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Cuando Yashim abrió nuevamente los ojos, el cielo seguía oscuro. El fuego de la chimenea se había apagado. Haciendo una leve mueca de dolor, se incorporó y dejó resbalar sus piernas por el borde de la cama. Tenía los pies magullados e hinchados, pero se obligó a permanecer de pie. Después de que hubo andado cojeando por la habitación durante unos minutos, consideró que el dolor era soportable. También encontró sus ropas por accidente, al alargar una mano en la oscuridad con objeto de mantenerse firme. Estaban perfectamente apiladas sobre una mesa donde Marta debía de haberlas dejado.
Encontró su capa en el vestíbulo, y salió al aire de la temprana mañana. Su piel estaba tierna, pero su cabeza clara.
Se dirigió rápidamente al Cuerno de Oro. Los versos del poema karagozi daban vueltas en su cabeza al ritmo de sus pasos.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Aceleró el paso para llegar a los muelles. Una vez allí encontró un barquero, se arrebujó en su albornoz por el frío de la mañana, y, cuando estuvo en el otro lado, alquilo una silla de manos y ordenó a los porteadores que se dirigieran al mercado de la Kerkoporta.