172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 102

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 102

Capítulo 100

Los asnos golpeaban los adoquines con sus pequeños cascos. Los carros de dos ruedas traqueteaban y se balanceaban tras ellos, con un ruido como de guijarros que rodaran. Los tenues rayos de luz del farol trazaban garabatos en las lisas paredes.

Catorce. Quince. Dieciséis.

Murad Eslek levantó una mano. El portero de noche asintió con la cabeza e hizo que la barrera se balanceara suavemente encajándola en el bloque de madera del otro lado de la verja, cerrando la calle.

Eslek dio unas breves gracias y siguió a sus carros hasta la plaza.

Sesenta o setenta carros tirados por asnos se abrían paso a través de las estrechas aberturas, discutiendo su prioridad con una docena más o menos de carros de muías, de un tamaño mayor, un rebaño de ovejas que no dejaban de balar y unos vendedores ambulantes que seguían llegando. El espacio disponible estaba comprimido por los vacíos puestos que Eslek y sus hombres habían estado levantando durante las últimas dos horas, cada uno de ellos rematado por una lámpara. El carro número ocho, observó Eslek, había sobrepasado su puesto. Inútil tratar de volver atrás; tendría que dar toda la vuelta y hacer un segundo intento cuando los demás se hubieran apartado. Uno de los puesteros, envuelto en una manta de caballo sujeta con una cuerda, exigía saber dónde se encontraba su entrega. El carro número cinco había sido arrastrado por una erupción de carros de mulas que llegaban de la ciudad. Eslek apenas conseguía distinguirlo, con su alto montón de jaulas de aves de corral balanceándose peligrosamente. Pero, en su mayor parte, todo estaba en su lugar.

Comenzó a ayudar a descargar el primer carro. Ces tos de berenjenas, bolsas de arpillera con patatas y bushels de espinacas cayeron con ruido sordo en el establo. Cuando casi estuvo todo acabado, Eslek se dio la vuelta y empezó la misma rutina con el carro de detrás. El truco consistía en terminar de descargar simultáneamente, mantener el tren de carros junto y avanzar con orden. De lo contrario, todo iría de un lado para otro y no habría descanso hasta la salida del sol.

Se precipitó a través de la plaza hacia el carro de las aves de corral. Tal como se temía, había quedado encajado detrás de un carro de muías cargado con sacos de arroz, y nadie prestaba atención a los gritos del conductor. Eslek agarró el ronzal de la muía e hizo una señal con el brazo al conductor, que se encontraba de pie en el carro, trasladando los pesados sacos a los brazos de un hombre que estaba en el suelo.

– ¡Eh! ¡Eh! ¡Espera!

El conductor le lanzó una mirada y se dio la vuelta para coger otro saco. Eslek tiró del ronzal de la muía hacia atrás. El animal trató de levantar la cabeza, pero en vez de ello decidió dar un paso atrás. El carro pegó una sacudida y el conductor, desequilibrado, se balanceó hacia atrás con un saco en sus brazos y cayó de culo pesadamente.

El dueño del puesto sonrió y se rascó la cabeza. El conductor saltó del carro hecho una furia.

– ¿Qué diablos?… Ah, ¿eres tú?

– Genghis, haz que este trasto retroceda un poco. Estamos atascados. Venga, muévelo.

Hizo un gesto hacia el conductor del carro tirado por burros, que se encontraba sentado en la caja del vehículo con su largo bastón. El transportista de arroz hizo retroceder su carro de muías, el conductor del asno sacudió el polvo de los flancos del animal y la pequeña bestia trotó hacia delante.

– ¡Gracias! -Eslek levantó la mano para despedir se, luego avanzó lentamente junto a su carro-. La segunda vez esta semana, Abdul. Nos estás retrasando a todos.

Llevó el carro a la parte de atrás de su propio convoy, le dijo al conductor que agarrara un cajón y, con la ayuda del puestero, lo descargaran, esquivándose mutuamente al ir arriba y abajo de la línea. La mayor parte de los puesteros estaba ya arreglando su mercancía; el olor del carbón vegetal flotaba en el aire a medida que los vendedores ambulantes encendían sus fuegos. Eslek estaba hambriento, pero aún tenía que despejar los carros; transcurrió otra hora antes de ver cómo todos atravesaban sin problemas la verja, donde arregló cuentas con los conductores.

– Abdul -dijo-, mantén los ojos abiertos, ¿entiendes? Esos muleros parecen duros, pero no se meterán contigo. Al menos si no les das una oportunidad. Pégate a la cola del hombre que está delante, y mantén los ojos al frente. No son más que unos bravucones.

Volvió a pie al mercado. De vez en cuando tenía que aplastarse contra la pared para dejar pasar a más carros de burros; pero cuando llegó a la plaza, el primer barullo de la noche se había calmado. Los vendedores estaban ocupados arreglando frutas y verduras. Rivalizando entre ellos en la construcción de pirámides, anfiteatros y acrópolis de quingombós, berenjenas y cerosas patatas amarillas, o de dátiles y albaricoques, en bloques y franjas, y elegantes esquemas de color. Otros, que habían encendido sus braseros, estaban aguardando a que las brasas de carbón se cubrieran de su blanca capa de cenizas, y empleaban el tiempo mientras tanto en hacer hendiduras en las castañas con un cuchillo, o en armar un espetón con trozos de cordero. Pronto, pensó Eslek con una punzada de hambre y deseo, las albóndigas se estarían cociendo, el pescado friéndose y la caza y las aves asándose.

Él, también, tenía otro trabajo que hacer antes de poder comer. Una vez que hubo consultado con sus vendedores, y calculado sus facturas, se dio una vuelta por el mercado. Prestaba particular atención a los rincones oscuros, a los portales en sombras y al espacio entre aquellos puestos cuyos dueños no despachaban. Miraba a los hombres a la cara, y los conocía al instante, y de vez en cuando levantaba la cabeza para examinar el mercado en su conjunto, para ver quién estaba entrando y vigilar la llegada de cualesquiera carros que él no conociera.

De vez en cuando se preguntaba qué estaba entreteniendo a Yashim.

Una troupe de malabaristas y acróbatas, seis hombres y dos mujeres en total, tomó posición cerca del ciprés, de cuclillas, esperando a que llegara la luz y los espectadores. Entre ellos habían colocado un gran cesto con tapa, y Murad Eslek se pasó un rato observándolos desde el rincón del callejón hasta que comprobó que el cesto contenía mazas, bolas y demás parafernalia de su oficio. Entonces siguió avanzando, recorriendo con la mirada los demás charlatanes y animadores que se habían congregado para el mercado del viernes. El kurdo narrador de cuentos con su chaqueta hecha de remiendos de varios colores; el búlgaro comedor de fuego, calvo como un huevo; un número de bandas… flautistas balcánicos, músicos de cuerdas; un par de sinuosos y silenciosos africanos, que disponían cuidadosamente sobre el suelo una manta con dijes y remedios; una fila de plateros gitanos con pequeños yunques y una provisión de monedas envueltas en trozos de suave cuero, que se habían puesto ya a la tarea trabajando las monedas y forjando a martillazos diminutos anillos y brazaletes.

Echó otra mirada al mercado y se acordó de la comida, aunque sabía que transcurrirían todavía unos minutos más antes de que pudiera comer. El aire estaba ya cargado de perfume de especias emitido por las hierbas asadas; podía oír el siseo que producía la grasa caliente al caer sobre las brasas. Birló un dado de pan blanco salado de uno de los puestos al pasar, y se lo metió en la boca, y luego, como nadie lo había regañado, se detuvo un momento a admirar el arreglo del espetón, accionado por un perrito que corría valientemente dando vueltas dentro de una rueda de madera. Cerca de él vio con el rabillo del ojo a un hombre que preparaba albóndigas con un cuchillo. Apartó algunas albóndigas a un lado de la sartén, y Eslek dio un paso adelante.

– ¿Listas?

El hombre esbozó una sonrisa y asintió.

– El primer cliente del viernes es siempre gratis.

Murad sonrió. Observó cómo el hombre esparcía algunos panes de pita sobre la superficie caliente de la sartén, los apretaba con la hoja de su cuchillo y les daba la vuelta. Atrajo uno hacia él, y lo abrió con un rápido giro de la punta y un movimiento lateral del lado plano del cuchillo.

– ¿Salsa de páprika?

A Murad Eslek, la boca se le hacía agua. Asintió con la cabeza.

El hombre cogió una pizca de salsa con el extremo del cuchillo, la esparció dentro del pan, sacó dos albóndigas y las metió en el fondo con un generoso puñado de hojas de lechuga y unas gotas de limón.

Con el kebab en ambas manos, Eslek deambuló alegremente por entre los puestos, masticando glotonamente.

No veía nada que le llamara la atención. Finalmente tomó por el callejón que pasaba junto a las murallas y encontró el oscuro corredor que Yashim había mencionado. Subió por la escalera cautelosamente y retrocedió hacia la torre. La puerta seguía con su cadena, tal como Yashim la había dejado. Eslek se sentó sobre el parapeto, balanceando las piernas, relamiéndose, y miró hacia abajo, a través del ciprés, hacia el mercado.

El cielo estaba iluminado y pronto llegaría el alba.