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Jennifer volvió a encogerse, aunque con la espalda contra la pared y encadenada a la cama, no había ningún lugar donde pudiera retirarse. Escuchó los sonidos ya conocidos de la mujer que cruzaba la habitación. Se sentía golpeada, violada y hambrienta. La hemorragia entre sus piernas se había detenido, pero seguía irritada y dolorida. Se daba cuenta de que no era más que un esqueleto que se aferraba a una vida imaginaria, y cuando se movió, esperó oír los ruidos de sus huesos al chocar entre sí.
Supuso que el hombre estaba al lado de la mujer, aunque no podía oírlo. Él siempre se movía en silencio, lo cual la habría aterrorizado todavía más, sólo que ella había pasado ya la línea que existía entre la racionalidad y el miedo. Ya no era posible tener más miedo y por lo tanto, curiosamente, apenas estaba asustada. Pensó: Cuando uno sabe que se está muriendo, no hay nada realmente por lo que estar asustado. Mi padre no tenía miedo. Yo no tengo miedo. Ya. Cualquier cosa que me vayan a hacer, bien, adelante y que la hagan. No me importa. Ya no. Podía sentir que la mujer se movía cerca de ella. Le pareció que la mujer estaba volando sobre ella.
– ¿Tiene sed, Número 4? -preguntó la mujer.
Jennifer sintió de pronto que su garganta era como de arena. Asintió con la cabeza.
– Entonces beba, Número 4.
La mujer puso una botella de agua en su mano. La capucha todavía tenía la pequeña abertura cortada sobre la boca, por donde fue drogada el primer día en que se convirtió en la Número 4. Maniobró para llevar la botella a sus labios, y cuando lo logró, de todos modos el agua se derramó por la capucha hacia el pecho y por un momento no sintió que se refrescaba, sino que pensó que se iba a ahogar. Contuvo la respiración y no dejó de beber de la botella de agua hasta que se vació. Pensó que probablemente contenía drogas, y eso sería bienvenido, ya que cualquier cosa que anulara su percepción del dolor y de lo que sea que estuviera a punto de pasarle le parecía aceptable.
– ¿Mejor, Número 4?
Jennifer asintió con la cabeza, aunque era mentira. Nada estaba mejor. De pronto casi fue dominada por el deseo de gritar: Mi nombre es Jennifer, pero ya ni siquiera podía formar esas palabras con la lengua y empujarlas para atravesar sus labios secos. Incluso después de beber el agua, seguía estando muda.
Hubo una pausa momentánea, y Jennifer escuchó un ruido chirriante de madera que se arrastraba sobre el suelo de duro hormigón. Supo de qué se trataba. El hombre silencioso había movido la silla de entrevistas a la posición acostumbrada. A los pocos segundos, la mujer confirmó esa idea.
– Me gustaría que usted se colocara en el extremo de la cama. La silla en la que usted se sentó antes está ahí. Por favor, encuéntrela y siéntese. Relájese. Mire hacia delante.
Las órdenes de la mujer eran sencillas, dichas casi en voz baja. Para su sorpresa, Jennifer pudo escuchar una modulación en la voz de la mujer. La monotonía extenuante, que había sido tan severa durante todos los días de su cautiverio, se suavizó. Era casi tan amistosa como la voz de una recepcionista de oficina, como si la mujer le estuviera pidiendo a Jennifer que no hiciera nada más complicado que tomar asiento para esperar el comienzo de una cita concertada hacía mucho tiempo.
No confiaba de ninguna manera en este nuevo tono. Sabía que seguía siendo odiada. Esperó poder responder odiando con la misma intensidad.
– Ha llegado el momento de algunas preguntas adicionales, Número 4. No muchas. Esto no será largo.
Jennifer se tambaleó y gateó para bajar de la cama; las cadenas que la retenían tintinearon mientras se dirigía a la silla. Se llevó al Señor Pielmarrón con ella, como un soldado que trataba de arrastrar a un amigo herido fuera de la línea de fuego. Ya no le importaba su desnudez ni la cámara que recorría su cuerpo con insistente curiosidad. Tanteó en el aire hasta que encontró el asiento y se deslizó hacia él, mirando hacia delante, al lugar donde sabía que estaba la cámara que la enfocaba.
Se produjo una pausa momentánea, antes de que la mujer preguntara:
– Díganos, Número 4, ¿sueña usted con la libertad?
La pregunta la sorprendió. Al igual que en las otras ocasiones en que la mujer sondeó sus sentimientos, Jennifer no podía darse cuenta de cuál era la respuesta correcta.
– No -respondió lentamente-. Sueño con que las cosas vuelvan a ser como eran antes de llegar aquí.
– Pero usted nos dijo que despreciaba esa vida, Número 4. Usted nos dijo que quería escapar de ella. ¿Fue una mentira?
– No -replicó Jennifer rápidamente.
– Yo creo que sí lo fue, Número 4.
– No, no, no -insistió Jennifer, suplicando, aunque no sabía por qué suplicaba.
La mujer vaciló antes de continuar.
– Número 4, ¿qué cree usted que va a ocurrirle ahora?
Jennifer tuvo la sensación de que había dos Jennifer en el cuarto, habitando en el mismo espacio. Una de ellas estaba mareada, con la cabeza dando vueltas, confundida por los pequeños cambios en el tono de la mujer, mientras que la otra estaba fría, casi endurecida por los sentimientos congelados, sabiendo que sin importar lo que dijera, o hiciera, estaba cerca del final, aunque no quería imaginar cómo sería ese final.
– No lo sé -respondió.
La mujer repitió la pregunta:
– Número 4, ¿qué cree usted que va a ocurrirle ahora?
Exigir una respuesta a esa pregunta era algo tan cruel como todo lo que le había ocurrido, pensó Jennifer. Responder era peor que ser golpeada, encadenada, humillada, violada y filmada. La pregunta la obligaba a mirar hacia el futuro, lo que tenía el impacto emocional equivalente a ser cortada con una hoja de afeitar. Jennifer se dio cuenta de que vivir el momento era algo terrible. Pero la especulación era peor.
– No lo sé, no lo sé, no lo sé -dijo. Las palabras se aceleraban, estallaban desde su pecho en un tono agudo que desafiaba la sordina impuesta por la capucha.
– Número 4, permítame intentarlo una última vez. ¿Qué…?
Jennifer la interrumpió.
– Creo -respondió rápidamente- que nunca… -disminuyó la velocidad de sus palabras- saldré de aquí. Creo que estaré aquí por el resto de mis días. Creo que éste es mi hogar ahora, y que no hay mañana ni día siguiente. Que no hubo ayer, ni antes de ayer. No hay ni siquiera un nuevo minuto esperándome. Sólo hay esto. Aquí. Ahora. Eso es todo.
La mujer permaneció en silencio unos segundos, y Jennifer imaginó que o bien le había gustado lo que había escuchado, o lo odiaba. A Jennifer no le importaban ninguna de las dos opciones. Se las había arreglado para responder sin decir voy a morir, que era la única respuesta verdadera.
Entonces la mujer se echó a reír. Ese sonido traspasó directamente a Jennifer. Fue casi doloroso.
– ¿Usted quiere salvarse, Número 4?
Qué pregunta tan tonta, pensó Jennifer. No puedo salvarme a mí misma. Nunca he tenido la oportunidad de salvarme a mí misma. Pero mientras estas palabras resonaban en su imaginación, su cabeza asintió con movimientos hacia arriba y hacia abajo.
– Bien -aceptó la mujer. Se produjo otro breve titubeo-. Tengo una petición, Número 4 -continuó la mujer.
¿Una petición? ¿Quiere un favor? Imposible. Jennifer se inclinó ligeramente hacia delante. Sus terminaciones nerviosas estaban en tensión. Cada palabra que la mujer decía era para engañarla de algún modo, pero no estaba segura de cuál era el engaño.
– ¿Hará usted lo que yo le pida? -continuó la mujer.
Jennifer asintió con la cabeza otra vez.
– Sí. Haré cualquier cosa que me pida. -No le pareció tener otra alternativa.
– ¿Cualquier cosa?
– Sí.
La mujer hizo una pausa. Jennifer esperó alguna nueva manera de provocarle dolor. Ella va a golpearme. Tal vez el hombre me viole otra vez.
– Deme su oso, Número 4.
Jennifer no comprendió.
– ¿Qué? -replicó.
– Quiero el oso, Número 4. Ahora mismo. Entréguemelo.
Jennifer casi se deja dominar por el pánico. Quería gritar. Quería correr. Era como si le pidieran que entregara su corazón o que dejara de respirar. El Señor Pielmarrón era lo único que le recordaba a Jennifer que era Jennifer. Podía sentir el áspero pelaje sintético del juguete contra su piel desnuda. En ese instante, parecía más intenso, como si el peluche se hubiera adherido a su cuerpo, se hubiera fusionado con ella. ¿Entregar al Señor Pielmarrón? Se le cerró la garganta. Se ahogó, abrió la boca y se meció hacia atrás en su asiento, como si le hubieran dado un fuerte puñetazo en el pecho.
– No puedo, no puedo -gimió Jennifer.
– El oso, Número 4. Así tendré algo para recordarla.
Podía sentir las lágrimas que brotaban en sus ojos, y la náusea que le llenaba el estómago. Creyó que iba a vomitar. Podía sentir los pequeños brazos del juguete de peluche que la agarraban como si fuera un bebé. Quería caer en un agujero y esconderse de esta traición.
– El oso, Número 4. Ésta es la última vez que se lo pido.
No sabía qué otra cosa podía hacer. Lentamente, empujó al Señor Pielmarrón alejándolo de su pecho para ponerlo delante. Le dolían los hombros y temblaba sin poder contener los sollozos. Sintió que la mano de la mujer rozaba la suya cuando le quitó al Señor Pielmarrón. Trató con fuerza de acariciar la piel del juguete mientras se le escapaba de las manos. Su soledad era completa. Sólo las palabras Lo siento, lo siento, lo siento, adiós, adiós, adiós se formaban en su mente. Apenas escuchó las siguientes palabras de la mujer.
– Gracias, Número 4. Ahora, Número 4, creemos que ha llegado el momento del final. ¿Esto resulta aceptable para usted?
La pregunta la sofocó. Se sentía más desnuda que nunca.
– ¿Aceptable, Número 4?
Señor Pielmarrón, lo siento. Te fallé. Todo es culpa mía. Lo siento tanto… Quería salvarte.
– ¿El momento de terminar, Número 4?
Se dio cuenta de que ésta seguía siendo una pregunta que exigía una respuesta. Jennifer no sabía qué responder. Si dices que sí, mueres. Si dices que no, mueres.
– ¿Le gustaría ir a su casa ahora, Número 4?
El poco aliento que quedaba dentro de ella llegó bruscamente a su garganta. Pensó que era caliente, húmedo y ferozmente frío, como una tormenta de nieve, ambas cosas al mismo tiempo.
– ¿Le gustaría que ya hubiera terminado? -insistió la mujer.
– Sí… -logró decir Jennifer con un chillido, sollozando.
– ¿El final entonces, Número 4?
– Sí, por favor… -suplicó Jennifer.
– Muy bien -dijo la mujer.
Jennifer no podía comprender ni creer lo que estaba ocurriendo. Fantasías de libertad se amontonaban en su imaginación. Estaba temblando y de pronto sintió las manos de la mujer sobre las suyas. Fue como tocar un cable con electricidad y su cuerpo entero se estremeció. La mujer lentamente abrió las esposas, dejándolas caer al suelo ruidosamente. La cadena tintineó, como si también hubiera caído. Jennifer se sentía mareada, casi descompuesta, se movió de un lado a otro, como si la cadena y las esposas la estuvieran manteniendo erguida.
– La capucha sigue en su sitio, Número 4. Usted sabrá cuándo puede quitársela.
Jennifer se dio cuenta de que había levantado sus manos hasta la tela negra que le cubría la cabeza. De inmediato obedeció, dejando caer las manos en su regazo, pero estaba terriblemente confundida. ¿Cómo se iba a dar cuenta?
– Delante de sus pies estoy poniendo la llave para que usted abandone este lugar -explicó lentamente la mujer-. Esta llave abrirá la única puerta cerrada que la separa de la libertad. Por favor, quédese sentada durante varios minutos. Usted debe contar en voz alta. Entonces, cuando usted crea que ha pasado suficiente tiempo, puede encontrarla y decidir si considera que ya es tiempo de volver a su casa. Puede tomarse todo el tiempo que quiera para llegar a esa decisión.
La cabeza de Jennifer se tambaleó. Comprendía la parte de «quédese sentada» de la orden, y eso de «usted debe contar». Pero el resto de las órdenes no tenían sentido. Permaneció inmóvil en su posición. Escuchó a la mujer que atravesaba la celda y abría la puerta. Esto fue seguido por el ruido de una puerta cerrándose y una llave girando.
Su imaginación parecía afiebrada, llena de imágenes. Se suponía que la llave estaba justo delante de ella. Pensó: Se están yendo. Se están escapando y sólo quieren que yo espere hasta que se hayan alejado. Eso es lo que hacen los delincuentes. Tienen que huir. Eso está bien. Puedo jugar a este juego. Puedo hacer lo que piden. Sólo váyanse. Déjenme aquí. Yo estaré bien. Puedo encontrar la manera de regresar a mi casa.
– Uno…, dos…, tres… -susurró. No podía evitarlo. La esperanza la envolvía, junto con la culpa. Lo siento, Señor Pielmarrón, deberías estar conmigo. Debería llevarte a casa a ti también. Lo siento.
Tuvo una convulsión. De pies a cabeza. Imaginó que el Señor Pielmarrón iba a ser colocado delante de una cámara para ser torturado en lugar de ella. Pensaba que nunca se iba a perdonar a sí misma por haber entregado al oso. No creía que pudiera irse a casa sin él. Sabía que no podría reencontrarse cara a cara con su padre sin él; aun cuando su padre estuviera muerto, esa imposibilidad no parecía un obstáculo. Sus músculos se tensaron, duros como el metal.
– … ¡Veintiuno, veintidós! -Se dijo a sí misma: Deja que pase bastante tiempo. Déjalos correr. Déjalos irse. Nunca los volverás a ver. Tenía sentido para ella. Ya han acabado conmigo. Todo ha terminado. Empezó a sollozar de manera incontrolada. No se permitió formar las palabras voy a vivir en su mente, pero ese sentimiento creció dentro de ella, siguiendo el ritmo de los números de su reloj interior.
Cuando lenta y concienzudamente había contado ya hasta doscientos cuarenta, no pudo soportar más. La llave, se dijo. Encuentra la llave. Vete a casa.
Todavía sentada, se agachó, inclinándose, estirando la mano, como un penitente religioso que enciende una vela devocional en un altar delante de ella. Buscó a tientas y sus dedos encontraron algo sólido, metálico. Jennifer vaciló. No se parecía al tacto a ninguna llave que ella hubiera tocado antes. Estiró un poco más la mano y tocó algo de madera.
Las puntas de sus dedos recorrieron la forma de la llave. Algo redondo. Algo largo. Algo horrible. Retrocedió bruscamente, abrió la boca casi ahogada, como si sus dedos se hubieran quemado. Pensó: Los gritos del bebé. Eran una mentira. Los niños jugando. Eran una mentira. El ruido de una pelea. Era una mentira. Los policías en el piso de arriba. Eran una mentira.
Una llave para quedar libre. La peor mentira de todas. No era una llave para abrir una puerta lo que había a sus pies. Era una pistola.