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Yashim sintió como si llamara la atención en el momento en que la idea relampagueó en su mente. Era como si esa sospecha le hubiera hecho resplandecer.
En un café cercano, el propietario le trajo una taza del negro brebaje mientras Yashim miraba calle abajo, con unos ojos que no veían. En el fondo de su mente, el ruido de los hojalateros golpeando insistentemente con sus martillos se había fundido con el recuerdo de aquel terrible sonido, diez años atrás, de los jenízaros golpeando sus calderos vueltos boca abajo. Se trataba de una antigua señal que nadie en el palacio, o en las calles, o en los hogares de la ciudad, podía dejar de comprender. Era la madre de todos los estrépitos, y significaba que los jenízaros querían más.
Significaba que querían sangre.
A través de los siglos, aquel penetrante y siniestramente insistente ruido de los jenízaros golpeando sus calderos había sido el preludio de la muerte en las calles, de hombres hechos pedazos, del sacrificio de príncipes. ¿Siempre había sido así? Yashim sabía perfectamente lo que los jenízaros habían conseguido. Cada hombre era seleccionado a partir de una leva entre los más duros, apropiados y despabilados muchachos cristianos. Y eran traídos a Estambul, obligados a renunciar a la fe de los campesinos de los Balcanes que les habían educado, para jurar lealtad como esclavos del sultán, que cabalgaba al frente de ellos, para convertirlos en un cuerpo militar. Una terrible máquina de guerra que los sultanes otomanos habían lanzado contra sus enemigos en Europa.
Si el Imperio otomano inspiró temor en todo el mundo conocido, fueron los jenízaros los que metieron ese miedo en los no creyentes. La conquista de Sofía y de Belgrado. Estambul mismo, arrebatado a los griegos en 1456. La península Arábiga y, con ella, las Ciudades Santas. Mohacs, en 1526, donde la flor y nata de la caballería húngara fue exterminada en sus sillas, y Solimán el Magnífico, quien condujo a sus hombres hasta Buda, y, fugazmente, hasta las puertas de la propia Viena. Rodas y Chipre, Egipto y el Sahara. Vaya, los jenízaros habían llegado incluso hasta Francia en 1566, pasando un año entero en Toulon.
Hasta que -¿quién podría decir el motivo?- las victorias terminaron. Las condiciones del reclutamiento cambiaron. Los jenízaros pidieron permiso para casarse. Solicitaron el derecho a dedicarse a comerciar cuando no estuvieran guerreando, para dar de comer a sus familias. Alistaron a sus hijos en el cuerpo, y el cuerpo se fue mostrando cada vez más reticente a luchar. Pero seguían siendo peligrosos. Cargados de privilegios, trataban despóticamente a la gente corriente de la ciudad. Concebidos para morir luchando en las solitarias fronteras de un imperio que no paraba de extenderse, gozaban de todo el permiso e inmunidad que el pueblo y el sultán podían otorgar a unos hombres que pronto serían mártires. Pero ya no buscaban ese martirio. Los hombres que habían sido enviados a aterrorizar a Europa hicieron un sencillo descubrimiento: era más fácil -y mucho menos peligroso- aterrorizar en casa.
El palacio hacía esfuerzos por razonar con los jenízaros. Esfuerzos por disciplinarlos. En 1618, el sultán Osmán intentó acabar con ellos, y ellos lo hicieron matar, como Yashim sabía, comprimiéndole los testículos, un modo de ejecución que no dejaba rastro en el cuerpo. Un hombre especial, una muerte especial. Se consideraba apropiado para un miembro de la familia imperial. Incluso posteriormente, en 1635, Murad IV reunió a treinta mil jenízaros y los hizo marchar hacia la muerte en Persia. Pero el cuerpo sobrevivió.
Y de una forma lenta, dolorosa, los otomanos habían llegado a comprender que ya no podían defenderse adecuadamente por sí solos. Nada dignos de confianza, los jenízaros seguían insistiendo en que eran el supremo poder militar. Se habían vuelto inexpugnables. El pueblo llano los temía. En el comercio, se aprovechaban de sus privilegios para ser unos rivales temibles. Se comportaban de forma amenazadora e insolente. Y se paseaban bravuconamente por las calles de la ciudad blandiendo armas y soltando groseras blasfemias. Ante el Palacio de Topkapi, entre Aya Sofía y la Mezquita Azul, se encontraba el espacio abierto destinado al entrenamiento de los jenízaros, el Atmeidan, el antiguo Hipódromo de los bizantinos. En él se levantaba un viejo, enorme, árbol junto al cual los jenízaros siempre se habían concentrado al primer signo de cualquier conflicto. Alrededor del descortezado y sucio tronco del Árbol de los Jenízaros gravitaba el centro de su mundo, del mismo modo que en palacio se hallaba el centro de gobierno otomano y en Aya Sofía el corazón de su fe. Bajo sus ramas, los jenízaros daban a conocer sus quejas y secretos, y tramaban sus motines. De las balanceantes ramas del árbol, también, colgaban los cuerpos de los hombres que les habían contrariado: ministros, visires, funcionarios del tribunal, sacrificados a su ansia de sangre por una aterrorizada sucesión de débiles y vacilantes sultanes.
Mientras tanto, los infieles estaban arrebatando tierras que habían sido conquistadas por los ejércitos del sultán en el nombre del islam. Hungría fue la primera. En Egipto, Alí Pachá, el albano, se basó en la experiencia de la invasión napoleónica para entrenar a los fellahin como soldados, al estilo occidental. Y cuando Grecia fue arrancada del corazón de un imperio donde uno de cada dos hombres era griego por la lengua, fue el golpe de gracia final. Los egipcios habían mantenido el fuerte durante algún tiempo. Había que felicitarlos. Tenían instrucción y disciplina; tenían táctica y armas modernas. El sultán comprendió el mensaje y empezó a entrenar a su propia fuerza al estilo egipcio: la Nueva Guardia del serasquier.
Eso había sido diez años antes. El sultán dio la orden de que los jenízaros debían adoptar el estilo occidental de la Nueva Guardia, sabiendo que eso los provocaría y ofendería. Y los jenízaros se rebelaron al instante. Preocupándose sólo por sus privilegios y supervivencia, se lanzaron contra el palacio y los novatos de la Nueva Guardia. Pero se habían vuelto más estúpidos y perezosos. Eran despreciados por el pueblo. El sultán se había preparado. Cuando los jenízaros dieron la vuelta a sus calderos, la noche del jueves 15 de junio, se tardó sólo un día en realizar con medios modernos lo que nadie había conseguido en trescientos años. Al llegar la noche del 16, un moderno y eficiente fuego de cañón había reducido los cuarteles de los amotinados a unas humeantes ruinas. Miles de ellos habían muerto ya. El resto, huyendo para salvar la vida, murieron en las calles de la ciudad, en los bosques que había al otro lado de los muros, en los agujeros y guaridas en los que se escondieron para sobrevivir.
Fue un trauma, reflexionó Yashim, del que el imperio aún esperaba recuperarse. Algunas personas tal vez no se recuperarían nunca.