172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 114

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 114

Capítulo 112

Para cuando Yashim salió de palacio aquel viernes por la tarde, era casi de noche, y en el mercado situado junto a Kara Davut los puesteros estaban empezando a guardar sus cosas a la luz de las antorchas.

Por un momento, Yashim se preguntó si debería haberse ido a almorzar con Ibou, el esbelto archivero, porque no había comido nada en todo el día y se sentía mareado por el hambre. Casi automáticamente apartó la idea. Los arrepentimientos y las lamentaciones raras veces le ocupaban mucho tiempo. Eran emociones fútiles que él había aprendido a resistir, por miedo a abrir las compuertas. Había visto a demasiados hombres en su condición devorados por la amargura; demasiados hombres -y mujeres, también- paralizados por las dudas, rumiando sobre unos cambios que eran impotentes para revocar.

Giorgos el Griego salió hecho una furia de detrás de su tenderete cuando Yashim se detuvo a seleccionar los restos de un cesto de lechugas. La visión pareció provocarle un frenesí.

– ¿Cómo vienes tan tarde, eh? ¡A comprar esta mierda vieja! ¿Eres una anciana? ¿Estás criando conejos ahora? Ya lo estoy guardando todo.

Se apoyó las manos en las caderas.

– Bueno, ¿qué es lo que quieres, de todos modos?

Yashim trató de pensar. Si Palieski venía a cenar, tal como había prometido, querría algo razonablemente sustancial. Sopa y manti… A la mujer de la manti debía de quedarle un poco, estaba seguro de ello. Podía hacer una salsa con aceitunas y pimientos. Ajo, ya tenía.

– Cogeré eso -dijo, señalando una calabaza-. Algunos puerros, si tienes. Pequeños, mejor.

– Algunos puerros muy pequeños, bien. ¿Vas a hacer balkabagi? Necesitas un par de cebollas, entonces. Bien. Para el caldo: una zanahoria, cebolla, perejil, laurel. Son veinticinco piastras.

– Más lo que te debo de otro día.

– Olvida lo de otros días. Hoy es hoy.

Le facilitó a Yashim una bolsa para sus verduras.

La mujer de la manti seguía en su puesto, tal como Yashim había esperado. Compró medio kilo de carne y manti, un cuarto de leche de la lechería de la puerta siguiente y dos rodajas de borek, todavía caliente. Y luego se fue hacia casa. Le pareció que hacía mucho tiempo desde la última vez que había ido.

Ya en su habitación, encendió las lámparas, se quitó de un puntapié sus sandalias y colgó la capa de una percha. Ajustó las mechas y abrió la ventana un centímetro para ventilar. Con un trapo empapado en aceite y un puñado de ramitas secas encendió un fuego y esparció algunos trozos de carbón encima. Luego empezó a cocinar.

Vertió las verduras del caldo en una olla, añadió agua de la jarra y lo puso en la parte trasera de la chimenea para que hirviera a fuego lento. Echó un chorrito de aceite de oliva en la base de una gran sartén y cortó cebollas, la mayor parte de los puerros y algunos dientes de ajo. Lo puso todo a sofreír. Mientras tanto, con un cuchillo afilado, peló la calabaza, recogió las semillas y las dejó a un lado. Cuidadosamente, para no romper la cáscara, sacó la pulpa de color naranja con una cucharilla y la revolvió con las cebollas. Echó un generoso pellizco de pimienta y canela, y una cucharada de miel clara. Al cabo de unos minutos puso la sartén a un lado y arrastró la olla hasta dejarla sobre las brasas de carbón.

Metió una toalla y una pastilla de jabón en la vacía palangana de agua y bajó hasta la fuente instalada en el pequeño patio trasero, donde se desenrolló el turbante y se desnudó hasta la cintura, temblando bajo la fría llovizna. Con un jadeo, metió la cabeza bajo el grifo. Cuando se hubo lavado, se secó vigorosamente, ignorando el escozor que sentía en la piel, y llenó de agua la jarra. Una vez arriba se secó más concienzudamente y se puso una camisa limpia.

Sólo entonces se hizo un ovillo en el diván y abrió el ejemplar de la Valide de Les liaisons dangereuses. Podía oír cómo el caldo hervía suavemente; en una ocasión levantó la tapa y un chorro de fragante vapor perfumó la habitación con un breve siseo. Leyó la misma frase una docena de veces, y cerró los ojos.

Cuando los volvió a abrir, no estaba seguro de si se había dormido; alguien estaba llamando a la puerta. Con un culpable sobresalto se puso de pie y se precipitó a la puerta.

– ¡Stanislaw!

Pero no era Stanislaw.

Aquel hombre era más joven. Se estaba quitando las sandalias y en su mano llevaba una sedosa cuerda de arco, enrollada en el puño.

El serasquier cruzó decididamente el primer patio del palacio y atravesó la Puerta Imperial, la Bab-i-Hümayün, penetrando en el espacio abierto que separaba el palacio de la gran iglesia, actualmente una mezquita. Tras la poco natural quietud del palacio quedó sorprendido por los sonidos que le llegaban de una gran ciudad: el ruido producido por las ruedas de carro de llantas de hierro sobre los adoquines, los perros mordisqueando y gruñendo ante los despojos, el chasquido de un látigo y los gritos de los muleros y vendedores ambulantes.

Dos dragones a caballo espolearon sus monturas para avanzar y le trajeron su propio caballo rucio. El serasquier se encaramó graciosamente en la silla, colocó bien su capa y dirigió la cabeza del caballo hacia los cuarteles. Los dragones se colocaron en fila tras él.

Cuando pasaba bajo el pórtico de la mezquita, el serasquier levantó la mirada. El pináculo de la gran cúpula de Justiniano, la segunda en tamaño de todo el mundo, superada sólo por la basílica de San Pedro en Roma, se alzaba allá en lo alto: el lugar más elevado de todo Estambul, como bien sabía el serasquier. Mientras avanzaba lentamente, a un trote corto, estudió la configuración del terreno por enésima vez, instalando mentalmente sus baterías de artillería, disponiendo sus soldados.

Para cuando llegaron al cuartel, ya había tomado la decisión. Diseminar sus fuerzas por toda la ciudad sería inútil, pensó; podría incluso aumentar el peligro para sus hombres. Mejor elegir dos o tres posiciones, mantenerlas bien defendidas, y efectuar todas las incursiones que fueran necesarias para conseguir sus objetivos. Aya Sofía era un punto de reunión; la mezquita del sultán Ahmet, hacia el suroeste, sería otro. Le habría gustado meter a sus hombres en los establos del viejo palacio del gran visir, justo frente a las paredes del serrallo, pero dudaba de que le concedieran el permiso. Había una colina más al oeste que proporcionaba una buena visión de palacio.

Era en el palacio, esencialmente, en lo que tenía que pensar.

Tras haber regresado a sus apartamentos, convocó a una docena de oficiales superiores a una sesión informativa.

A dicha sesión le siguieron unas breves palabras de ánimo. Todo, dijo, dependía de cómo ellos y sus hombres se comportaran durante las cuarenta y ocho horas siguientes. La obediencia era la clave. Tenía toda la confianza en que, juntos, podrían hacer frente al desafío que se había presentado.

Eso era todo.