172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 123

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Capítulo 122

Reinó un momentáneo silencio antes de que la corte estallara en un pandemónium. Los eunucos salieron en enjambre hacia las puertas, presos de un frenesí por escapar, cualquier cosa para poner una distancia entre ellos y su caído jefe. Los hombres trepaban y resbalaban uno encima de otro para llegar a las puertas, algunos corriendo hacia la Calle Dorada, otros deslizándose bajo la columnata donde Yashim ya no podía verlos. Sin duda aquellos alabarderos permanecerían inmóviles mientras docenas de hombres huían al refugio de sus cuarteles. Al día siguiente no se encontraría ni a uno solo, reflexionó Yashim, que admitiera haber estado allí aquella noche.

Se acusarían mutuamente, sin embargo.

Había uno, al menos, por el que él podría responder personalmente. Se sentía contento de que Ibou hubiera elegido el camino adecuado, quedándose en su mundo de mohosos textos y arruinados documentos.

Los eunucos casi habían despejado el patio, dejando joyas, babuchas e incluso sus bastones esparcidos por las baldosas. Algunos hombres habían tratado de contener la desbandada al producirse el primer pánico, arrastrando a la multitud, gritando palabras de ánimo: «¡Aún es la hora!» Pero los eunucos corrían como gallinas en un corral, y las palabras de aliento se esfumaron. Todo el mundo se había ido.

Sin embargo, las mujeres no se habían movido, aguardando la señal de su ama. El eunuco en jefe y la muchacha muerta yacían aún sobre las relucientes baldosas como piezas capturadas de un gigantesco juego de ajedrez… peón blanco sacrificado por la torre negra. Era un autosacrificio, sin embargo. Siempre había sido su anillo. Una prenda que ella le había pedido a su aman te que llevara, supuso Yashim. Había formas de amor dentro de aquellas paredes que no eran el amor de una mujer por un hombre… si es que la realización del acto podía ser considerada amor. ¿Qué les había dicho el camarero? Que ese anillo iba de un lado a otro, con su esotérico símbolo, su oculto significado. Estaba bastante claro, ahora. Un circuito interminable, serpiente que se come a serpiente. Frustración y excitación y placer en igual medida… y sin salida.

La Valide había bajado al patio, y las mujeres se congregaron en torno al cuerpo de la muchacha, levantándolo y trasladándolo bajo las columnatas.

Aun ahora, Yashim sintió una pizca de compasión por el hombre que había matado a la esclava y a la amante de ésta. Sólo unas horas antes, habían estado hablando juntos, exactamente donde él yacía ahora, y el Kislar le había hecho memoria a Yashim del asesinato del padre del sultán, Selim, mientras tocaba música en el ney para entretenimiento de las chicas de palacio. Estúpido viejo. Era su propio predecesor quien había llevado a cabo el asesinato. ¿Era ésta una de las tradiciones que estaba tratando de mantener: el asesinato de sultanes a manos de sus Kislar Aghas?

Pero ¿por qué cogió las joyas de la Valide? Quizás, de alguna estúpida manera, en su estrecha, taimada, supersticiosa y vieja mente, había llegado a asociar las joyas con el poder, y robarlas era como una especie de talismán, un amuleto, que le permitiría superar las mayores crisis. Tal vez nadie se enteraría nunca.

Las esclavas se habían marchado ya silenciosamente. Yashim las siguió, bajando por la escalera y cruzando la sala de guardia hasta el corredor.

Se detuvo ante la puerta del archivo. ¿Qué le contaría al joven?

Empujó la puerta y ésta se abrió. Ibou estaba de pie inmediatamente tras ella, sosteniendo una lámpara.

– ¿Qué ha pasado? Oí gritos.

Levantó la lámpara para iluminar el corredor, detrás de Yashim.

– ¿Qué pasa? -preguntó Yashim.

Ibou miraba de reojo. Parecía vacilar.

– ¿Está usted solo? Oh… Me pareció oír a alguien. -Levantó el brazo y se abanicó la cara con su mano-. Uf, hace calor.

Yashim sonrió.

– Sí que lo hará pronto -dijo- si no conseguimos apagar esos fuegos.

– Es cierto -repuso Ibou con una débil sonrisa.

Yashim apoyó una mano contra la jamba de la puerta y descansó su peso contra ella, mirando fijamente al suelo. Pensaba en Ibou trabajando solo mientras los eunucos aullaban reclamando al sultán en el patio de la Valide. Pensaba en la puertecita trasera que él acababa de cruzar tan convenientemente, y en el grupo de hombres que había visto bajo el Árbol de los Jenízaros, fuera. La coordinación de los preparativos dejaba poco margen, ¿no? La sublevación en la ciudad y la persuasión del sultán. Los conspiradores necesitarían una manera de comunicarse…

Un intermediario. Alguien que pudiera llevar los rumores del cerrado mundo del harén a los hombres del exterior que amenazaban a la ciudad.

Sintió un gran peso en su garganta.

– ¿Qué fuegos, Ibou? -preguntó suavemente.

Yashim no quería ver la cara de Ibou. No quería enterarse de que tenía razón, de que Ibou era el eje sobre el que giraba todo el complot. Pero vio el esfuerzo de Ibou para responder sin tartamudear. A partir del simple hecho de que ningún archivero, encerrado dentro de las altas paredes de su archivo, podía haber visto u oído nada de los incendios que Yashim había visto encender sólo momentos antes de entrar en el semidesierto palacio.

Ibou ya sabía que tendrían lugar.

Con reticencia, sus ojos se desplazaron hacia arriba, a la cara del joven.

– No ha funcionado, Ibou. El eunuco en jefe está muerto. No hace falta que esperes a nadie más.

Miró más allá del archivero, a los montones de libros y la puerta. La lámpara ante él despedía destellos y brillaba. Yashim cerró los ojos y los volvió a abrir. La luz ardía con claridad.

Ibou se dio la vuelta y dejó cuidadosamente la lámpara sobre la mesa. Mantuvo sus dedos sobre la base, como si fuera una ofrenda, como si estuviera rezando, pensó Yashim. Ibou miraba fijamente hacia el pequeño anillo de llamas, y algo en la tristeza de su expresión le recordó a Yashim al hombre cuyo cadáver yacía abandonado en el patio barrido por la lluvia, afuera. Años atrás, el Kislar Agha debía de haber sido un hombre como Ibou. Flexible y esbelto. Encantador. El tiempo y la experiencia lo habían hecho gordo. Pero antaño había sido hermoso, también.

– No ha acabado todo, Ibou -dijo Yashim lentamente-. Tienes que decírselo. Detén lo que está pasando. La hora no ha llegado.

Ibou estaba respirando rápidamente. Las ventanillas de su nariz se abrieron. Muy suavemente, retiró los dedos de la lámpara, y después levantó una mano y se tiró del lóbulo de la oreja.

Yashim abrió los ojos como platos.

– ¿Darfur? -dijo.

– No hay nada allí. Chozas. Cocodrilos en el río. Pequeños cerdos salvajes en la carretera, perros. Me dijo que debía venir. Yo lo deseaba.

Yashim se mordió el labio.

– Tengo cuatro hermanos y seis hermanas -continuó Ibou-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nos mandaban un poco de dinero de vez en cuando. Cuando él se convirtió en jefe, envió a buscarme.

– Entiendo.

– Es el tío de mi madre -dijo Ibou. Yashim asintió con la cabeza-. Hermano de mi abuelo. Y yo deseaba venir. Incluso ante el cuchillo, estuve contento. No tenía miedo.

«No -pensó Yashim-, sobreviviste.» Bien fuera por la ira o la desesperación, una u otra ayudaban a sobrevivir. En su propio caso, la ira. ¿Y en el de Ibou? Un pueblo de barro y cocodrilos, el cuchillo esgrimido en el desierto, la promesa de una escapatoria.

– Escúchame, Ibou. Lo pasado, pasado. Ya no tienes protector, pero hablaré en tu favor. Pero debes venir conmigo ahora y decirles a los hombres de fuera que el juego se ha terminado. La hora ha pasado. Haz esto, Ibou, antes de que mueran muchas personas.

Ibou se estremeció y se pasó la mano por la cara.

– ¿Usted… usted me protegerá?

– Sí, si vienes conmigo ahora. Tiene que salir de ti. ¿Dónde están esperando… bajo el árbol?

– Junto al Árbol de los Jenízaros, en efecto -casi susurró Ibou.

«Tenemos que ir ahora -pensó Yashim-, antes de que tenga tiempo de asustarse. Antes de que sea demasiado tarde.»

Cogió a Ibou del brazo.

– Vamos -dijo.