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El serasquier hizo un mohín con los labios.
– Dudo de que pueda hacerse. Oh, operativamente, sí, quizás. Podríamos inundar la ciudad con la Nueva Guardia, un hombre en cada esquina, artillería, si pudiéramos conseguirla, en los espacios abiertos. Los que haya.
Le costó ponerse de pie, y se acercó a la ventana.
– Mire, Yashim. ¡Mire esos tejados! Qué lío, ¿no? Colinas, valles, casas, tiendas, todo desparramándose en torno a pequeñas callejas y callejones. ¿Cuántas esquinas cree que podría haber ahí? ¿Diez mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y cuántos espacios abiertos? ¿Cinco? ¿Diez? Esto no es Viena.
– No -reconoció Yashim tranquilamente-. Pero con todo…
El serasquier levantó una mano para detenerlo.
– No crea que no lo comprendo. Y en efecto, pienso que puede hacerse algo. Pero la decisión no dependería de mí. Sólo el sultán puede ordenar que entren tropas en la ciudad. Soldados en armas, quiero decir. ¿Piensa usted que puede tomar esta decisión a la ligera?
– Hace diez años lo hizo.
El serasquier lanzó un gruñido.
– Diez años -repitió-. Hace diez años, el pueblo estaba unido con la voluntad del sultán. Nadie podía negar que la amenaza de los jenízaros nos había superado a todos. Pero hoy… ¿qué sabemos? ¿Cree usted que los habitantes del barrio viejo de Estambul recibirían a mis hombres con los brazos abiertos?
»Hay otra cosa que no sé si señalar. Lo que pasó hace diez años no fue obra de un día. Llevó meses, podríamos decir años, preparar la victoria sobre la chusma jenízara. Ahora tenemos veinticuatro horas. Y el sultán es… más viejo. Su salud no es tan buena.
«Bebe, quieres decir», pensó Yashim. Era del dominio público. Todo el mundo sabía que M. Le Moine, el tratante de vinos belga de Pera, manejaba mucho más stock que el que la comunidad extranjera podía consumir. ¿Y qué decir del descubrimiento, sólo el año anterior, de una verdadera montaña de botellas de cuello largo en los bosques próximos adonde al sultán le gustaba llevar a su familia para las meriendas?
– Habrá una insurrección de los jenízaros -dijo Yashim categóricamente-. Y pienso que adoptará la forma de un incendio, o muchos incendios, no lo sé. Más pronto o más tarde, el sultán tendrá que movilizar a la Nueva Guardia para mantener el orden y enfrentarse al incendio, y yo, al menos, preferiría que fuera más pronto que tarde.
Se apartó de la ventana y se dio la vuelta para encararse con el serasquier.
– Si usted no lo hace, yo trataré de hablar con el sultán -dijo.
– Usted. -No era una pregunta.
Yashim pudo ver que el serasquier lo estaba sopesando. Permanecía de espaldas a la luz, las manos unidas detrás. El silencio se hizo más profundo.
– Iremos juntos, usted y yo -anunció finalmente el serasquier-. Pero usted, Yashim, dejará claro al sultán que esto fue por sugerencia suya, no mía.
Yashim lo miró fijamente con frialdad. Un día, pensó, daría con un hombre al servicio del sultán que no fuera un oportunista, que se levantara y defendiera sus creencias. Pero no hoy.
– Aceptaré esa responsabilidad -dijo con calma.
«Soy sólo un eunuco, a fin de cuentas.»