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El primer día de su transición de captor a cautivo, Revere Falk se encontraba descalzo en el césped iluminado por las estrellas a las cuatro de la madrugada, todavía ingenuamente seguro del lugar que ocupaba entre quienes hacían las preguntas y acaparaban los secretos.
Falk era experto en ocultación, adiestrado desde su nacimiento. Semejante habilidad resultaba muy útil a un interrogador del FBI. ¿Quién podía descubrir mejor los artificios de otros que alguien que conocía todos los escondites? Y todavía mejor: hablaba árabe.
No es que empleara mucho su talento en Guantánamo. Y en aquel momento estaba furioso, pues acababa de regresar de una sesión malograda que resumía lo que aborrecía de aquel lugar: demasiado pocos detenidos de auténtico valor, demasiados organismos peleándose por los restos, y demasiado calor, en todos los sentidos del término.
Incluso a aquella hora le rodaban por el cuero cabelludo las gotas de sudor. Pero, en cuanto el sol empezara a apretar, sería otro día de bandera negra, que el ejército izaba siempre que la temperatura superaba lo razonable. Un símbolo adecuado, se dijo Falk, como un agujero rectangular en el cielo, en el que podrías caer y desaparecer para siempre. Un estandarte nacional para la república de nadie que era el Campo Delta, poblada por 640 prisioneros de cuarenta países, ninguno de los cuales tenía la menor idea del tiempo que permanecería allí. Luego estaban los otros 2.400 recién llegados a la fuerza de seguridad de la prisión, casi todos reservistas y soldados de la Guardia Nacional, que preferirían estar en cualquier otro sitio. Añádase el pequeño subgrupo de Falk (unos 120 interrogadores, traductores y analistas del ejército y de la mitad de las divisiones del gobierno federal) y tendrías todos los elementos de un inmenso experimento psicológico sobre comportamiento bajo presión.
Falk era de Maine, hijo de un langostero, y lo que más añoraba precisamente entonces era el rocío, el frío, el musgo, los helechos y el bálsamo de los abetos cubiertos de niebla. A falta de todo aquello, habría preferido acurrucarse en el cuello perfumado de Pam Cobb, una capitana del ejército nada severa, una vez aceptadas las condiciones de mutua entrega.
Falk suspiró, miró el cielo como un marinero que estudia las estrellas y apretó una botella de cerveza en su frente. La había sacado de la nevera al llegar a su casa hacía sólo unos minutos y ya estaba tibia. El aire acondicionado no funcionaba, así que Falk se había quitado los zapatos y los calcetines y había buscado refugio en el césped. Pero cuando movió los dedos de los pies notó la hierba abrasada, crujiente. Como si caminara sobre coco quemado.
Si creyera que serviría de algo, rezaría para que lloviese. Casi todas las tardes se formaban grandes nubarrones en el oeste, a lo largo de la línea verde de las montañas de Castro, que luego se disolvían en el crepúsculo sin que cayera una gota. En aquella ladera abrasada ni siquiera se oía el relajante rumor del Caribe. Pero el mar estaba allí, y Falk lo sabía, tras la oscuridad del horizonte meridional. Lo sentía como una fosforescencia estancada bajo los acantilados coralinos, resplandeciente como una luz en un armario cerrado. O tal vez fuese una ilusión, efecto de un vulgar caso de locura de Guantánamo.
No era el primer brote que tenía. Había estado destinado allí tres años, hacía ya doce, como infante de la Marina. Ya casi había olvidado aquella sensación de que el perímetro de la base se contraía un poco más cada hora, y su trampa de vallas y humedad se apretaba por momentos. Un folleto del Pentágono para recién llegados decía que Gitmo (el nombre preferido en la jerga militar para este puesto avanzado) tenía una extensión de 116 kilómetros cuadrados. Pero eso era tan engañoso como mucho de lo que decía el alto mando. Porque buena parte de la superficie era agua o marisma. El terreno habitable se limitaba a una cuña de silíceo de 16 kilómetros cuadrados. El terreno ocupado por el Campo Delta y el cuartel de las fuerzas de seguridad era aún más pequeño, comprimido junto al mar en menos de 40 hectáreas.
Falk estaba unos kilómetros al norte del campo. Desde su posición ventajosa y con unos prismáticos potentes, de día, podían verse las atalayas cubanas en casi todas direcciones. Se agazapaban a lo largo de una tierra de nadie de alambradas, campos de minas, marañas húmedas de manglares y colinas cubiertas de maleza y cactus retorcidos. La fauna parecía directamente sacada de una tira cómica del creador de la familia Adams, Charles Addams: buitres, boas, hutías, escorpiones e iguanas gigantescas. Las revistas y periódicos que se vendían en el Naval Exchange llegaban con dos semanas de retraso. La telefonía móvil no funcionaba bien, las otras líneas no eran seguras, y el correo electrónico estaba controlado. Cualquiera que se quedara allí un periodo largo aprendía a funcionar con el sobreentendido de que todo lo que hiciera o dijera podían verlo u oírlo los del otro lado o los del suyo. Incluso en el terreno libre de un alojamiento civil como el de Falk, nunca se sabía quién podía estar escuchando en secreto, y más ahora que la Seguridad Operativa, la OPSEC, se había convertido en el mantra del secretismo en el Campo Delta. Todo ello bastaba para que Falk deseara que Gitmo siguiera llamándose La Roca, el antiguo apodo de la infantería de Marina. Como Alcatraz.
Tomó otro trago de cerveza caliente, procurando calmarse. Sonó el teléfono en la cocina. Se apresuró a contestar, con la esperanza de que no despertara a su compañero de vivienda, el agente especial Cal Whitaker. Oyó la voz de Mitch Tyndall. Tyndall trabajaba para la Otra Agencia del Gobierno, la OGA que hasta el soldado raso más insignificante sabía que era como llamaban en Gitmo a la CIA.
– No te habré despertado, ¿verdad? -preguntó Tyndall.
– No podría dormir después de aquello.
– Ya lo suponía. Sólo quería limar asperezas.
– ¿Las que has creado? -se apresuró a contestar Falk colérico.
– Me declaro culpable de la acusación.
Tyndall parecía avergonzado, algo nuevo en él, aunque no era mal tipo, en general. Del centro de Estados Unidos, alto y bastante tranquilo, procuraba ser complaciente, siempre y cuando eso no requiriese compartir información. Falk solía sacarle más que los otros, aunque sólo fuese porque formaban parte del mismo «equipo tigre» de cinco miembros, el equivalente organizativo a una unidad en la operación de inteligencia de Gitmo. Había unos veinticinco equipos en total, pequeños grupos de estudio, integrados por interrogadores y psicólogos, que se repartían el territorio por el idioma y la patria de los detenidos. El equipo de Falk era uno de los muchos especializados en saudíes y yemeníes.
– Mira, no me di cuenta -añadió Tyndall-. Sencillamente entré a saco. No pensé lo que hacía.
Gajes del oficio con vosotros los de la Agencia, pensó Falk, aunque no se lo dijo. Suponía que la arrogancia irreflexiva era natural cuando estás en la cima de la cadena alimentaria y no tienes que rendir cuentas prácticamente a nadie, incluido el Pentágono. Compañeros de equipo o no, había muchos lugares a los que Tyndall podía ir y Falk no. La CIA empleaba a veces otras instalaciones para los interrogatorios, y últimamente incluso había construido su propia cárcel: el Campo Eco. Era una cárcel dentro de la cárcel en Gitmo, y el puñado de prisioneros especiales se identificaban con números en vez de con nombres.
– Sí, bueno, parece que abunda la insensatez últimamente -dijo Falk.
– De acuerdo. Considéralo una oferta de paz. O una disculpa, por lo menos. También podríamos besarnos y hacer las paces, considerando el rumbo que están tomando las cosas.
– ¿Te refieres a los rumores? ¿Espías entre nosotros? ¿Especialistas en árabe entregados a una yihad secreta?
– Te aseguro que no se trata de rumores en absoluto.
Aquello era significativo, viniendo de Tyndall, así que Falk intentó sonsacarle más.
– Bueno, yo no me creería todo lo que se cuenta, Mitch.
Tyndall parecía a punto de morder el anzuelo, pero se contuvo con un suspiro.
– Como quieras. En cualquier caso, ¿sin resentimientos?
– Ninguno que no puedas eliminar con un par de favores. Y tal vez algunas cervezas en el Tiki Bar. Deberías preocuparte por los sentimientos de Adnan. Suerte tendré si le saco dos palabras después de esa pequeña explosión. Se trata de confianza, Mitch. La confianza es esencial con estos individuos. -Tendría que haberlo dejado ahí, pero recordó de pronto una diapositiva que les enseñaban siempre en la Academia del FBI de Quantico, una pantalla llena de grandes letras mayúsculas que decían: «El interrogatorio consiste en vencer la resistencia mediante la compasión». Así que prolongó demasiado la frase-: Tal vez lo comprendierais si no les quitarais la ropa con la habitación a poco más de cuatro grados.
– Yo no me creería todo lo que se cuenta -dijo bruscamente Tyndall.
– Muy bien. Pero no te acerques a Adnan. Es mercancía dañada, tal como están las cosas.
– Ninguna discusión en eso. Mañana, entonces.
– Tempranito. Y recuerda, me debes algo.
Falk colgó el teléfono y se quedó mirándolo, preguntándose si alguien se molestaría en escuchar a aquella hora. Whitaker ya no roncaba en su habitación.
– Lo siento -dijo Falk, sólo por si acaso-. Era Tyndall. De la maldita Agencia.
No hubo respuesta. Menos mal. Cuanta menos gente se enterara de su trifulca, mejor. Los que chocaban con Mitch Tyndall se veían pronto rechazados. Y no era la encantadora personalidad del tipo lo que volvía a todos contra ti, sino la idea de que él conocía la película principal, mientras que los demás sólo veían algunas instantáneas borrosas. Así que si estabas a malas con Tyndall, tenía que haber una razón importante, aunque nadie más que él supiera cuál. Hacía tiempo que Falk había llegado a la conclusión de que Tyndall no era plenamente consciente de sus misteriosos poderes, y tal vez fuese imprudente indicárselo.
El tema de su discusión aquella noche era un yemení de diecinueve años, Adnan Al-Hamdi, el proyecto preferido de Falk, aunque sólo fuese porque no hablaba con nadie más. Adnan había sido capturado en Afganistán hacía casi dos años en una escaramuza al oeste de Jalalabad. Él y otros sesenta yihadistas inadaptados de Pakistán, Chechenia y los Estados del Golfo habían sido capturados por los combatientes tayikos de la Alianza del Norte, tras la precipitada retirada de los talibanes hacia el sur. Pasaron seis semanas pudriéndose en una cárcel provincial hasta que los estadounidenses los descubrieron. Adnan atrajo especial interés, sobre todo porque un compañero de viaje, un viejo paquistaní excitable, juró que Adnan era un cabecilla. Y él, con sus respuestas monosilábicas habituales, no se esforzó en confirmarlo o negarlo, así que cayó en la red, uniéndose a una de las primeras hornadas de importaciones a Guantánamo. Llegó con los ojos vendados y vestido con un mono en el vientre de un avión de carga estruendoso, en la época en que el centro de detención era una instalación rudimentaria de jaulas para simios llamado Campo Rayos X.
Cuando llegó Falk más de un año después, los loqueros residentes de Gitmo (el equipo asesor de especialistas en comportamiento llamado Biscuit) habían dado a Adnan por una causa perdida. No hablaba y tiraba regularmente sus heces a los guardias, a veces después de mezclarla con pasta de dientes y puré de patatas.
Así que se lo endosaron a Falk, cuya especialidad lingüística era precisamente el dialecto de Sana, la ciudad natal de Adnan, sólo porque había visitado el lugar cuando el FBI investigó la explosión del buque estadounidense Cole en el año 2000.
Falk emprendió la tarea de someter al joven con rumores y mentiras, historias adornadas con pinceladas coloristas que recordaba de las polvorientas callejuelas de Sana. Al poco tiempo, Adnan empezó a escuchar en vez de gritar o taparse los oídos con las manos, como solía hacer antes. Incluso hablaba de vez en cuando, aunque sólo fuese para corregir pequeños errores de interpretación de Falk. El progreso fue lento, pero Falk sabía por experiencia que la dificultad en una etapa tan temprana no significaba que no quedaran puntos vulnerables. A diferencia de la mayoría de los detenidos, Adnan ni siquiera podía dejarse crecer una barba completa, y a Falk le parecía casi conmovedor la pelusa de su mentón, como la florescencia desnutrida de un jardín abandonado.
Tal vez Falk reconociese en Adnan a otro solitario. Porque de hecho también él estaba solo en el mundo a sus treinta y tres años. No tenía esposa ni hijos ni perro, ni ninguna novia que le esperara en Washington. Figuraba como huérfano en el registro del personal del FBI, una conclusión deducida de una mentira que le había dicho hacía quince años al oficial de reclutamiento de la infantería de Marina de Bangor, Maine, por resentimiento y por el deseo del fugitivo de una ruptura total. El sargento de reclutamiento podría haber averiguado la verdad indagando un poco más. Pero, teniendo que alcanzar una cuota de alistamiento mensual y con el permiso de una semana colgando en la balanza, no se había sentido muy inclinado a cuestionar su buena fortuna cuando Falk cruzó la puerta.
Además, casi era verdad. La madre de Falk se había marchado de casa cuando él tenía diez años. Y su padre había iniciado el idilio con la botella poco después. Para entonces, por lo que sabía Falk, habría muerto, ahogado en alcohol o en agua de mar.
No todos sus recuerdos del hogar eran tan malos. Una granja de tablas de madera blanca en una carretera curvada de la isla de Deer Isle, con abedules detrás, cuyas hojas destellaban como monedas de plata. Entonces eran cinco en la familia: un hermano mayor, una hermana mayor, sus padres y él. Para estar calientes en invierno dormían en sacos alrededor de una vieja estufa de leña, colocados como fichas de dominó en el crujiente suelo de pino. A la hora del baño, se metían en una bañera de aluminio y echaban agua caliente directamente de la olla, su madre le restregaba bien mientras su hermana se reía y se tapaba la boca.
En la primavera, su padre iba a diario a Stonington, donde tenía amarrado el barco langostero. Se despertaba a las cuatro y ponía en marcha la furgoneta Ford hasta que retumbaba como un B-17 al despegar, porque tenía el silenciador destrozado por el aire salino. Cuando Falk cumplió doce años, le acompañaba las mañanas de verano, aunque recordaba poco de aquellas duras jornadas de trabajo en el mar, aparte del viento helado a primeros de junio, el frío cortante y que las manos y los pies no le entraban en calor hasta finales de septiembre. O tal vez no quisiera recordar más, porque para entonces su padre bebía y su madre se había marchado.
En un año perdieron la casa y se trasladaron al bosque, a un lugar pedregoso, con cardos y varas de oro, donde el hogar era una caravana verde deprimente, con las paredes cubiertas de cajas de cereales aplastadas como aislante. Cuando había tormenta, se bamboleaba y crujía como un barco en el mar. Ya no durmieron más reunidos. Se dispersaban en distintos rincones, y su hermano y su hermana se largaron en cuanto tuvieron edad para hacerlo.
En aquella época, Falk buscaba refugio donde podía encontrarlo: en el bosque, en una cala o en las bibliotecas, las de madera diminutas que había en todas las comunidades. Le gustaba especialmente la de la ciudad Deer Isle, no sólo porque era la que quedaba más cerca sino también porque era el dominio de la señorita Clarkson. Ella imponía silencio, que era exactamente lo que necesitaba Falk, y no toleraba tonterías ni intromisiones, sobre todo de los varones ebrios que subían furiosos los escalones en busca de sus díscolos hijos. Al recordar ahora a la señorita Clarkson, Falk comprendió que era la clase de mujer que le atraería siempre: una mujer que podía deducir lo máximo de la mínima conversación, como si poseyera una destreza lingüística especial. Guardaba cierto parecido con un buen interrogador.
Falk cumplió dieciocho años un mes después de recibir su diploma de secundaria y se fue a dedo a Bangor, donde se instaló en un motel barato el tiempo suficiente para sacarse un nuevo permiso de conducir con una dirección local que pudiera presentar en la oficina de reclutamiento. Después de la instrucción elemental, llegó a Gitmo con la obligatoria cabeza afeitada y la cara bronceada. No había vuelto nunca a Maine ni había enviado jamás noticia de su paradero.
Falk debía muchísimo a la Infantería de Marina: su equilibrio, su paciencia, el suficiente dinero para ir a la universidad. Trabó amistad con algunos hombres buenos a los que todavía ahora confiaría su vida. Pero como había soportado las pruebas más duras a una edad más temprana de lo esencial, se resistió a las presiones de adoctrinamiento más fuertes. Ni siquiera tres años del Semper Fi de la Marina le convencieron de llevar un tatuaje o poner una pegatina en el parachoques del coche. Aún se retiraba cuando era necesario.
Y, debido a esa actitud independiente y a su progreso con Adnan, había adquirido fama de tener el tacto preciso para los detenidos desorientados en los niveles bajo y medio del Campo Delta. Esto suponía que casi nunca echaba un vistazo a las pocas docenas de detenidos considerados las posesiones más preciadas de Gitmo: lo «peor de lo peor».
En su lugar, se reunía con ancianos solitarios y canosos, o con individuos perturbados de veintitantos años (albañiles, taxistas, zapateros y campesinos) que se habían alistado como soldados de infantería de la yihad, sujetos de dudoso valor informativo, a quienes los escépticos aludían a veces como «campesinos».
En el curso de aquellas sesiones, Falk descubrió las virtudes apaciguadoras de los alimentos (los dulces, sobre todo), y los había empleado con Adnan últimamente. Todavía la semana anterior, una porción de baclava chorreante había propiciado una prolongada discusión sobre técnicas de explosivos, y una descripción bastante buena de su instructor en el uso de armas, que coincidía con la de otro detenido que recordaba el nombre. Era de suponer que otros empleaban el mismo método en algún otro lugar.
Un psicólogo militar del equipo Biscuit definió la técnica de cambiar alimentos por información como «carne para los leones». En el caso concreto de Adnan, se parecía más a dulces y leche tras un largo día de escuela, un convite para serenar el alma y ponerse a hacer los deberes. Falk le había llevado incluso una vez un Happy Meal del McDonald's de la base.
– Hoy mereces un descanso -le dijo, entregándole una caja de color rojo chillón.
La ironía publicitaria pasó volando sobre la cabeza de Adnan, pero el joven devoró agradecido la pequeña hamburguesa; la mostaza le caía por la comisura de los labios, agrietados por el sol, mientras masticaba. El único momento tenso llegó al final, cuando Falk tuvo que reclamar el juguete de plástico. Era un minúsculo Buzz Lightyear (hasta los Happy Meal estaban anticuados en Gitmo) y Adnan sólo cedió al ver al policía militar dar un paso al frente con la porra en la mano.
Siguió un breve enfurruñamiento y farfulló algunas palabrotas.
– Lo siento, Adnan. Es contrabando -entonó Falk en árabe de buen poli.
El juguete de plástico estaba ahora en el alféizar sobre el fregadero de Falk, su valeroso compañero en la búsqueda de la Verdad. También había quienes veían con escepticismo el progreso de Falk con Adnan.
– ¿Por qué molestarse? -había preguntado Tyndall hacía unas semanas en el almuerzo, con la boca llena de fritos del ejército-. Está como un cencerro. La única vez que estuve con él tuvimos que sedarle. Y luego parecía un chiflado hablando en sueños. Seguro que mascó demasiadas hojas de qat de muchacho. Y que ha luchado en tropecientas batallas.
– ¡Demonios, Mitch! Tiene diecinueve años.
– Exactamente. Demasiado mayor, pero no tanto como para saber de veras lo que ve, quién le entrenó o quién era decisivo en su red. No merece la pena el esfuerzo.
– Entonces que le dejen marcharse. Que le manden a casa si no tiene puto valor.
– Me parece perfecto. Pero no es decisión mía. Redacta un telegrama para el SOD y lo firmaré.
Se refería al secretario de Defensa, que tenía la última palabra en aquellos asuntos.
Falk fue tan estúpido que se tomó la idea en serio; pero, en el curso de sus pesquisas a favor de Adnan, el alto mando se enteró de su relación, lo que condenó a Adnan a seguir detenido.
– Trabaje con él -le dijo un funcionario visitante del Servicio de Información de la Defensa-. Conviértalo en un proyecto personal. Que no intervenga nadie más, y ya veremos cómo va.
Traducción: volverá a casa sólo cuando nos diga lo que sabe, y le corresponde a usted conseguirlo. Lo cual dejaba a Falk dueño del destino del joven, como si dijéramos. Así que aquella misma semana había decidido probar un nuevo curso de acción: despertaría a Adnan de madrugada (una técnica que al Pentágono le gustaba llamar «ajuste del sueño»), con la esperanza de conectar con un flujo de conciencia distinto del diurno.
Falk había llegado a la verja de entrada al Campo Delta a las 2:20. Un policía militar hosco y aburrido verificó su documento de identidad en la lista de visitas programadas y abrió la verja de la primera entrada. Estas operaciones nunca requerían intercambio de nombres. Los interrogadores firmaban el registro con números. Los policías militares, por su parte, se cubrían los nombres con cinta adhesiva para impedir que sus nombres pasaran a una red oscura de Oriente Próximo que pudiera localizar a su familia algún día en Ypsilanti, Toledo o Skokie. Antes de abrir la siguiente puerta, el policía volvió a cerrar la anterior, y repitió la operación en otras dos. Con tanto ruido metálico, parecía que Falk estuviese entrando en un patio trasero suburbano, y daba la impresión de que el lugar fuese una perrera. Y olía como si lo fuera; apestaba a excrementos, a sudor y a desinfectante. Las duchas estaban estrictamente racionadas y no había aire acondicionado que contrarrestara el calor cubano, y cada bloque de celdas hedía como un vestuario que necesitara una buena limpieza.
El lugar podía ser ingobernable de día. Los prisioneros no siempre aceptaban el castigo por las buenas, sobre todo cuando los trasladaban de sitio. Había refriegas, huelgas de hambre y griteríos. Cuando alguien se pasaba de la raya, los guardias recurrían a su versión de ataque aéreo: una fuerza de reacción inicial o IRF. Era una especie de fila de la conga de combate de cinco guardias con cascos, gruesas protecciones, guantes de cuero negro, sprays paralizantes y escudos antidisturbios. Cuando entraban en acción, golpeando rítmicamente las botas en el suelo, los prisioneros contestaban gritando todos a una: Allahu Akbar! (¡Dios es grande!).
Pese a lo mucho que se habla de que Delta es una especie de torre de Babel con sus diecinueve idiomas, las lenguas mayoritarias eran el árabe y el pashto, y quienes llevaban la batuta eran los árabes, que adoptaban un aire despectivo con los adustos pashtunes de las montañas afganas y paquistaníes. Una actitud extrañamente acorde con la de los interrogadores y psicólogos, que consideraban campesinos a casi todos los pashtunes.
Algunos prisioneros árabes se habían convertido en predicadores carcelarios y podían silenciar todos los bloques de celdas con sus sermones, invocando la cólera divina con encendidos versículos coránicos. Eso desquiciaba a los policías militares, aunque Falk encontraba las exhibiciones curiosamente entretenidas, tal vez porque le recordaban a las emisiones radiofónicas de los domingos por la mañana de su infancia, fúnebres advertencias de muerte y condenación entre las interferencias y zumbidos del dial de amplitud modulada.
Pero de madrugada, el Campo Delta estaba más silencioso, más tranquilo. Hasta el olor era diferente. A veces, llegaba el olorcillo salobre del mar. Falk imaginaba que tenía que resultar seductor a los prisioneros que se les recordara que el oleaje del mar rompía sólo a cien metros de la alambrada. Porque si Gitmo era claustrofóbico, el Campo Delta resultaba absolutamente asfixiante, una campana neumática. Pocas horas en el interior de la alambrada y notabas la cabeza a punto de estallar.
Las primeras semanas que pasó allí, Falk había visitado a menudo el Campo Delta de noche, sobre todo para ver a los prisioneros a su cargo mientras dormían. Familiarízate con sus ritmos nocturnos, se decía, y quizá descubras un punto de entrada oculto a su memoria. Así que pasaba junto a las celdas, mirando por la tela metálica, atento a la respiración, las toses y los ronquidos, intentando en vano descifrar los códigos de silencios en las horas previas a la oración del amanecer.
En los bloques de máxima seguridad que le gustaba recorrer, cada prisionero se acurrucaba en una pequeña litera, con un brazo sobre la cara para protegerse de la luz, que no se apagaba nunca. Algunos permanecían siempre despiertos, observando desde la almohada con un ojo abierto. Falk no demostraba que lo advertía, aunque carraspeaba en cuanto pasaba. Lo hacía para que se dieran cuenta de que no estaban soñando y para inculcarles la idea de que (sólo quizás) estaba siempre allí fuera, acechando tras la puerta.
Alguna que otra vez había encontrado a uno retorciéndose de íntima pasión, masturbándose o soñando con un amor. Falk pensaba en lo que debía ser salir de aquello, viajar tan lejos de esta orilla rocosa de Cuba, sólo para volver a despertar en el punto de partida, atontado por el calor, mientras un reservista de Ohio de diecinueve años gritaba en inglés que era hora de levantarse. Primero para rezar, luego para desayunar, y después para el interrogatorio, que era donde Falk volvía a entrar en sus vidas: el acechador de las celdas, duchado y afeitado ahora, a plena luz del día.
Falk se inscribió para ver a Adnan y luego repasó las notas que había tomado mientras esperaba en una de las ocho cabinas de interrogación idénticas. Su lugar de trabajo no era gran cosa: poco más de 3,5 m2, suelo de linóleo blanco, paneles gris claro y luz fluorescente. Sin ventanas, sólo un espejo-ventana en una de las paredes, que daba a la sala de observación, casi siempre vacía. No había adornos, aunque el ejército había colocado hacía poco carteles de una madre árabe afligida con una leyenda que decía cuánto deseaba que su hijo volviera a casa. Los habían colocado en la pared frente al detenido, y el mensaje implícito era: «El deseo de la madre se cumplirá si hablas». Falk ya se había ganado una reprimenda por quitar uno antes de su última sesión con Adnan. Volvió a hacer lo mismo ahora, lo enrolló bien y lo dejó al lado de la puerta.
El sujeto se sentaba siempre en una silla plegable de acero detrás de una mesa plegable, con tablero de formica, como las de las comidas parroquiales y los reclutamientos juveniles de fútbol. El interrogador disponía de una cómoda silla de oficina, giratoria y con ruedas, que le convertía en el jefe. Si no fuese por la argolla del suelo para enganchar los grilletes del prisionero, la estancia parecería un lugar para rellenar solicitudes de préstamos o formularios de seguros.
Su insipidez no había impedido a Falk inventarse una imagen más elegante del lugar la primera vez que lo vio. Como casi todos los interrogadores que llegaban a Guantánamo, él había desembarcado convencido de que su trabajo sería decisivo. Había jurado que conseguiría que aquella cabina se convirtiera en «la sala en la que desaparecieron los secretos», con él, por supuesto, como ejecutor modélico, que sacaría tesoros de información vital de las cabezas, armado únicamente con paciencia y astucia, sinceridad e ingenio.
Uno de sus instructores del FBI había comparado la labor de los interrogadores con la talla de gemas. No se trataba de «quebrar» a un sujeto; eso era simple brutalidad, un acto de fuerza que convertía en dudoso cuanto confesara. Consistía, por el contrario, en preparación: estudiar los ángulos, buscar el resquicio en el que un golpecito firme y preciso convertiría la gema en bruto en objeto de belleza, que revelaría sus secretos. Establecías comunicación, edificabas confianza y dejabas caer las preguntas como migas en el camino a la revelación.
La confianza de Falk es esos métodos se basaba más en pragmatismo que en altruismo. Sus técnicas no sólo eran más puras, sino también mejores. Pero cuando él llegó a Gitmo, casi todos los prisioneros llevaban ya meses allí; y algunos, más de un año. Las gemas más preciosas ya habían sido apartadas para otros, y las pocas de valor restantes habían sido sometidas a las mismas preguntas tantas veces y desde tantos ángulos distintos (incluidos algunos de lo más estrambótico), que los hombres se habían recluido en el mutismo y se mostraban reacios o, todavía peor, decían lo que creían que los interrogadores querían oír.
Adnan llegó soñoliento y con el pelo alborotado, lo cual le daba un aspecto más juvenil.
– ¿Quiere que me quede o que espere fuera, señor? -preguntó el policía militar en un tono clarísimo de que le traía sin cuidado.
Los agentes de la policía militar no eran siempre hoscos, ni siquiera a aquellas horas, pero reservaban un desdén especial para los interrogadores que hablaban árabe, como si fuese una forma de traición. Si hablabas el idioma de los terroristas, tal vez bebieras de otra forma de sus copas de veneno.
– Fuera. Y, por favor, soldado, quítele las esposas.
– Allá usted -contestó él, obedeciendo de mala gana. Falk se preguntó si hablaría igual a los interrogadores militares. No lo creía.
– ¿Por qué me ha levantado tan temprano? -preguntó Adnan, más confuso que irritado.
– Pensé que podría venirnos bien a los dos. Estamos un poco estancados últimamente, ¿no crees?
Adnan se encogió de hombros y bostezó. Falk lamentó no haber llevado algo de comida. Un vaso de leche antes de dormirse. Tal vez fuese una idea absurda.
Pero ya había notado al menos una señal prometedora. Había advertido en sus muchas conversaciones que Adnan manifestaba algunos tics y tendencias muy simples, hábitos que a veces le convertían en un libro abierto.
Cuando el joven miraba arriba y a la derecha, casi siempre estaba mintiendo, como si fuese allí donde buscaba inspiración, mientras cavilaba tratando de inventar una historia. Si miraba arriba y a la izquierda significaba que se había estancado y que esperaba que Falk cambiase de tema. Si bajaba la vista hacia la mesa, solía estar absorto, pensando en algún otro aspecto de su vida. En esos momentos, podías fiarte de todo lo que dijera. Eran sus mejores momentos. En tales intervalos Falk casi podía pretender que ninguno de ellos oía los grilletes que se deslizaban en el suelo al moverse en la silla. Simplemente estaban pasando el rato en un bar, tal vez, o al menos ése era el escenario que prefería imaginar Falk. Se preguntó cuál imaginaría Adnan. Tal vez un puesto del mercado junto al zoco, tomando un yogur fresco un día cálido, rodeado de la arquitectura de Sana, a la sombra de sus muros de adobe. Con un café árabe cargado a mano, con sus posos oscuros y su pizca de cardamomo. Se sentarían ante un tablero de backgammon, o un periódico doblado del día anterior, mientras los loteros y los vendedores de té pregonaban sus precios al pasar.
Momentos tranquilos como aquéllos habían desembocado en las pocas confesiones sinceras de Adnan. Y cuando pasaban, el prisionero solía alzar la vista de su ensueño y clavarla directamente en los ojos de Falk.
Fuese cual fuese la razón, no obstante, Adnan se había aferrado a la información que más necesitaba Falk: el nombre de su patrocinador de la célula de Al Qaeda en Sana. No el nombre del propagandista o el imán que le había dado la idea de la yihad en Afganistán, sino el de su protector y financiador. Porque en algún punto más alto de la cadena de mando de Falk, tal vez en Langley, en Foggy Bottom o en el Pentágono, los sumos sacerdotes habían llegado a la conclusión de que el pagador de Adnan era alguien importante, una figura sin rostro de su manoseada baraja. Así que necesitaban el nombre, por supuesto; y cuanto antes, mejor. Lo cual significaba que, a pesar de las burlas de los colegas de Falk, Adnan seguía siendo un cliente habitual, aunque últimamente parecía que sólo hablaban del hogar, de la infancia, o del modo especial en que guisaba su madre el cordero en las festividades.
Aquella mañana, Falk comprobó satisfecho que Adnan ya estaba a la deriva, que no miraba a la derecha ni a la izquierda sino totalmente relajado. Sólo tendría que inducirle a dar el paso siguiente y mirarle a los ojos. Procuró conversar de naderías un rato, preparando el terreno poco a poco para la pregunta que los interrumpía siempre. Eran casi las 3:10 cuando Falk hizo su jugada.
– ¿Quién era tu padrino entonces, Adnan? -le preguntó de pasada en una pausa-. ¿Quién era el ricachón que tenía los billetes de avión y llevaba la voz cantante? ¿El hombre del plan?
Adnan, desprevenido, alzó un momento la vista de la mesa, con gesto de sentirse vagamente traicionado. Luego se encogió de hombros y volvió a bajar la vista. Al menos era mejor que su reacción habitual, consistente en alzar la vista hacia la derecha y decir: «No me acuerdo».
En las ocasiones anteriores, Falk había intentado engatusarle con regalos, que, en realidad, le inducían a seguir balbuceando sobre el hogar. Era posible que Falk se hubiese vuelto un incauto. Ni siquiera en un caso delicado como Adnan hacía daño poner un poco de firmeza en el tono de la voz alguna que otra vez.
– Quizá tengamos que preguntar a tus hermanas entonces. ¿Qué te parece, Adnan? ¿Enviamos a alguien a Sana? Seguro que ellas lo saben, ¿no crees?
Adnan clavó la vista en Falk, indignado. No es que Falk fuera a hacerlo así: los matones de la seguridad del gobierno local echarían abajo la puerta y agarrarían a las primeras mujeres jóvenes que encontraran. Pero Adnan no lo sabía y se quedó mirando fijamente el espejo-ventana como si la causa del nuevo enfoque pudiese ser algún otro.
– No hay nadie ahí esta noche, Adnan. Sólo estamos tú, yo y las chinches. Pero ya ha pasado el tiempo de los tentempiés y las risas. Tú me conoces y yo te conozco a ti y sabes lo que necesito para ayudarte a salir de aquí a salvo. Así que sé sincero conmigo. Porque, ¿sabes una cosa? Yo no estaré aquí siempre, y, en cuanto tengas un nuevo superior, empezarán a pensar seriamente en hacer algunas preguntas a tu familia. Y sabes igual que yo que el Ministerio del Interior yemení no repartirá pastelitos. Así que, ¿qué me dices, Adnan? ¿Quién era el hombre?
Adnan le sostuvo la mirada enfadado, aunque parecía también al borde de otra emoción. Era una expresión nueva que Falk no le había visto nunca. El joven bajó la vista unos segundos, como si estuviera ordenando los pensamientos, y, cuando volvió a alzarla, estaba más tranquilo.
– Muy bien, entonces. Se lo diré. -Hizo una pausa, mirando directamente a Falk, que no se atrevía a buscar la pluma y el cuaderno de notas-. Hussein. Se llama Hussein.
– ¿Hussein?
– Sí.
– ¿Y qué más? ¿Hussein qué? Dime su nombre completo, Adnan.
– Eso es todo lo que necesita.
– Lo reduce a unos cuantos miles de Husseines.
¡Jesús! Casi lo había conseguido.
– Hus-sein no. Hus-SAY.
¿Hussay? ¿Qué nombre era aquél? ¿Una variante yemení? Falk no lo había oído nunca, aunque ya había comprobado varias veces que sabía poquísimo de los diversos matices culturales del país. Claro que podía ser un nombre tan raro que ayudara de verdad, así que sería mejor asegurarse de que lo tenía realmente en el bolsillo.
– ¿Hu-say? ¿O Hu-sie? Repítelo más despacio.
– ¡Hussay! -gritó Adnan, dando una palmada en la mesa. Luego frunció el entrecejo y negó con la cabeza, enfadado y preocupado. Los grilletes resonaron-. Te he hecho un gran regalo y eres tan estúpido que no lo ves -dijo, alzando la voz un poco más con cada palabra-. ¡Un gran regalo! ¡Porque mis secretos son iguales que los tuyos!
– ¿Iguales que los míos? -No tenía sentido, pero resultaba extrañamente desconcertante.
– ¿No lo comprendes? ¿Tan estúpido eres?
Falk no había visto nunca nada parecido. Adnan farfullaba de cólera realmente, con una animación que él había esperado, pero nunca había sospechado.
Y fue precisamente entonces cuando Mitch Tyndall entró tranquilamente, recién duchado y afeitado y oliendo a humedad nocturna, tan vigoroso como el presentador de un concurso cuando sonrió y señaló su reloj, dando golpecitos a la esfera de un Rolex enorme.
– Disculpa la interrupción, amigo, pero me dejé aquí un cuaderno de notas antes. Y espero a un pez gordo que llega de incomunicación dentro de unos cinco minutos. Así que si no te importa…
Era evidente que no había estado observando en la puerta contigua, y mucho menos escuchando su conversación con un intérprete. Sencillamente había irrumpido allí igual que todos los que pensaban que cualquier conversación con Adnan era prescindible.
Falk se habría puesto en pie de un salto vociferando si no hubiese deseado tan desesperadamente salvar el momento. Se agarró con ambas manos fuertemente al asiento. Pero una ojeada a Adnan le indicó que la causa estaba perdida. El joven le miraba fijamente, pasmado, con abatida expresión de que le había traicionado. ¿No acababa de decirle Falk que sólo estaban allí ellos dos? ¿Que nadie más lo sabría? Así que Adnan le había ofrecido su «gran regalo», por muy críptico que fuese, sólo para que lo acogiese aquel patán risueño con traje.
– ¡Maldita sea, Mitch! -exclamó bruscamente Falk-. Sólo cinco minutos, ¿de acuerdo? ¡Cinco malditos minutos y te dejo en paz!
Tyndall retrocedió, y su sonrisa se apagó un poco, sin desaparecer. Se suponía que nadie podía quedar mal nunca delante de los detenidos. Aquel tipo de rapapolvo estaba estrictamente prohibido.
– Tranquilo, tío -miró de nuevo su reloj-. Está ahí mismo detrás. Lo cojo y me voy. Me largo.
Falk no contestó, ni siquiera asintió. Y cuando se cerró la puerta, miró implorante otra vez a Adnan, intentando transmitirle lo indignado que se sentía y disculparse al mismo tiempo.
– No lo sabía -dijo-. De verdad que no lo sabía. Y estoy seguro de que no ha oído ni una palabra, o jamás nos habría interrumpido. Es un estúpido con prisa, simplemente. Un payaso ambulante.
Adnan no le veía la gracia, desde luego. Y la precipitada jerga de Falk tal vez no se hubiese traducido al árabe con tanta soltura como le hubiese gustado. ¿Qué significaría, en realidad, la noción de «payaso ambulante» para un yemení?
Adnan no diría una palabra más, y cuando volvió el guardia para escoltarle, se puso los brazos alrededor del tronco en una imitación involuntaria de una camisa de fuerza, eludiendo a Falk y mirando furioso la puerta abierta.
Estupendo, pensó Falk. Realmente grandioso. Nada como perder semanas de trabajo. Estaba seguro de que eso era lo que había ocurrido exactamente. El «gran regalo» de Adnan estaba arruinado en la mesa, seguía siendo un misterio oculto en el nombre de «Hussay».
Falk se marchó antes de que regresara Tyndall. Quería evitar un enfrentamiento, así que prefería no volver a verle la cara. Salió furioso, haciendo crujir la grava con sus pisadas y echando chispas mientras esperaba a que el guardia le abriera las sucesivas puertas. Y ahora, de vuelta a casa, cuando acababa de colgar el teléfono, tras la oferta de paz de Tyndall, cogió otra cerveza y volvió a grandes zancadas al césped, todavía intentando aplacar la cólera que sentía.
Pero ¿qué era lo que llegaba ahora en la oscuridad? Los faros que se acercaban venían de la dirección del campo. Era un Humvee, a juzgar por el amplio espacio de las luces, que pasaban la cancha de golf, y hacían luego una pausa antes de tomar su calle, Iguana Terrace. Avanzaba lenta y deliberadamente. Una visita de trabajo, seguro.
El destello de los faros le cegó cuando el vehículo dio un viraje brusco y tomó el camino de entrada. Falk consideró su aspecto: pantalones caqui, polo negro y el pelo empapado de sudor. Un soldado bajó del asiento del conductor y se dirigió a la puerta principal. Era extraño, pero no había visto a Falk en el césped y estaba llamando enérgicamente, sacudiendo la mosquitera con sus grandes nudillos.
– ¡Eh, soldado!
El individuo jadeó sorprendido y se volvió rápidamente. Falk se preguntó si se habría llevado la mano al costado buscando el arma, pero no podía determinarlo en la oscuridad.
– ¿Señor Falk? ¿Señor?
– Soy yo. Descanse, soldado. Y no tiene que llamarme señor.
– ¡Sí, señor! -Acento monótono. Otro del Medio Oeste.
Falk se acercó despreocupadamente, sintiendo el cosquilleo de la hierba en los pies. Abrió la puerta chirriante e indicó al hombre que le siguiera al interior, donde la atmósfera estaba tan cargada que resultaba asfixiante. Falk puso el ventilador del techo y fue como revolver una olla de sopa caliente. Se volvió hacia la puerta, pero el soldado seguía en el porche.
– Pase, por favor.
– Verá, señor, he venido a buscarle.
– ¿Problemas en el recinto?
El soldado vaciló.
– ¿Y bien? -preguntó Falk. Se le ocurrió de pronto algo aterrador-. No se trata de Adnan, ¿verdad?
– ¿El Adnan paquistaní o el saudí?
– El Adnan yemení. ¿No habrá intentado…?
– No, señor. Esta vez no.
Siempre eludían el tema del suicidio. Había habido cinco tentativas frustradas en el recinto de la alambrada las dos últimas semanas, y más de treinta desde la llegada de los prisioneros. Y ésas sólo eran las cifras oficiales, un total que había bajado espectacularmente en cuanto el Pentágono empezó a clasificar muchos como casos de SIB o «comportamiento manipulador autolesivo». Por entonces, más de la quinta parte de los detenidos tomaban Prozac u otros antidepresivos.
Adnan no había intentado suicidarse nunca y se había negado a tomar pastillas. Pero a Falk no le habría sorprendido nada después de lo ocurrido en la última hora.
– Así que todo va bien, entonces. ¿No hay que sedar ni lavar a nadie con manguera?
– No, señor. El problema es de nuestra parte.
Falk se alegró de no haber dado todavía la luz, porque por un breve instante casi se tambalea con un estremecimiento del pasado que le recorrió de pies a cabeza. Le recordó cómo se agita y tiembla la superficie del agua cuando un pez raya mueve súbitamente las aletas para surcar los bajíos. ¿Saldría un segundo policía ahora del Humvee para arrestarle?
– ¿De nuestra parte?
– Un tal sargento Earl Ludwig ha desaparecido. No lo ha visto nadie desde la hora de la cena.
Falk suspiró, de alivio y de fatiga al mismo tiempo.
– Continúe.
– Los hombres de su unidad creyeron que habría cambiado de turno. Pero comprobaron que no era así y empezaron a preocuparse. Hace más o menos una hora alguien encontró sus cosas en la Playa Molino.
– ¿Sus cosas?
– La cartera y la gorra.
– ¿El uniforme no?
– No, señor. Ni las botas.
– ¿Se lo han dicho a la policía militar?
– Sí, señor, pero creen…
– Que puedo ayudar. Por ser del FBI.
– Sí, señor. Teniendo en cuenta toda la… bueno, la sensibilidad aquí abajo, señor.
Una forma delicada de decir paranoia. El tipo llegaría lejos.
– Claro. Comprendo -empezó a calmársele el pulso-. ¿Adónde vamos, entonces?
– A la playa, señor. Han dejado sus cosas donde las encontraron. Como si fuera el escenario de un crimen, sólo por si acaso.
– Bien pensado.
Sobre todo para el ejército. O al menos eso creía el marine que Falk llevaba dentro. Pero era la idea del sargento Ludwig lo que le intrigaba. Perderse en Guantánamo era una verdadera hazaña, al parecer sin precedentes. Falk no sabía si aplaudir o inquietarse. Sabía que si el sargento no aparecía enseguida se armaría un revuelo considerable, digna de verse, aunque sólo fuese por su valor novedoso.
La vida en La Roca estaba a punto de ponerse interesante.