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– ¡Dichosos los ojos!
Fue casi como un susurro. Ibou, el bibliotecario, dobló su largo brazo y agitó los dedos a guisa de saludo. Yashim sonrió y levantó una mano.
– ¿Vas al trabajo? -preguntó en voz baja.
Según una costumbre establecida desde hacía mucho tiempo, nadie alzaba nunca la voz en el segundo patio de palacio.
Ibou levantó la cabeza.
– He terminado ahora. Iba a buscar algo de comer.
A Yashim le pareció que era una invitación.
– Bien, ojalá pudiera ir contigo -dijo. Y luego añadió-: Has salido de la puerta que no corresponde, ¿verdad?
Ibou le lanzó una mirada solemne y después volvió la cabeza.
– A mí me parece la buena.
– No, quiero decir, de los archivos. Yo… yo no sabía que podías pasar a este lado. -Yashim sintió que él mismo se estaba ruborizando-. No importa. Gracias por tu ayuda la otra noche.
– Sólo quisiera haber podido hacer más, effendi -replicó Ibou-. Puede usted venir a verme otra vez, si quiere. Estaré por las noches el resto de la semana.
Le hizo una zalema, que Yashim le devolvió.
Yashim entró en el harén por la Puerta del Aviario. Nunca cruzaba aquella puerta sin pensar en la Valide Kosem, que dos siglos antes había sido arrastrada por los tobillos hasta aquí, desde los apartamentos, desnuda, para ser estrangulada en el corredor. Eso había constituido el final a cincuenta aterradores años, en los que el imperio estuvo gobernado por una sucesión de locos, borrachos y libertinos… incluyendo al propio hijo de Kosem, Ibrahim, que tenía sus habitaciones empapeladas y alfombradas con pieles rusas, y montaba a sus mujeres como si fueran yeguas… hasta que el ejecutor vino en su busca con la cuerda del arco.
Peligroso territorio, el harén.
Entró en la sala de los guardias. Seis alabarderos estaban de servicio, de pie, por parejas, al lado de las puertas que conducían al patio de la Valide y la Calle Dorada, un diminuto y abierto callejón que unía el harén con el selamlik, la parte de palacio destinada a los hombres. Los alabarderos iban desarmados, excepto por las cortas dagas que llevaban embutidas en el fajín de sus holgados bombachos; solamente llevaban alabardas cuando cumplían con una tarea de protección, como en aquellas raras ocasiones en que escoltaban a las mujeres del sultán fuera del palacio. Poseían una sola característica distintiva: las largas trenzas negras que colgaban de la copa de sus altos sombreros como una prueba de que habían sido autorizados a entrar en el harén. Yashim recordó cómo se había reído un francés cuando le explicaron la función del cabello.
– ¿Cree usted que una melena así impediría a un hombre ver a las mujeres del sultán? En Francia -dijo- son las mujeres las que llevan el pelo largo. ¿Y acaso no pueden lanzar miraditas a un hombre guapo?
Y Yashim replicó, más bien con sequedad, que los alabarderos de las trenzas sólo entraban en las zonas más públicas del harén, para llevar leña.
Se llevó la mano cerrada al pecho y se inclinó ligeramente.
– Por orden del sultán -murmuró.
Los alabarderos lo reconocieron y se retiraron para dejarlo pasar.
Se encontró bajo la columnata que discurría a lo largo del borde occidental del patio de la Valide. Había llovido, y las baldosas del patio brillaban y se formaban charcos en ellas, en tanto que las paredes tenían un aspecto verdoso por la humedad. La puerta que daba a los aposentos de la Valide estaba abierta, pero Yashim se quedó donde estaba, dando vueltas a la situación en su cabeza.
¿Qué era eso, se preguntó, que creaba peligro en el harén?
Pensó en los alabarderos que acababa de encontrar, que llevaban sus largos cabellos como anteojeras.
Pensó en las cámaras y apartamentos que había más allá, tan viejos y estrechos como el propio Estambul, con sus tortuosas vueltas, imprevistas puertas y diminutas habitaciones como joyas, esculpidas a partir de perdidos rincones y espacios divididos por tabiques. Al igual que la ciudad, se habían ido extendiendo durante siglos, habitaciones armonizadas con el entorno por mor de la conveniencia, habitaciones practicadas a partir del complejo principal por capricho, incluso unas puertas que fueron abiertas por lo que debió de haberse sentido como la presión de un millar de miradas y un millón de suspiros. Nada de ello planeado. Y en ese espacio, de escasamente unos tres mil quinientos metros cuadrados, baños y dormitorios, salas de estar y corredores, retretes y alcobas, tortuosas escaleras, olvidados balcones. Hasta Yashim, que lo conocía, podía perderse allí, o encontrarse mirando inesperadamente desde una ventana a un patio que él había creído mucho más lejos. Había allí habitaciones no más grandes que simples celdas, sabía Yashim.
¿Cuántas personas circulaban por este laberinto cada día, desgranando las horas de su existencia dentro de aquellas paredes, pisando unos pocos frecuentados caminos que conducían de una tarea a la siguiente: dormir, comer, bañarse, servir? Centenares, sin duda; quizás miles, confundiéndose con los fantasmas de los millares que habían desaparecido antes: las mujeres que habían mentido, y muerto, y los eunucos que correteaban a su alrededor, y los rumores que se levantaban como vapor en los baños de las mujeres, y las miradas de celos y amor y desesperación que él mismo había visto.
Sus ojos se pasearon alrededor del patio. Tendría sólo unos doscientos veinticinco metros cuadrados, pero era el mayor lugar abierto del harén: el único lugar donde una mujer podía alzar su cara hacia el cielo, sentir la lluvia sobre sus mejillas, ver pasar rápidamente las nubes por delante del sol. Y allí había -las contó- siete puertas que daban a ese patio; siete puertas, y quince ventanas.
Veintidós maneras de no estar solo.
Veintidós maneras de ser observado.
Cuando se encontraba bajo la columnata, contemplando la lluvia, oyó reír a unas mujeres. E inmediatamente se dijo: «El peligro es que nada de lo que puedas hacer nunca permanece secreto en este lugar.
»Todo puede ser observado, y oído.
»Un ladrón puede ser observado.
»Un anillo puede ser encontrado.
»A menos que…»
Echó una mirada a la puerta abierta de los aposentos de la Valide.
Pero la Valide no robaría sus propias joyas.
Oyó que se abría la puerta a sus espaldas, y se dio la vuelta. Allí, jadeando por el ejercicio y llenando todo el dintel con su enorme cuerpo, se alzaba el Kislar Agha.
Éste miró a Yashim con sus amarillentos ojos.
– Ha vuelto -dijo, con su aflautada vocecita.
Yashim se inclinó.
– El sultán piensa que no he estado trabajando lo bastante duro.
– El sultán -repitió el negro.
Su cara era inexpresiva.
Avanzó contoneándose como un pato, y la puerta que daba a la sala del centinela se cerró a sus espaldas. Se quedó junto a una columna y alargó una mano para sentir la lluvia.
– El sultán -repitió suavemente-. Lo conocí cuando era sólo un niño. ¡Imagínese!
De pronto enseñó los dientes y Yashim -que nunca había visto sonreír al Kislar- se preguntó si aquello era una sonrisa o una mueca.
– Vi morir a Selim. Fue aquí, en este patio. ¿Lo sabía usted?
Mientras la lluvia continuaba tamborileando sobre el patio, filtrándose a través de las baldosas, manchando las paredes, Yashim pensó: «También él siente el peso de la historia en este lugar.»
Movió negativamente la cabeza.
El Kislar Agha levantó dos dedos y tiró del lóbulo de su oreja. Luego se volvió para mirar la lluvia.
– Muchas personas deseaban su muerte. Él quería cambiarlo todo. Lo mismo que ahora, ¿no?
El Kislar Agha continuó mirando fijamente la lluvia, y tirándose del lóbulo de la oreja. Como un niño, pensó Yashim vagamente.
– Quieren -dijo con una voz de desprecio- que seamos modernos. ¿Cómo puedo ser yo moderno? Soy un jodido eunuco.
Yashim inclinó la cabeza.
– Hasta los eunucos pueden aprender la manera de sentarse en una silla. Y comer con tenedor y cuchillo.
El eunuco negro le dirigió una altiva mirada.
– Yo no puedo. De todas maneras, se supone que el pueblo de hoy sabe cosas. Todos saben leer, ¿no? Devorando con los ojos las hormiguitas aplastadas sobre el papel, y más tarde devolviendo toda esa porquería otra vez a las caras de la gente cuando menos se lo esperan. ¿Cómo lo llaman?… Tanzimat, la era de la reforma. Bueno, a usted sí que le va bien. Sabe usted mucho.
El Kislar Agha levantó la cabeza y miró con dureza a Yashim.
– Tal vez no sea ahora, tal vez no sea este año, ni el próximo -dijo lentamente, con su remilgada voz de falsete-, pero llegará el momento en que sencillamente nos echarán a la calle a morir.
Chasqueó los dedos, como si estuviera espantando a Yashim. Luego salió andando pesadamente al patio y cruzó con lentitud hasta una puerta del otro lado, bajo la lluvia.
Yashim se quedó mirándolo fijamente durante unos momentos, y después se dirigió a la puerta de los aposentos de la Valide y llamó suavemente a la madera.
Una de las esclavas de la Valide, que había estado sentada sobre un cojín bordado, en el diminuto vestíbulo, cortándose las uñas de los pies con unas tijeras, levantó los ojos y sonrió luminosamente.
– Me gustaría ver a la Valide, si es posible -dijo Yashim.