172948.fb2 El prisionero de Guant?namo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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24

Falk esperó a que oscureciera para ponerse en marcha. Llovía torrencialmente, la lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas en ángulos disparatados cuando subió despacio Skyline Drive. Aparcó a unos ochocientos metros de su destino, resignándose a un buen remojón a pesar de que llevaba puesto el chubasquero y un sombrero de ala ancha que usaba a veces para navegar. Llevaba una linterna en un bolsillo lateral cerrado con cremallera.

No se había molestado en cenar, tomando en su lugar un emparedado de la cooperativa después de su visita a la Playa Escondida. Estaba demasiado nervioso para otra cosa y sólo podía pensar en Harry, que en aquel momento estaría cómodamente en su casa de la ciudad de Guantánamo, descansando después de otro viaje por la Puerta Nordeste. Falk esperaba que el buen hombre hubiese conseguido cumplir su parte del trato.

Tuvo que adivinar dónde atajar entre las casas de apartamentos mientras cruzaba acechante los prados a oscuras de Windward Loop hacia el patio trasero de su objetivo final. Tuvo suerte, y salió sólo a un edificio de distancia. Pensó que la lluvia era una ventaja. Obligaba a todos a quedarse en casa y era un manto húmedo que le protegía de miradas indiscretas.

Se acercó a la parte posterior del apartamento, plenamente consciente de que dejaba huellas, imaginando a un especialista en pruebas haciendo moldes. Llegó al muro y se abrió paso a tientas por los toscos ladrillos como un escalador al pie de un acantilado.

La ventana de ella era la tercera inferior. Había llegado la hora de la verdad. La lluvia cayó a raudales del ala del sombrero cuando buscó la señal inequívoca, la luz verde. Si no la veía, daría la vuelta y regresaría a casa, sabiendo que o bien había fallado Harry o bien Pam le había abandonado. Después de lo que le había dicho Bo, suponía que no sería muy sorprendente. Buscó la pequeña linterna, resbaladiza en sus manos mojadas, y la encendió sólo un segundo, lo suficiente para poder ver una tira pequeña de cinta aislante plateada en la esquina inferior derecha del marco. Le dio un brinco el corazón al verla, una sensación tan grata como oír sonar una boya de campana en la niebla.

Falk dio unos golpecitos leves en la ventana, sólo tres, tal como decía la nota. Se movieron las cortinas y vio dos manos que accionaban el seguro. El marco se soltó con un crujido y un deslizamiento.

– Deprisa -susurró Pam, en voz apenas audible por el ruido de la lluvia-. Sube. He colocado toallas en el suelo.

El umbral llegaba más o menos al muslo, y Falk se debatió en el alféizar, goteando como un perro viejo y deseando poder sacudirse como si lo fuera. La habitación quedó en silencio en cuanto ella cerró la ventana y cesó el estruendo del chaparrón; Falk se abrió la chaqueta y la dejó caer en las toallas embarradas. Fue un inmenso alivio verla, saber que había estado esperando. Se miraron emocionados en la oscuridad, la mirada chispeante de ella parecía nerviosa, tal vez un poco preocupada. Se arriesgaba mucho. ¿Era aquello realmente lo que más había deseado él? ¿Una prueba de su lealtad? Iba a decir algo, pero ella le puso un dedo en los labios y negó con la cabeza.

– Espera -dijo, moviendo los labios sin voz-. Las compañeras.

Y, acto seguido, antes de que él pudiera moverse, le rodeó con los brazos, toda calidez y consuelo sobre la humedad de su camisa. Falk llevaba casi toda la tarde con los nervios a flor de piel, y aquello fue casi un shock para su organismo. Pero se relajó enseguida, como si se hubiese deslizado en un baño caliente. La excitación llegó después, el olor de su piel y de su cabello, la caricia de sus manos en la espalda, todo ello produjo la oleada de atracción que tenían siempre a flor de piel cuando estaban juntos.

Cuando pasó el primer arrebato del momento, ella se apartó, volviendo el oído hacia la puerta y escuchando. Se acercó a la radio que había sobre la cómoda y la puso, una súbita estridencia de salsa que llegaba del otro lado de la alambrada, otro recordatorio del lugar en que se encontraban.

El siguiente abrazo fue más largo, con un beso lento y profundo. Pero ninguno de los dos corría aquel riesgo por una relación amorosa, y en cuanto se separaron para respirar, surgieron súbitamente entre ambos las múltiples preguntas sin responder, como otro umbral que cruzar. Falk percibió la tensión, y se sintió obligado a hablar él primero, porque era quien había pedido el encuentro.

– Es un placer poder verte -dijo, en un susurro.

– No estaba segura de que te dejaran volver a la isla.

– Es probable que lo hubieran impedido si no les hubiera dado miedo ser demasiado evidentes. ¿Cómo lo llevas tú?

Ella negó.

– Enloqueciendo. Desquiciada por el aislamiento, más la preocupación. Sueño muchísimo, si de verdad quieres saberlo, y no dejo de pensar si será éste el final de mi carrera. Cada noche un sueño diferente, todos malos.

Falk hizo una mueca por el comentario sobre su carrera. Exactamente a lo que había aludido Bo.

– ¿Y qué tal tú? -preguntó ella-. ¿Cómo va todo ahí fuera? Mis compañeras de casa no me cuentan nada. Me he convertido en una leprosa. «¡Oh, más vale que no hablemos!» y muchas otras sandeces de Seguridad Operativa. Supongo que me han expulsado de la hermandad.

– Igual que a mí. Los de mi equipo apenas me dirigieron la palabra ayer. Y supongo que eso me dio qué pensar.

– ¿Pensar en qué?

– En lo que les has dicho a los interrogadores. -La mirada de ella se ensombreció-. Permíteme expresarlo de otro modo: me preguntaba qué preguntas te habrán estado haciendo.

– ¿Así que por eso querías que nos viéramos? ¿Para averiguar si he divulgado tus secretos? Me parece que olvidas que soy yo quien está en arresto domiciliario. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que mi problema puedes ser tú?

– Lo siento. Es exactamente lo que dijo Bo.

– ¿Bo? -preguntó ella, frunciendo el entrecejo-. ¿A quién crees que informan esos idiotas?

– A Fowler.

– Él no es el único. Es mucho más complicado.

– ¿Quién lo dice?

– Nadie. Simplemente lo sabes por lo que preguntan, por las cosas que dicen. Pasa algo extraño en el Palacio Rosa, pero ni siquiera estoy segura de que Trabert lo controle.

– ¿Qué preguntan?

– ¿Quién ha estado hablando con los yemeníes? ¿Quién redacta las preguntas? ¿Cómo acabó siendo el único interrogador de Adnan su amigo Falk? ¿De quién fue la idea? ¿Quién le permitió hacerlo? ¿Quién ve nuestros informes? Y quieren saber acerca del rumor, el de detrás de la alambrada.

– ¿El rumor sobre el ex marine? Creo que yo…

Pam desorbitó los ojos asustada y se llevó un dedo a los labios de pronto. Miró hacia la puerta y Falk oyó pisadas en el pasillo. Ambos contuvieron la respiración, y luego Pam respiró lentamente y se volvió hacia él.

– Sí, ese rumor. El que te mencioné en el desayuno.

– Pero no me dijiste nada más acerca del mismo.

– Lo hice por tu bien. Esperaba que no llegara a más.

Falk negó.

– Ahora está en boca de todos. Me lo ha contado incluso un saudí.

– En cierto modo, esperaba que no volvieras. Mucho mejor quedarse atascado en JAX que aquí, créeme.

– ¿Y quién habría cuidado de ti entonces?

– ¿Cómo? ¿Allanando mi habitación? -preguntó ella, sonriendo-. Muy bien. Lo acepté de muy buena gana, aunque sólo sea para decirte que tengas mucho cuidado. Y que no te fíes de nadie.

– ¿De nadie?

– Salvo de mí, por supuesto. Y de tu recadero. Por cierto, ¿qué es lo que hace?

– ¿Harry? Es una larga historia.

– ¿Otra de la época de marine?

– Ya te lo contaré. Cuando tengamos más tiempo.

– Si lo tenemos alguna vez. Ah, también trajo esto. Dijo que era para ti. Saludos de alguien llamado Paco.

Falk se asustó al oír el nombre de Paco en aquel momento y en aquel lugar. Esperaba que la oscuridad impidiese a Pam ver su sorpresa. Ella le entregó un sobre marrón con membrete del Departamento de Marina. Estaba usado, con matasellos antiguo y remite de algún oficial de intendencia de Washington. Tenía manchas de grasa, seguramente del taller de maquinaria, y Harry lo había pegado con cinta aislante.

– ¿No vas a abrirlo? -preguntó en tono irónico, no desafiante, pero no había forma de que lo abriera delante de Pam. Si Harry había corrido aquel riesgo significaba que tenía que ser algo urgente.

– Estoy seguro de que no es importante -contestó Falk-. Además, tengo que preguntarte muchas cosas. ¿Quién hace todo el interrogatorio, para empezar?

– Principalmente Fowler, y es el más insistente. Pero a veces se encarga Van Meter.

– ¿Trabajan juntos?

– No. Pero preguntan prácticamente lo mismo. Estoy empezando a comprender por qué enloquece a los detenidos. Las mismas preguntas una y otra vez. Cualquiera diría que cambian impresiones. La única vez que Fowler no apareció solo, le acompañaba Cartwright, el único de uniforme. Lo que me faltaba, tener a un teniente coronel atosigándome.

– ¿Y Van Meter? ¿Solo?

– Excepto una vez.

– ¿Con Lawson o con Rieger?

– Con ninguno de los dos. Con Bokamper.

– ¿Con Bo?

Pam asintió, como si eso zanjase la cuestión. Pero ella no conocía a Bokamper como Falk. Seguro que había ido para vigilar a Van Meter. Para espiar al espía. Tal vez hubiese estado vigilando a Pam también, en beneficio de Falk.

– Bueno, cuéntale lo menos posible a Van Meter.

– Para ti es fácil decirlo.

– Hablo en serio. Está metido en algo que va mucho más lejos de todo este lío. Y si…

Le hizo callarse otra vez; volvieron a oírse pisadas, y esta vez se detuvieron junto a la puerta, seguidas de un golpe apagado.

– ¿Pam? -era una de las compañeras de casa, en tono preocupado.

– ¿Qué pasa?

– ¿Estás bien?

– Perfectamente.

– Me había parecido oír…

– ¿Qué?

– Llanto. No sé, parecía un sollozo. -¿O una voz grave, tal vez?

– Estoy muy bien, de verdad. Hablaba sola. Oyendo música y farfullando. Es lo que pasa cuando la gente te aísla.

– Sabes que no depende de mí -respondió la compañera en el tono ofendido que adoptan siempre los que obedecen órdenes.

Las pisadas se alejaron sin más palabras.

– Tienes que marcharte -le dijo Pam a Falk en voz casi inaudible-. Ella me denunciaría si lo supiera. En serio. Quizá ya lo haya hecho.

– ¿Está todavía conectado el teléfono?

– Sólo el de la habitación de ella. Y la cierra con llave cuando se marcha.

– Gente encantadora.

– No peor que tus amigos, te lo aseguro.

– Lo tendré en cuenta.

Era evidente que la antipatía entre Pam y Bo seguía siendo recíproca, y así era como acababa bajo presión, cada uno acusando al otro. No era especialmente apropiado por parte de ninguno de los dos. Pero ¿dónde dejaba eso a Falk?

Se besaron de nuevo, suavemente esta vez, el marido que se apresura a tomar el tren para ir al trabajo. Luego se contuvieron mientras ella corría el pestillo de la ventana y la hoja se abría chirriando sobre el ruido discordante de la tormenta. Falk subió gateando al alféizar y se volvió para despedirse. Cuando ella susurró algo sólo pudo leer los labios:

– Vete por ahí -le dijo, señalando la dirección contraria a la que había tomado antes-. Así no pasarás por la ventana de ella.

– Gracias -dijo él, mientras el agua caía a raudales del sombrero-. Confío en ti.

Precisamente entonces era lo mejor que podía decirle, pensó Falk. En vez de asentir o contestar algo, ella se inclinó hacia él bajo la lluvia y acercó la cara a la suya; él volvió instintivamente la cabeza para que le dijera al oído el mensaje de despedida.

– Cuando estemos fuera, cuando pase todo esto, si pasa alguna vez, quiero que me estés esperando.

– Lo haré -dijo él, y se dio cuenta de que lo decía en serio. Así que lo repitió, aunque fuese sólo para convencerse-. Lo haré. -Como una promesa solemne, un paso a un terreno más alto que habría que mantener a toda costa.

Ella asintió, rozándole los labios con los suyos, y retrocedió al interior. Le goteaba el pelo mientras cerró la ventana, todavía mirándole. Luego cerró también las cortinas, cortando la línea de comunicación. Falk notó el nudo en el estómago y dio un paso en la dirección equivocada antes de caer en la cuenta, como un soldado a punto de pisar la mina.

Pensó en las muchas preguntas que había querido hacerle. Pero la más importante de todas era la siguiente: cuando pasara todo aquello, ¿estaría todavía ella allí esperándole? Sabía cuál sería la respuesta ahora, pero ¿y cuándo descubriera más sobre su implicación, sus pasos en falso? Su historial no era precisamente el de alguien con quien puedes permitirte que te relacionen cuando intentabas subir en la cadena de mando.

Atento cautelosamente a una ráfaga de luz o a la aparición de un centinela, cruzó la hierba empapada entre los edificios hacia la parte posterior, de nuevo en la noche lluviosa hacia su coche.

Todavía estaba empapado cuando llegó a la entrada quince minutos más tarde. Apagó el motor y siguió sentado unos segundos mientras la lluvia golpeaba el techo. Era un alivio que no hubiese habido complicaciones. Se sentía lo bastante a gusto para ver ya lo que le había enviado Harry. Dio la luz interior, arrancó la cinta del viejo sobre y buscó el contenido, recordando los días en que metía la mano en las cajas de Cracker Jack buscando el premio en el fondo.

El sobre contenía un pasaporte británico, a nombre de Ned Morris de Manchester, con la fotografía de Falk. Era una versión actualizada del que había usado en el viaje a La Habana. La fotografía también era nueva. ¿Cuándo la habría hecho?, pensó. En algún momento en Miami, tal vez. No había ninguna nota.

Su primer impulso fue encontrar la forma más rápida de destruirlo. ¿Intentarían tenderle una trampa? Casi se muere del susto al oír un golpe en la ventanilla del lado del pasajero. Un rostro pálido y empapado atisbaba por el cristal. Era Tyndall.

– ¡Déjame entrar! -un grito amortiguado-. ¡Abre!

Falk se guardó el pasaporte y el sobre en el bolsillo de la chaqueta y luego abrió la portezuela. Entró en el vehículo el ruido del chaparrón con el hombre de la CIA, que estaba casi tan empapado como Falk. Un relámpago iluminó el cielo y los gomeros batidos por el viento.

– Me has dado un susto de muerte -dijo Falk-. ¿Dónde estabas escondido?

– ¿No ves mi coche aparcado ahí delante? Estaba esperando a que salieras para seguirte dentro. Pero al final he desistido.

– Lo siento -dijo Falk, todavía con el pulso acelerado-. No lo vi con este lío.

– Llevo media hora esperando. Has conseguido lo que querías, pero tiene que ser esta noche y no puedes decírselo a nadie.

– ¿Pero de qué hablas?

– Adnan. Tu media hora de gloria en el Campo Eco. Ahora o nunca, lo tomas o lo dejas.

– Lo tomaré.

– Pues entonces, en marcha.

– ¿En mi coche?

– ¿De verdad quieres empaparte otra vez cambiando ahora de coche?

– No.

– Además, preferiría que no me vieran dirigiendo esta expedición. Pero deprisa. No tenemos mucho tiempo.

Apurados o no, Falk tuvo que conducir despacio por la lluvia, el agua corría ahora en cascadas por el pavimento anegado de las curvas. El paisaje la absorbía a toda prisa, como si supiera que podría tener que vivir de aquel gran trago semanas, pero la tierra ya no podía más, y corrían riachuelos por los espacios entre los matorrales y los cactus.

Cuando viraron bruscamente en las barreras anaranjadas hacia el puesto de control, aparecieron detrás de ellos un par de faros y el destello del espejo retrovisor casi cegó a Falk.

– ¿Quién será ese majadero? -preguntó Tyndall.

– No lo sé.

– ¿Sabe alguien que vendrías aquí?

– No.

– Tal vez sea sólo un noctámbulo, entonces. Pero ¿con este tiempo asqueroso?

El guardia del control, cubierto con una parka empapada, echó una ojeada a sus documentos de identificación y les hizo señas para que pasaran. El conductor que les seguía debía tener el pase listo también, porque al momento estaba otra vez detrás de ellos.

– Pasa la entrada principal del Delta y toma la siguiente a la derecha.

Falk lo hizo, pero el otro coche todavía los seguía.

– ¿Qué demonios se propone? -preguntó Tyndall, volviéndose en el asiento-. No sé si sería mejor dar la vuelta y salir de aquí.

– Demasiado tarde -dijo Falk. Estaban llegando a otra verja, donde otro guardia con parka se inclinó hacia la ventanilla.

– Aparque ahí -les gritó, señalando un pequeño estacionamiento de grava que había al lado-. Luego entren en la caseta. Ellos les atenderán.

Aparcaron, y el otro coche se les acercó sigilosamente.

– Bueno, vamos a ver -dijo Tyndall, y ambos abrieron las puertas para echar a correr hacia la caseta de la policía militar.

Nada más entrar, Falk oyó una voz conocida.

– ¡Un momento, tíos!

Era Bo, que acababa de cruzar la puerta. Falk suspiró, aliviado. Bo seguía en mangas de camisa, ni siquiera llevaba una cazadora.

– No pasa nada -le dijo Falk a Tyndall.

Tyndall no contestó, pero no parecía muy convencido, y mantuvo un gesto hosco mientras Bo daba patadas en el suelo, sacudiéndose el agua de los pantalones. Un policía militar les miraba un tanto incrédulo desde el mostrador.

– ¿Cómo sabías dónde encontrarme? -preguntó Falk.

– Pura casualidad. Iba a tu casa cuando vi tu coche que doblaba en Iguana Terrace. Supuse que te alcanzaría. ¿Dónde estamos, por cierto?

– ¿De verdad no lo sabes? -le preguntó Tyndall.

– ¡Oye! Sigo siendo el tipo nuevo. Sólo buscaba a mi amigo.

Falk buscó en su gesto algún indicio de noticias urgentes, pero no pudo descifrarlo. Bo se pondría contentísimo con los descubrimientos de la hoja de firmas del registro y la lista de turnos. Pero aquello tendría que esperar.

– Estamos en el Campo Eco -dijo Tyndall.

– Bien, vaya.

– Aquí nos autorizarán -dijo, volviéndose a Falk, indicando con su lenguaje corporal un desaire casi resuelto a Bokamper-. Un guardia nos acompañará luego a una cabina. Yo también estaré presente, lo siento. Normas de la casa, ya que técnicamente es asunto nuestro.

– Voy a hablar con Adnan -le dijo Falk a Bo, lo cual no hizo mucha gracia a Tyndall, al parecer.

– ¿No os importa que os acompañe? -preguntó Bo-. Observando detrás del espejo, por supuesto.

– Tres son multitud -dijo Tyndall.

– No siempre -repuso Bo, deslizando una hoja de papel doblada bajo las narices de Tyndall, tan cerca que éste tuvo que retroceder para leerla. La retiró luego, antes de Falk pudiese echarle una ojeada.

– Tu amigo está bien relacionado -dijo Tyndall-. ¿No te importa que entre?

Falk ya no estaba seguro, pero no había tiempo para discutirlo.

– Siempre que se quede detrás del espejo. -Se volvió hacia Bo y preguntó-: ¿Qué dice esa nota? ¿Y quién la ha firmado? Y, por cierto, ¿dónde conseguiste el coche?

– Tecnicismos, caballeros, tecnicismos -respondió él, con una gran sonrisa-. Si tenemos que entrar, vamos yendo, señor Tyndall. Creía que había dicho que hay poco tiempo.

Lo había dicho, pensó Falk, pero no delante de él.

Tyndall abrió la puerta, y los tres salieron corriendo de nuevo a la lluvia.