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Yashim se agarró a la puerta. El hombre del umbral saltó hacia delante y durante unos segundos lucharon para no perder el apoyo, separados solamente por la delgada puerta que había entre ellos. Pero Yashim había sido pillado desequilibrado y fue el primero en ceder. Se separó de la puerta de un salto y su asaltante entró disparado en la habitación, casi dando un traspié, pero se volvió de repente para enfrentarse a Yashim poniéndose de cuclillas.
«Es un luchador», pensó Yashim. El hombre llevaba completamente afeitada la cabeza. Su cuello formaba una línea continua con sus anchos hombros, que sobresalían de las sisas de un jubón de cuero sin mangas. La piel era negra y brillaba como si hubiera sido untada con aceite. Tenía las piernas cortas, observó Yashim, y los pies descalzos bien plantados en el suelo, con una separación de casi un metro, las rodillas dobladas, y una esbelta cintura. No había ningún signo de arma, al margen de la cuerda enrollada en su puño derecho.
«Un hombre que podría partirme en dos sin esforzarse», pensó Yashim. Dio un paso atrás, deslizando sus desnudos pies sobre las pulidas tablas.
«Necesito que me echen una mano.»
El hombre soltó un gruñido y se lanzó hacia delante, bajando la cabeza como un carnero; llegó hasta Yashim con sorprendente velocidad. Yashim echó hacia atrás el brazo mientras retrocedía de un salto, y alargó la mano hacia el tajo de la cocina. Sus dedos tocaron el cuchillo, pero sólo consiguió empujarlo. Debió de haberlo hecho girar, porque, al intentar cerrar sus dedos sobre el mango, sólo encontró el aire, y cuando el enorme hombro del luchador se aplastó contra su diafragma, la embestida lo proyectó contra el tajo de tal manera que su cabeza sufrió un latigazo. Jadeó, tratando de respirar, y notó que los brazos del luchador subían para inmovilizar los suyos.
Yashim sabía que, si el luchador conseguía hacer su presa, estaba acabado. Embistió, pues, hacia la derecha, arrojando todo el peso de la parte superior de su cuerpo contra el brazo en ascenso del luchador, extendiendo al mismo tiempo un brazo para agarrar el asa del recipiente del caldo. De un tirón la agarró y la llevó hasta la espalda de su atacante. La tapa del recipiente estaba como pegada. No pudo más que apretar el recipiente contra la espalda del otro antes de que el atacante lo agarrara por el brazo. Pero el borde del cuello del jubón del desconocido empujó la tapa y la levantó.
El hombre soltó un manotazo cuando el hirviente caldo se derramó sobre su cuello, y soltó a Yashim.
La sorpresa en la cara del asesino cuando lanzó su mano como una garra a la ingle de Yashim y trató de apretar con fuerza, era palpable. Ciertamente más palpable que la ingle de Yashim.
El asesino retiró bruscamente su brazo como si se hubiera quemado. Yashim deslizó su mano derecha por el brazo izquierdo del asesino con toda la fuerza que pudo reunir y luego bajó su brazo izquierdo rápidamente, agarrándole la muñeca mientras doblaba el brazo del hombre contra su propia mano. Se oyó un crac y el brazo quedó flácido. El asesino se lo cogió con su brazo derecho, y en un instante Yashim había separado la muñeca derecha de su cuerpo y de un empujón hizo que el asesino girara en un arco, consiguiendo que se doblara y forzando su brazo derecho con una llave. El agresor no había gritado, ni siquiera había dicho media palabra.
Cinco minutos más tarde, el hombre seguía sin hablar. Apenas si había soltado un gruñido. Yashim no sabía qué pensar.
Y entonces Yashim vio por qué el asesino no había pronunciado una palabra. No tenía lengua.
Yashim se preguntó si el hombre sabría escribir.
– ¿Sabes escribir? -le susurró al oído.
Su expresión no varió. ¿Era sordomudo? Mucho tiempo atrás, en los días de Solimán el Magnífico, se había decretado que sólo los sordomudos podían cuidar de la persona del sultán. Era una forma de asegurarse de que no se oía nada inconveniente, y de que nada de lo que se viera podría ser comunicado al mundo exterior. En vez de eso, se hacían señas. El ixarette, el lenguaje secreto de la corte otomana, era una compleja lengua de signos que todo el mundo, fuera sordo u oyera, fuera mudo o hablara, debía dominar en el servicio de palacio.
El servicio de palacio.
Un sordomudo.
Frenéticamente, Yashim comenzó a hacer signos.