172948.fb2 El prisionero de Guant?namo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Falk prefería el puerto deportivo al Tiki Bar como medio de evasión en Gitmo. Procuraba encontrar tiempo para salir a navegar una vez a la semana, y había optado por un Hunter de ocho metros como terapia. Estaba un poco estropeado, pero el alquiler era barato. Y no existía nada más alejado del confinamiento de la cabina de interrogatorios que surcar el mar abierto de la bahía: el agua salada en la cara y el sol en la espalda y, a veces, un manatí de escolta, un bulto pardo debajo del oleaje. Comparada con la gelidez de los bajíos rocosos de Maine que Falk había surcado tantas veces de muchacho, la bahía de Guantánamo le parecía una gran piscina, cálida como una bañera y verde como una ponchera. Con unas cervezas a bordo, Falk podía pasarse horas dando bordadas y navegando, halando las escotas hasta que las velas se ceñían al viento.

Era donde había llevado a Pam en su primera cita de verdad y la había impresionado con su pericia marinera. Un fin de semana después, cargaron equipo de acampada en un esquife y partieron rumbo a Cayo Hospital, una lengua de tierra en la que pasaron la noche. Fue la única vez durante su destino allí que Falk sintió que estaba en otro lugar.

Las autoridades habían relajado un poco las normas y permitían a los navegantes salir de la bahía, una concesión sobre todo a los pescadores deseosos de pescar en mar abierto. De todos modos, uno se veía limitado a una zona aproximada de once millas náuticas cuadradas llamada Caja de Pesca, para impedir que entraras sin querer en aguas cubanas. Falk no había salido nunca de la bahía hasta entonces, pero hoy tenía otras ideas. Aquélla sería una excursión de trabajo.

Mientras se preparaba para zarpar, Falk echó de nuevo una ojeada al botín de correspondencia de Ludwig de la oficina de correos. Era decepcionante: una carta sellada con un remite manuscrito de Buxton (Michigan), y una circular franqueada del banco de Ludwig, Farmers Federal, también con matasellos de Boston.

Apremiado por el tiempo, Falk las dejó sobre la cama y se cambió rápidamente de ropa. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y cogió una gorra, un chubasquero y un GPS al salir. Las posibilidades de mal tiempo eran casi nulas, pero Falk nunca subestimaba el mar.

Bokamper estaba esperándole en la cafetería del puerto deportivo, leyendo un periódico de hacía una semana, sentado a una mesa con bancos, mientras la radio emitía el anuncio de interés público característico de la radiodifusión militar: «Las uñas, ¡usadlas y cuidadlas!».

– ¿Cómo has conseguido zafarte del resto del equipo? -preguntó Falk.

– Sería mejor preguntar cómo he tardado tanto en hacerlo. Fowler y Cartwright me pidieron que me fuera a pasear un rato.

– ¿Planean el paso siguiente?

– Con sus nuevos amigos.

– ¿Van Meter y compañía?

– Supongo que viste la reunión en el desayuno.

– ¿Y quién no? ¿Fue intencionado?

Bo asintió.

– Fowler quería mostrar un frente unido con los locales y los eligió a ellos. No tranquilizó a las tropas, ¿eh?

– Bueno, a las tropas seguramente les encantó. Es el Grupo de Inteligencia Conjunta el que se ha asustado. Sobre todo teniendo en cuenta el gusto de Fowler en cuanto a amistades. Rieger no, los otros dos.

– Van Meter y Lawson. Precisamente quería hablarte de ellos.

– En el agua -repuso Falk, señalando con un gesto a Skip, el encargado del puerto deportivo, que también estaba leyendo un periódico, pero lo bastante cerca para oír lo que hablaban.

– Piensa en la OPSEC -dijo Bo en un susurro.

– Aprendes muy rápido, pero sigues siendo un sabelotodo.

Falk desenrolló sobre el mostrador una de las cartas marinas que le había regalado el alférez Osgood y expuso su plan a Skip, un individuo cuarentón y corpulento, que vestía pantalones cortos y camisa hawaiana. Olía a aceite de motor y a loción bronceadora.

– Forzaré un poco los límites -dijo, y le divirtió emplear una expresión favorita del general-, pero no crearé problemas a nadie.

Skip frunció la frente, luego asintió lentamente.

– Tendría que coger uno de esos Sea Chaser. Toma las olas de cinco metros en un minuto ahí fuera.

Los Sea Chaser eran lanchas motoras. Nada especial.

– El Hunter lo soportará bien -dijo Falk-. Vamos, Skip, sabes que se me da bien.

– De acuerdo. Pero tendré que avisar al puesto de observación. No están acostumbrados a ver veleros allí fuera.

– ¿Vamos a salir de la bahía? -preguntó Bokamper cuando se dirigían al embarcadero.

– He pensado que podría mirar dónde entró Ludwig desde el mar.

– ¿Alguna razón particular?

– Lo sabré cuando lo vea. Un nuevo enfoque, supongo. El océano lo mató, así que por qué no probar el punto de vista del océano.

– Perfil criminal de una fuerza natural. ¿Ese tipo de sandez mística enseña ahora la Oficina?

– Calma. Soy el capitán y tú el tripulante. Al primer comentario sedicioso te reduzco las raciones de cerveza.

– ¡A la orden, mi capitán!

– ¿Y si echas una mano con estas fundas de vela?

A los pocos minutos, estaban en marcha. El suave oleaje golpeaba el casco mientras Falk guiaba la embarcación en la dirección del viento. Era un día soleado y caluroso de nuevo, otro día de bandera pirata, pero la brisa marina era un alivio y Falk empezó a relajarse enseguida. Se apoyó contra la escora de cubierta con las manos en el vibrante timón cuando una ráfaga soltó el foque mayor.

– Va muy bien -dijo Bo.

– Tus impuestos en funcionamiento. Es muy indulgente. Quizás incluso lo bastante para que tomes tú el timón.

– No, gracias. Sólo déjame averiguar qué cabos debo agarrar.

– Escotas, no cabos.

– ¿Qué te parece entonces si nos ponemos a tono? Pásame una cerveza.

– La nevera está abajo, grumete. Cuidado con la cabeza.

Pocos ex marines se jactaban tanto, en apariencia, de su ignorancia náutica como Bokamper. Falk sospechaba hacía tiempo que era su modo de subrayar que no era un esnob de la Academia Naval. Él había asistido a la escuela de oficiales después de graduarse en la Universidad de Virginia, académicamente rigurosa pero socialmente abierta.

Bo le dio una cerveza. Sabía mejor en el mar. Tal vez fuese la sal de la brisa, como el aroma en el borde de la copa de un margarita. Lástima que tuviesen que hablar del trabajo.

– Háblame de Allen Lawson -le dijo Bo-. El ejecutivo. Diablos, ni siquiera es ex militar, ¿verdad? No es que pase nada por eso.

– Es la clase de individuo que lo diría si hubiera servido en el ejército. Lleva aquí seis meses. Sobre todo como intérprete, aunque hace algunos interrogatorios. Decisivo en Global Networks, lo cual significa que es el primer competidor de Boustani. Gracias a Dios, yo hablo el idioma, o habría acabado en medio de una de sus trifulcas. Todos los demás lo han hecho. Nadie se sorprendió al ver a Lawson en plan colega con los tipos que trincaron a Boustani.

– ¿Así que tú crees que han amañado las cuentas contra Boustani?

– Dímelo tú.

– Muchos indicios parecen triviales. Pero no me dejarán acercarme para poder verlo directamente. Complicaciones que comprometen los intereses de la empresa, según Fowler.

– Eso es una sandez. Sólo una excusa para dejarte al margen.

– Tal vez. Pero hazme un favor. Me gustaría echar una ojeada a las listas de interrogatorios de las últimas semanas. Para ver con quién han estado tratando Lawson y Boustani. Y Van Meter también. ¿Cómo funciona, en realidad? ¿Firmas en una tarjeta de baile o algo parecido?

– Normalmente presentas una lista de tus objetivos el día anterior, que pasa por la cadena de mando de inteligencia para su aprobación. Rutinario, a menos que todos soliciten interrogar al mismo individuo. Una copia va a la unidad de apoyo de la policía militar, y cuando llegas a las verjas registras tu número de identificación y vas a buscar al individuo a la celda, o simplemente esperas en la cabina.

– ¿Y se conservarán todavía todas las hojas de solicitudes firmadas?

– Seguro. Pero no me necesitas para verlas. Sólo tienes que comprobarlo en el puesto de la policía militar.

Bokamper negó.

– No quiero llamar la atención innecesariamente.

– ¿Qué es lo que buscas?

– Yemeníes. O a cualquier interrogador que haya demostrado últimamente excesivo interés por los yemeníes.

– Podría ser yo, todos los de mi equipo y más o menos la mitad de los miembros del grupo del Golfo.

– No de tu equipo. Intrusos. Gente que, por lo demás, no tendría por qué hablar con los yemeníes.

– Interesante. ¿Alguna razón especial?

– Ninguna que pueda explicarte.

– Entonces compruébalo tú mismo.

– Vamos, Falk. No tienes más que echar una ojeada la próxima vez que vayas. O hacerlo como parte de la investigación sobre Ludwig.

– Tengo que mirar las listas de turnos de Ludwig. Pero no tienen nada que ver con lo que buscas tú.

– A lo mejor te llevas una sorpresa.

– ¿Qué me ocultas, Bo?

Bo sonrió. Era muy propio de él burlarse así, llevarte hasta el umbral de la revelación y desviarte entonces en otra dirección.

– Una cosa sí puedo decirte -le contestó-. Fowler estuvo ocupadísimo anoche.

– ¿Organizando el arresto?

– Entre otras cosas. Como pasar por casa de Van Meter.

– Un hombre muy ocupado también. Recogió la correspondencia de Ludwig.

– Me parece que Van Meter tiene las manos metidas en demasiados pasteles. Entre nosotros, fue él quien puso en marcha este arresto. Sus informes a Washington pusieron en guardia a todo el mundo de aquí hasta la Casa Blanca.

Falk no pudo por menos que recordar el comentario de Whitaker, que había dicho que Van Meter tenía tirria a Boustani. En la estructura de mando de Gitmo, la estrecha relación laboral de Van Meter con Lawson era absolutamente razonable, pero su colaboración en esta ofensiva resultaba inquietante.

– ¿Y cuándo fue Fowler a casa de Van Meter?

– Tarde. Bien pasada la media noche.

– Parece que tú también estuviste muy ocupado.

– Seguro que ni la mitad que tú -repuso Bo, con desenfado-. Ella es estupenda.

Falk ya se había preguntado cuándo saldría a relucir Pam.

– Ojalá pudiese decirte que ella opina lo mismo de ti.

Bokamper soltó una risotada, casi un rugido.

– Ya se le pasará. En cuanto se convenza de que no me propongo acostarme con ella.

– Parece que os habéis calado el uno al otro rápidamente.

– Lo tomaré como un cumplido. -Entonces desorbitó los ojos. Miró de pronto hacia la proa-. ¿Qué era eso, un manatí?

Falk también había advertido el movimiento.

– ¿A babor?

– Si eso significa a la izquierda, sí.

– Delfín. Hay muchos aquí. Y rayas también, arriba en los bajíos. Sigue alerta. Volverá a salir a la superficie.

Transcurrieron unos segundos en silencio mientras miraban con los ojos entrecerrados el resplandor en el agua. Luego reverberó en el agua y emergió el cuerpo grisáceo, que avanzaba a la misma velocidad que el velero. Saltó graciosamente en el aire y desapareció de nuevo casi sin ruido ni salpicaduras.

– Bellísimo -dijo Bo-. ¿No lo echas de menos?

– ¿Qué?

– Vivir en el mar. ¿No creciste prácticamente en un barco? Antes de que murieran tus padres, quiero decir.

Incluso Bob, que sabía más de él que la mayoría, ignoraba los secretos de la presunta vida de Falk como huérfano.

– A veces.

– Entonces tiene que ser muy agradable estar aquí.

– Es difícil considerar esto «estar en el mar». Demasiado calor, como una pecera. Sigo pensando que cualquier día miraré y veré a uno de esos submarinistas con burbujas saliendo del casco, plantado junto a un castillo de imitación. El mar auténtico es frío. Es donde se hace el trabajo. Esto es ocio, no es amenazador, parece sacado de Disneylandia.

– No sé. Fue bastante amenazador para el sargento Ludwig.

– Tal vez quisiera morir. Lo que me preocupa es cómo acabó flotando hacia el este.

– Buena pregunta. ¿Tienes alguna respuesta?

Falk negó con la cabeza.

– Pero es hora de que te pongas a trabajar. Suelta esa escota y prepárate para virar al viento.

– ¿Traducción?

– Suelta el cabo, pasa luego al otro lado y acoda la opuesta. Otra bordada nos sacará de la bahía.

Falk sacó el GPS del bolsillo mientras salían de la bahía. Quería señalar varios puntos para comprobarlos después en la carta.

– ¿Qué es ese aparatito?

– Un GPS. Estoy comprobando nuestra posición.

– ¿Tienes miedo de que nos perdamos?

– Lo hago por diversión. Es un regalo.

– ¿De ella? -Falk asintió-. Buen regalo. No exactamente el típico de enamorado, pero bonito.

Falk sonrió. Se dio cuenta de que eran casi las mismas palabras que le había dicho él a Pam y se ruborizó, sobre todo por la palabra «enamorado». Le había complacido incluso más la respuesta de ella: «Bueno, creía que eras marinero, y no del estilo club de yates. Además, pareces un tipo que siempre quiere saber exactamente dónde está».

Ella tenía razón. Siempre era consciente de que se orientaba, de que conocía la posición de sus velas, sobre todo si había un banco de arena delante, ya fuese en la forma de autoridad conflictiva o de una mujer que esperaba más de lo que él podía dar. No es que le hubiese explicado ese aspecto a Pam.

El foque orzó un poco cuando Falk se ciñó demasiado al viento.

– ¡Eh, tenorio! -gritó Bo-. Concéntrate en la navegación. Un ahogado a la semana es suficiente.

El alférez Osgood estaba en lo cierto. Era difícil seguir rumbo este una vez pasado Windward Point. Los alisios eran constantes, y la corriente seguía el mismo curso. Siguieron bordeando la costa; cada ola golpeaba con un estallido de espuma en el casco a barlovento. Bo parecía un poco asustado al principio, pero aguantó, y enseguida le cogió el tranquillo a ir de un lado a otro debajo del botalón oscilante, acodando la escota de foque mientras Falk restablecía el curso.

Los promontorios coralinos de punta Windward brillaban a su izquierda, dando paso a la minúscula media luna de la Playa del Cable El litoral parecía más escarpado de lo que Falk esperaba: arrecifes y afloramientos rocosos, con rompientes que revelaban otros puntos poco profundos. Media milla más adelante pasaron otra abertura en los acantilados, en la Playa de Cuzco, donde los submarinistas disfrutaban explorando el arrecife. Falk localizó algunas boyas en la superficie, que indicaban la presencia de submarinistas debajo.

Playa Escondida, fiel a su nombre, apenas era visible desde el mar. Pero era imposible no ver Playa Molino. El amplio arco de arena les sonrió cuando llevaban navegando rumbo este casi una hora.

– ¿Qué es la casita del acantilado? -preguntó Bo.

– Fue vivienda de oficiales hace mucho tiempo. Ahora es el Campo Iguana, por eso hay una valla.

– ¿Donde tienen a los prisioneros menores?

– A tres menores. De doce a catorce años cuando llegaron. Pero de eso hace un año.

También ellos habían llegado del campo de batalla de Afganistán, y su permanencia en el lugar había creado un revuelo internacional. Las autoridades seguían diciendo que los habían enviado a casa enseguida, pero de momento seguían allí. A Falk le habían contado que a veces atraían a las iguanas para entretenerse en el césped en el que lanzaban un balón de fútbol americano y contemplaban el mar.

– A lo mejor ellos vieron algo -dijo Bokamper-. La noche que salió Ludwig.

Falk negó.

– Lo dudo. No les dejan salir después de ciertas horas. Además, es probable que haya que remover cielo y tierra para verlos.

De todos modos, merecía la pena comprobarlo.

Falk escudriñó la playa. Había algunas toallas extendidas en la arena. Una sombrilla de rayas brotaba como una flor. Sólo se veía un nadador en el agua, que movía la cabeza en el suave oleaje. Falk no estaba seguro de lo que esperaba ver desde aquella posición, pero desde luego no era aquella calma. El viento había sido más fuerte la otra noche, pero nada fuera de lo normal.

Siguieron, pasando el gran acantilado debajo del Campo Iguana, hasta que avistaron la extensión del Campo Delta y los largos tejados del bloque de celdas que brillaban al sol.

Falk viró hacia alta mar hasta alejarse lo suficiente para localizar la entrada a la pequeña bahía de Punta Barlovento en la zona cubana.

– ¿Dónde está la alambrada? -preguntó Bo-. Ah, espera, ya la veo. Y una atalaya.

La atalaya se alzaba a unos ochocientos metros al otro lado de la alambrada, más cerca de la costa de lo que había supuesto Falk.

– Uno de sus guardias encontró el cuerpo cuando hacía la ronda de la mañana a pie -comentó Falk-. Tiene que haber sido una conmoción.

– No me extraña que estén tan cabreados. Podría haber desembarcado toda una división de marines.

No tenía mucho sentido seguir más lejos. Debían estar acercándose a los límites admitidos ya, así que Falk giró el timón entre el viento y puso rumbo a casa, con las velas flameando mientras cambiaban de dirección. En cuanto empezaron a navegar con la corriente y el viento en popa, parecía que alguien hubiese desconectado una máquina ruidosa. El barco se movía con soltura, surcando el agua costa adelante sin el menor embate del oleaje.

– Y bien, ¿qué te ha aclarado todo esto? -preguntó Bokamper, que ya no tenía que gritar para que le oyera.

– Que tengo hambre.

– ¿Nada más?

Falk negó.

– Mala idea, supongo. Pero buen día para navegar.

– Cualquier cosa que te saque de La Roca un rato no puede ser del todo mala.

Llegaron a la bocana de la bahía en un momento, y enseguida avistaron el puerto deportivo. Habían transcurrido casi cuatro horas desde que habían zarpado, y el sol estaba más bajo.

– ¿Vamos a cenar? -preguntó Bo.

– Ve tú. Yo tengo una cita con el general.

– Estás prosperando mucho.

– Quiere saber lo que tramáis vosotros. ¿Qué debo decirle?

– ¡Demonios, Falk! Seguro que él sabe más que yo. Pero al menos tomarás comida decente.

– Deberías comer en el Jerk House.

– Parece otro nombre para el club de oficiales.

– No eres el primero que hace ese comentario. Es un tugurio jamaicano que queda cerca del Tiki Bar.

– Parece ideal. Pero, una última pregunta antes de que atraquemos de nuevo en Segurilandia.

– Adelante.

– No te ofendas, por favor, pero quiero preguntártelo desde que llegué, y tal vez ésta sea la última ocasión de hacerlo en un tiempo. -Hizo una pausa, como para amortiguar el golpe-. No has sabido nada de los cubanos últimamente, ¿verdad?

Mira por dónde. Eso sí que no se lo esperaba.

Una ráfaga fresca del este agitó el borde del foque y el timón vaciló en las manos de Falk. Pero se sintió aliviado, en cierto modo. Estaba bien sacar a relucir el tema, aunque pensó inquieto si la pregunta de Bo sería un acierto fortuito o una conjetura fundamentada.

– Es curioso que me lo preguntes -contestó, notando la boca seca.

No le apetecía seguir navegando. Preferiría estar lejos del agua, con una bebida más fuerte que la cerveza a mano, y unas horas libres. Aquél era un tema para confesiones íntimas de bar, de noches tranquilas en las que lo ponías todo sobre el tapete y esperabas lo mejor. Un día soleado en el mar no era apropiado para hablar de un tema tan serio. El asunto de Cuba dominaba hasta tal punto el pasado de Falk, que podía desbaratar todo el día.

Pero también era posible que hubiesen llegado al lugar adecuado, porque Falk sólo tenía que mirar hacia las verdes colinas que se alzaban más allá del puerto deportivo para ver dónde había empezado todo.

– Será mejor que me lo cuentes todo -dijo Bo-. Y esperemos que Fowler y Cartwright no se hayan enterado ya por algún otro.

– Cambiemos de dirección, entonces. Estamos cerca del puerto y ya sabes cómo viaja el sonido sobre el agua.

– Pensemos en la OPSEC -susurró Bo. Pero esta vez en serio.