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9

Los italianos estaban de ánimo festivo. Llegaron pronto al primer entrenamiento y armando bastante jaleo. Discutieron por quién se quedaba qué taquilla, se quejaron de la decoración de las paredes, le gritaron al utilero por múltiples agravios y prometieron vengarse del Bérgamo de todas las maneras posibles. No dejaban de insultarse y ridiculizarse entre ellos mientras se cambiaban con toda la tranquilidad del mundo y se ponían los pantalones cortos y las camisetas de entrenamiento. Ya no cabía nadie más en los vestuarios y todo el mundo hablaba a voz en grito. Aquello, más que un vestuario, parecía una fraternidad universitaria.

Rick intentó asimilarlo todo. Entre los cerca de cuarenta jugadores había desde críos que parecían adolescentes hasta varios guerreros maduritos que ya rondaban la cuarentena. Algunos eran bastante corpulentos aunque, en realidad, la mayoría parecía estar en plena forma. Sly dijo que hacían pesas durante el descanso de vacaciones y que se picaban entre ellos en el gimnasio. Los contrastes eran sorprendentes y Rick, por mucho que lo intentó, no pudo evitar hacer algunas comparaciones para sus adentros. Primero, con la excepción de Sly y de Trey, las demás caras eran blancas. Todos los equipos de la NFL que había «visitado» a lo largo de su carrera habían estado compuestos por un 70 por ciento de jugadores negros.

Incluso en Iowa o, ¡qué demonios!, en Canadá, los equipos eran mitad y mitad. Y aunque había algunos tipos grandullones en la habitación, desde luego ninguno pasaba de los ciento treinta kilos. Los Browns tenían ocho jugadores de ciento cuarenta o más y solo dos por debajo de los noventa. Algunos Panthers con suerte alcanzaban los ochenta kilos.

Trey dijo que estaban emocionados con su nuevo quarterback, pero que les daba algo de reparo acercarse a él. Para relajar el ambiente, el juez Franco tomó posición a la derecha de Rick y Niño se hizo cargo de la izquierda. Ambos se encargaron de realizar largas, incluso intrincadas presentaciones a medida que los jugadores saludaban a Rick por turno. Cada pequeña introducción necesitaba de un mínimo de dos insultos, y Franco y Niño a menudo se aliaban en contra de sus compañeros italianos. Rick fue abrazado, estrujado y adulado sin parar de tal forma que casi empezó a sentirse violento. Le sorprendió la cantidad de palabras que utilizaban en inglés. Todos los Panthers estudiaban su idioma, cada uno a su ritmo.

Sly y Trey andaban por allí cerca, riéndose de él y reencontrándose con sus viejos compañeros de equipo. Ambos habían prometido que aquel sería su último año en Italia. Pocos estadounidenses regresaban una tercera temporada.

El entrenador Russo los llamó al orden y les dio la bienvenida a todos. Utilizaba un italiano pausado y reflexivo. Los jugadores estaban repantigados en el suelo, en los banquillos, en las sillas, incluso sobre las taquillas. Aunque lo intentó, Rick no consiguió evitar retrotraerse a sus tiempos en el instituto de Davenport South y recordar sus vestuarios. Al menos eran cuatro veces más grandes que aquel.

– ¿Lo entiendes? -le preguntó a Sly en voz baja.

– Claro -contestó este, sonriendo.

– ¿Y qué dice?

– Dice que el equipo no ha podido encontrar a un quarterback decente durante el descanso entre temporadas, así que volvemos a estar jodidos.

– ¡Silencio! -gritó Sam a los estadounidenses, para regocijo de los italianos.

Si tú supieras, pensó Rick. Una vez había visto cómo un entrenador semifamoso de la NFL había despachado a un novato por hablar en una reunión de equipo durante el campamento de la pretemporada. Lo hizo sin pensárselo dos veces, y el joven casi se había echado a llorar. Algunas de las broncas, rapapolvos y abusos verbales más memorables que Rick había visto en el fútbol americano no habían ocurrido en el fragor de la batalla, sino en el interior de los supuestamente seguros vestuarios.

– Mi displace -dijo Sly en voz alta, provocando aún más risas sofocadas.

Sam continuó.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Rick, en un susurro.

– Que lo siento -musitó Sly entre dientes-. Y ahora calla.

Rick le había mencionado anteriormente a Sam que necesitaba intercambiar unas palabras con el equipo. Cuando Sam terminó de darles la bienvenida, presentó a Rick e hizo de traductor. Rick se levantó y saludó a sus compañeros con una leve inclinación de cabeza.

– Estoy muy contento de estar aquí -dijo- y ya tengo ganas de que empiece la temporada. -Sam levantó una mano. ¡Alto!, traducción. Los italianos sonrieron-. Me gustaría aclarar una cosa. -¡Alto!, más italiano-. He jugado en la NFL, aunque no mucho tiempo y nunca he disputado una Super Bowl. -Sam frunció el ceño y tradujo. Más tarde ya le explicaría que los italianos no eran demasiado amantes de la modestia y el recato-. De hecho, nunca he jugado de titular siendo profesional. -Ante el nuevo ceño de Sam, este más acentuado que el anterior, y un italiano más pausado, Rick se preguntó si el entrenador no estaría interpretando demasiado libremente sus palabras. Los italianos no sonreían. Rick miró a Niño y continuó-. Solo quería aclararlo. Mi objetivo es ganar mi primera Super Bowl aquí, en Italia.

Sam tradujo con entusiasmo y, cuando terminó, el vestuario estalló en aplausos. Rick se sentó y recibió un abrazo de oso de Franco, quien se las había arreglado para robar a Niño el papel de guardaespaldas.

Sam describió el plan de entrenamiento a grandes trazos y se acabaron los discursos. Abandonaron los vestuarios en desbandada con un rugido entusiasta y salieron al campo, donde se repartieron de manera relativamente organizada y empezaron a hacer estiramientos. En ese momento se unió a ellos un caballero de cuello grueso, cabeza afeitada y bíceps prominentes. Era Alex Olivetto, antiguo4ugador,ahora segundo entrenador e italiano hasta la médula. El hombre se paseó entre las hileras de jugadores, ladrándoles órdenes como un quarterback furibundo, y nadie replicó.

– Está como una chota -dijo Sly, cuando Alex estuvo lejos.

Rick estaba al final de una de las filas, delante de Sly y detrás de Trey, imitando los estiramientos y los ejercicios de sus compañeros de equipo. Alex empezó con lo más básico -saltos sincronizados de brazos y piernas, flexiones, abdominales, carreras cortas- hasta llegar a una sesión agotadora de correr en el sitio tirándose al suelo de vez en cuando y volviéndose a levantar. Al cabo de quince minutos, Rick respiraba agitadamente e intentaba olvidar la cena de la noche anterior. Miró a su izquierda y se fijó en que Niño estaba sudando a mares.

Al cabo de treinta minutos, Rick estuvo muy tentado de llevarse a Sam a un aparte y explicarle cuatro cosas. Vamos a ver, él era el quarterback y los quarterbacks, los profesionales, no están obligados a seguir la misma tontería de entrenamiento militar que los jugadores normales y corrientes. Sin embargo, Sam estaba lejos, en la otra punta del campo. En ese momento Rick se dio cuenta de que estaban observándolo. A medida que se alargaba el calentamiento, iba pescando las miradas de sus compañeros, quienes solo pretendían comprobar si un verdadero quarterback profesional podía aguantar como los demás. ¿Era un miembro del equipo o una diva de paso? Rick apretó un poco más para impresionarlos. Por lo general, los esprints de resistencia se dejaban para el final de la tabla, pero no con Alex. Al cabo de cuarenta y cinco minutos de ejercicios extenuantes, los miembros del equipo se reunieron en la línea de gol y, en grupos de seis, corrieron cuarenta yardas, donde Alex los esperaba con un silbato que no dejaba de sonar y un insulto desagradable para el más rezagado de todos. Rick acompañaba a los corredores. Sly se desmarcaba de los demás con la misma facilidad con que Franco llegaba el último, con un bramido. Rick iba en el medio y, durante las carreras, recordó los días dorados en Davenport South, cuando corría como si lo persiguiera el diablo y anotaba casi tantos touchdowns con los pies como con el brazo. La velocidad de las carreras disminuyó considerablemente en la universidad; en fin, no era un quarterback corredor, y a los profesionales casi se les prohibía correr, que era el mejor modo de romperse una pierna.

Los italianos charlaban entre ellos, animándose mientras seguían los esprints. Al cabo de cinco rondas ya les costaba respirar y eso que Alex no había hecho más que empezar.

– ¿Te cuesta vomitar? -le preguntó Sly, entre jadeos.

– ¿Por qué?

– Porque nos hace seguir corriendo hasta que alguien devuelve.

– Por mí no te cortes.

– Ojalá pudiera.

Al cabo de diez carreras de cuarenta yardas, Rick estaba preguntándose qué esperaba exactamente de Parma. Sentía los tendones de la corva a punto de romperse, le dolían las pantorrillas, no se tenía en pie, no podía respirar y estaba empapado de sudor a pesar del frío que hacía. Tendría una charla con Sam y aclararía unas cuantas cosas. Aquello no era fútbol de instituto. ¡Él era un profesional!

Niño salió disparado hacia la banda, se arrancó el casco y vomitó. El equipo le coreó gritos de ánimo y Alex dio tres breves soplidos a su silbato. Tras una pausa para refrescarse, Sam se adelantó con las instrucciones. El se llevaría a los corredores y a los receptores, Niño se haría cargo de los líneas ofensivos, Alex se iría con los apoyadores y los líneas defensivos y Trey se encargaría de la secundaria. Se repartieron por el campo.

– Este es Fabrizio -dijo Sam, presentándole el flacucho receptor a Rick-. Nuestro ala abierta, grandes manos.

Se saludaron con un gesto. Engreído, nervioso y convencido de ser la gran esperanza blanca del fútbol americano italiano. Sam había puesto a Rick al corriente acerca de Fabrizio y le había sugerido que fuera benévolo con el chico los primeros días. No pocos receptores de la NFL habían tenido problemas con las balas de Rick, al menos en los entrenamientos. En los partidos, las balas, aunque bonitas, demasiado a menudo volaban altas y desviadas. Algunas habían llegado a atraparlas los espectadores de la quinta fila.

El quarterback suplente era un italiano de veinte años llamado Alberto algo más. Según Sam, Alberto prefería correr con el balón porque tenía un brazo bastante flojo. Rick pudo comprobarlo al cabo de un par de pases. Proyectaba los balones como un lanzador de peso y la pelota revoloteaba por el aire como un pajarillo herido.

– ¿También era el suplente el año pasado? -preguntó Rick, cuando Sam estuvo cerca.

– Sí, pero no jugó mucho.

Fabrizio era un atleta nato, rápido, grácil y de manos que parecían atrapar el óvalo con suavidad. Se esforzaba mucho en aparentar despreocupación, como si Rick solo le lanzase pases sencillos. Realizó varias recepciones dignas de un profesional, que atrapó con exagerada y chulesca indiferencia, y a continuación cometió un pecado que en la NFL le habría costado muy caro. En un apático pase rápido, atrapó el balón con una sola mano únicamente para lucirse. El pase no había salido desviado y no habría sido necesario recibirlo con un solo brazo. Rick estuvo a punto de estallar, pero Sam se apresuró a intervenir.

– Déjalo -dijo-. No da para más.

Rick todavía tenía el brazo ligeramente entumecido y aunque no tenía prisa por impresionar a nadie, le entraron ganas de disparar una bala al pecho de Fabrizio y ver cómo este se desplomaba como un saco. Tranquilo, se dijo, solo es un crío divirtiéndose.

Sam le gritó a Fabrizio por no cuidar las rutas y el joven se enfurruñó como un niño. Siguieron practicando rutas, hicieron lanzamientos más largos y a continuación Sam hizo reunir al equipo atacante para repasar lo elemental. Niño se agachó sobre el balón y Rick propuso que practicaran unos cuantos saques lentos, para prevenir las típicas lesiones de los tendones de los dedos. Niño admitió que era una muy buena idea, pero cuando las manos de Rick le tocaron el trasero, el centro se estremeció. No dio un salto, ni hizo nada que pudiera conducir a un arbitro a amonestarlo por procedimiento ilegal o fuera de juego, pero sí hubo una perceptible tensión de los glúteos, como si fuera un escolar preparándose para recibir unos azotes con la gruesa pala de paddle. Rick se dijo que tal vez solo se trataba de los nervios de tener a un nuevo quarterback. Para el siguiente saque, Niño se cernió sobre el balón, Rick se inclinó ligeramente hacia delante, colocó las manos bajo el trasero del centro, tal como lo había hecho desde el instituto, y al contacto los glúteos de Niño volvieron a tensarse instintivamente.

Los saques eran lentos y blandos, y Rick supo de inmediato que harían falta horas para mejorar la técnica de Niño. Tardaba una eternidad en pasarle el balón mientras los corredores de habilidad se abrían paso entre los huecos y los receptores corrían a sus objetivos.

En el tercer saque, los dedos de Rick apenas rozaron las posaderas de Niño y quedó claro que un toque suave era mucho peor que un rotundo manotazo. Las nalgas de Niño se arquearon visiblemente ante el delicado roce. Rick le echó una rápida mirada a Sam.

– ¿Quieres decirle que relaje el culo? -dijo.

Sam se volvió para no echarse a reír.

– ¿Algún problema? -preguntó Niño.

– No pasa nada -contestó Rick.

Sam hizo sonar el silbato y comunicó una jugada en inglés, para luego repetirla en italiano. Era un sencillo offtackle a la derecha, Sly debía recibir la entrega de balón y Franco era el primero que tenía que abrirse camino a través del hueco como una excavadora.

– ¿La consigna? -preguntó Rick, mientras los líneas se colocaban en su sitio.

– Down, set, hut -contestó Sam-. En inglés.

Niño, quien evidentemente ostentaba la posición tácita de entrenador del equipo atacante, inspeccionó los guardias y los tackles antes de agacharse sobre el balón y preparar los glúteos. Los mismos que Rick tocó al gritar «Down!». Al sentir que se estremecían, se apresuró a añadir «Set» y, a continuación, «Hut».

Franco gruñó como un oso al embestir desde la posición que había adoptado -los pies bien plantados, la mano derecha apoyada en el suelo y la otra recogida entre el pecho y la rodilla- y dio un bandazo a la derecha. La línea avanzó, los cuerpos se lanzaron hacia delante y todo el mundo gruñía como si los odiados Lions de Bérgamo estuvieran allí mientras Rick seguía esperando a que su centro le pasara el balón. Estaba medio paso atrás cuando por fin lo atrapó, se volvió y se lo lanzó a Sly, quien ya había alcanzado a Franco.

Sam sopló el silbato, gritó algo en italiano y luego añadió: -Otra vez.

Y otra más. Y otra.

Tras diez saques, Alberto entró para encargarse de la ofensiva y Rick fue a refrescarse. Se sentó sobre el casco y pronto se descubrió soñando despierto con otros equipos y otros campos. Decidió que el incordio de los entrenamientos era el mismo en todas partes. De Iowa a Canadá, Parma o a cualquiera de las paradas que había habido entre medio, lo peor del juego, cualquiera que fuera el idioma, era el tedio soporífero de la preparación física y la repetición de jugada tras jugada.

Se había hecho tarde cuando Alex volvió a asumir el mando. Con su breve y estridente pitido se reanudaron los esprints de las cuarenta yardas. Se habían acabado las bromas y los insultos. Nadie reía o gritaba mientras corría por el campo, más lentos que antes cada vez que sonaba el silbato, aunque no demasiado, para no enfadar a Alex. Después de cada esprint, regresaban al trote a la línea de gol, descansaban unos segundos y volvían de nuevo a la carga.

Rick se prometió hablar seriamente con el entrenador al día siguiente. Los quarterbacks de verdad no corrían esprints de resistencia, no dejaba de repetirse al tiempo que intentaba que le viniera alguna arcada.

Los Panthers tenían un maravilloso ritual postentrenamiento: una cena tardía consistente en pizza y cerveza en el Pólipo, un pequeño restaurante en via La Spezia, en las afueras de la ciudad. A las once y media de la noche, la mayor parte del equipo había llegado, frescos después de la ducha y con ganas de estrenar oficialmente la nueva temporada. Gianni, el dueño, los acomodó en uno de los rincones del fondo para que no le espantaran a la clientela con el jaleo. Se sentaron alrededor de dos largas mesas y todo el mundo se puso a hablar a la vez. Pocos minutos después de que hubieran tomado asiento, aparecieron dos camareros con jarras de cerveza y vasos, a los que rápidamente les siguieron otros tantos con las pizzas más grandes que Rick había visto en su vida. Estaba en uno de los extremos, con Sam a un lado y Sly en el otro. Niño se levantó para hacer un brindis, primero en un rápido italiano, tras lo que todo el mundo miró a Rick, y luego en un inglés algo más lento. Bienvenido a nuestra pequeña ciudad, señor Riick, esperamos que aquí se encuentre como en casa y que nos dé una Super Bowl. El brindis fue seguido por una extraña ronda de gritos y todos apuraron sus vasos.

Sam le explicó que el señor Bruncardo corría con la cuenta de aquellas cenas tan bulliciosas y que invitaba al equipo al menos una vez a la semana después del entrenamiento. Pizza y pasta, unos de los mejores espaguetis de la ciudad, sin la ceremonia y las molestias que Niño le había dispensado de tan buen grado en el Montana. Una cena barata, pero deliciosa. El juez Franco se levantó con su vaso y se enfrascó en un enrevesado discurso.

– Más de lo mismo -musitó Sam-. Un brindis por una gran temporada, la amistad, para que no haya lesiones, etcétera. Y, por supuesto, por el fantástico y nuevo quarterback. -Era obvio que Franco no iba a permitir que Niño lo ningunease. Después de beber y brindar un poco más, Sam añadió-: Esos dos se disputan la atención. Comparten la capitanía.

– ¿Escogidos por el equipo?

– Supongo, pero nunca he visto una elección, y ya llevo seis temporadas. Básicamente se trata de su equipo. Mantienen a los chicos motivados entre temporadas. No paran de reclutar a nuevos jugadores del lugar para que prueben este deporte, sobre todo lo intentan con ex jugadores de fútbol europeo que están de capa caída. De vez en cuando consiguen convertir a alguno procedente del rugby. Chillan y gritan antes del partido y algunas de sus broncas durante el descanso son inenarrables. En el fragor de la batalla, es mejor tenerlos entre tus filas.

La cerveza corrió a raudales y la pizza desapareció. Niño pidió silencio y le presentó dos nuevos miembros al equipo. Karl era un profesor danés de matemáticas que se había establecido en Parma con su mujer italiana y que enseñaba en la universidad. No estaba seguro de en qué posición podía jugar, pero tenía ganas de elegir una. Pietro era una boca de riego con cara de niño, bajo y fornido, un apoyador. Rick se había fijado en su velocidad durante el entrenamiento.

Franco los dirigió en un cántico de profunda tristeza que ni siquiera Sam comprendió, luego se echaron a reír a carcajadas y se lanzaron hacia las jarras. Ráfagas de un italiano ensordecedor resonaban por la estancia y al cabo de unas cuantas cervezas Rick se contentó con estar allí sentado y contemplar la escena.

Era un extra en una película extranjera.

Poco antes de medianoche, Rick encendió el portátil y le envió un correo electrónico a Arnie:

En Parma, llegué ayer por la tarde, hoy primer entrenamiento. La comida y el vino merecen la visita. No hay animadoras, Arnie, me prometiste chicas guapas. Aquí no hay agentes, así que esto no te gustaría. Tampoco se puede jugar al golf. ¿Alguna noticia de Tiffany y sus abogados? Recuerdo que Jason Cosgrove hablaba de ella en las duchas, dando detalles, y ganó ocho millones el año pasado. Échale encima a los abogados. Yo no soy el padre. Aquí hablan en italiano hasta los niños pequeños. ¿Por qué estoy en Parma? Supongo que podría ser peor, podría estar en Cleveland. Hasta luego, RD.

Mientras Rick dormía, Arnie contestó a su mensaje:

Rick: me alegra saber de ti, me alegro de que estés ahí y de que te lo pases bien. Piensa que es una aventura. Por aquí todo sigue más o menos igual. Los abogados no han vuelto a dar la cara. Les sugeriré a Cosgrove como donante de esperma. Tiffany ya está de siete meses. Ya sé que odias la AFL, pero un directivo me ha llamado hoy y me ha dicho que podría conseguirte cincuenta de los grandes para la próxima temporada. Le he dicho que no. ¿Qué me dices?