviarlo a casa cuando quiera, coronel. Pero necesitaría una copia de sus expedientes personales.

– Algunos tendrán que enviármelos por fax de la oficina central de Michigan.

– Está bien. Sólo echaré una última ojeada, entonces.

El coronel asintió y se marchó. Los otros dos soldados le siguieron, pero Calhoun se quedó, como si velara las pertenencias de su amigo. Falk volvió a mirar las fotos. Al lado de las mismas había una postal navideña desvaída. Miró debajo de la cama, pero no había nada en el suelo ni debajo del colchón. Seguía preocupándole la ausencia de cartas. Tenía que haber algo, además del correo electrónico, sobre todo tratándose de un individuo que había conservado una felicitación navideña más de siete meses.

– ¿Reciben ustedes mucho correo de casa? -le preguntó a Calhoun.

– Ya vinieron ellos a buscar sus cartas.

Falk alzó la vista.

– ¿Quiénes?

– Los de seguridad. Dijeron que tenían autorización.

– ¿Les acompañaba su comandante?

– No. Pero tenían la llave del baúl, así que supusimos que contaban con autorización.

¿La llave del baúl? ¿O tal vez una especie de llave maestra? Abrir baúles como aquél era pan comido si sabías lo que estabas haciendo.

– ¿A qué se refiere con los de seguridad?

– Al destacamento del J-DOG.

La gente de Van Meter. Deberían habérselo dicho a Falk.

– ¿Oyó el nombre de alguno?

Calhoun negó.

– Pero uno era capitán. Le vi los galones.

Tal vez fuese el propio Van Meter.

– Se me ocurre algo, Calhoun. Cuando vuelva a verle en el pueblo, averigüe su nombre y anótelo. Luego me llama.

Le apuntó su número de teléfono.

Al menos esto pareció interesar a Calhoun, tal vez porque le hacía sentirse parte del proceso. Quizá por eso le diera la siguiente información:

– Podría mirar usted en la oficina postal. Lo que se llevaron ellos era la correspondencia antigua.

– ¿No reciben ustedes el correo aquí?

– No, señor. Tenemos que ir a recogerlo. Earl lo comprobaba todos los días. Algunos lo hacemos. Cuando la cola es muy larga, perdemos media hora.

Habían pasado dos días de correo desde la desaparición de Ludwig, así que merecería la pena probar. Era posible que un capitán como Van Meter, acostumbrado a que le entregaran el correo directamente en su despacho, no hubiese caído en la cuenta.

– Gracias, soldado.

Calhoun asintió, hosco de nuevo. Se quedó en la litera mientras Falk se marchaba.

La «Oficina Postal» del Campo América era un barracón remodelado. Ya había una cola realmente larga. Falk la esquivó hasta el mostrador.

– ¿Busca usted algo? -le preguntó un sargento.

Falk le enseñó su identificación del FBI.

– Vengo por el caso de Ludwig. Necesito la correspondencia que no recogiera.

– Necesitará algo más que eso si quiere verla, no digamos hacerse cargo de ella.

– ¿Bastaría la palabra del general Trabert?

Eso al menos suavizó la actitud del sargento.

– ¿Tiene usted una orden escrita?

– No. ¿Tienen teléfono?

– No para personal no autorizado.

Falk comprobó el nombre del uniforme. Keaton.

– Muy bien, sálgase con la suya. Iré directamente al Palacio Rosa y le diré al general que un condenado sargento Keaton me ha obligado a ir e interrumpir lo que esté haciendo sólo para conseguir una carta de autorización. Perfecto.

– El teléfono está en el escritorio -dijo Keaton.

No sólo contestó el general, sino que llevaba intentando localizar a Falk más de una hora.

– Buenos días, señor.

– Casi buenas tardes, maldita sea, pero me complace saber que está haciendo la ronda. Cuanto antes acabe con esto mejor, teniendo en cuenta los anteriores sucesos del día. Supongo que se ha enterado.

– Sí, señor.

– Lo cual me lleva al motivo de esta llamada -añadió el general, como si le hubiese telefoneado él-. Uno de los miembros del equipo ha estado intentando localizarle. Necesitan una audiencia con usted y parece que creen que yo sabía cómo ponerme en contacto.

Falk miró al oficioso sargento Keaton, que había alzado una carpeta de pinza e intentaba actuar como si no estuviese atento a la conversación.

– ¿Algún motivo particular?

– No lo ha mencionado. Es su amigo Ted Bokamper.

Falk se tranquilizó. Muy propio de Bo, intentar localizarle por medio del general. Liándolos a los dos mientras conseguía lo que necesitaba.

– Tiene que verlo a la una en punto en el puerto deportivo.

Falk consultó el reloj. Tenía el tiempo justo de pasar por casa, comer algo rápido y cambiarse de ropa para salir a navegar. Bo y él tendrían su charla privada, después de todo, y no se le ocurría un sitio mejor que la cubierta de un velero en la bahía de Guantánamo. Menos mal que el general no podía ver su sonrisa.

– Sí, señor. Allí estaré.

– Bueno. Habrá llamado usted por algo.

– La correspondencia de Ludwig. Estoy en la oficina postal del Campo América y necesito autorización para recogerla. Hay un sargento dispuesto a colaborar que dice que todo lo que necesita es una autorización verbal.

– Que se ponga.

Falk le pasó el teléfono y observó a Keaton asentir muy rígido, diciendo «Sí, señor» tres veces seguidas. Después de la tercera, le devolvió el receptor.

– Quiere hablar con usted otra vez. Buscaré la correspondencia.

Falk cogió el teléfono mientras Keaton desaparecía.

– ¿Señor?

– Una cosa más, Falk. Mientras hace sus rondas no olvide mis deseos. Quiero saber todo lo que averigüe. Antes que ellos. En realidad…

Se oyó ruido de papeles, una mano que tapaba el micrófono mientras Trabert consultaba con alguien.

– ¿Por qué no pasa por mi oficina esta tarde? Digamos a las seis en punto. Para cenar y darme un informe. Los dos solos. Mejor así.

– Será un placer, señor.

Era mentira. Falk se preguntó cuántas mentiras tendría que decir antes de que acabara el día.