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– Tenemos órdenes de no admitir a nadie hasta que los disturbios hayan cesado -entonó el mayordomo, bloqueando con su ancho cuerpo la puerta de la embajada.
– Ya no hay disturbios -dijo Yashim.
El mayordomo simplemente apretó los labios. Yashim suspiró y alargó un paquetito.
– ¿Querría usted hacer llegar esto a Su Excelencia la Princesa?
El mayordomo bajó la mirada y aspiró por la nariz.
– ¿Y de quién diré que procede?
– Oh… diga sólo de un turco.
– ¡Yashim!
Eugenia estaba bajando lentamente por la escalera, una mano flotando junto a la barandilla y la otra en su mejilla.
– ¡Entra!
El mayordomo se apartó y Eugenia cogió las manos de Yashim entre las suyas y lo acompañó al sofá. El mayordomo revoloteaba sobre ella.
– Todo está bien -dijo Eugenia-. Somos amigos.
– De parte del caballero, Alteza.
El mayordomo le tendió el paquete de Yashim y retrocedió.
– Té para nuestro visitante, por favor -dijo Eugenia.
Cuando el mayordomo se hubo ido, ella dejó caer el paquete en su regazo, volvió a coger las manos de Yashim y lo miró fijamente a los ojos.
– Me parece… que nos vamos a casa. -Esbozó una repentina sonrisa y le apretó las manos-. Derentsov, mi marido, está furioso. Y asustado. Cree que lo han traicionado.
Yashim asintió lentamente.
– Tú sabes quién fue, ¿no es verdad? -Eugenia echó la cabeza hacia atrás y lo estudió con una lenta sonrisa-. Todos piensan que tú no tienes importancia. Pero eres inteligente.
Eugenia vio que él apartaba la mirada.
– ¿Quieres saberlo? -preguntó él, suavemente.
Ella movió la cabeza en un gesto negativo.
– Lo estropearía todo. Tengo un deber con mi marido, y hay algunos secretos que no puedo guardar. Estaba delirando esta mañana, diciendo que lo habían puesto en una situación comprometida. No tiene otra solución que dimitir. Está decidido a que regresemos a San Petersburgo, y a enfrentarse al zar.
– Y a los bailes, las cenas y a las damas con sus abanicos. Lo sé.
– Será duro.
– Pero tienes un deber con tu marido.
Ambos se rieron.
– ¿Qué es esto? -dijo ella, sopesando el paquete que tenía en la mano.
– Ábrelo, y mira.
Así lo hizo, y observó cómo él le mostraba el pequeño cierre que deslizaba la daga de su vaina.
– Me recuerda algo -dijo ella maliciosamente-. Y a alguien.
Sus ojos se encontraron y la mirada maliciosa desapareció.
– No creo que…
– ¿Nos volvamos a ver? No. Pero… siempre soñaré. Contigo.
– Si les contara a las damas de San Petersburgo… -No digas una palabra.
Eugenia movió negativamente su adorable cabeza. -No lo haré -dijo-. Nunca lo haría. Se inclinó hacia delante, torciendo la cabeza ligeramente a un lado de forma que un mechón de su negro cabello quedó balanceando. -Bésame -dijo ella. Y se besaron.
Ruso o no ruso, un mayordomo es un mayordomo. Es impasible. Es discreto.
Yashim se había ido ya antes de que él sirviera el té.