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El abastecimiento de una gran ciudad, le gustaba remarcar al cadí, es el indicador de una civilización próspera. En Estambul era un asunto que había sido afinado prácticamente hasta la perfección por la experiencia de casi dos mil años; y de los mercados de la ciudad podía decirse con propiedad que no había una sola flor, o fruta o algún tipo de carne o pescado que no hiciera su aparición allí en temporada.
Una ciudad imperial tiene un apetito imperial, y durante siglos la urbe había exigido el tributo diario de un enorme hinterland, donde los bizantinos habían cultivado sus huertos cuando vinieron desde Tracia y Asia Menor y los turcos también cultivaban verduras. Desde ambos mares -el cálido Mediterráneo y las oscuras, gélidas, aguas del mar Negro- se aportaban abundancia de pescados, en tanto que las truchas más dulces de los lagos de Macedonia eran transportadas a la ciudad en tanques. Desde las montañas de Bulgaria llegaban muchas clases de miel para ser convertidas en dulces por los hábiles pasteleros de Estambul.
Era un negocio perfectamente regulado, considerándolo todo, desde las tierras de pasto balcánicas a los puestos del mercado, en un constante trajín de pedidos, inspecciones, compras y encargos. Y, como en toda actividad que necesita incesante supervisión, había abusos.
El cadí del mercado de la Kerkoporta ocupaba su puesto desde hacía veinte años y se había ganado una reputación de severidad. Un carnicero que usara falsas pesas era colgado en la puerta de su propia tienda. A un verdulero que mintiera sobre la procedencia de su fruta le cortaban las manos. Otros, que habían engañado a un cliente, quizás, o evitado los canales oficiales para procurarse mercancía, se veían obligados a llevar un ancho collar de madera durante unas semanas, o pagar una fuerte multa, o ser clavados por la oreja a la puerta de su propia tienda. El mercado de la Kerkoporta se había convertido en un prototipo de comercio honesto, y se suponía que el cadí lo hacía todo con la mejor de las intenciones.
Los comerciantes lo consideraban demasiado riguroso, pero estaban divididos en cuanto a la mejor manera de tratar con él. Una minoría estaba a favor de reunirse para elaborar alguna queja contra él de la que fuera improbable que se recuperara; pero la mayoría se encogía de hombros y aconsejaba paciencia. El cadí, sugirieron algunos, estaba simplemente fijando su precio. ¿Acaso un ambicioso vendedor de alfombras no se pone lírico sobre los colores y cualidades y rareza de su mercancía, como un preludio a la negociación? ¿Acaso un joven luchador no emplea toda su fuerza en el combate, en tanto que el hombre de más edad sólo utiliza aquella que realmente necesita? «Llegará el momento -afirmaban- en que el cadí empezará a ceder.»
El sector partidario de la acción pensaba que ese hombre era diferente. Los realistas, en cambio, decían que era humano. Y las mentes más sutiles de todas observaban tranquilamente que el cadí tenía dos hijas. La mayor, que se acercaba a la edad de contraer matrimonio, era considerada muy hermosa.
La caída del cadí, cuando finalmente se produjo, fue silenciosa e irrevocable. El rumor de la belleza de su hija era totalmente correcto; la muchacha era también dócil, piadosa, obediente y diestra. Eran estas cualidades las que provocaban la agonía mental del cadí, mientras trataba de elegir un marido para ella. Amaba a su hija y deseaba lo mejor para ella; y justamente porque era tan buena, él se había vuelto tan exigente. Y precisamente porque era tan exigente, acabó decidiéndose por un conocido maestro de la madrasa central, un soltero procedente de una excelente y acaudalada familia.
La fortuna del cadí no era en absoluto adecuada para proveer a su hija con la hermosa dote y las memorables festividades de boda que la familia del novio solía proporcionar a sus propias hijas. A ellos no les importaba, naturalmente; pero sí atormentaba al cadí. La causa de este tormento fue adivinada por la casamentera, una vieja y astuta dama que mascaba betel y llevaba una pulsera de oro por cada unión que había negociado satisfactoriamente. Tintineaban como un manantial cuando ella se movía. Y se movía mucho: es decir, visitaba casi todas las casas del barrio de forma bastante regular, y en una de esas visitas los comerciantes de la Kerkoporta se enteraron del problema del cadí.
El asunto fue manejado con delicadeza.
Por arreglar una espléndida boda, y contribuir todos a proporcionar a la muchacha una generosa dote, los comerciantes no le pidieron al cadí nada a cambio. Pocos mercados estaban tan bien atendidos como el de la Kerkoporta por su cadí, que había traído tanto orden, regularidad y honestidad en el negocio que incluso un extranjero, como era bien sabido, podía hacer sus compras allí con absoluta confianza. Nadie tendría por qué saber siquiera que la dote y la fiesta eran un obsequio del mercado al juez.
No se dijo nada. No se hicieron tratos, Dios nos libre. El cadí continuó haciendo su trabajo con rigor, como antes. Ni siquiera se mostró especialmente agradecido.
Estaba simplemente fatigado. Ser honesto era cansado, pero no era tan agotador como seguir cargando con lo que él sabía: que se había dejado favorecer por los comerciantes a los que era deber suyo regular.
Continuó instalado en el mercado, viendo casos, investigando abusos, desaprobando a los demandantes y reservándose su opinión. Pero ya no castigaba las transgresiones con tanta severidad. Ya no le preocupaba realmente si los comerciantes engañaban a sus clientes, o no. Si encontraba oro en su bolsa, o una oveja recién sacrificada le era entregada en su puerta, eso no provocaba en él ni gratitud ni indignación.
A fin de cuentas, tenía otra hija.