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Mientras esperaba que la ira del serasquier se fuera apaciguando por sí sola, Yashim le hacía preguntas sobre el descubrimiento del segundo cadáver, pidiendo detalles sobre la posición del desagüe y el estado del cuerpo. El esfuerzo de describir cómo estaba encajado y atado pareció rebajar la ira del oficial, pero no dejaba de apretar el dorso de una silla con sus dedos, haciéndolo crujir. Yashim se preguntó si iba a sentarse.
– Yo había pensado -terminó el serasquier amargamente- que tendríamos algo a estas alturas. ¿Tenemos algo?
Yashim se tiró de la nariz.
– Effendi. Todavía no comprendo cómo se perdieron los hombres. Se fueron juntos del cuartel.
– Sí, al menos eso tengo entendido.
– ¿Adonde fueron?
El serasquier lanzó un suspiro.
– Nadie parece saberlo. Terminaron el servicio a las cinco. Volvieron a su dormitorio y se pasaron un rato allí… Lo sé porque coincidieron en parte con los hombres que llegaban a prestar servicio por la noche.
– ¿Haciendo qué?
– No mucho, aparentemente. Holgazaneando en sus literas. Libros, algún juego de cartas, algo así. El último hombre en salir los vio jugando a las cartas.
– ¿Con dinero?
– No… No lo sé. Probablemente no. Espero que no. Eran buenos chicos.
– El hombre que los vio jugar, ¿fue el último en verlos?
– Sí.
– ¿De modo que nadie comprueba a la gente cuando sale del cuartel?
– Bueno, no. Los centinelas están ahí para vigilar a las personas que entran. ¿Por qué deberían estar atentos a las que salen?
«Para ayudar a un hombre como yo en una situación así», pensó Yashim. Ésa era una razón. Se le ocurrían otras. Una cuestión de orden y disciplina.
– ¿Salen los hombres generalmente, por la razón que sea, de uniforme?
– Hace cinco a diez años, eso no era muy corriente. Ahora, en cambio, alentamos a los hombres a llevar el uniforme en todo momento. Es mejor que la población de Estambul se vaya familiarizando con las nuevas maneras; y mejor también para los hombres. Eleva la moral.
– Y es útil para usted, también, para comprobar cómo se comportan.
El serasquier dejó asomar una extraña y forzada sonrisa.
– Eso también
– ¿Van a algún burdel tal vez? ¿Disponen de chicas? Lo siento, effendi, pero tengo que preguntar.
– ¡Esos hombres eran oficiales! ¿Qué está usted diciendo? Los hombres, sí, los hombres corrientes se ven con mujeres en la calle. Estoy al corriente. Pero éstos eran oficiales. De buena familia.
Yashim se encogió de hombros.
– Y hay buenos burdeles, también, al decir de todos. No parece muy probable que esos cuatro fueran y estuvieran sentados toda la tarde en un café bien iluminado, con sus uniformes. Ésa no es una manera de perderse, ¿verdad? En vez de ello, en algún momento, durante la tarde, sus caminos tuvieron que cruzarse con el de su secuestrador. Su asesino. En algún lugar… Oscuro, sin luz. En un barco, quizás. O en un oscuro sendero. O en algún lugar siniestro… un burdel, un salón de juego.
– Sí, ya veo.
– ¿Tengo su permiso para entrevistar a los oficiales que compartían su dormitorio?
El serasquier respiró hondo y a punto estuvo de hacer rechinar los dientes. Bajó la mirada al suelo. Yashim ya había visto esto antes. La gente quería soluciones, pero siempre confiaba en que podía conseguirlas sin provocar un escándalo. El serasquier quería hacer un comunicado público, pero no estaba, al parecer, totalmente dispuesto a correr el riesgo de ofender o alarmar a nadie. Las fuerzas del padishah, afirmaría, están trabajando incesantemente y con la absoluta confianza de descubrir a los autores de esta malvada acción… y él mismo no se creía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo.
– Effendi, o tratamos de averiguar lo que ha pasado, o no tiene sentido que continúe.
– Muy bien. Le escribiré una nota.
– Una nota. ¿Cree usted que será suficiente? Para hablar, quizás. Pero ¿en ese lugar lóbrego servirá una nota?
El serasquier miró directamente a los ojos azules de Yashim.
– Lo apoyaré -dijo débilmente.