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– Bien, hola, preciosa.
La que hablaba era una esquelética mujer de unos cuarenta años que llevaba una reluciente peluca negra, un bustier de lentejuelas de pechos acolchados, una larga y diáfana falda y un par de grandes babuchas de perlas. Llevaba también demasiado maquillaje. Eso la hacía parecer más vieja, observó Yashim con una leve punzada de disgusto.
Pero ¿hacía cuántos…, dieciocho años? Ambos ya eran mayores cuando él llegó por primera vez a la ciudad con el séquito del gran príncipe-mercader fanariota, Giorgos Mavrocordato. Mavrocordato había visto rápidamente dónde residía el talante de Yashim, poniéndolo a trabajar en los libros de contabilidad por su cultivada escritura, y mandándolo al puerto a recabar información útil. Pidiéndole que estudiara los manifiestos e identificara nuevos artículos de comercio. Yashim había aprendido mucho, y, con su don para las lenguas -un don mayor incluso si ello era posible que el de su patrono, que hablaba turco otomano, griego esclesiástico y demótico, rumano, armenio y francés, pero bastante mal el ruso, y nada de georgiano-, se había vuelto indispensable para el clan Mavrocordato. Poseía el talento de hacerse invisible, una habilidad para mantenerse discreto y hablar poco, de manera que la gente tendía a pasar por alto su presencia.
Pero aunque estaba agradecido por las largas horas que mantenían su mente despierta, sin embargo el viejo tormento, tanto peor porque lo llevaba a flor de piel, había crecido en la pesada atmósfera de comercio y política, una secreta agonía entre secretos. Ser un eunuco era, para Yashim en aquella época, la gramática de un lenguaje que no podía comprender. De modo que se había sentido aislado en la sociedad más cosmopolita de Europa.
Había conocido a Preen en una fiesta que Mavrocordato montó para un pachá al que quería impresionar, contratando bailarines para la velada. Yashim había sido enviado, posteriormente, a pagarles, y se encontró hablando con Preen.
De todas las tradiciones que unían a Estambul, la larga historia de los bailarines köçek era probablemente la menos celebrada, y posiblemente la más antigua. Algunos decían que descendían -en un sentido espiritual- de los niños danzarines de Alejandro. La fundación de Constantinopla habría tenido lugar casi mil años después de que la tradición köçek hubiera emigrado de su hogar natal, en el norte de la India y Afganistán, a las fronteras del Imperio romano. Las köçek eran criaturas ciudadanas, y el ofrecimiento de una ciudad a orillas del Bósforo los habría atraído como el polvo a un fuego voraz. Lo que era seguro era que los griegos habían albergado a estos danzarines, seleccionándolos de entre las filas de niños que habían sido castrados antes de la pubertad y sometidos a un riguroso entrenamiento en las estilizadas artes y misterios de la danza köçek. Bailaban tanto para hombres como para mujeres. Bajo los otomanos, habitualmente era para hombres. Actuaban en grupos de cinco o seis, acompañados por un músico que pulsaba una cítara mientras ellos daban vueltas y bailaban. Cada grupo era responsable de contratar a nuevas «chicas» y prepararlas. Muchos de ellos, desde luego, dormían con sus clientes; pero no eran prostitutas, que ellos consideraban como totalmente lascivas… e inexpertas. «Cualquier chica puede abrirse de piernas -le había recordado Preen en una ocasión-. Las köçek son bailarinas.»
Pero sin duda era cierto que las köçek no eran demasiado exigentes con sus amigos. Se encontraban en el escalón más bajo de la sociedad otomana, por encima de los mendigos, pero junto con los malabaristas, actores, prestidigitadores y otros que constituían la despreciada -y bien patrocinada- clase de animadores profesionales. Tenían sus esnobismos -¿y quién no?-, pero vivían en el mundo y conocían sus entresijos.
Yashim se había divertido con Preen y sus «novias» al principio. Le gustaba la manera franca como hablaba, la picardía y el candor, y en Preen llegó a admirar el alegre cinismo que ocultaba un corazón inmerso en sueños románticos. Comparado con el espeso secretismo y las sombrías miradas de la aristocracia fanariota, el mundo de Preen era basto pero lleno de risas y de sorpresas. Y cuando al producirse el estallido de la rebelión del Peloponeso siniestras sombras se cernieron sobre los griegos en Estambul, Preen había reaccionado a sus preguntas sin pensar un momento ni en su propio peligro ni en los prejuicios que empezaban a brotar en las calles. Durante dos días, albergó a la madre y las hermanas de Mavrocordato, mientras Yashim preparaba el plan que los llevaría a la isla de Egina, y a salvo.
A veces se preguntaba qué veía ella en él.
– Vamos, entra. -Dio la vuelta apartándose de la puerta y regresó a contemplarse la cara en el espejo-. No puedo detenerme, amor. Las otras chicas estarán aquí dentro de un momento.
– ¿Una boda?
Yashim conocía la rutina. Muchas veces desde aquel año dramático él había ayudado a Preen a prepararse para las bodas, las celebraciones de circuncisión, los cumpleaños para los que la gente requería la presencia de los danzarines köçek. Y Preen, a cambio, quizás sin darse cuenta completamente, le había preparado para sus días, aquellos nuevos, monótonos, días en que agonías de lujuria e ira le corroían desde el interior, y todos los días mejores que habían de venir.
– La noche de los chicos -dijo ella, sin mirar a su alrededor-. Tienes suerte de encontrarme… Ocupada, ocupada, ocupada, ésa soy yo.
– ¿Va bien el negocio?
– Nunca fue mejor. ¿Qué aspecto tengo?
– Fascinante.
Ella hizo girar su cabeza de un lado a otro, siguiendo su imagen en el espejo.
– ¿No estoy vieja?
– Seguro que no -dijo Yashim rápidamente.
Preen se llevó los dedos a la mejilla y con suavidad se tiró de la piel hacia arriba. Luego la soltó, y Yashim vio que lo miraba por el espejo. Entonces a ella se le iluminó la cara con una sonrisa y se volvió para mirarlo de frente.
– ¿Organizando una fiesta?
Yashim sonrió y movió negativamente la cabeza.
– Buscando información.
Ella levantó un dedo y lo agitó en su dirección. Un enorme anillo con un cristal tallado brilló a la luz. Era una de las chillonas creaciones del bazar que llamaban «matavecinos» por la envidia que se suponía que inspiraban.
– Querido, sabes que nunca traiciono una confidencia. Una chica tiene sus secretos. ¿Qué tipo de información?
– Necesito saber qué clase de rumores corren por aquí.
– ¿Rumores? ¿Y por qué demonios acudes a mí?
Los dos se rieron.
– Hombres de uniforme -sugirió Yashim. Preen arrugó la nariz e hizo una mueca-. Los Nuevos Guardias, de los Cuarteles Eskeshir.
– Lo siento, Yashim, pero la idea simplemente me repugna. ¡Esos pantalones ajustados! Y tan poco color. A mí siempre me parecen un puñado de grillos de otoño brincando hacia un funeral.
Yashim sonrió.
– Realmente, quiero saber por dónde brincan. No tanto los hombres como los oficiales. Chicos de buenísimas familias, me dijeron. No te molestaría si fueran simples soldados, Preen, no sabrían nada. Pero los oficiales…
Dejó las palabras en suspenso. Preen levantó las cejas y se tocó con la mano la parte de atrás del cabello.
– Bueno. Puedo ver qué saben las chicas. No prometo nada, pero veré lo que puedo hacer.