172948.fb2 El prisionero de Guant?namo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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Al menos esta vez no le despertaron con música fuerte. Ni a gritos, ni con agua, ni de un codazo en el pecho o una bofetada. Ni le obligaron a arrodillarse y a agacharse, dejándole allí horas seguidas hasta que las articulaciones se le agarrotaban, se le paralizaba la sangre y se le contraían los músculos como pelotas duras de caucho congelado. Nada de capuchas, luces estroboscópicas ni cadenas -bueno, sólo las de costumbre-, y, de momento, nada de serpientes con trajes grises silbándole en los oídos palpitantes.

En este lugar nuevo en el que vivía ahora Adnan, uno podía excavar cuanto quisiese, pero nunca era lo bastante hondo, porque los halcones y las serpientes se metían contigo. Así que se había recluido en el único refugio que le quedaba: un silencio en los rincones más recónditos de su mente, protegido por un escudo que se endurecía y se engrosaba a cada momento, casi orgánico por la forma en que crecía.

Le habían llevado allí hacía casi seis días, la mañana después del interrogatorio de medianoche de las serpientes en el lugar de las jaulas, con todas las enredaderas. Era una celda en sí misma, una de una serie de unas doce, a juzgar por lo que había visto al llegar: un barracón de bloques de hormigón sin vistas al exterior. Dentro estaba su habitación, incluso más pequeña que la madriguera anterior. Había también una segunda habitación con una mesa y sillas, el lugar en el que le ataban con correas e intentaban hablar con él varias veces al día.

Adnan había intentado seguir considerándose un ratón que se había convertido en topo, pero cuando comprobó la inutilidad de seguir excavando, recurrió a este otro refugio. La taxonomía que tan cuidadosamente había ideado no funcionaba en aquel lugar. Todo allí estaba demasiado programado y era demasiado artificial para que lo habitasen criaturas reales. Y ya no había llamadas a la oración por las que cronometrar su reloj interior. Las comidas seguían llegando, pero lo hacían a intervalos irregulares, al parecer, caprichosamente. Tampoco había allí ninguna cadena de habladurías ni vocerío. De los sonidos (o falta de sonidos), había deducido que aquél era un mundo más pequeño. A veces, se preguntaba si existiría el lugar anterior. Era como si las serpientes y los halcones se hubiesen hartado y hubiesen despojado las llanuras de todas las presas, dejando a su paso aquel páramo solitario. Suponía que él era un superviviente, en ese sentido.

Así que, de acuerdo con el aspecto artificial de su nuevo entorno, Adnan empezó a considerar su existencia comparable a un solo pixel en la pantalla de un televisor que alguien acababa de apagar, un punto brillante en el centro de un vacío que se lo tragaría inevitablemente cuando se encogiera y desapareciese de vista.

Pero, de momento, tenía que ser visible todavía, porque le habían encontrado de nuevo y le estaban sacando de forma mucho más amable de lo habitual. Había en la puerta un guardia que decía su nombre. Detrás de él, había otro hombre, que esperaba en silencio. Entonces habló el segundo hombre; y habló en árabe, y Adnan reconoció su acento de inmediato.

– ¿Adnan? ¿Estás bien? No tienes muy buen aspecto.

Era el lagarto, el individuo paciente que guardaba la calma y cavilaba y le observaba con lo que él había creído que era simpatía. Ahora sabía que era engaño, pues en cuanto le había dado su único gran secreto, el lagarto le había delatado a los otros, que le habían llevado allí.

La primera noche había sido casi como el viaje en avión de nuevo, con los vómitos y el frío y los temblores, el castañeteo de dientes tan fuerte como masticar hormigón una y otra vez.

Ahora oyó al lagarto hablar en inglés con el guardia, que negaba y le contestaba. El guardia le acercó a una silla, diciendo algo. Se suponía que tenía que sentarse, allí a la mesa. Los otros nunca le habían dejado sentarse. Le dejaban de pie en un rincón, o le hacían agacharse delante de una luz estroboscópica o de un altavoz con música a todo volumen. Luego le agobiaban con sus preguntas: «Háblanos de Hussay. Háblanos de Hussay y podrás irte a casa».

El guardia le empujó hacia la silla, así que Adnan se sentó, todavía observando la escena entre las capas opacas que había construido a su alrededor. Procuró apartarlas, pero sus manos no se movían, todavía unidas a la espalda. Debían habérselo hecho antes de despertarle. Pero estaba decidido a volver a la superficie, aunque sólo fuese un momento. El lagarto tenía que saber lo que le había pasado. Tenía que conocer el precio de la traición. Así que emergería, si podía, sólo el tiempo suficiente para desahogar la cólera. Luego se replegaría. Ya tendría tiempo de sobra para reconstruir todas las capas de su concha, para convertirse de nuevo en el pixel de la pantalla, el único punto de luz desvaneciéndose en la oscuridad.