172954.fb2 El que siembra sangre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

El que siembra sangre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

12

Gunnar Nyberg vivía en un piso de dos dormitorios en Nacka, pero prefería pasar su tiempo en la iglesia que estaba a sólo una manzana, cantando a pleno pulmón. Un par de noches atrás su cama se había desplomado bajo su peso y lo consideró un mal augurio. Cuando despertó, tenía dos microscópicas tenazas introducidas en la garganta que le apretaban las cuerdas vocales. Nunca más volvería a cantar. Le llevó mucho tiempo sacárselas, no de la garganta, sino del cerebro. Permaneció tirado entre los restos de la cama, dejando que las tenazas se desvanecieran de su mente. A su alrededor, asomaban puntiagudos fragmentos de madera. Poco a poco se fue dando cuenta de que había tenido mucha suerte: podría haber acabado empalado. Se echó a reír. Pasaron varios minutos antes de que fuera capaz de parar.

El incidente tuvo dos resultados concretos. Primero, empezó a hacer régimen; era consciente de que con el Asesino de Kentucky campando a sus anchas por las calles de Estocolmo quizá no había elegido el momento más oportuno, pero la necesidad le resultaba cada vez más imperiosa, y el naufragio del dormitorio fue la gota que colmó el vaso. Segundo, compró una cama nueva, diseñada para personas con sobrepeso. Eso sí que era coger el toro por los cuernos, pensó orgulloso. Había recuperado el control de su vida.

En esa cama de diseño especial para personas obesas, Nyberg estaba sumido en el más placentero sueño de soltero, con unas lascivas y bien dispuestas jóvenes como protagonistas, cuando fue interrumpido por unos molestos timbrazos. Como hacía mucho que no le llamaban por la noche, le llevó bastante tiempo entender lo que sucedía. Una vez le quedó claro que se trataba del teléfono, lo primero que le vino a la cabeza fue que la llamada, por extraño que pueda parecer, la hacía su ex mujer. ¿Le habría pasado algo a Gunilla? Al escuchar la típica voz policial resonar en el auricular, se le ocurrió que, si así fuese, sin duda él sería la última persona con la que contactarían.

– ¿Hay alguien ahí? -repitió la voz policial.

Nyberg consiguió reanimar sus cuerdas vocales y respondió con voz ronca:

– Sí, Nyberg al habla.

– Llamo de la policía de Estocolmo. Tengo instrucciones, hasta nueva orden, de informarle a usted inmediatamente de todos los «fallecimientos sospechosos». ¿Es eso correcto?

– No sé muy bien lo que significa ese término, pero sí, es correcto.

– Hay un homicidio en el puerto franco que, sin duda, entra en esa categoría.

Nyberg reaccionó enseguida.

– ¿Tiene la víctima dos agujeros en el cuello?

– ¿Está usted despierto? -inquirió el agente con suspicacia-. Los vampiros sólo existen en los sueños.

– Conteste la pregunta, por favor.

– No lo sé -respondió la voz secamente.

Antes de colgar, Nyberg consiguió que le describiera con detalle el camino. Luego se desperezó, se vistió, tan desastrado como siempre, metió las llaves de casa y las del coche en el bolsillo y, tras bajar volando -o al menos eso le pareció a él- las escaleras, se marchó al volante de su viejo Renault.

Apenas había tráfico en las carreteras castigadas por la lluvia. Intentó pensar en el Asesino de Kentucky, en las pequeñas tenazas que con una rápida maniobra arrebatan el rasgo más distintivo que posee el ser humano, la voz, pero no le fue muy bien; el repentino despertar le había traído a la mente aquello que procuraba reprimir más que ninguna otra cosa.

Durante los años setenta, Gunnar Nyberg había sido Mister Suecia, un culturista reconocido internacionalmente, a la vez que trabajaba en la policía del distrito de Norrmalm. En aquella época mantenía ciertos contactos con los integrantes de lo que años más tarde se conocería como «La banda del béisbol», los maderos más crueles de la historia del cuerpo; pero para cuando ese nombre se hizo famoso Nyberg ya se había trasladado al distrito de Nacka y abandonado los anabolizantes. Y había perdido a su familia.

Había sido un auténtico hijo de puta. Cuando pensaba en aquella época siempre tenía que cerrar los ojos, algo que, la verdad, se podía hacer sin problemas en la desierta carretera de Värmdö.

Todas esas palizas, la paciencia perdida ya de antemano, esos tremendos ataques de ira provocados por los esteroides…

Desde hacía un año iba a menudo a dar charlas a colegios. Él era una de las primeras víctimas de los efectos secundarios que causaban los anabolizantes, y veía a diario cómo el abuso de los esteroides no hacía más que aumentar en la ciudad. Era capaz de olfatear a un consumidor al instante. Fue el pastor de la congregación quien le pidió que visitara los colegios; Nyberg aceptó, aunque a regañadientes, y la primera vez fue sin muchas ganas. Sin embargo, los niños escuchaban; pese a que la mayoría de la masa muscular se había convertido en esa grasa que rompía camas, seguía teniendo un cuerpo que impresionaba. Mantenía un perfil bajo, mostraba fotografías espeluznantes que comentaba con una objetividad casi irónica. Posiblemente, en algún sitio, alguien había dejado de tomar esteroides gracias a él.

Pero el velo de la penitencia era tan fino que volvió a desgarrarse una vez más: detrás de los párpados se le apareció la misma escena de siempre. La última vez que maltrató a su mujer. Las cejas, más que rotas, reventadas de Gunilla. Las miradas angustiadas de Tommy y Tanja, miradas que su cerebro almacenaría hasta el final de sus días. Sabía que esas imágenes también se habían quedado grabadas en el cerebro de sus hijos, que ahora vivían en Uddevalla, adonde la familia se había mudado para alejarse de él todo lo posible. Llevaba más de quince años sin verlos. Si se hubiese cruzado con ellos en la calle, no los habría reconocido. Su vida giraba en torno a un enorme abismo.

Tuvo que parar el coche.

«¡Canto para vosotros!», gritó en silencio, como si unas tenazas apretaran sus cuerdas vocales. «¿No os dais cuenta? ¡Canto para vosotros!»

Pero nadie le oía. Nadie en todo el mundo le oía.

Despacio, se incorporó de nuevo a la carretera, rodeó el barrio de Danviksklippan siguiendo la larga y cerrada curva y pasó el puente de Danvikstull. La lluvia, ruidosa, azotaba la calzada sin descanso.

Y de pronto ya había llegado. No sabía muy bien cómo; los últimos kilómetros se habían esfumado, devorados por el enorme abismo.

Nada más entrar en la zona del puerto franco divisó la familiar luz azul que se elevaba, centelleante, entre las cortinas de agua. Se dejó guiar por la señal, adentrándose por los estrechos caminos hasta llegar a las cintas que acordonaban el lugar. La luz azul barría el aire sin descanso.

Además de tres coches patrulla, se veía una ambulancia. Y a Jan-Olov Hultin, que en medio de la aglomeración de agentes empapados y protegido por un paraguas, hojeaba un montón de papeles a pesar de la copiosa lluvia. Nyberg se coló bajo el paraguas, aunque tres cuartas partes de su cuerpo quedaron fuera.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó.

Hultin lo miró, impasible, por encima de sus gafas de búho.

– Echa un vistazo tú mismo.

– ¿Agujeros en el cuello?

Hultin no dijo nada. Luego negó con la cabeza, provocando un profundo suspiro en Nyberg.

Se acercó al bulto envuelto en una manta que había en medio del estrecho camino. Un rostro blanco contemplaba los negros cielos nocturnos con ojos muertos. La lluvia golpeaba los iris sin interrupción.

Nyberg se inclinó y se apiadó del muerto. Le cerró los párpados y se quedó agachado observando el cadáver.

Se trataba de un varón de unos veinticinco años. Un chaval joven.

«Podría haber sido Tommy», pensó.

Y una repentina idea le hizo estremecerse. ¿Y si fuera su hijo? No lo habría podido reconocer.

Nyberg se sacudió el malestar, como un enorme bulldog bajo la intensa lluvia.

Miró el cuello desnudo. No tenía marcas. Pero distribuidos a la perfección en torno al corazón se veían cuatro agujeros de bala. Había perdido muy poca sangre. La muerte, sin duda, fue instantánea.

Incorporó su pesado cuerpo con un gemido y volvió junto a Hultin, que había conseguido que los papeles permanecieran completamente secos bajo la protección del paraguas.

– ¿Esto tiene algo que ver con nuestro caso? -quiso saber Nyberg.

Hultin se encogió de hombros.

– Es lo más prometedor hasta la fecha. Hay ciertos detalles…

Nyberg aguardó tranquilo a que Hultin continuara; ya no tenía sentido parapetarse bajo el paraguas de su jefe, estaba empapado.

– A las 3.12 llamó a la policía un guarda jurado de la empresa LinkCoop denunciando un robo en los locales de la firma. Para entonces, unos agentes ya estaban de camino porque poco antes, a las 3.07, la centralita había recibido una llamada anónima desde una cabina de la plaza de Stureplan. ¿Quieres escucharla?

Nyberg cabeceó afirmativamente. Hultin se inclinó hacia el interior de uno de los coches patrulla y metió una cinta en el reproductor.

Al principio sólo se oía ruido de fondo, después una acelerada voz masculina.

– La policía, por favor.

Silencio y ruido de fondo de nuevo, y luego una voz femenina.

– Policía. ¿Dígame?

– Hay un cadáver en el puerto franco -espetó la estresada voz.

– ¿Dónde? ¿Puede ser más concreto?

– No sé cómo se llama el camino. Es estrecho, casi al final, cerca del agua. Está tirado en medio de la calzada. No tiene pérdida.

– ¿Me puede indicar su nombre, por favor, y el lugar desde donde realiza la llamada?

– Eso ahora da igual. Un tipo con un pasamontañas estaba a punto de meter otro bulto igual en el maletero de su coche. Lo sorprendimos. Se marchó de allí a toda leche.

– ¿Marca del coche? ¿Matrícula?

Acto seguido sólo ruido de fondo y, de pronto, silencio total. Hultin sacó la cinta y la devolvió al bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Y eso es todo? -preguntó Nyberg.

Hultin asintió con la cabeza.

– Puede que se trate de un doble homicidio. Y el pasamontañas sugiere cierto grado de profesionalidad.

– Aun así no veo la relación con nuestro hombre -dijo Nyberg antes de cambiar de tema-. ¿Está el guarda por aquí?

Hultin hizo un gesto con la mano invitándolo a acompañarle. Se abrieron paso entre el enjambre de policías. El personal de la ambulancia se disponía a colocar el cadáver en una camilla; por el rabillo del ojo, Nyberg vio que estaba rígido como un palo.

Tras dar la vuelta a un par de hileras de naves llegaron a una garita de vigilante que había delante de unos almacenes pertenecientes a la empresa LinkCoop. Un logo poco menos que estrafalario, de alegres colores, titilaba encima de la entrada, ofreciendo un llamativo contraste con la tenue luz que se filtraba desde la garita.

Entraron. Un guarda uniformado estaba sentado tomando café con nada menos que tres agentes de la policía, también de uniforme.

– Qué bien vigiláis al vigilante -exclamó Nyberg.

– Salgan -ordenó Hultin con su habitual tono neutro.

Mientras los tres agentes se marchaban en fila india con el rabo entre las piernas, el guarda se apresuró a levantarse y se puso firme. Se trataba de un hombre joven que parecía rondar los veinte años, con la cabeza casi rapada y una masa muscular bien inflada. El olor a esteroides embistió el hipersensible olfato de Nyberg. Conocía el tipo a la perfección: comando especial en la mili, Brigada Paracaidista o Infantería de Marina, un profundo respeto por el orden jerárquico, abundante consumo de sustancias prohibidas, posiblemente unas cuantas solicitudes denegadas para entrar en la academia militar o policial, y una actitud no del todo tolerante para con inmigrantes, homosexuales, personas que cobran prestaciones sociales, fumadores, civiles, mujeres, niños, seres humanos…

Gunnar Nyberg se detuvo. Tuvo que esforzarse para no dejarse llevar por los tópicos y caer así en el mismo error del que seguramente sería culpable el estereotipo que tenía delante.

Al entrar salpicaron de agua la microscópica garita. Sin duda, el guarda se pasaba las noches ahí metido en compañía de una abundante selección de revistas de dudoso contenido, reflexionó Nyberg hundiéndose aún más en la ciénaga de los estereotipos. Ojalá, pensó, fuera un CD con el Réquiem, de Schnittke, o la revista Modern Art Forum lo que hubiera en el cajón que el guarda había cerrado con tanta rapidez. Por desgracia, lo que vislumbró bajo las diligentes manos del guarda fue el logo de una conocida revista porno.

Hultin hojeó sus secos papeles hasta encontrar lo que buscaba:

– ¿Benny Lundberg?

– Presente -respondió Benny Lundberg con una dicción ejemplar.

– Siéntese.

El guarda obedeció la orden y tomó asiento junto a su desgastada mesa, frente a la cual había ocho monitores de televisión que mostraban los interiores de unos almacenes sumidos en la más absoluta oscuridad. Los inspectores se acercaron cada uno un taburete, previamente calentado por un culo policial, y se sentaron. La intensa lluvia caía incansable sobre la pequeña garita.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Hultin.

– Cuando hice mi ronda habitual a las tres, advertí que habían forzado la puerta de uno de nuestros almacenes. Entré y descubrí que el local estaba en desorden, por lo que llamé enseguida a la policía.

-End of story?[5] -preguntó Nyberg.

– Yes -respondió Benny Lundberg con cara seria.

– ¿Han robado algo? -inquirió Hultin.

– Eso no lo sé. Pero las cajas estaban tiradas por el suelo.

– ¿Qué tipo de cajas? -preguntó Nyberg sin demasiado interés.

– Equipos informáticos. LinkCoop es una empresa de exportación e importación en el sector de la informática -contestó Benny Lundberg como si recitara la lección.

– ¿Echamos un vistazo al almacén? -propuso Hultin con la misma falta de interés que mostraba Nyberg.

El guarda lideró el camino a través de la lluvia hacia la fila de naves pertenecientes a LinkCoop. Al llegar a la entrada provista del absurdo logo, que no paraba de centellear, giraron a la izquierda y se acercaron a una puerta que formaba parte de una hilera de puertas idénticas situadas encima de un alargado muelle de carga y descarga. La zona ya se había acordonado con la cinta blanquiazul de la policía.

Como no había ninguna escalera cerca, subieron ayudándose con los brazos, lo que les supuso un considerable esfuerzo. Tras la puerta forzada, se encontraron con los mismos tres agentes que acababan de tomarse un café con el guarda en la garita. Quizá deberían haber previsto que sus superiores aparecerían por allí.

– Veo que la lluvia no os gusta mucho, chicos -constató Nyberg mientras recorría la estancia con la mirada.

Se trataba de un almacén típico, con cajas de diferentes dimensiones apiladas en estanterías bien marcadas. Muchas de las cajas estaban tiradas por el suelo y en algunas asomaban piezas de equipamiento informático algo descantilladas. No daba la impresión de que se hubieran llevado muchas cosas.

– Quizá estuvieran ocupados en otros asuntos -dijo Nyberg.

Hultin le echó una rápida pero inexpresiva ojeada para enseguida dirigirse a Benny Lundberg.

– Cuando usted entró, ¿el almacén tenía exactamente este aspecto?

Lundberg asintió con la cabeza mientras lanzaba una mirada hacia los tres compañeros de fatigas, quienes, indecisos, como si esperaran una orden, permanecían junto a la puerta.

Tras dar una rápida vuelta por la estancia, más que nada por cumplir, se despidieron de Benny Lundberg y salieron de nuevo a la desapacible noche otoñal.

– ¿Dos sucesos independientes el uno del otro? -comentó Nyberg.

– No creo -repuso Hultin.

– ¿Disputa entre ladrones por el reparto del botín?

– No creo -repitió Hultin para variar.

– A las tres y siete nuestro informador anónimo, desde una cabina telefónica, nos avisa sobre el cadáver; cinco minutos más tarde llama Benny, el estereotipo esteroide, para denunciar el robo, y ahora son las cuatro y seis. ¿Dónde está la conexión?

– Quiero que hables con LinkCoop mañana.

– Hoy -le corrigió Nyberg mientras consideraba si tenía sentido volver a su casa para descansar otras dos horas.

– Tienes pinta de necesitar un par de horas más de sueño -dijo Hultin, como si leyera los pensamientos de Nyberg.

Hultin, en cambio, no parecía tener necesidades de ningún tipo cuando, todavía completamente seco, se dirigió a través de la lluvia hacia su Volvo turbo.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> «¿Fin de la historia?»