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Los dormitorios de los esclavos del harén estaban situados sobre la columnata que se extendía a un lado del patio de la Valide. Abriendo suavemente la puerta, Yashim se encontró en una pequeña y desnuda habitación cubierta de alfombras y colchones y débilmente iluminada por algunas velas instaladas sobre píalos en el mismo suelo. Las camas estaban vacías. Oscuras sombras en la vidriera de celosía le mostraron que los esclavos del harén se apiñaban allí para gozar de una vista mejor.
Una de las esclavas dejó escapar un jadeo cuando Yashim se instaló detrás de ella, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y miraba abajo.
Jamás en su vida olvidaría Yashim aquella visión. A la izquierda, la Valide se encontraba de pie ante la puerta de sus apartamentos, al frente de una multitud de mujeres del harén que salían por la puerta y se alineaban contra las paredes, de tres en fondo. Un centenar de mujeres, tal vez más, calculó Yashim, vestidas y desvestidas de las más diversas maneras. Algunas, que evidentemente acababan de salir de la cama, seguían con sus ropas de dormir.
Al otro lado del patio, ataviados con sus galas, se encontraban los eunucos del palacio, negros y blancos. En sus turbantes brillaban joyas preciosas, oscilantes garcetas. Debía de haber unos trescientos hombres, supuso Yashim, que susurraban y murmuraban como palomas posadas en un árbol.
Un silencio se abatió sobre los eunucos. Éstos volvieron sus rostros hacia la puerta situada bajo la ventana de Yashim, y lentamente empezaron a separarse, formando un corredor. Yashim podía verlos mejor ahora, incluso reconocer algunas caras. Vio martas cibelinas, caftanes y cachemiras, y lo que equivaldría a un rescate imperial en broches y piedras preciosas. Había más urracas que palomas, pensó Yashim, atraídas por todo lo que brillaba, amasando sus nidos de oro y diamantes.
Se puso de puntillas para ver lo que estaba llegando a través de la multitud, aunque ya lo sabía. El Kislar Agha magníficamente ataviado con una enorme pelliza oscura, salpicada por las gotas de la humedad que impregnaba el aire que centelleaba. Caminaba con lentitud, pero sus andares eran sorprendentemente ligeros.
Su mano, que agarraba un bastón, estaba repleta de anillos. Su rostro se perdía bajo un gran turbante de blanquísima muselina, envuelto en torno a un gorro rojo cónico propio de su oficio, de modo que Yashim no logró captar su expresión. Pero vio que los demás eunucos bajaban los ojos hacia el suelo, como si no se atrevieran a mirarlo directamente a la cara. Yashim conocía esa cara, arrugada como la de un simio: los ojos inyectados en sangre, las gordas, grasientas, mejillas, una cara que era la viva estampa del vicio, y que llevaba ese vicio con un aire de absoluta despreocupación.
Los eunucos habían formado ahora dos cuñas, dejando al Kislar Agha solo entre ellos, de cara a la Valide, la cual se hallaba al otro lado del patio. El negro no levantó las manos para ordenar silencio: no necesitaba hacerlo. Nadie se movía.
– Ha llegado la hora.
Hablaba lentamente con su aguda y cascada voz.
– Nosotros, que somos los esclavos del sultán, proclamamos la hora.
«Nosotros, que somos los esclavos del sultán, nos reunimos para su protección.
«Nosotros, que nos arrodillamos ante el trono, defendemos el sacramento del poder.
«Hablamos con tu hijo, nuestro señor y amo, ¡el Shah-in-Shah!
La voz del eunuco jefe se alzó para gritar:
– ¡Ha llegado la hora!
Y un grito recorrió las filas de los eunucos:
– ¡La hora! ¡La hora!
La Valide no se había movido, excepto para dar unos golpecitos con su elegante pie en el peldaño de piedra.
El eunuco en jefe levantó los brazos, sus dedos doblados como zarpas.
– La bandera debe ser desplegada. La ira de Dios y del pueblo tienen que ser apaciguadas. ¡Él saldrá del abismo del descreimiento y esgrimirá la espada de Osmán en defensa de la fe! Es el camino.
»Está escrito que el que sabe se acercará, y se convertirá en uno con el Núcleo. Califa y sultán, Señor de los Horizontes, éste es su destino. El pueblo se ha alzado, los altares están preparados. Es Dios quien nos ha despertado, en el último momento, ¡la Hora de la Restauración!
»¡Tráelo! -bramó luego con una terrible voz. Dobló los dedos en un puño y los dejó caer a sus lados. Su voz descendió hasta convertirse en un ronco susurro-. Revela el Núcleo.
Al igual que Yashim, la Valide pareció encontrar la representación del eunuco en jefe un poco histriónica. Volvió la cabeza para murmurar algo a una muchacha, y Yashim pudo ver su perfecto perfil, todavía claro y hermoso, y reconoció la indolente expresión en su mirada cuando la mujer se dio la vuelta y se concentró en el eunuco en jefe. Indolencia significaba peligro. Se preguntó si el Kislar Agha lo sabía.
– Kislar -dijo la Valide, con una voz teñida de divertido desprecio-. Algunas de nuestras damas presentes no están adecuadamente vestidas. La noche, debo señalarlo, es fría. En cuanto a usted, no está correctamente ataviado.
Levantó la mejilla ligeramente, como inspeccionándolo. Los ojos del eunuco se estrecharon por la furia.
– No, Kislar, su turbante sí parece estar en regla. Pero usted parece que lleva mis joyas.
«Buen golpe», pensó Yashim, cerrando el puño. La Valide ciertamente sabía utilizar las palabras.
Las ventanillas de la nariz del eunuco en jefe se ensancharon, pero el hombre bajó la mirada rápidamente. Si aquel movimiento -hecho, como si dijéramos, bajo la influencia de una mujer más poderosa que él- le hizo fallar el golpe, o si fue lo inesperado de las observaciones de la Valide, Yashim no podía imaginarlo. Pero lo cierto es que el Kislar abrió la boca y la volvió a cerrar, como si se tratara de un discurso que no podía decir.
La voz de la Valide era seda pura.
– Y usted asesinó por ellas, también, ¿no es cierto, Kislar?
El eunuco levantó un dedo y apuntó con él a la Valide. Yashim vio que estaba temblando.
– Son… ¡gracias a mi poder! -chilló.
Estaba improvisando ahora, arrastrado a una discusión que no quería tener, y no podía ganar. Su poder, tal como lo llamaba él, se iba reduciendo a cada palabra que pronunciaba.
Con el rabillo del ojo, Yashim vio una forma blanca que se deslizaba pegada a la pared. Una figura femenina juvenil había saltado hacia delante, como un gato, y empezaba a correr hacia el eunuco en jefe.
Éste no la vio inmediatamente: la muchacha estaba tapada por su brazo estirado.
– ¡Trae al sultán o sufre las consecuencias! -gritaba el Kislar Agha.
Entonces su cabeza se volvió ligeramente, y en el mismo momento Yashim reconoció a la muchacha.
Era la que había robado el anillo de la gözde.
Yashim cerró los ojos. Y en aquel segundo vio otra vez la belleza de su inflexible rostro, cuando ella no había querido abrirle su mente.
Sólo ahora reconoció aquella expresión. Una máscara de pena.
Una esclava lanzó un jadeo a su lado y Yashim abrió los ojos. La muchacha se había abalanzado ahora sobre el enorme eunuco en jefe. Éste la apartó a un lado como si fuera una mosca. Pero en un momento la muchacha se puso otra vez de pie, y por primera vez Yashim vio que llevaba una daga en su mano, un largo y curvado acero como el aguijón de un escorpión. La esclava volvió a saltar, y esta vez fue como si ambos se abrazaran como amantes: la esbelta muchacha blanca y el enorme negro, que se tambaleaba mientras ella se aferraba a su cuerpo.
Pero la esclava no era un adversario para el Kislar. Las manos de éste le rodearon el cuello y con un tremendo impulso de sus brazos la apartó. Sus largos dedos se extendieron por su cuello como una mancha. Ella movía las piernas frenéticamente pero patinaba en el húmedo suelo de piedra. Alzó las manos para clavarlas en las del eunuco, pero la fuerza de éste era muy superior. Con un gruñido la arrojó a un lado. La muchacha se desplomó contra el suelo y se quedó inmóvil.
Nadie se movía. Incluso el pie de la Valide había dejado de dar golpecitos.
De repente una de las mujeres gritó y se llevó una mano a la boca. El Kislar Agha giró en redondo moviendo su cabeza de un lado a otro como si estuviera esperando otro ataque. Yashim vio que las mujeres se echaban para atrás.
El Kislar Agha abrió la boca para hablar.
Tosió.
Se llevó las manos al estómago.
Detrás de él los eunucos se agitaron. Su jefe empezó a volverse hacia ellos, y mientras se movía Yashim pudo ver con mucha claridad lo que había hecho gritar a las mujeres.
El enjoyado mango de una hoja circasiana.
El Kislar farfulló mientras se daba la vuelta, y entonces empezó a retorcerse hacia el suelo, su enorme torso hundiéndose lentamente a medida que giraba. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, manteniendo aún el puño de la daga en su abdomen, mostrando la expresión de horrorizada sorpresa que se llevaría consigo a la tumba.
Yashim oyó el enorme ruido producido por el cuerpo del Kislar Agha cuando se desplomó en el suelo con la cabeza por delante.