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Bajo la lluvia, de noche, incluso una ciudad de dos millones de almas puede aparecer silenciosa y desierta. Era la hora muerta entre la tarde y las plegarias de la noche. Una rata, con su húmeda piel brillando en la oscuridad, salió furtivamente de una boca de alcantarilla desbordada y empezó a hurgar a los pies de un edificio, buscando refugio. El agua creciente la perseguía lentamente.
Poco a poco el charco fue deslizándose, de un guijarro al siguiente, buscando las junturas. Cuando hallaba una, comenzaba a discurrir por ella, buscando ciega pero infaliblemente su camino colina abajo. De vez en cuando se detenía, se acumulaba el agua, y empezaba nuevamente, insistentemente, a bajar, trazando su propio camino hacia el Bósforo, formando las orillas de su propio reguero con barro, ramitas, pelos, migajas. El agua se extendió a una calle lateral, pero volvió a formar un charco en el otro lado, donde un tramo de escalones de piedra bajaba hasta la mezquita de la Victoria, recientemente edificada en la orilla.
La lluvia, que seguía cayendo, continuaba creando un charco cada vez mayor junto al desagüe. A la hora del lucero del alba, el portero de la mezquita mandó a dos trabajadores a seguir la pista de aquel torrente que estaba amenazando con filtrarse en los suelos de cemento y echar a perder las alfombras. Los hombres se cubrieron la cabeza con sus capas de lana, dejando los codos al descubierto bajo la lluvia, y comenzaron a subir por la escalera.
Aproximadamente a unos doscientos metros colina arriba, encontraron un sector de la calle que se había convertido en un estanque, y cautelosamente tantearon la fangosa agua con sus bastones.
Finalmente localizaron el desagüe y empezaron a tratar de desatascarlo; primero con sus varillas y más tarde, agachándose hasta que la barbilla les llegaba a la helada y sucísima agua, con manos y pies. La obstrucción era una especie de fardo, tan fuertemente atado con cuerdas que ninguno de los dos hombres, con los pies por delante en el helado barro, consiguió tirar de él. Al final, poco antes de que rompiera el alba, lograron meter una varilla entre el fardo y una pared del desagüe, hacer palanca y apartarlo lo suficiente para que el agua pudiera escapar con un borboteo.
El trabajador más inclinado sobre el desagüe finalmente vio lo que al principio parecía un pavo gigantesco, atado para asar.
Lo que vio a continuación lo descompuso.