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– Yo me voy a bajar ahora -dijo el serasquier tranquilamente-. Y usted… usted se quedará aquí, me temo. Pensaba que podría haber venido conmigo, pero no importa.
Hizo un gesto con su arma y Yashim salió de la arcada hacia el inclinado tejado.
– ¿Cambiaremos de sitio, con lentitud? -dijo el serasquier.
Giraron uno en torno al otro durante unos segundos, y entonces el serasquier se encontró en el arco.
– Mire. No voy a disparar contra usted. Sigo pensando que podría usted cambiar de opinión. Cuando los soldados se replieguen. Cuando este lugar empiece a arder.
Pero Yashim no estaba escuchando realmente. El serasquier había visto que sus ojos se desviaban de su rostro, y luego se abrían, casi involuntariamente. Pero dominó un impulso de darse la vuelta. Podía ser una táctica de distracción.
Pero la sorpresa de Yashim no era simulada. Detrás del serasquier, en la escalera, dos figuras extraordinarias habían hecho una silenciosa aparición. Una de ellas era morena, la otra rubia, e iban vestidas como creyentes, pero Yashim podría haber jurado que la última vez que había puesto sus ojos en aquellos dos llevaban levita y corbata, en la embajada británica.
– Excusez-moi -dijo el rubio-. Mais… parlayvoo français?
El serasquier giró en redondo como si le hubieran disparado.
– ¿Qué es esto? -susurró, lanzando una mirada de advertencia a Yashim.
Éste sonrió. El joven rubio estaba mirando por encima del serasquier, levantando una mano para saludar.
– Je vous connais, m'sieur… Le conozco a usted, ¿no es verdad? Yo soy Compston y éste es Fizerley. Usted es el historiador, ¿no?
Había un matiz de desesperación en su voz que, pensó Yashim, no estaba fuera de lugar.
– Son funcionarios de la embajada británica -le dijo al serasquier-. Mucho más modernos de lo que parecen, imagino. Y eficientes, como dice usted.
– Los mataré -gruñó el serasquier.
Les apuntó con su arma y ellos se encogieron entre sus hombros.
– Yo que usted, no lo haría -dijo Yashim-. Su alba republicana podría convertirse en un crepúsculo si atrae usted a las cañoneras británicas a su puerta.
– No tiene importancia -dijo el serasquier. Había recuperado su compostura-. Dígales que se vayan.
Yashim abrió la boca para hablar, pero sus primeras palabras quedaron ahogadas por una amortiguada ex plosión que sonó como un trueno. El suelo tembló bajo sus pies.
Cuando el ruido de la explosión se desvanecía, el serasquier sacó de un tirón el reloj de su bolsillo y se mordió el labio.
«Demasiado pronto -pensó. Y luego-: No importa. Que empiece el fuego.» Y aguardó, mirando el reloj.
«Quince segundos. Veinte segundos. Que disparen los cañones.»
El sudor perlaba su frente.
Se oyó otra explosión, algo más débil que la anterior.
El serasquier levantó los ojos y lanzó una mirada de triunfo a Yashim.
Pero Yashim le había dado la espalda. Estaba sobre el tejado, las manos levantadas, mirando la ciudad mientras el viento agitaba su capa.
Un poco más lejos, el serasquier vio el estallido de luz, dibujando de golpe a Yashim en un brillante relieve contra el cielo. El serasquier oyó el retumbar de los cañones que siguió. Se produjo otro estallido de luz, como de una granada que explotara, y otro profundo retumbar, y el serasquier frunció el ceño. Sabía lo que le estaba desconcertando. El ruido y la luz no se producían en la correcta secuencia.
Debería haber oído rugir los cañones, y luego ver centellear la luz cuando las granadas llegaran a su blanco.
El serasquier saltó de la arcada y empezó a correr; sus pies no hacían el menor ruido sobre las gruesas planchas de plomo.
Yashim se lanzó en su persecución, pero el serasquier era demasiado rápido. En un instante había visto lo que esperaba ver, y, con brillante intuición militar, había captado exactamente lo que todo aquello significaba para él. Los cañones estaban castigando el extremo que no correspondía de la ciudad; las granadas estallaban muy lejos. No moderó el paso. Se encogió ligeramente cuando Yashim llegó a su altura, pero, un momento más tarde, había saltado sobre los canalones, y bajaba medio corriendo, medio deslizándose, por el tejado de plomo de la semicúpula de sostén.
Se movía con una velocidad terrible. Yashim se precipitó hacia el borde y empezó a descolgarse al tejado cónico, pero el serasquier ya se había esfumado. Entonces repentinamente reapareció, más abajo, dando grandes zancadas hacia el sur por un tejado resbaladizo.
Por un momento, la ciudad entera apareció extendida bajo sus pies. Volvió a ver la oscura masa del serrallo. Vio las luces parpadeando en el Bósforo. Vio a hombres y mujeres cruzando apresuradamente la plaza bajo él, y a lo lejos las llamaradas que se desprendían de las repentinas brechas que la artillería estaba practicando en su camino.
En cuanto a él, sólo había una dirección que podía tomar.
Durante muchos años después, un armenio contratista del ejército que se casó con una viuda rica que le dio seis hijos contaba la historia de cómo casi fue aplastado por un oficial que cayó del cielo sobre él.
– No era un soldado raso, de hecho -terminaba su historia, con una sonrisa-. Dios, en su Gracia, me mandó un general, y he estado tratando con ellos desde entonces.