172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 111

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Capítulo 109

El sultán los tuvo esperando durante una hora, y cuando los recibió no fue en los apartamentos privados, como Yashim había esperado, sino en la Sala del Trono, una sala que Yashim había visto sólo una vez tres lustros antes.

No había visto al sultán, tampoco, desde hacía varios años, y se quedó inmediatamente sorprendido por los cambios que el tiempo, o lo que fuera, había provocado en sus pálidos rasgos. La barba de Mahmut, que había sido negra como el azabache, estaba ahora teñida de alheña y los oscuros y penetrantes ojos aparecían llorosos, hundidos bajo unos pliegues de grasa. Su boca se mostraba caída formando una mueca de permanente decepción como si, tras haber probado todo lo que el dinero podía comprar en el mundo, hubiera descubierto que todo era amargo. Los saludó con una gordinflona mano, festoneada de anillos, pero no hizo ningún esfuerzo por levantarse del trono.

La sala, sin embargo, estaba exactamente tal como Yashim la recordaba, un joyero del más frío de los azules, revestida desde el suelo hasta la cima de la cúpula de una exquisita cerámica de Iznik, una fantasía congelada de jardín que se entrelazaba por todas las paredes.

Yashim y el serasquier entraron inclinándose hasta la cintura, y después de que hubieron avanzado cinco pasos se postraron en el suelo.

– Levántense, levántense -espetó el sultán con irritación-. Ya era hora de que viniera -dijo, señalando bruscamente a Yashim.

El serasquier frunció el ceño.

– Ha surgido una situación en la ciudad, Majestad -dijo el serasquier-, que creemos, Yashim effendi y yo, que puede tener las más graves consecuencias para el bienestar y la seguridad del pueblo.

– ¿De qué me está usted hablando? ¿Yashim?

Yashim hizo una reverencia y empezó a hablar. Explicó lo del edicto y el asesinato de los cadetes. Y describió la profecía hecha hacía siglos por el fundador de la orden karagozi. Y no se le escapó el gesto de alarma del sultán.

– Ve con cuidado, ¡ala. Escoge cuidadosamente las palabras. De algunas cosas es mejor no hablar.

Yashim miró al sultán fríamente.

– Pero no creo que esto sea inevitable, Majestad.

Se produjo un silencio.

– Muy bien -dijo el sultán-. Puedo comprenderlo. Ahora, ustedes dos, acérquense al trono. No deseamos tener que gritar, ¿verdad?

Yashim vaciló un momento; las palabras del sultán le recordaron los últimos versos del poema. «Los pocos silenciosos se hacen uno con el Núcleo. Acércate.» ¿Qué podía significar? Dio un paso para acercarse al sultán. El serasquier permanecía rígido a su lado.

– ¿Qué dice usted, serasquier?

– Si nuestras cifras son correctas, tal vez haya más de cincuenta mil hombres preparándose para tomar las calles.

– Y Estambul podría arder hasta los cimientos, ¿no es eso? Ya veo. Bueno, debemos hacer algo al respecto. ¿Qué tiene usted pensado?

– Creo, sire, que debe usted ordenar a la Nueva Guardia que ocupe la ciudad temporalmente -interrumpió Yashim-. El serasquier es reticente a tomar esta medida, pero yo no veo una manera mejor de garantizar la seguridad pública.

El sultán frunció el ceño y se tiró de la barba.

– Serasquier, usted conoce el temple de sus hombres. ¿Están preparados para dar semejante paso?

– Su disciplina es buena, sultán. Y tienen algunos oficiales que son juiciosos y decididos. Con su permiso, podrían tomar posiciones durante la noche. Su sola presencia podría intimidar a los conspiradores.

Yashim observó que el serasquier no parecía tan vacilante ahora.

– Con todo -observó el sultán-, podría producirse una batalla en las calles.

– Existe ese riesgo. En dichas circunstancias simplemente tendríamos que resolverlo de la mejor manera posible. Identificar a los cabecillas, limitar el daño. Y, por encima de todo, sultán, proteger palacio.

– Humm. Da la casualidad, serasquier, de que no tenía pensado quedarme en la ciudad.

El serasquier parecía preocupado.

– Con todo el respeto, sultán, su seguridad está garantizada y pienso que su presencia ayudará a tranquilizar al pueblo.

El sultán respondió con un suspiro.

– No tengo miedo, serasquier. -Se frotó la cara con las manos-. Prepare a los hombres, y yo consultaré con mis visires. Puede esperar una orden mía dentro de las próximas horas.

Se volvió hacia Yashim.

– En cuanto a usted, ya es hora de que haga progresos en nuestra investigación. Tenga la bondad de venir a informarme a mis apartamentos.

Los despidió con un gesto. Los dos hombres hicieron una profunda inclinación y anduvieron hacia atrás en dirección a la puerta. Cuando las puertas se cerraban, Yashim vio al sultán sentándose en su trono, apoyando el puño contra la mejilla, sin dejar de observarlos.