172956.fb2
Una vez fuera, el serasquier se detuvo para secarse la frente con el pañuelo.
– ¿Nuestra investigación? Debería usted haberme dicho que estaba trabajando en un caso aquí -murmuró con tono de reproche.
– No preguntó usted nada. De todas maneras, tal como ha oído, tiene usted prioridad.
El serasquier gruñó.
– ¿Puedo preguntar a qué investigación se refiere?
El serasquier era demasiado brusco. En la plaza de armas eso serviría, quizás: los soldados prometían su inquebrantable obediencia. Pero Yashim no era ningún soldado.
– No sería de interés para usted -dijo Yashim.
Los labios del serasquier se apretaron.
– Tal vez no. -Miró fijamente a Yashim-. Le sugiero, entonces, que haga usted lo que el sultán ha dicho. Como haré yo.
Observó que el serasquier se dirigía con paso vivo hacia la Ortakapi, la puerta central que conducía al primer patio. La suya no era una situación en la que a Yashim le hubiera gustado encontrarse. Por lo demás, si el serasquier sabía manejarla bien, tanto él como la Nueva Guardia saldrían de ella con honor. Era una oportunidad para restablecer la reputación de sus hombres, de alguna manera empañada por sus fracasos en el campo de batalla.
Y un deber, también. No sólo con el sultán, sino con el pueblo de Estambul. Sin la Nueva Guardia, la ciudad entera corría el peligro de caer en manos de los rebeldes jenízaros.
Yashim no tenía ninguna duda de que el cuarto asesinato había completado una etapa, terminado los preparativos. Los viejos altares habían sido reconsagrados, con sangre. La segunda etapa estaba en marcha. Yashim estaba convencido.
Despiértalos. Acércate.
¿Qué significaban realmente esas palabras?
Dentro de las siguientes setenta y dos horas, al menos ésa era la impresión de Yashim, lo averiguarían todo.
Vio cómo el serasquier desaparecía en la sombra de la Ortakapi. Entonces se dio la vuelta y se dirigió a los apartamentos del harén.