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Yashim, en realidad, había encontrado tiempo para visitar el harén aquel día; pero había ido discretamente, sin avisar a nadie, simplemente a ver dónde había sido hallado el cuerpo, y dónde había vivido la muchacha.
Su habitación, que había compartido con otras tres muchachas, tenía camas de hierro y varias filas de perchas en las cuales las jóvenes colgaban sus ropas y las bolsas que contenían los jabones perfumados que les gustaban, algunos chales y babuchas, retales de ropa y los brazaletes y joyas que poseían. Como cariyeler, doncellas del harén, sus compañeras de cuarto no habían sido aún ascendidas al rango de gözde, pero lo estaban esperando.
Dos muchachas habían extendido una sábana vieja a través de la cama, y estaban ocupadas depilándose con un pegajoso ungüento verde que cogían de un cuenco de latón situado sobre una pequeña mesilla de noche octogonal. Una de ellas, de ojos verdes y piel pálida, estaba untándose cuidadosamente con la espátula cuando Yashim llegó a la puerta y se inclinó. La chica levantó la barbilla en un gesto de saludo despreocupado.
– ¿El lecho de la gözde? -preguntó Yashim.
La muchacha que estaba de rodillas hizo un ademán con su espátula.
La otra chica, que tenía los brazos extendidos, levantó la cabeza, miró su propio cuerpo y entrecerró los ojos.
– Tendrían que quitar sus cosas, pobrecita -dijo-. No es muy agradable para nosotras.
– Lo siento -se disculpó Yashim-. Sólo quería ver lo que hay. -Deslizó sus manos por los vestidos de la muchacha, luego sacó de un tirón dos bolsas de las perchas y vació su contenido sobre la cama-. Debisteis de ser amigas.
La muchacha que estaba arrodillada bajó de la cama y cruzó en busca de una visión mejor. Llevaba su codo separado del cuerpo para mantener el ungüento de su sobaco al aire, y con una mano tiró de su pelo hacia atrás formando una cola de caballo. Su piel era olivácea, y sus labios oscuros como vino añejo, el mismo color de los pezones de sus pechos, que se alzaban en finas curvas.
Yashim miró hacia atrás y después desparramó las pertenencias que había encima de la vacía cama.
– Ella era de mi talla -dijo la muchacha, alargando la mano para coger una pieza arrugada de ropa blanca-. Todos lo sabíamos.
La chica de la cama soltó una risita.
– ¡Lo era!
La muchacha agitó la cosa en su mano y luego la acercó a su pecho, moviendo su brazo libre de forma que le cruzara uno de sus senos; las blancas cintas de tela se balanceaban contra su barriga. Había algo tan inocente y obsceno en su gesto que Yashim se ruborizó.
La muchacha de la cama le ahorró tener que hablar.
– Quítatelo, Nilu. Da grima. ¿Has venido, lala, a llevarte sus cosas?
Nilu dejó que el bustier cayera revoloteando sobre la cama y se volvió hacia su amiga.
Yashim examinaba cuidadosamente las pertenencias de la gözde.
– ¿Cómo era? -preguntó.
La muchacha llamada Nilu se encaramó a la cama de su amiga; Yashim oyó crujir el somier. Se produjo un silencio.
– Era… bueno, no estaba mal.
– ¿Era una amiga?
– Era simpática. Tenía amigas.
– ¿Y enemigas? -dijo Yashim dándose la vuelta.
Las dos muchachas estaban sentadas una al lado de la otra, mirándolo.
– ¡Ay! -La muchacha se metió de pronto una mano entre las piernas-. ¡Me escuece!
Saltó de la cama, sus pálidos senos balanceándose, con una mano metida entre sus esbeltas piernas.
– Vamos, Nilu. Tengo que lavarme.
Nilu alargó la mano para coger una toalla de la percha.
– Tenía amigas -dijo. Correteó hacia la puerta-. Montones de amigas -añadió volviendo la cabeza.