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El cabo de artillería Genghis Yalmuk se metió un dedo bajo la correa de su mentón y lo deslizó de oreja a oreja para aliviar la presión. Había servido durante quince años en la Nueva Guardia, pasando de soldado raso al cuerpo de artillería cinco años antes, y su única queja en aquellos quince años había sido el tocado que se esperaba que llevaran los soldados: unos chacós ferenghi, con duras tiras de piel. Ahora mandaba un pelotón de diez cañones con sus dotaciones: cuarenta hombres, en total.
Paseó su mirada por el Hipódromo y dejó escapar un gruñido. En el pasado había avanzado a través de las arenas y el calor de Siria. Había estado en Armenia, donde los cosacos atravesaban las líneas de infantería y cargaban contra su reducto, con los sables centelleando bajo la luz del sol y los caballos soltando espumarajos por los ollares, al tiempo que su propio oficial amenazaba con disparar contra cualquier hombre que desertara de su puesto. La batalla, aprendió, eran días y horas de espera, de apartar los pensamientos, salpicados de breves, salvajes, enfrentamientos en los que no había tiempo para pensar. «Deja eso -le habían dicho una y otra vez- a los oficiales que están al mando.»
Bueno, él era uno de ellos ahora mismo, y aquel mandato contra pensar seguía vigente, por lo que pudo descubrir. Sus órdenes habían venido directamente del serasquier, que se había estado moviendo por las líneas como un hombre enloquecido, estableciendo la posición de los cañones, instruyendo a las tropas, fijando las elevaciones de las armas y exhortando a todos a la obediencia. Genghis no tenía nada contra eso, por supuesto, pero él era un hombre del viejo Estambul, no uno de sus reclutas anatolios, y le resultaba extraño encontrarse en su propia ciudad, bajo las armas y ocioso mientras el lugar ardía en llamas.
Le habría gustado que lo destacaran con el propio sultán Ahmet, o en la otra, no identificada, ubicación en un lugar más profundo de la ciudad, donde la tropa sin duda estaría atajando los incendios de frente, en vez de recibir instrucciones de arrastrar sus cañones por todas partes e impedir que las multitudes se acercaran a palacio. Pero el serasquier había sido muy preciso en sus instrucciones. Habían sincronizado sus relojes para la barrera de fuego que se iba a iniciar casi exactamente una hora más tarde. La barrera cuyo propósito Genghis Yalmuk ni cuestionaba, ni comprendía, pero que el serasquier había preparado personalmente, yendo de arma en arma con un fajo de coordenadas como si no se pudiera confiar en su cabo artillero para que las fijara por sí mismo.
Y mientras tanto, pensó lamentablemente, estaban otra vez esperando. Esperando mientras la ciudad ardía.
Divisó a un hombre que llevaba una sencilla capa marrón hablando con dos centinelas frente a la puerta del serrallo, y frunció el ceño. Sus órdenes eran muy claras: mantener a los civiles fuera del área operativa. Aquel hombre debía de haberse deslizado a través de la Sublime Puerta, desde el palacio. Genghis Yalmuk echó los hombros para atrás y empezó a caminar hacia ellos. El tipo ese haría bien en volver por donde había venido, y corriendo, además, fuera o no de palacio, o se iba a enterar.
Pero, antes de que hubiera podido avanzar cinco metros, el hombre de la capa marrón se había dado la vuelta y estaba examinando el terreno. Uno de los centinelas apuntó con la mano, y el hombre comenzó a andar hacia él, levantando una mano.
– Usted… -empezó a decir Genghis, pero el civil lo cortó en seco.
– Soy Yashim Togalu, del servicio imperial -dijo-. Necesito ver al serasquier, y rápido. Necesidades operativas -añadió-. Nueva información vital.
Genghis Yalmuk parpadeó. El hábito de la obediencia estaba profundamente arraigado, a fin de cuentas, y su oído estaba sintonizado con las maneras autoritarias.
En cuanto a Yashim, estaba cruzando los dedos.
Por un momento, los dos hombres se miraron.
Luego Genghis Yalmuk levantó una mano y señaló.
– Allí -dijo tajantemente.
Yashim siguió la dirección de su dedo. Por encima de los muros y árboles que rodeaban la gran mezquita. Más allá de los minaretes. Más arriba, y mucho más lejos.
Estaba señalando a la cúpula de Aya Sofía.
– Entonces llego demasiado tarde -dijo Yashim, resueltamente-. Me temo que tendré que pedirle que me informe de sus órdenes.