172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 120

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Capítulo 119

La ventanilla de la celosía se abrió con un clic cuando Preen y Mina llegaron al corredor al pie de la escalera, pero ambas pasaron por delante de la celosía sin decir una palabra, la cabeza erguida. Ya en la calle, se dieron un codazo y se echaron a reír.

Durante diez minutos anduvieron en dirección al este, en busca de una silla de manos, que llevara a Preen, al menos. Ésta parecía haber recuperado su aplomo al salir de casa, apoyándose sólo ligeramente sobre el brazo de Mina, mirando ansiosamente a su alrededor como si llevara en cama un mes, en vez de un par de días. Algunos hombres les echaron curiosas miradas, pero finalmente Preen ya no pudo más.

– ¿Dónde están esos guapos soldados? -preguntó.

Mina soltó un bufido.

– ¡Y yo que pensaba que querías salir para que tu amigo te consolara! ¡Hay que ver, Preen! -Luego miró a su alrededor y se encogió de hombros-. Había docenas de ellos hace un rato, de veras. No puedo decir que no esté un poco decepcionada. Oh, ¿dónde están todas las sillas de manos?

– No te preocupes -dijo Preen, sonriendo y dando un golpecito a su amiga en el brazo-. Me voy encontrando mejor.

Se oyó un murmullo de excitación a sus espaldas, como si fuera un repentino arrullo de palomas, pensó Preen. Se dio la vuelta, descubriendo a un hombre que corría por el callejón, moviendo los brazos rítmicamente.

Llevaba barba y un gorro con un gallardete que ondeaba en su copa. En cada puño sujetaba una antorcha flameante.

– ¡Fuego! ¡Fuego! -vociferó de repente.

Se desvió hacia la pared: se oyó un ruido de cristales rotos y el hombre embistió, reapareció y cruzó rápidamente el callejón.

– ¡Fuego!

Ahora sostenía solamente una tea, pero en su otra mano se veía una botella con la que estaba rociando una puerta con chorritos de líquido.

– ¡Fuego!

– ¿Qué está usted haciendo? -gritó Preen, soltándose de Mina, que se había llevado una mano a la boca, horrorizada.

Avanzó sus manos sin pensar y sintió que aumentaba el dolor de la herida del hombro.

El hombre aplicó la tea a la puerta. Cuando Preen llegó a su lado, de la madera brotaba una preciosa masa de llamas azuladas y el hombre giró en redondo, sonriendo frenéticamente.

– ¡Fuego! -rugió.

Preen lo abofeteó con fuerza con su mano buena. El hombre echó la cabeza hacia atrás. Por un momento cerró los ojos y luego se zafó y pasó rápidamente por su lado, calle arriba, antes de que Preen pudiera pensar qué hacer a continuación.

Preen echó una mirada alarmada a la puerta. Las llamas azules de repente empezaron a chisporrotear. Algunas se estaban volviendo amarillas a medida que iban subiendo, consumiendo la vieja madera.

– ¡Mina!

Mina no se había movido, pero estaba apartando su mirada de Preen y dirigiéndola al otro lado de la calle, donde una destrozada ventana aparecía y desaparecía de la vista, entre las llamas que emergían y se encogían.

– ¡Volvámonos! -gimió Mina.

Preen actuó impulsivamente. La gente estaba ya corriendo por la calle, en ambas direcciones. Algunos se habían detenido y se estaban esforzando por sofocar las llamas que se apoderaban de la puerta. Pero mientras golpeaban el fuego con sus capas, las llamas habían empezado a prender en la ventana del otro lado.

– ¡No! ¡Sigamos! ¡Busquemos a Yashim! -gritó.

Miró hacia atrás: una luz parecía cernirse sobre la esquina del callejón, y entonces un muro de hombres ataviados con turbantes y portando llameantes antorchas surgió de la esquina, bloqueando el callejón.

– ¡Corre!

El dolor de su hombro pareció desvanecerse cuando empezó a correr colina arriba. Al cabo de un momento, Preen alargó una mano y la descansó en el hombro de Mina. Las dos bailarinas se detuvieron y se quitaron de un golpe los zapatos, aquellos zuecos de cinco centímetros de grosor con los que les gustaba pasear bamboleándose en compañía masculina, y las dos, como lo hacen las mujeres, los agarraron y cargaron con ellos mientras corrían descalzas a través de los callejones hacia la Kara Davut.

No llegaron muy lejos: cuando torcían para entrar en un callejón que conducía al espacio abierto bajo la puerta imperial, se encontraron inmersas en una compacta multitud de hombres, que se empujaban y se daban codazos entre sí. Casi inmediatamente se vieron rodeadas por otras personas que corrían detrás de ellas. Preen agarró a Mina por el brazo y le hizo dar la vuelta en redondo. Juntas consiguieron abrirse camino hacia la esquina de la calle, y torcieron a la derecha.

– Daremos la vuelta hasta llegar a la parte de atrás de la mezquita -le susurró Preen a Mina en el oído.

Aflojaron el paso, en parte para evitar a la gente que corría por el callejón hacia ellas, en parte porque entre tantas personas Preen no quería rendirse ella también al pánico que se estaba ya manifestando a su alrededor.

Pero en los siguientes cruces tuvieron que empujar y abrirse paso a codazos entre la multitud, y girando la cabeza a la izquierda, atrás hacia el oeste, Preen vio el parpadeo de los incendios humeando arriba, en la colina.

Detrás de la multitud, una calle lateral estaba igualmente llena hasta los topes de hombres, y también de mujeres, algunas de las cuales llevaban niños a los que intentaban proteger del constante zarandeo de las personas que corrían en todas direcciones. Al parecer todo el mundo gritaba y vociferaba para abrirse camino.

Dos hombres, que corrían en direcciones opuestas, de repente se detuvieron gritando, e intercambiaron golpes.

Un hombre llamado Ertogrul Aslan, que había sacado la cabeza por su puerta, acababa de recibir un tremendo golpe en la oreja de una caja de madera transportada por un hombre que trataba de deslizarse por el callejón.

Un impresor que llegaba a la calle fue arrastrado por una marea de personas que corrían hacia la siguiente esquina.

Un niño en camisa de dormir, que algún día se sentaría como diputado en la Asamblea Nacional de Ataturk y que pasó una tarde bebiendo raki con un as de la aviación llamado barón Von Richthofen, vio cómo su manita se soltaba de la de su madre y era recogido y pasado por encima de la cabeza de varias personas totalmente desconocidas durante unos minutos, antes de encontrarse nuevamente apretado contra su pecho, una experiencia que él más tarde pudo recordar perfectamente gracias a los recuerdos de otras personas.

Alexandra Stanopolis, una chica en edad de casarse, sintió cómo le pellizcaban el trasero dieciséis veces, y se guardó el secreto hasta su muerte en Trebisonda cincuenta y tres años más tarde, cuando finalmente se lo reveló a su nuera, la cual murió en la ciudad de Nueva York.

Un célebre avaro conocido como Yilderim el Rayo perdió un cofre de madera que llevaba con él a manos de un alegre ladrón que luego descubrió que no contenía otra cosa que un pañuelo de seda, con un nudo muy apretado; el avaro murió más tarde en un asilo, y el ladrón en Sebastopol, de disentería, llevando todavía el pañuelo.

Varios centenares de fieles de la Gran Mezquita se encontraron atrapados dentro del edificio y hubieron de ser escoltados, en grupos, por soldados armados, que los condujeron a un callejón situado bajo el serrallo, donde les dijeron que buscaran su propio camino de vuelta a casa. Dos de los fieles, envueltos en sus capas de palafreneros y ocultando sus asustadas caras bajo las capuchas, se acobardaron ante la aparición de los soldados, y en la refriega que se montó en torno a la gran puerta siguieron a un conocido desertor del ejército hasta una antigua capilla lateral de la catedral, donde se refugiaron detrás de una columna y se comunicaron con nerviosas miradas. Sus nombres, insólitos por tratarse de musulmanes, eran Ben Fizerley y Frank Compston.

Y mientras tanto, al oeste de la ciudad, los incendios causaban estragos y trataban de unirse como los miembros de un regimiento disperso, lanzándose sobre, y quemando, todos los obstáculos que se alzaban entre ellos. De manera que Stanislaw Palieski, el embajador polaco ante la Sublime Puerta, con un cuchillo de cocina en una mano y un ojo clavado en la ventana, recuperó la trenzada cuerda dorada de su bata y sin decirle una palabra al hombre que se agitaba en la alfombra se batió apresuradamente en retirada a Pera, a través del Cuerno de Oro.

En tiempos de crisis, se dijo, los representantes extranjeros necesitaban estar disponibles en sus embajadas.