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10

Levantarse a una hora tan intempestiva era una hazaña que solo podía llevarse a cabo con la ayuda de un despertador a todo volumen. El pitido constante y estridente atravesó la oscuridad hasta encontrar su objetivo. Rick, quien apenas utilizaba despertadores y que había desarrollado la complaciente costumbre de despertarse cuando su cuerpo estuviera harto de dormir, empezó a dar manotazos bajo las sábanas hasta que encontró el aparato y lo apagó. En medio de la confusión, pensó en el agente Romo y le aterró la posibilidad de que volvieran a llevar a cabo otro no arresto, pero enseguida se despejó y apartó a un lado los pensamientos disparatados. Al tiempo que los latidos de su corazón recuperaban el ritmo normal y se incorporaba sobre las almohadas, consiguió recordar para qué había puesto el despertador: tenía un plan y la oscuridad era un elemento crucial.

Considerando que su entrenamiento durante las vacaciones se había limitado a jugar al golf, se sentía como si le hubieran partido las piernas por miles de sitios y los músculos abdominales le dolían como si los hubieran golpeado repetidamente. Los brazos, los hombros, la espalda, incluso los tobillos y los dedos de los pies se resentían con el tacto. Maldijo a Alex, a Sam y a toda la organización de los Panthers, si podía llamársela así. Maldijo el fútbol americano, a Arnie y, empezando por los Browns, a todos los equipos en orden inverso que le habían dado la carta de despido. Mientras seguía ensañándose mentalmente con el juego, intentó estirar un par de músculos con sumo cuidado, pero estos estaban demasiado doloridos.

Por suerte, había dejado la cerveza a un lado en el Pólipo, o al menos se había detenido en un límite razonable. Empezaba a despejarse y no parecía tener señal de resaca.

Si se daba prisa y cumplía la misión tal como la había planeado, podía estar de vuelta bajo las sábanas en una hora más o menos. Se dio una ducha -tenía muy poca presión y lo que debería haber sido agua caliente no pasaba de tibia- y, obligándose a moverse con firme resolución, estuvo en la calle en menos de diez minutos. Gracias al paseo, las articulaciones empezaron a calentarse y la sangre a circular. Al cabo de un par de manzanas empezó a moverse con mayor soltura y a sentirse mucho mejor.

El pequeño coche italiano estaba aparcado a cinco minutos de allí. Detenido en la acera, lo estudió de cerca. La callejuela estaba flanqueada a ambos lados por coches aparcados pegados unos a otros, lo que únicamente dejaba un carril libre para el tránsito, en dirección norte, hacia el centro de Parma. La calle estaba a oscuras, en silencio, y no había tráfico. Detrás de su vehículo había aparcado un diminuto coche verde lima, un modelo algo más grande que un kart, cuyo parachoques delantero estaba a unos veinticinco centímetros del vehículo del signor Bruncardo. Delante había otro de color blanco, no mucho más grande que el verde lima, y casi tan pegado como este. Sacarlo de allí sería un desafío incluso para un conductor con años de experiencia en cambios de marchas.

Después de echar un rápido vistazo a izquierda y derecha para asegurarse de que no había nadie en la via Antini, Rick abrió la puerta y se metió en el interior como pudo mientras unas punzadas de dolor agudo le atravesaban las articulaciones. Movió el cambio de marchas para asegurarse de que estuviera en punto muerto, intentó estirar las piernas, comprobó el freno de mano y puso el motor en marcha. Luces encendidas, indicadores correctos, suficiente gasolina, ¿dónde estaba la calefacción? Colocó bien los espejos, ajustó el asiento, el cinturón de seguridad, y durante unos cinco minutos estuvo haciendo las comprobaciones de vuelo pertinentes mientras el vehículo se calentaba. Ni un solo coche, moto o bicicleta pasó por la calle.

Cuando el parabrisas se desempañó se le acabaron las excusas para demorar el momento. Le molestó el ritmo cada vez más acelerado de sus latidos, pero intentó no darle importancia. Solo era un coche con embrague y, de hecho, ni siquiera era suyo. Quitó el freno de mano, respiró hondo y… no pasó nada. Via Antini no hace pendiente.

El pie en el embrague, la primera marcha metida, una ligera presión sobre el acelerador, amplio giro del volante a la derecha. Hasta aquí, bien. Comprobación por los retrovisores: no hay tráfico, vamos. Rick fue levantando lentamente el pie del embrague y dio un poco de gas, aunque demasiado. El motor se quejó, Rick soltó el embrague y el coche dio un tirón hacia delante, por lo que chocó contra el vehículo blanco al tiempo que pisaba el freno. Las lucecitas rojas de los indicadores iluminaron el salpicadero y Rick tardó unos instantes en comprender que el coche se había calado. Giró la llave de contacto, metió la marcha atrás, pisó el embrague, puso el freno de mano y maldijo entre dientes mientras se daba la vuelta para mirar hacia la calle. No había nadie. Nadie miraba. El retroceso fue tan brusco colmo el avance y cuando tocó al coche de detrás, pisó el freno y el motor volvió a calarse. Esta vez maldijo en voz alta, ni siquiera intentó contenerse. Respiró hondo y decidió no inspeccionar los daños pues concluyó que no había habido. Tal vez un pequeño rasguño, pero el puñetero tipo se lo merecía por aparcar encima de su coche. Movió las manos con rapidez: volante, llave de contacto, marcha, freno de mano. ¿Para qué estaba usando el freno de mano? Movía los pies frenéticamente, como si bailara claque, del embrague al freno y al acelerador. Se lanzó con un rugido hacia delante y apenas le hizo una rasguño al coche de delante antes de frenar, aunque esta vez el motor no se caló. Estamos progresando. Había atravesado el auto en medio de la calle y seguía sin haber tráfico. Volvió a meter la marcha atrás sin perder tiempo, pero tal vez con demasiadas prisas porque el coche dio otro tirón y con la sacudida de la cabeza los músculos le recordaron que estaban doloridos. La segunda vez golpeó el vehículo de detrás con más fuerza y el suyo se caló. Olvidó por completo su educación mientras miraba a su alrededor por si había alguien.

En ese momento apareció. No la había visto caminando por la acera. Estaba allí, como si llevara horas mirando, con el cuerpo envuelto en un largo abrigo de lana y la cabeza tapada con un chal amarillo. Se trataba de una anciana tirando de la correa de un perro anciano al que había sacado a la calle para que diera el paseo de la mañana, detenida ante los violentos autos de choque a los que estaba jugando un vehículo de color cobrizo conducido por un idiota.

Entrecruzaron una mirada. El ceño fruncido y el rostro profundamente arrugado transmitían a la perfección lo que pensaba la señora. La desesperación de Rick era bastante evidente. Dejó de maldecir un momento. El perro, una especie enclenque de terrier que parecía tan perplejo como su ama, también lo miraba.

Rick tardó unos segundos en comprender que no era la dueña de ninguno de los dos coches que él estaba machacando, claro que no. Era una simple transeúnte y antes de que pudiera llamar a la policía, si esa fuera su intención, él ya se habría ido. O eso esperaba. De todos modos, iba a decir algo como «¿Qué cono está mirando?» cuando comprendió que no iba a entenderlo y que seguramente adivinaría que él era estadounidense. Un súbito patriotismo selló sus labios.

Con el morro del coche asomando a la calle, no tenía tiempo para miraditas. Volvió la cabeza con brusquedad hacia el problema que tenía entre manos, metió la primera, encendió el motor y se aconsejó jugar con el embrague y el acelerador en perfecta coordinación para que el coche se pusiera en marcha de una vez por todas y pudiera irse de allí, dejando atrás a su público. Pisó el acelerador a fondo y el motor volvió quejarse, pero Rick levantó lentamente el pie del embrague mientras giraba el volante todo lo que podía. No le dio al de delante de milagro. Por fin libre, avanzó por via Antini todavía con la primera puesta y el motor acelerado. Cometió el error de lanzar una última mirada triunfante a la mujer y al perro y entonces vio los dientes manchados de la anciana: estaba riéndose de él. El perro ladraba y tiraba de la correa, como si también estuviera divirtiéndose.

Rick había memorizado las calles por las que tendría que pasar en su huida, una gesta nada despreciable considerando que casi todas eran callejones de un solo sentido y a menudo bastante intrincados. Se dirigió hacia el sur, cambiando de marcha solo cuando era imprescindible, y pronto salió a via le Berenini, una calle amplia por la que circulaban varios coches y camiones de reparto. Se detuvo en un semáforo, metió la primera y rezó para que nadie se parara detrás de él. Esperó a que se pusiera en verde y avanzó con una sacudida, pero no caló el coche. ¡Toma! Lo estaba consiguiendo.

Cruzó el río Parma por el Ponte Italia y echó un rápido vistazo abajo, donde vio las mansas aguas. Se había alejado del centro y por allí había incluso menos tráfico. El objetivo era via le Vittoria, una avenida ancha, larga y de cuatro carriles que rodeaba la parte oriental de Parma. Muy llana y casi desierta en la penumbra que precede al amanecer. Perfecta para practicar.

Durante una hora, mientras el sol asomaba sobre la ciudad, Rick condujo arriba y abajo por una calzada sin cuestas ni bajadas. El embrague se quedaba un poco enganchado cuando lo pisaba y ese ligero problema llamó su atención. Sin embargo, al cabo de una hora de trabajo diligente iba ganando confianza y él y su coche estaban convirtiéndose en uno. Ya no pensaba en dormir, estaba demasiado impresionado con su nueva habilidad.

Practicó el aparcamiento dentro de las líneas amarillas en una amplia mediana, adelante y atrás, una y otra vez, hasta que se cansó. Había ganado seguridad en sí mismo y se había fijado en un bar cerca de la piazza Santa Croce. ¿Por qué no? Se sentía más italiano por momentos y necesitaba cafeína. Volvió a aparcar, apagó el motor y disfrutó de un enérgico paseo. Las calles ya estaban llenas de gente, la ciudad había vuelto a la vida.

El bar estaba abarrotado y había mucho ruido, por lo que su primer impulso fue salir de allí cuanto antes y regresar a la seguridad de su vehículo. Pero no, había firmado por cinco meses y no iba a pasarse todo ese tiempo huyendo. Se acercó a la barra, llamó la atención del camarero y pidió un espresso.

El camarero le hizo una señal con la cabeza en dirección a un rincón donde una señora oronda se sentaba detrás de una caja registradora. El hombre no parecía inclinado a prepararle un espresso a Rick, quien retrocedió un paso y volvió a plantearse salir de allí. Un hombre de negocios trajeado entró con prisas. Llevaba un par de periódicos y un maletín y se dirigió directamente a la cajera.

– Buon giorno -la saludó, y ella le respondió lo mismo-. Caffé -dijo, mientras sacaba un billete de cinco euros.

La señora lo cogió, le dio el cambio y le entregó un resguardo. El hombre llevó el resguardo a la barra y lo dejó donde uno de los camareros pudiera verlo. Al final uno de ellos se hizo cargo del papelito, intercambiaron un «buon giorno» y todo fue como la seda. Al cabo de unos segundos, una tacita con su platillo aterrizó en la barra y el hombre de negocios, enfrascado en la primera plana del periódico, le añadió azúcar, lo removió y se lo bebió de un solo trago.

De modo que así era como se hacía.

Rick se acercó a la cajera, musitó un «Buon giorno» pasable y le tendió un billete de cinco euros antes de que la señora tuviera tiempo de responder. Esta le entregó el cambio y el mágico resguardo.

Mientras estaba en la barra saboreando su café, se fijó en el ajetreo que había en el bar. La mayoría de la gente había parado allí de camino al trabajo y parecía conocerse. Algunos hablaban sin parar mientras que otros estaban enfrascados en sus periódicos. Los camareros trabajaban sin descanso, con movimientos calculados y precisos. Bromeaban en un veloz italiano y eran rápidos en devolver las ocurrencias de los clientes. Lejos de la barra había mesas donde los camareros con delantales blancos servían café, botellas de agua y todo tipo de bollería. A Rick lo asaltó el hambre de repente, a pesar de la tonelada de carbohidratos que había ingerido hacía apenas unas horas en el Pólipo. Una bandeja de ensaimadas llamó su atención y se le antojó una cubierta de chocolate y crema. Pero ¿cómo la conseguiría? Porque no se atrevía a abrir la boca, al menos con tanta gente observando. Tal vez la cajera del rincón se apiadara de un estadounidense que solo sabía señalar.

Se fue del bar hambriento. Paseó por via le Vittoria y luego se aventuró por una calle lateral, sin ningún otro objetivo que disfrutar del paisaje. Otro bar llamó su atención. Entró con seguridad, se dirigió derecho a la cajera, de nuevo una mujer mayor y corpulenta, y dijo:

– Buon giorno, capuchino, por favor. -La cajera ni se inmutó ante la posible nacionalidad de Rick y esa indiferencia lo animó. El quarterback señaló una pasta gruesa de un estante que había junto a la barra y añadió-: Y una de esas.

La señora volvió a asentir con la cabeza mientras él le entregaba un billete de diez euros, con lo que tendría más que suficiente para pagar un café y un cruasán. El bar no estaba tan lleno como el otro y Rick saboreó el cornetto y el capuchino.

Se llamaba Bar Bruno y quienquiera que fuera ese tal Bruno, estaba claro que adoraba el fútbol europeo. Las paredes estaban cubiertas de pósters, fotos de jugadas y calendarios de hacía treinta años. Había una pancarta de la victoria del Mundial de 1982. Bruno había pegado una colección de fotos en blanco y negro ampliadas sobre la cajera: Bruno con Chinaglia, Bruno abrazando a Baggio.

Rick supuso que lo tendría difícil para encontrar un bar o una cafetería en Parma con una sola imagen de los Panthers. En fin, aquello no era Pittsburgh.

El coche estaba exactamente donde lo había dejado. La cafeína había aumentado la confianza en sí mismo, por lo que metió la marcha atrás sin dificultad y a continuación salió a la carretera con toda suavidad, como si llevara años conduciendo un automóvil con embrague.

El desafío que suponía el centro de Parma era apabullante, pero no le quedaba más remedio que cruzarlo. Tarde o temprano tendría que regresar a casa y llevarse el coche con él.

La primera vez que se fijó en la patrulla de policía, no se alarmó, lo seguían con toda tranquilidad. Rick se detuvo en un semáforo en rojo y esperó con paciencia mientras mentalmente manejaba el embrague y el acelerador. La luz cambió a verde, se le escurrió el embrague, el coche dio un tirón y se caló. Nervioso, volvió a poner la marcha al tiempo que encendía el motor, maldecía y no le quitaba el ojo a la policía. El coche patrulla blanco y negro estaba en su retrovisor y los dos jóvenes agentes fruncían el ceño.

¿Qué pasa? ¿Algún problema ahí atrás?

El segundo intento fue peor que el primero y cuando el coche volvió a calarse de inmediato, la policía de repente apretó el claxon.

Al final, el motor se encendió. Rick pisó el acelerador, pero apenas levantó el pie del embrague, por lo que el auto avanzó aunque a velocidad de tortuga y rugiendo con una marcha tan pequeña. La policía lo siguió muy de cerca, seguramente entretenida con las sacudidas y los tirones del de delante. A la manzana siguiente, encendieron las luces azules.

Rick detuvo el coche en una zona de descarga, delante de una hilera de tiendas. Apagó el motor, tiró con fuerza del freno de mano e, instintivamente, se inclinó hacia el salpicadero. No se había parado a pensar en las leyes italianas respecto al registro de vehículos o a las normas de circulación, ni siquiera había supuesto que los Panthers, y en concreto el signor Bruncardo, se habrían ocupado de aquellos temas. No había supuesto nada, no había pensado en nada, no se había preocupado por nada. Era un atleta profesional, había sido una estrella en el instituto y en la universidad, y desde esas alturas los pequeños detalles siempre habían sido irrelevantes.

El salpicadero estaba vacío.

El policía le dio unos golpecitos a la ventanilla y Rick la bajó. Manualmente, no eran automáticas.

El policía dijo algo y Rick captó la palabra «documenti». Sacó la cartera sin perder tiempo y le tendió su carnet de conducir de Iowa. ¿Iowa? Hacía seis años que no vivía en Iowa, aunque tampoco se había establecido de manera definitiva en ningún otro sitio. Al ver que el poli fruncía el ceño mientras leía la tarjeta de plástico, Rick se hundió unos centímetros en el asiento mientras recordaba una conversación telefónica que había mantenido con su madre en Navidad. Había recibido una multa del estado. Tenía el carnet caducado.

– Americano? -preguntó el agente en tono acusador.

Según la placa, se llamaba Aski.

– Sí -contestó Rick en inglés, aunque podría haberlo hecho en italiano.

Si no lo hizo fue porque el más mínimo uso de aquel idioma llevaba al otro interlocutor a pensar que el extranjero lo hablaba con fluidez.

Aski abrió la puerta y le hizo un gesto a Rick para que bajara. El otro agente, Dini, se acercó muy ufano con expresión desdeñosa y se enzarzó con su compañero en una rápida discusión en italiano. Por la pinta de ambos, Rick creyó que iban a darle una paliza en cualquier momento. Tenían veintipocos años y eran altos y corpulentos como levantadores de pesas. Podrían jugar en la defensa de los Panthers. Una pareja de ancianos se detuvo en la acera, a un metro, para presenciar la escena.

– ¿Habla italiano? -preguntó Dini.

– No, lo siento.

Ambos pusieron los ojos en blanco. Otro imbécil.

Se separaron e iniciaron una inspección teatral de la escena del crimen. Miraron la matrícula delantera y luego la trasera. Abrieron el salpicadero, con cuidado, como si pudiera llevar una bomba. Luego el maletero. Rick empezó a aburrirse y se apoyó contra el guardabarros delantero de la izquierda. Los agentes se reunieron, intercambiaron opiniones y llamaron a la central, tras lo que comenzó el inevitable papeleo. Ambos agentes se pusieron a escribir sin parar.

A Rick le intrigaba el crimen que pudiera haber cometido. Estaba seguro de que se habían violado las leyes de matriculación, pero se declararía inocente de cualquier otra infracción al volante. Pensó en llamar a Sam, pero se había dejado el móvil junto a la cama. Cuando vio la grúa, estuvo a punto de echarse a reír.

Después de que el coche desapareciera, invitaron a Rick a ocupar el asiento trasero del coche patrulla y se lo llevaron de allí. Sin esposas, sin amenazas, todo correcto y civilizado. Al cruzar el río, recordó que llevaba algo en la cartera. Sacó una tarjeta de presentación que había cogido en el despacho de Franco y se la dio a Dini, que iba en el asiento delantero.

– Mi amigo -dijo.

Giuseppe Lazzarino, Giudice.

Ambos agentes parecían conocer al juez Lazzarino muy bien. El tono, el comportamiento y el lenguaje corporal cambiaron al instante. Se pusieron a hablar en voz baja, como si no quisieran que su prisionero los oyera. Aski suspiró profundamente mientras Dini se encogía de hombros. Cuando cruzaron el río, cambiaron de dirección y por unos minutos dio la impresión de que conducían en círculos. Aski llamó a alguien por radio, pero no encontró a quien fuera o lo que fuera que buscaba. Dini utilizó el móvil, pero tampoco consiguió su propósito. Rick se acomodó en el asiento trasero, riéndose para sus adentros e intentando disfrutar del paseo turístico por Parma.

Dejaron a Rick en el banco que había delante del despacho de Franco, el mismo que Romo había escogido unas veinticuatro horas antes. Dini entró de mala gana mientras Aski se apostaba seis metros más allá, en el pasillo, como si no conociera a Rick de nada. La espera se hizo larga.

Rick tenía curiosidad por saber si aquello contaría como un arresto verdadero o si sería de los de Romo. A saber. Un altercado más con la policía, y los Panthers, Sam Russo, el signor Bruncardo y su mísero contrato se irían a paseo. Casi echaba de menos Cleveland.

Oyó unas voces airadas antes de que la puerta se abriera de sopetón y su corredor de poder la atravesara a la carga con Dini a la zaga. Aski se puso en posición de firmes de un salto.

– Riick, lo siento de veras -rugió Franco, levantándolo del banco y estrujándolo en un abrazo de oso-. Lo siento mucho. Ha sido un malentendido, ¿verdad?

El juez fulminó a Dini con la mirada, quien estaba estudiando con verdadera concentración sus botas negras y lustrosas, ligeramente pálido. Aski parecía un ciervo delante de los faros de un coche.

Rick intentó decir algo, pero no le salieron las palabras. En la puerta, la preciosa secretaria de Franco observaba el encuentro. Franco le dirigió unas cuantas palabras a Aski y luego una seca pregunta a Dini, quien iba a contestar, pero se lo pensó dos veces. El juez se volvió hacia Rick.

– No hay problema, ¿de acuerdo?

– Bien -dijo Rick-. De acuerdo.

– ¿El coche no es tuyo?

– Ah, no, creo que es del signor Bruncardo.

Franco abrió los ojos de par en par y enderezó la espalda.

– ¿De Bruncardo?

Al oír aquello, Aski y Dini estuvieron a punto de desmayarse. Todavía seguían en pie, pero se les había cortado la respiración. Franco les dirigió varias frases en un duro italiano y Rick captó al menos un par de «de Bruncardo».

Se acercaron dos caballeros que, a juzgar por los trajes oscuros, los gruesos maletines y los aires de importancia, parecían ser abogados. Para que tanto estos como Rick y su personal lo oyeran bien, el juez Lazzarino procedió a reprender a los dos jóvenes policías con el fervor de un sargento enojado.

Rick sintió lástima de ellos. Después de todo, lo habían tratado con más respeto de lo que un delincuente común podía esperar. Cuando acabó la bronca, Aski y Dini desaparecieron y no volvió a vérseles el pelo. Franco explicó a Rick que el coche estaba siendo retirado del depósito en esos mismos instantes y que se lo devolverían de inmediato. El signor Bruncardo no tenía por qué enterarse de aquello. Más disculpas. Los dos abogados finalmente entraron en el despacho del juez y las secretarias volvieron al trabajo.

Franco volvió a disculparse y para demostrar su sincero arrepentimiento por cómo le habían dado la bienvenida a Parma, insistió en que fuera a cenar al día siguiente a su casa. Su mujer, muy guapa, según él, era una excelente cocinera. No aceptaría un no por respuesta.

Rick aceptó la invitación y Franco le explicó que tenía una reunión importante con unos abogados. Se verían en la cena. Adiós. Ciao.