La bonita ciudad de Bolzano se encuentra en la parte montañosa del nordeste del país, en la región del Trentino Alto. Adige, una anexión reciente a Italia, arrancada a Austria en 1919 por los aliados, que se la entregaron a los italianos a modo de recompensa por haber luchado contra los alemanes. Su historia es compleja y sus fronteras han sido redibujadas y redistribuidas injustamente por quien poseyera en ese momento el mayor ejército. Muchos de sus habitantes se consideran de origen germánico y ciertamente lo parecen. Para muchos su lengua materna es el alemán y a menudo hablan el italiano a regañadientes. Se oye gente que comenta: «Esa gente no es italiana de verdad». Se han llevado a cabo intentos por italianizar, germanizar y homogeneizar a la población, pero todos han fracasado estrepitosamente; sin embargo, con el paso del tiempo se ha fraguado una tregua pacífica y se vive bien. La cultura es puramente alpina. La gente es conservadora, hospitalaria y próspera, y adora su tierra.
El paisaje es espectacular: cordilleras escarpadas, viñedos y olivares a orillas de lagos, valles cubiertos por manzanales y miles de kilómetros cuadrados de bosques protegidos.
Rick sacó todo aquello de su guía de viajes. Livvy, sin embargo, aportó el resto de detalles. Había planeado hacer aquel viaje puesto que todavía no había visitado la región, pero los exámenes se habían interpuesto, a lo que había que añadir que Bolzano se encontraba al menos a seis horas en tren de Florencia. Livvy había ido enviando sus averiguaciones a Rick en una serie de intrincados correos electrónicos. Rick les había ido echando un vistazo a medida que habían ido llegando a lo largo de la semana, pero había acabado olvidándolos en la mesa de la cocina. Le interesaba más el fútbol que cómo Mussolini había oprimido a la región entre guerras.
El fútbol era suficiente preocupación. Los Giants de Bolzano solo habían perdido una vez, contra el Bérgamo, y únicamente por dos puntos. Sam y él habían visto las cintas del partido dos veces y habían llegado a la misma conclusión: que Bolzano habría merecido ganar. Un mal saque en un gol de campo sencillo había sido lo que había decidido el partido.
El Bérgamo. El Bérgamo. Seguían invictos y contaban ya con sesenta y seis victorias consecutivas. Todo lo que los Panthers hacían estaba relacionado con el Bérgamo. Incluso el plan de juego contra el Bolzano estaba condicionado por el siguiente partido que tendrían que jugar contra el Bérgamo.
El viaje en autocar duró tres horas y a mitad de camino el paisaje empezó a cambiar. Los Alpes aparecieron al norte. Rick iba sentado delante, con Sam, y cuando no estaban dormitando, charlaban acerca de la naturaleza: de excursiones pollas Dolomitas, de esquiar y acampar en la región de los lagos… Como no tenían hijos, Sam y Anna se iban de viaje todos los otoños por el norte de Italia y el sur de Austria.
Jugar contra los Giants.
Si Rick Dockery recordaba un partido en su corta y triste carrera en la NFL, era el partido contra los Giants una noche brumosa de domingo en el Meadowlands ante ochenta mil bulliciosos seguidores y retransmitido por la televisión nacional. Él estaba en Seattle, en su acostumbrado papel de tercer quarterback. El titular acabó inconsciente en el primer tiempo y los pases del suplente acababan interceptados, cuando no perdía el balón. Viendo que perdían por veinte puntos al final del tercer cuarto, los Seahawks se dieron por vencidos y sacaron a Dockery. Completó siete pases, todos a sus compañeros de equipo, para noventa y cinco yardas. Dos semanas después estaba en venta.
Todavía oía el rugido ensordecedor del estadio de los Giants.
El estadio del Bolzano era mucho más pequeño y tranquilo, pero también más bonito. Con los Alpes cerniéndose al fondo, los equipos se alinearon para la patada inicial ante dos mil espectadores, rodeados de pancartas, una mascota, cánticos y bengalas.
La pesadilla empezó en la segunda jugada desde la línea de golpeo. Se llamaba Quincy Shoal y era un grueso corredor de habilidad que había jugado en la Universidad de Indiana State. Tras el período habitual en Canadá y en la AFL, Quincy había llegado a Italia hacía diez años y allí había encontrado su hogar. Se había casado con una italiana, tenía hijos italianos y ostentaba casi todos los récords italianos relacionados con el manejo del balón.
Quincy se dio un paseo para setenta y ocho yardas y anotó un touchdown. Si alguien lo había tocado, desde luego la grabación del partido no había recogido nada. El público se volvió loco y se duplicaron las bengalas y las bombas de humo. Rick intentó imaginar bombas de humo en el Meadowlands.
Teniendo en cuenta que el Bérgamo era el siguiente equipo al que habrían de enfrentarse y que Sam sabía que estarían allí estudiando el partido en busca de algún punto débil, Rick y él habían decidido correr el balón e intentar que Fabrizio pasara desapercibido. Era una estrategia arriesgada, el tipo de apuestas con las que Sam disfrutaba. Ambos estaban convencidos de que el equipo atacante podría hacer pases a placer, pero preferían guardarse algo para el Bérgamo.
Consciente de que Franco solía perder su primera entrega de balón en todos los partidos, Rick comunicó un pase lateral a Giancarlo, un joven corredor de habilidad que había empezado la temporada como suplente del suplente, pero que mejoraba por semanas. A Rick le gustaba básicamente porque tenía debilidad por jugadores del tercer equipo. Giancarlo poseía un estilo de carrera único. No era muy alto, pesaba alrededor de ochenta kilos, no estaba demasiado musculado y desde luego no le gustaba que le golpearan. De adolescente se había dedicado a la natación y el buceo y tenía unos pies ligeros y veloces. Cuando presentía un contacto inminente, Giancarlo solía saltar hacia delante todo lo alto que podía, con lo que ganaba alguna yarda adicional con cada pirueta. Sus carreras eran cada vez más espectaculares, sobre todo los barridos y los pases laterales que le permitían adquirir velocidad antes de saltar por encima de los bloqueadores.
Sam le había ofrecido el consejo que todos los corredores jóvenes reciben en el instituto: ¡No olvides tus pies! ¡Agacha la cabeza, protege el balón y las rodillas por encima de todo, pero no olvides tus pies! Miles de carreras universitarias se habían truncado bruscamente por saltos espectaculares sobre la pila. Cientos de corredores profesionales habían quedado lesionados de por vida.
Giancarlo hacía oídos sordos a aquellos consejos. Le encantaba volar por los aires y no temía las caídas duras. Corrió ocho yardas por la derecha y planeó en las tres siguientes. Doce a la izquierda, incluidas cuatro gracias a un mortal hacia atrás. Rick amagó una entrega, salió corriendo con el balón para quince yardas y luego comunicó un drive para Franco.
– ¡No lo pierdas! -le rugió, agarrando la barra del casco de Franco cuando rompieron el agrupamiento.
Franco, con ojos de loco y medio fuera de sí, agarró a Rick y le dijo algo desagradable en italiano. ¿Quién le coge la barra del casco al quarterback?
No solo no lo perdió, sino que avanzó pesadamente diez yardas hasta que la mitad de la defensa lo enterró en la línea de las cuarenta yardas de los Giants. Seis jugadas después, Giancarlo planeó sobre la zona de anotación y empataron el partido.
Quincy necesitó cuatro jugadas para volver a anotar.
– Que corra -le dijo Rick a Sam en la línea de banda-. Tiene treinta y cuatro años.
– Ya sé cuántos años tiene -replicó Sam de mal humor-, pero preferiría que no superara las quinientas yardas en la primera mitad.
La defensa del Bolzano se había preparado para un pase, por lo que la carrera los cogió desprevenidos. Fabrizio no tocó el balón hasta casi el medio tiempo. En una segunda y gol desde la línea de seis, Rick amagó hacia Franco, salió corriendo con el balón y lo pasó a su receptor para anotar fácilmente. Un partido limpio e inmaculado, cada equipo había anotado dos touchdowns en cada cuarto. El bullicioso público estaba muy entretenido.
Durante el descanso, los primeros cinco minutos en el vestidor son los peligrosos. Los ánimos están encendidos, los jugadores están sudorosos y algunos sangran. Lanzan sus cascos, insultan, critican, gritan y les exigen a los demás que espabilen y hagan lo que tienen que hacer. A medida que baja la adrenalina, empiezan a tranquilizarse. Beben agua. Tal vez se quitan las hombreras. Se frotan alguna magulladura.
Lo mismo ocurría tanto en Italia como en Iowa. Rick nunca había sido un jugador que se dejara llevar por sus emociones y prefería quedar relegado a un segundo plano y dejar que los exaltados levantaran los ánimos del equipo. Estando empatados con Bolzano como estaban, nada le preocupaba. Quincy Shoal iba con la lengua fuera y Fabrizio y Rick todavía tenían que poner en práctica sus pases cortos.
Sam sabía cuándo debía hacer acto de presencia y al cabo de cinco minutos entró en los vestuarios y cogió el testigo de las broncas. Quincy estaba zampándoseles la merienda: ciento sesenta yardas y cuatro touchdowns.
– ¡Qué gran estrategia! -protestó Sam-. ¡Que corra hasta que caiga rendido! ¡La primera vez que la oigo! ¡Sois unos genios, chicos!
Etcétera.
A medida que avanzaba la temporada, Rick estaba cada vez más impresionado por las broncas de Sam. A Rick lo habían reprendido muchos expertos y aunque Sam solía dejarlo en paz, mostraba un verdadero talento cuando se metía con los demás. Además, el hecho de que supiera hacerlo en dos idiomas lo impresionaba.
Sin embargo, las críticas del vestuario surtieron muy poco efecto. Quincy, tras un descanso de veinte minutos y unas rápidas friegas, retomó el partido donde lo había dejado. El quinto touchdown llegó con el primer ataque de los Giants de la segunda parte, y el sexto fue una carrera de cincuenta yardas unos minutos después.
Un esfuerzo heroico, aunque insuficiente. Ya fuera la edad (treinta y cuatro años), el haberse hartado de pasta o el simple agotamiento, Quincy estaba acabado. No abandonó el campo hasta el final del partido, pero estaba demasiado cansado para salvar al equipo. En el último cuarto, la defensa de los Panthers advirtió su debilitamiento y volvió a la vida. Cuando Pietro lo bloqueó en la treinta y dos y lo tiró al suelo, el partido se acabó.
Con Franco dando botes en medio del campo y Giancarlo saltando como un conejo en las bandas, los Panthers empataron a diez minutos del final. Un minuto después volvieron a anotar cuando Karl el danés atrapó un balón perdido y avanzó tambaleante durante treinta yardas para completar el que tal vez fuera el touchdown menos elegante de toda la historia italiana. Dos diminutos Giants se le colgaron de la espalda como si fueran insectos en las últimas diez yardas.
Por si acaso y para no ser menos, Rick y Fabrizio conectaron una ruta de poste larga a tres minutos del final. El marcador acabó 56 a 41.
En el vestuario se respiraba un ambiente muy distinto después del partido. Hubo abrazos y celebraciones, algunos incluso parecían al borde de las lágrimas. Para un equipo que apenas unas semanas antes parecía desmotivado y acabado, encontrarse de repente a las puertas de una gran temporada era toda una hazaña. El prodigioso Bérgamo era el siguiente, pero los Lions tendrían que viajar a Parma.
Sam felicitó a sus jugadores y les dio exactamente una hora para refocilarse en la victoria.
– Luego todo el mundo callado y a pensar en el Bérgamo -dijo-. Sesenta y siete victorias consecutivas, ocho títulos de la Super Bowl de un tirón y un equipo al que no hemos vencido en diez años.
Rick estaba sentado en el suelo, en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared, jugando con los cordones de las botas y escuchando a Sam hablar en italiano. Aunque no lo entendía, sabía muy bien qué estaba diciendo su entrenador. Que si el Bérgamo esto, que si el Bérgamo aquello otro. Sus compañeros estaban pendientes de sus palabras mientras empezaba a aumentar la tensión ante el siguiente partido. Una pequeña inyección de energía y excitación recorrió el cuerpo de Rick, quien se vio obligado a sonreír.
Había dejado de ser un pistolero a sueldo, un sucedáneo traído del Lejano Oeste para dirigir la ofensiva y ganar partidos. Había dejado de soñar con la gloria y el dinero que proporcionaba la NFL. Aquellos sueños habían quedado atrás y se desvanecían con rapidez. Él era quien era, un Panther, y al mirar a su alrededor, viendo aquel vestuario abarrotado y sudoroso, se sintió completamente satisfecho consigo mismo.