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El effendi le había dicho que mantuviera los ojos bien abiertos, y Eslek había estado haciendo justamente eso durante varias horas. No estaba seguro de lo que buscaba, o de cómo lo reconocería cuando lo hallara. Algo fuera de lo corriente, quizás, había sugerido Yashim. O algo tan corriente que nadie le echaría una segunda mirada… excepto, le había explicado también Yashim, quizás el propio Eslek. Éste sabía dónde iba cada cosa, y a quién podía esperarse en un mercado del viernes.
Se rascó la cabeza. Todo era muy habitual. Los puestos, la multitud, los malabaristas, los músicos. Siempre era así. Como era viernes, el mercado estaba más concurrido. ¿Qué había pasado que no hubiera sucedido cualquier día de la semana? El hombre de las albóndigas le había regalado un desayuno gratis. ¡Eso no te ocurre cada día! Pero ¿algo siniestro? Eslek sonrió ante esa idea.
La sonrisa se esfumó. Pensar en las albóndigas le había hecho recordar algo.
Trató de acordarse. Se había sentido hambriento, sí. Y había visto antes que nadie que las albóndigas estaban hechas, ¿no es verdad? Había visto todo eso con el rabillo del ojo mientras robaba un dado de pan…
Eslek levantó la barbilla. El pequeño dado de pan. Nadie lo había observado. No había nadie que sirviera aquel puesto, y el perrito no paraba de dar vueltas para hacer girar el espetón. Algo que no había visto nunca, al menos en el mercado. Pero ¿y qué? El effendi no se habría referido a algo tan trivial, ¿verdad?
Decidió echar otra mirada. Mientras se abría paso entre la multitud, descubrió al vendedor de albóndigas con el cuchillo en una mano y un pan de pita en la otra, sirviendo a un cliente. Pero estaba mirando hacia el otro lado. Cuando Eslek llegó junto a él, estaba aún de pie, como paralizado, y el cliente estaba empezando a gruñir:
– Dije que quería la salsa.
El vendedor se dio la vuelta con una mirada de asombro en su cara. Luego bajó los ojos hacia el cuchillo y el pan que tenía en sus manos, como si no estuviera seguro de por qué estaban allí. Su cliente se alejó con un bufido.
– Déjelo. La vida es demasiado corta.
El hombre de las albóndigas pareció no haber oído. Volvió la cabeza y de nuevo miró por encima de su hombro.
Eslek siguió su mirada. El perrito continuaba trotando en la rueda, con la lengua fuera. Pero no fue tanto el perro abandonado lo que llamó la atención de Eslek como la carne que colgaba del espetón. Había sido atada con fuerza para que se mantuviera una vez que el calor la afectara; pero como no había nadie por allí para rociarla, estaba empezando a encogerse. El bulto de carne estaba poco a poco deshaciéndose, endureciéndose, revelando a Eslek la forma de la bestia que antaño había sido. Dos de sus patas, que se desgajaban del sorprendentemente esbelto tronco, eran gruesas; las otras dos eran más pequeñas, marchitas, como en una actitud de plegaria. Podía haber sido una liebre, excepto que era diez veces mayor que cualquier liebre que Eslek hubiera visto en su vida.
El vendedor de albóndigas debió de haberlo observado, porque de repente dijo:
– No entiendo lo que está pasando. No ha aparecido nadie en ese puesto en toda la mañana, al menos desde que yo he venido. El perro debe de estar reventado. -Tragó saliva, y Eslek pudo ver cómo su nuez de Adán subía y bajaba-. ¿Y qué diablos hay en el espetón?
Eslek sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
– Te diré una cosa, compadre -gruñó-. Tan seguro como que estoy aquí que no es carne halal.
Levantó una mano hacia su amuleto y lo agarró con fuerza. El vendedor de albóndigas empezó a murmurar algo. Estaba rezando, comprendió Eslek, desgranando los noventa y nueve nombres de Dios mientras contemplaba con horror el tronco y los miembros de un ser humano, reventándose y ennegreciéndose sobre las ardientes brasas.