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20

Sin embargo, le fue imposible dormir. Estuvo dando vueltas toda la noche, vio la televisión, intentó leer y sacudirse de encima el machacón sentimiento de culpabilidad que impregnaba la idea de irse. Sería muy fácil y podía hacerlo de tal modo que jamás se vería obligado a enfrentarse ni a Sam, ni a Franco, ni a Niño, ni a ningún otro. Podía huir de madrugada, sin mirar atrás. Al menos eso era lo que se decía.

A las ocho de la mañana, fue en coche hasta la estación, aparcó y entró. Esperó una hora a que llegara su tren.

Tres horas después aterrizaba en Florencia. Un taxi lo llevó al hotel Savoy, que daba a la piazza della Republica. Se registró, dejó la maleta en la habitación y buscó sitio en una mesa en una terraza de las muchas cafeterías que había alrededor de la bulliciosa plaza. Marcó el número de Gabriella y oyó una grabación en italiano, pero decidió no dejar ningún mensaje.

A mitad de la comida, volvió a llamarla. Parecía casi complacida de oír su voz, aunque tal vez algo sorprendida. Rick oyó algún que otro tartamudeo, pero la joven fue animándose considerablemente a medida que charlaban. Gabriella estaba trabajando, aunque no le explicó qué hacía. Rick le propuso quedar para ir a tomar algo en el Gilli, una cafetería muy famosa enfrente del hotel y, según la guía de viajes, un lugar ideal para ir a tomar una copa al final de la tarde. Gabriella acabó aceptando y quedaron a las cinco.

Rick deambuló por las calles aledañas a la plaza, confundiéndose con los transeúntes y admirando los edificios antiguos. Casi fue arrollado en la catedral por una turba de turistas japoneses. Oyó mucho inglés, sobre todo procedente de grupos de lo que parecían estudiantes universitarios estadounidenses, casi todos formados por mujeres. Visitó las tiendas del Ponte Vecchio, el histórico puente sobre el río Arno. Más inglés. Más universitarias.

Cuando llamó Arnie, estaba tomando un espresso y repasando la guía de viajes en una cafetería de la piazza della Signoria, cerca del Uffizi, donde turbas de turistas esperaban para visitar la mejor colección de pinturas del mundo. Había decidido no decirle a Arnie dónde estaba.

– ¿Has dormido bien? -preguntó Arnie.

– Como un bebé. No va a funcionar, Arnie. No voy a irme en medio de la temporada. Tal vez el año que viene.

– No habrá año que viene, hijo. Es ahora o nunca.

– Siempre hay un año que viene.

– No para ti. Rat encontrará otro quarterback, ¿no lo entiendes?

– Lo entiendo mejor que tú, Arnie. Me he recorrido todo el circuito.

– No seas tonto, Rick. Confía en mí.

– ¿Y mé me dices de la fidelidad?

– ¿Fidelidad? ¿Cuándo fue la última vez que un equipo fue leal contigo, hijo? Te han echado tantas veces…

– Cuidado, Arnie…

Se hizo un breve silencio.

– Rick, si no aceptas el trato, ya puedes buscarte otro agente.

– Lo suponía.

– Vamos, hijo, hazme caso.

Rick estaba durmiendo la siesta en su habitación cuando su agente volvió a llamar. Un «no» solo era un contratiempo temporal para Arnie.

– Te he conseguido cien de los grandes, ¿de acuerdo? Estoy dejándome la piel en esto, Rick, y no obtengo nada por tu parte. Nada.

– Gracias.

– De nada. Este es el trato: el equipo te paga el billete de avión para que vengas a ver a Rat. Hoy, mañana, pronto, ¿de acuerdo? Sin más demoras. Por favor, hazlo por mí.

– No sé…

– Tienes una semana libre. Por favor, Rick, hazme ese favor. Dios sabe que me lo merezco.

– Deja que lo piense.

Cerró el teléfono lentamente mientras Arnie seguía hablando al otro lado.

Unos minutos antes de las cinco encontró una mesa libre en la terraza del Gilli, pidió un Campari con hielo e intentó no mirar a toda mujer que cruzara la piazza. Sí, tuvo que admitirlo, estaba bastante nervioso, pero también emocionado. No había visto a Gabriella desde hacía dos semanas y tampoco había hablado con ella por teléfono. No se habían intercambiado ningún mensaje de correo electrónico y no habían tenido contacto de ningún tipo. Aquel pequeño encuentro determinaría el futuro de la relación, si es que tenía algún futuro. Podía ser una reunión agradable en que una copa llevara a otra o podía ser incómoda y el encontronazo definitivo con la realidad.

Un pequeño grupo de universitarias ocupó una mesa colindante. Todas hablaban a la vez, la mitad con el móvil y la otra parloteaba sin parar a todo volumen. Estadounidenses.

Acentos del sur. Ocho en total, seis rubias. Casi todas llevaban téjanos, aunque un par lucían unas faldas muy cortas. Piernas bronceadas. Ni un solo libro de texto o libreta entre todas ellas. Juntaron dos mesas, arrastraron las sillas, colocaron los bolsos, colgaron las chaquetas y durante todo el jaleo que provocó la instalación, las ocho se las apañaron para no dejar de hablar.

Rick se planteó trasladarse a otra mesa, pero luego cambió de opinión. La mayoría de las chicas eran monas y oír inglés le reconfortaba, aunque fuera en aluvión. En algún lugar de las entrañas del Gilli un camarero sacó la pajita corta y se arriesgó a tomar nota: casi todas querían vino y ni una sola lo pidió en italiano.

Una de las chicas se fijó en Rick y a continuación tres más se volvieron para echar un vistazo. Dos se encendieron un cigarrillo. Por el momento, los móviles descansaban. Pasaban diez minutos de las cinco.

Diez minutos después llamó a Gabriella al móvil y escuchó la grabación. Las bellezas sureñas discutían, entre otras cosas, si Rick era italiano o estadounidense, aunque abandonaron el tema de repente cuando alguien mencionó que en la zapatería Ferragamo hacían rebajas.

Las cinco y media y Rick empezó a preocuparse. Seguro que Gabriella lo llamaría si fuera a retrasarse, aunque tal vez no lo hiciera si al final decidía no ir.

Una de las morenas con minifalda apareció en su mesa y se sentó en la silla que había enfrente de Rick sin pensárselo dos veces.

– Hola -dijo, con una sonrisa flanqueada por unos hoyuelos-. ¿Podrías resolver una apuesta? -Miró a sus amigas y Rick la imitó. Los estaban mirando con curiosidad. Antes de que él pudiera decir nada, ella continuó-. ¿Esperas a un hombre o a una mujer? Nuestra mesa está dividida a partes iguales y las que pierdan pagan la consumición.

– ¿Y te llamas…?

– Livvy. ¿Y tú?

– Rick. -Por una fracción de segundo le aterró utilizar el apellido. Estaba tratando con estadounidenses. ¿Reconocerían el nombre del Mayor Asno de la historia de la NFL?-. ¿Qué os hace pensar que estoy esperando a alguien? -preguntó.

– Es obvio: miras el reloj, marcas un número, no dices nada, miras entre la gente, vuelves a consultar la hora. Es una apuesta tonta. Escoge: hombre o mujer.

– ¿De Texas?

– Cerca, de Georgia.

Era muy guapa: ojos azules, pómulos pronunciados, cabello oscuro y sedoso que casi le llegaba a los hombros. A Rick le apetecía hablar.

– ¿Estás aquí por turismo?

– Soy estudiante de intercambio. ¿Y tú?

Pregunta interesante con respuesta complicada.

– Por negocios -contestó.

Aburridas, la mayoría de sus amigas volvieron a ponerse a hablar, comentando algo sobre una discoteca nueva por donde solían pasarse los franceses.

– ¿Tú qué crees: hombre o mujer? -preguntó Rick.

– ¿Tal vez tu esposa?

La joven tenía los codos apoyados en la mesa y se acercaba cada vez más, disfrutando de la conversación. -No estoy casado.

– Ya me lo figuraba. Yo diría que estás esperando a una mujer que acaba de salir de trabajar. No pareces un empresario y definitivamente no eres gay.

– Eso es obvio, ¿no?

– Sí, mucho.

Si admitía que estaba esperando a una mujer, entonces podría parecer un pringado al que le estaban dando plantón. Si decía que estaba esperando a un hombre, podría parecer un idiota cuando Gabriella se presentara, si es que lo hacía.

– No espero a nadie -dijo al fin.

La chica sonrió porque sabía la verdad.

– Lo dudo.

– ¿Adonde van a divertirse las universitarias estadounidenses en Florencia?

– Tenemos nuestros sitios.

– Puede que luego me aburra.

– ¿Quieres venir con nosotras?

– Por supuesto.

– Hay un bar llamado… -se interrumpió y miró a sus amigas, quienes estaban discutiendo el tema crucial de si pedir otra consumición o no. Instintivamente, Livvy decidió no compartir su lugar de recreo-. Dame tu móvil y te llamo luego, cuando sepamos qué vamos a hacer.

Se intercambiaron los teléfonos. Livvy dijo «Ciao» y regresó a su mesa, donde anunció al grupo que no había ni ganadoras ni perdedoras. Aquel tal Rick no estaba esperando a nadie.

Tras hacer tiempo durante cuarenta y cinco minutos, pagó su consumición, le guiñó un ojo a Livvy y se perdió entre la gente. Realizó una llamada más al móvil de Gabriella, un último intento, y al oír la grabación, soltó un taco y cerró el teléfono de golpe.

Una hora después estaba viendo la tele en su habitación cuando sonó el teléfono. No era Arnie. No era Gabriella.

– La chica no se presentó, ¿verdad? -dijo Livvy, alegremente.

– No, no vino.

– Así que estás solo.

– Muy solo.

– Qué lástima. Estoy pensando en ir a cenar. ¿Te apetecería quedar?

– Ya lo creo.

Se encontraron en el Paoli, a un corto paseo del hotel. Es un lugar antiguo, con un largo salón bajo un techo abovedado cubierto de frescos medievales. Estaba abarrotado y Livvy le confesó satisfecha que había tirado de algunos hilos para conseguir una mesa. Era pequeña y se sentaron muy juntos.

Bebieron vino blanco mientras se dedicaban a los preliminares. Livvy cursaba el penúltimo año de universidad en Georgia, estaba acabando el último semestre en el extranjero, se especializaba en historia del arte, no estudiaba demasiado y no añoraba su casa.

Tenía novio en Georgia, pero era temporal, de usar y tirar.

Rick le prometió que ni estaba casado, ni prometido, ni tenía una relación estable con nadie. La chica que no se había presentado era cantante de ópera, lo cual evidentemente cambió el rumbo de la conversación por completo. Pidieron ensaladas, pappardelle con conejo y una botella de chianti.

Tras un buen trago de vino, Rick apretó los dientes y encaró de frente el tema del fútbol. El bueno (universitario), el feo (su breve aparición el pasado enero con los Browns de Cleveland) y el malo (la carrera nómada del profesional).

– No he echado de menos el fútbol -dijo Livvy, y Rick sintió deseos de abrazarla.

Livvy le explicó que llevaba en Florencia desde septiembre. No sabía quién había ganado la Southeastern Conference o el título nacional y no le importaba lo más mínimo. Tampoco sentía el más mínimo interés por el fútbol americano profesional. Había sido animadora en el instituto y había quedado harta de fútbol para el resto de su vida.

Por fin, una animadora en Italia.

Rick le describió brevemente Parma, los Panthers y la liga italiana y luego le devolvió la pelota para que siguiera hablando de ella.

– Parece que hay muchos estadounidenses en Florencia -comentó Rick.

Livvy puso los ojos en blanco como si estuviera hasta las narices de ellos.

– Me moría por irme a estudiar al extranjero, llevaba años soñando con ello, y ahora vivo con tres de mis compañeras de hermandad de Georgia y ninguna está interesada en aprender el idioma o asimilar la cultura. Solo les gusta ir de compras y las discotecas. Aquí hay miles de estadounidenses y van juntos a todas partes, como un rebaño.

Para el caso, ya podría estar en Atlanta. Solía viajar sola para ver el país y para alejarse de sus amigas.

Su padre era un prestigioso cirujano cuya aventura extramatrimonial era la causa de un divorcio prolongado. El ambiente en casa se había enrarecido y no le apetecía irse de Florencia cuando el semestre acabara, para lo que quedaban tres semanas.

– Lo siento -se disculpó, cuando concluyó el resumen familiar.

– No tienes que disculparte.

– Me gustaría pasar el verano viajando por Italia, lejos de mis compañeras de hermandad de una vez por todas, lejos de los universitarios que se emborrachan cada noche y muy lejos de mi familia.

– ¿Y por qué no lo haces?

– Mi padre paga las facturas y mi padre dice que hay que volver a casa.

Rick no había hecho planes para cuando se acabara la temporada, la cual podía alargarse hasta julio. No sabía por qué, pero le mencionó Canadá, tal vez para impresionarla. Si jugaba allí, la temporada se alargaría hasta noviembre. No le impresionó.

El camarero les sirvió unos platos con una montaña de pappardelle y conejo cubiertos por una deliciosa salsa de carne que tenía un aspecto espectacular y olía de muerte. Hablaron de la cocina y el vino italianos, de los italianos en general, de los lugares que ella había visitado y de los que le gustaría visitar.

Comieron despacio, como todos los clientes del Paoli, y cuando acabaron con el queso y el oporto, ya eran más de las once.

– No me apetece ir a un bar -dijo Livvy-. No me importaría enseñarte un par, pero no estoy de humor. Salimos demasiado.

– ¿Qué te apetece?

– Un gelato.

Pasearon por el Ponte Vecchio y encontraron una heladería que ofrecía cincuenta sabores distintos. Luego la acompañó hasta su apartamento y se despidió con un beso de buenas noches.