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14

El entrenamiento del lunes consistió en un ejercicio muy poco entusiasta de revisión de cintas de partidos mientras corría la cerveza. Sam repasaba la grabación mientras les echaba rapapolvos y los abroncaba, pero nadie estaba por la labor de tomárselo en serio. El siguiente rival, los Rhinos de Milán, había sido machacado el día anterior por los Gladiatori de Roma, un equipo que pocas veces optaba a la Super Bowl. De modo que, al contrario de lo que el entrenador Russo quería, el ambiente parecía prever una semana relajada y una victoria fácil. Se avecinaba el desastre. Sam los envió a casa a las nueve y media.

Rick aparcó lejos de su apartamento y fue dando un paseo por el centro de la ciudad hasta una trattoria llamada II Tribunale, que estaba frente a la strada Farini y muy cerca de esos tribunales a los que tanto le gustaba llevarlo la policía. Pietro lo esperaba allí con su mujer, Ivana, quien estaba muy embarazada.

Los jugadores italianos no habían tardado en adoptar a sus compañeros estadounidenses. Sly había dicho que ocurría todos los años. Se sentían honrados de tener jugadores profesionales en el equipo y querían asegurarse de que Parma les resultaba hospitalaria. La gastronomía y el vino eran las llaves de la ciudad por lo que, uno tras otro, los Panthers invitaban a los estadounidenses a cenar. Algunas eran largas cenas en bonitos apartamentos, como el de Franco, mientras que otras consistían en comidas familiares con padres, tías y tíos. Silvio, un joven campechano y algo violento que jugaba de apoyador y que solía utilizar los puños cuando placaba, vivía en una granja a diez kilómetros de la ciudad. Su turno de cena, un viernes por la noche, en las ruinas restauradas de un antiguo castillo, duró cuatro horas, amenizadas por veintiún familiares directos, ninguno de los cuales hablaba ni una palabra de inglés. Rick acabó despatarrado en una litera de un frío desván. Lo despertó un gallo.

Más tarde se enteró de que a Sly y a Trey los había llevado uno de los tíos, borracho, que no era capaz de encontrar Parma.

Había llegado el turno de la cena de Pietro. El joven le había explicado que Ivana y él estaban esperando que les concedieran un apartamento más nuevo y más grande y que en el que ahora vivían era muy sencillo y no estaba acondicionado para recibir a nadie. Se disculpó, pero también le confesó que era muy aficionado a II Tribunale, su restaurante parmesano favorito. Trabajaba para una empresa que vendía fertilizantes y semillas, y su jefe quería que él expandiera el negocio por Alemania y Francia, por lo que se había puesto a estudiar inglés con gran ahínco y practicaba con Rick a diario.

Ivana no estaba estudiando inglés, no lo había estudiado nunca y no parecía tener interés alguno en empezar a hacerlo. No destacaba demasiado y estaba regordeta, pero también era cierto que estaba encinta. Sonreía mucho y se dirigía en susurros a su marido cuando era necesario.

Al cabo de diez minutos, Sly y Trey entraron tranquilamente y atrajeron las típicas miradas disimuladas de los demás clientes. Todavía era muy poco corriente ver a alguien negro en Parma. Se sentaron alrededor de la mesa diminuta y prestaron atención mientras Pietro practicaba su inglés. Llegó una buena porción de parmesano para ir haciendo boca y poco después les pusieron delante los platos de antipasti. Pidieron lasaña al horno, raviolis rellenos de hierbas y calabaza, raviolis bañados de crema, fetuchinis con champiñones y fetuchinis con salsa de conejo y anolini.

Tras una copa de vino tinto, Rick paseó la mirada por el local y se detuvo en una bella mujer que se sentada a unos seis metros. Estaba en una mesa acompañada de un hombre elegantemente vestido y, por lo que parecía, la conversación que mantenían no era demasiado agradable. Como la mayoría de las italianas, era morena, aunque, tal como Sly le había explicado muchas veces, en el norte de Italia abundaban las rubias. Tenía unos bellos ojos oscuros, y aunque parecían traviesos, en esos momentos no transmitían demasiada alegría. Era delgada y no muy alta, vestía con gusto y…

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Sly.

– Aquella chica de allí -contestó Rick, sin pensárselo dos veces.

Los cinco se volvieron a mirar, pero la joven no se dio cuenta. Estaba enfrascada en una espinosa conversación con el hombre.

– La he visto antes -añadió Rick.

– ¿Dónde? -preguntó Trey.

– En la ópera, anoche.

– ¿Fuiste a la ópera? -dijo Sly, que no dejaba pasar una.

– Pues claro que fui a la ópera. A vosotros no os vi.

– ¿Has ido a la ópera? -preguntó Pietro, admirado.

– Sí, fui a ver Otello. Fue espectacular. Esa mujer interpretaba el papel de Desdémona. Se llama Gabriella Ballini.

Ivana comprendió lo suficiente para echar un segundo vistazo. A continuación se dirigió a su marido, quien hizo una breve traducción.

– Sí, es ella.

Pietro estaba muy orgulloso de su quarterback.

– ¿Es famosa? -se interesó Rick.

– No mucho -contestó Pietro-. Es soprano, buena, pero no sublime. -Se lo repitió a su mujer en italiano, quien añadió varios comentarios más que Pietro procedió a traducir-: Ivana dice que está pasando por una mala racha.

Llegaron las pequeñas ensaladas con tomate y la conversación se volcó en el fútbol y en cómo era jugar en Estados Unidos. Rick se las ingenió para intervenir sin quitarle el ojo de encima a Gabriella. La joven no llevaba ni alianza ni anillo de compromiso y no parecía disfrutar de la compañía de su cita, pero ambos se conocían muy bien porque la conversación era seria. No se tocaron en ningún momento, en realidad se trataban con bastante frialdad.

A mitad de un monstruos plato de fetuchini y champiñones, Rick vio que una lágrima asomaba a los ojos de Gabriella y le corría por la mejilla. Su compañero no se la secó, no parecía conmoverle lo más mínimo. Ella apenas había tocado su cena.

Pobre Gabriella. Su vida era un desastre, el domingo la abuchean aquellos bestias del Teatro Regio y esa noche tiene una discusión desagradable con su pareja.

Rick no podía apartar la mirada de ella.

Estaba aprendiendo. Los mejores lugares para aparcar se encontraban entre las cinco y las siete de la tarde, cuando los que trabajaban en el centro de la ciudad volvían a casa. Rick solía conducir por las calles a esas horas con la esperanza de abalanzarse sobre uno de aquellos sitios libres. Aparcar era un entretenimiento bastante pesado y estaba a un paso de comprarse o de alquilar una moto.

Después de las diez era imposible encontrar un sitio cerca de su apartamento y muchas veces tenía que dejarlo a un par de manzanas de casa.

Aunque la grúa no solía llevárselo muy a menudo, de vez en cuando ocurría. El juez Franco y el signor Bruncardo podían tirar de los hilos necesarios, pero Rick prefería evitar que tuvieran que tomarse tantas molestias. Después del entrenamiento del lunes, se había visto obligado a aparcar un poco alejado del centro, a unos buenos quince minutos a pie de su apartamento, y había aparcado en una zona reservada para carga y descarga. Después de cenar en II Tribunale, fue corriendo en busca de su coche, lo encontró incólume y en su sitio y empezó la frustrante odisea de encontrar otra plaza libre un poco más cerca de casa.

Ya era casi medianoche cuando cruzó la piazza Garibaldi y empezó a buscar aparcamiento entre los coches. Nada. La pasta empezaba a asentarse en su estómago, igual que el vino, y no tardaría en sobrevenirle el sueño. Recorrió las estrechas calles arriba y abajo, pero todas parecían flanqueadas por coches diminutos aparcados con los parachoques pegados. Cerca de la piazza Santafiora encontró un antiguo pasaje que no había visto antes. Había un sitio libre a la derecha, aunque muy justo, pero ¿por qué no? Se detuvo a la altura del coche de delante y vio a una pareja que caminaba con prisas por la acera. Puso la marcha atrás, soltó el embrague, giró el volante a la derecha y retrocedió poco a poco hasta que tocó el bordillo con la rueda trasera. Por poco, tendría que hacer una pequeña maniobra. Vio los faros de otro coche que se acercaba por la calle, pero no se preocupó. Los italianos, sobre todo los que vivían en el centro, eran sorprendentemente pacientes. Aparcar era un suplicio para todos.

Cuando Rick salió para volver a intentarlo, estuvo tentado de seguir adelante. El espacio era muy pequeño y necesitaría bastante tiempo y maniobras para aparcarlo allí. Lo probó una vez más. Cambió de marcha, giró el volante e intentó olvidar los faros que ahora casi tenía en el cogote, pero el pie se le escurrió del embrague. El coche dio una sacudida y el motor se caló. El otro conductor apretó el claxon y no lo soltó, un escandaloso y estridente bocinazo que salía del capó de un reluciente y caro automóvil europeo de color burdeos. El coche de un tipo duro. Un hombre con prisas. Un bravucón que no temía esconderse detrás de unas puertas cerradas y pitar a alguien que estaba pasándolo mal. Rick no sabía qué hacer y por una fracción de segundo volvió a considerar la posibilidad de seguir adelante en busca de otro sitio. Pero entonces explotó. Abrió la puerta de golpe, le enseñó el dedo corazón al de atrás y se dirigió hacia él. El otro siguió apretando el claxon. Rick se acercó a la ventanilla del conductor y le gritó que saliera. El otro siguió apretando el claxon. Detrás del volante iba un gilipollas de unos cuarenta años, trajeado, con un abrigo oscuro y guantes de piel para conducir. No se volvió hacia Rick, sino que se limitó a seguir apretando el claxon y a mirar hacia delante.

– ¡Sal del coche! -aulló Rick.

El otro siguió apretando el claxon. Ahora había otro coche detrás y se acercaba otro más. No había modo de sortear el de Rick y este no tenía intención de subir al coche. El otro seguía apretando el claxon.

– ¡Sal del coche! -volvió a gritar Rick.

Pensó en el juez Franco. Menos mal que conocía a un juez.

El coche que había detrás del vehículo color burdeos también se puso a tocar el claxon y, por si acaso, Rick también le enseñó el dedo corazón.

¿Cómo iba a acabar aquello?

El conductor del segundo coche, una mujer, bajó la ventanilla y le gritó algo desagradable. Rick le respondió en el mismo tono. Más cláxones, más gritos, más coches acercándose por una calle que minutos antes había estado en completo silencio.

Rick oyó un portazo y al volverse vio que una joven encendía el coche de Bruncardo, ponía la marcha atrás sin perder tiempo y lo encajaba a la perfección en el diminuto espacio libre. Así de fácil, sin golpes ni rasguños y a la primera. Parecía físicamente imposible. Apagó el motor a medio metro del coche de delante y a la misma distancia del de atrás.

El coche color burdeos pasó junto a él pisando a fondo, igual que los de detrás. Cuando ya no quedaba ninguno, se abrió la puerta del conductor y la joven se apeó -zapatos de salón abiertos por delante y piernas bonitas- y echó a andar en la otra dirección. Rick la miró unos instantes con el corazón todavía acelerado por el incidente, sintiendo el pulso en las sienes y con los puños cerrados.

– ¡Eh! -gritó Rick.

La mujer ni se inmutó.

– ¡Eh, gracias!

Ella siguió caminando hasta que desapareció en la oscuridad. Rick la observó sin moverse, maravillado por el milagro que acababa de presenciar. Sin embargo, había algo que le resultaba familiar en la figura, la elegancia, el pelo de aquella mujer, hasta que cayó en la cuenta.

– ¡Gabriella! -gritó.

¿Qué perdía? Si no era ella, la mujer no se detendría y listos.

Pero se detuvo.

Se acercó a ella y se encontraron bajo la luz de una farola. Rick no sabía qué decir, lo único que se le ocurría era un «Grazie» o algo igual de simplón, pero ella se le adelantó.

– ¿Lo conozco?

En inglés. En un perfecto inglés.

– Me llamo Rick. Soy estadounidense. Gracias por… todo -dijo, señalando con torpeza hacia el coche.

Gabriella tenía unos ojos grandes de mirada tierna, pero triste.

– ¿Cómo sabe mi nombre? -preguntó ella.

– Te vi anoche en el escenario. Estuviste magnífica.

Superada la sorpresa, ella le sonrió. La sonrisa fue el factor decisivo: dientes perfectos, hoyuelos y mirada alegre.

– Gracias.

Sin embargo, Rick tuvo la impresión de que no solía sonreír demasiado a menudo.

– Bueno, de todos modos, quería… saludarte.

– Hola.

– ¿Vives por aquí cerca? -preguntó.

– Más o menos.

– ¿Te apetecería ir a tomar algo?

Otra sonrisa.

– Claro.

El pub lo regentaba un hombre galés y atraía a los hablantes de lengua inglesa que se aventuraban por Parma. Por suerte era lunes y no había demasiado jaleo. Ocuparon una mesa cerca del ventanal del establecimiento. Rick pidió una cerveza y Gabriella un Campari con hielo, una bebida de la que el estadounidense no había oído hablar jamás.

– Hablas muy bien el inglés -dijo. En esos momentos, todo lo relacionado con ella estaba muy bien.

– Viví seis años en Londres después de la universidad -dijo.

Rick le había calculado unos veinticinco años, pero tal vez se acercaba más a la treintena.

– ¿Qué hacías en Londres?

– Estudiaba en el London College of Music y luego trabajé en la Royal Opera.

– ¿Eres de Parma?

– No, de Florencia. Y usted, ¿señor…?

– Dockery. Es un nombre irlandés.

– ¿Eres de Parma?

Ambos se echaron a reír para distender el ambiente.

– No, soy de Iowa, del Medio Oeste. ¿Has estado alguna vez en Estados Unidos?

– Dos, de gira. He visto casi todas las grandes ciudades.

– Igual que yo. También he hecho mi propia gira.

Rick había escogido a propósito una mesa redonda que fuera pequeña. Estaban sentados muy juntos, con las bebidas delante y las rodillas no demasiado apartadas, intentando parecer relajados.

– ¿Qué tipo de gira?

– Juego al fútbol americano profesional. Mi carrera no va demasiado bien y esta temporada estoy en Parma, con los Panthers.

Rick tenía el palpito de que la carrera de ella tampoco iba demasiado bien encaminada, por lo que se sintió cómodo siendo completamente sincero. La mirada de Gabriella lo animaba a ser franco.

– ¿Con los Panthers?

– Sí, existe una liga de fútbol americano profesional en Italia. Muy poca gente la conoce y la mayoría de los equipos son de aquí, del norte: Bolonia, Milán, Bérgamo y otros.

– No lo sabía.

– El fútbol americano no es demasiado popular por estos lugares. Se lleva más el otro.

– Ya lo creo. -No parecía atraerle demasiado el fútbol de ningún tipo. Dio un sorbo al líquido rojizo que había en su vaso-. ¿Cuánto llevas aquí?

– Tres semanas, ¿y tú?

– Desde diciembre. La temporada acaba la semana que viene y luego volveré a Florencia.

Desvió la mirada, entristecida, como si Florencia fuera el último sitio al que deseara regresar. Rick dio un trago a su cerveza y se quedó mirando una vieja diana de dardos que había en la pared.

– Te he visto esta noche, cenando en II Tribunale -dijo Rick-. Estabas con alguien.

– Sí, con Carletto, mi novio -contestó Gabriella después de una breve y fingida sonrisa.

Se hizo un nuevo silencio y Rick decidió no seguir indagando por ese lado. De ella dependía si quería seguir hablando o no de su novio.

– También vive en Florencia -añadió-. Llevamos juntos siete años.

– Eso es mucho tiempo.

– Sí. ¿Sales con alguien?

– No. Nunca he tenido una relación estable. He conocido a muchas chicas, pero nada serio.

– ¿Por qué no?

– Pues no lo sé. Me gusta ser soltero. Es lo más práctico cuando eres atleta profesional.

– ¿Dónde has aprendido a conducir? -preguntó de repente, y ambos se echaron a reír.

– Nunca había conducido un coche con embrague -admitió Rick-, aunque es evidente que tú sí.

– Aquí se conduce y se aparca de otra manera.

– Ya he visto que no hay quien te supere ni aparcando ni cantando.

– Gracias. -Gabriella esbozó una bonita sonrisa, hizo una pausa y bebió un trago-. ¿Te gusta la ópera?

Ahora sí, estuvo a punto de contestar Rick.

– Anoche fue la primera vez que veía una y me gustó mucho, sobre todo cuando tú estabas en el escenario, que tendría que ser más a menudo.

– Tienes que repetir.

– ¿Cuándo?

– Actuamos el miércoles, y el domingo es la última representación de la temporada.

– El domingo jugamos en Milán.

– Puedo conseguirte una entrada para el miércoles.

– Trato hecho.

El pub cerró a las dos de la madrugada. Rick se ofreció a acompañarla a casa a pie y ella aceptó sin necesidad de insistir. la compañía de ópera corría con los gastos de la suite del hotel donde se alojaba, cerca del río, a unas cuantas manzanas del Teatro Regio.

Se despidieron con una inclinación de cabeza, una sonrisa y la promesa de verse al día siguiente.

Quedaron para comer y estuvieron charlando un par de horas, mientras daban cuenta de unas ensaladas enormes y unas crepes. El horario de Gabriella no se diferenciaba demasiado del de Rick: un largo sueño reparador, un café y un desayuno tardío. Una o dos horas en el gimnasio y luego otro par de horas de trabajo. Cuando no actuaban, se suponía que el reparto debía reunirse y ensayar. Lo mismo que en el fútbol. Rick estaba convencido de que una soprano con problemas ganaba más que un quarterback itinerante con problemas, pero no mucho más.

Gabriella no mencionó a Carletto ni una sola vez.

Hablaron de sus carreras. Ella había empezado siendo adolescente, en Florencia, donde su madre seguía viviendo. Su padre había muerto. Empezó a ganar premios y a recibir audiciones con diecisiete años. Su voz se desarrolló precozmente y albergaron grandes esperanzas. Trabajó duro en Londres y fue ganando un papel tras otro, pero entonces la naturaleza hizo acto de presencia, la genética se impuso y estaba costándole concienciarse de que su carrera, de que su voz, había tocado techo.

A Rick lo habían abucheado tantas veces que ya ni se inmutaba, pero ser criticado de aquella manera sobre un escenario le parecía algo muy cruel. Le habría gustado comentarlo cn ella, pero no quería sacar el tema, por lo que decidió preguntarle por Otello. Si iba a volver a verlo a la noche siguiente, quería comprenderlo todo. Gabriella diseccionó Otello durante largo rato mientras comían. No había prisa.

Después del café, fueron a dar una vuelta y encontraron un puesto de helados. Cuando se despidieron, Rick se dirigió directo al gimnasio, donde sudó la gota gorda durante dos horas sin pensar en otra cosa que no fuera Gabriella.