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Sus pasos resonaron en las altas paredes del serrallo mientras caminaban a través del primer patio. Generalmente, un viernes, el lugar hubiera estado muy concurrido, pero una combinación de cielos grises y la contenida tensión que flotaba en el aire habían dejado el gran patio casi desierto. Guardias de gala permanecían firmes en torno a las paredes del perímetro, tan silenciosos e inmóviles como los jenízaros que en el pasado habían infundido tanto miedo en los corazones de los enviados extranjeros. Yashim se preguntó si la Nueva Guardia no era, a su manera, más siniestra: como muñecos de cuerda, más que hombres reales. Al menos, los jenízaros habían exhibido su jactancioso garbo, como su amigo Palieski había señalado.
Sus dedos se cerraron sobre un pedazo de papel metido en su cinto. Al venir a través del Hipódromo, se había desviado, siguiendo un impulso, de la serpiente de bronce, atravesando el descampado hasta el Árbol de los Jenízaros, sabiendo lo que encontraría: los mismos versos místicos que le habían estado desconcertando durante toda la semana.
Habían sido clavados en la corteza desconchada.
Así era como los griegos anunciaban su muerte, pensó Yashim, con un trozo de papel clavado en un poste o un árbol. Sacó el papel y lo estudió nuevamente.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Un incendio en la noche, pensó Yashim. Un llamamiento a las armas. Pero ¿qué significaba esto?
Sabiendo
y conscientes de la ignorancia,
los pocos silenciosos se hacen uno con el Núcleo.
Acércate.
Dobló el papel y se lo metió en el cinto.