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Yashim no oyó los gritos hasta que se encontraba casi fuera de la torre. Él y el mozo que lo acompañaba se quedaron de pie en el parapeto, tratando de ver más allá del viejo ciprés. En un momento, el espacio que quedaba bajo ellos se llenó de personas intentando escapar, que se atropellaban en el callejón y vociferaban. Oyó que algunos gritaban: «¡El cadí! ¡Id a buscar al cadí!», y una mujer lanzó un grito de horror. Uno de los bastones de madera del malabarista salió por los aires hacia el ciprés, golpeando contra las ramas, mientras la multitud se agitaba alrededor del artista.
Yashim paseó su mirada por la plaza. No tenía sentido tratar de llegar allí, comprendió, mientras seguía saliendo de ella la gente en tropel. Alguien bajo él tropezó y un cesto de verduras salió volando.
– ¡Vete! ¡Vete! -El mozo estaba saltando de un pie al otro.
Pudo ver al cadí enfrentándose a un grupo de hombres que gesticulaban y señalaban. Más allá, a la izquierda, vio que se había formado un círculo, dejando un puesto en medio. Miró hacia abajo. La multitud ya no corría. La gente estaba formando pequeños corrillos, mientras los que estaban más próximos a la boca del callejón se habían dado la vuelta y estiraban el cuello para observar la plaza.
Yashim inició un trote a lo largo del parapeto, bajó por los escalones de dos en dos y se precipitó a través del pasaje. Alguien lo agarró del brazo, pero se zafó de la presa de un manotazo. Regresó a la plaza abriéndose paso entre los grupos de curiosos. Mientras corría hacia el círculo, vio a Murad Eslek que acompañaba al cadí. Los hombres se hacían a un lado para dejarlos pasar. Yashim fue tras ellos.
Una mirada le mostró todo lo que necesitaba saber.
El cadí se había quedado sin habla. El espetón seguía girando; a cada vuelta, uno de aquellos arrugados brazos caía pesadamente hacia el suelo. Yashim se adelantó y puso una mano sobre la rueda. El perrito se desplomó, jadeando.
– Tenemos que sacar las ascuas -dijo Yashim volviéndose hacia Eslek-. Ve a buscar a los mozos, y un carro. Un carro de asnos servirá. Tenemos que sacar este… esta cosa de aquí.
Eslek cerró los ojos un momento y asintió.
– Jamás pensé… -No terminó la frase, sino que se dio la vuelta para organizar a los mozos.
El cadí, mientras tanto, había empezado a vociferar a la multitud, agitando los puños.
– ¡Marchaos! ¡Volved al trabajo! Pensáis que estoy acabado, ¿verdad? ¡Os lo demostraré! ¿Qué es esto? ¿Una especie de broma?
Se golpeó las sienes con los puños y miraba a todos fijamente, balanceándose sobre sus talones. ¡En su mercado! Qué desgracia. Desgracia y vergüenza. ¿Quién le había hecho eso?
De repente comenzó a avanzar con paso airado y los hombres se echaron para atrás, tropezando entre ellos, para dejarlo pasar. Se dirigió a grandes zancadas a su oficina y entró, cerrando la puerta de golpe.
En el asombrado silencio que siguió, algunos hombres, como Yashim, parecieron darse cuenta del olor por primera vez. Agradable, rico sin ser fuerte, como de ternera. Ellos también se dieron la vuelta.
El vendedor de albóndigas estaba vomitando de una forma ruidosa y violenta.
Yashim vio cómo Eslek regresaba con los mozos, acarreando escobas y rastrillos.
Habló con él durante unos minutos. Interrogó al vendedor de albóndigas, que no conseguía controlar sus estremecimientos.
Nadie había visto nada. Por lo que se refería al vendedor de albóndigas, el espetón estaba ya funcionando antes de que él se instalara. Lo había encontrado extraño, sí, pero tenía trabajo que hacer y no le había vuelto a prestar atención hasta después de que clareara. De hecho, le había preocupado el perro.
Era el perro lo que le había llamado la atención, desde el principio.