172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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Capítulo 22

La habitación era pequeña, más parecida a una celda, sobriamente amueblada con un taburete de pino, un hundido lecho y una fila de ganchos de madera, de los cuales colgaban varias grandes bolsas, negros bultos bajo la amarillenta luz. El cubículo carecía de ventanas y despedía un olor fétido y húmedo, una nauseabunda amalgama de perfume, sudor y el aceite de la lámpara, que soltaba un humo negro.

La persona a la que pertenecía esa habitación se movió rápidamente hacia las bolsas y hurgó en la más pequeña, fue tanteando hasta que sus dedos se cerraron en otra bolsa más pequeña, que procedieron a sacar. Luego tiró de los cordeles. El contenido cayó sobre el somier con un sonido suave, tintineante.

Un par de brillantes ojos negros contemplaron con odio las joyas, que relucían. Había una cadena de oro que portaba un lapislázuli oscuro. Había asimismo un broche de plata, un óvalo perfecto, engastado con diamantes del tamaño de guisantes tiernos. Había un brazalete -una versión más pequeña de la cadena de oro, su cierre oculto bajo un rubí anclado a un roel de plata- y un par de pendientes. No cabía ninguna duda de cuál era el origen de las joyas. En cada cara, cuidadosamente incrustado en el lapislázuli, entre los diamantes, sobre el rubí, aquel odioso e idolatrado símbolo, «Z» o «N», zigzagueando arriba y abajo, tan torcido como el hombre.

Así era como había empezado todo. No era fácil seguir los pasos exactos -aquellos francos eran astutos como zorros-, pero Napoleón había sido el autor de todo. ¿Qué era lo que los francos no dejaban de instar al mundo? Libertad, igualdad y alguna cosa más. Una bandera con tres franjas. Había algo más. No importa. Eran todo mentiras.

Aquella bandera había ondeado sobre Egipto. Hombres como tijeras habían ido de un sitio para otro raspando, decapando, desenterrando cosas, escribiéndolo todo en unas libretitas. Otros hombres tijeras, guiados por un infiel medio ciego, habían quemado sus barcos a la sombra de las pirámides, y el propio Napoleón había huido, subiendo a un buque por la noche. Luego aquellos infieles habían realizado grandes marchas, y pasado hambre y sed; murieron como moscas en los desiertos de Palestina.

Pero eso fue solamente el comienzo. Uno habría pensado, ¿verdad?, que todo el mundo vería la locura de los extranjeros, ¿no? Pues no fue así. Los egipcios trataban aún más de parecerse a ellos. Habían visto cómo los franceses andaban por todas partes, comportándose como los amos en los dominios del sultán. Lo atribuían a los pantalones, a las armas especiales que los franceses habían abandonado, a la forma como los soldados franceses marchaban y se movían, luchando como un solo cuerpo en el desierto, aunque caían como moscas.

Nuevas formas. Nuevas cosas que salían de libritos. Personas que siempre estaban garabateando y garabateando, con la nariz pegada a sus libros hasta que sus ojos se volvían rojos por el esfuerzo. Fingiendo comprender la jerigonza francesa.

Napoleón. Había matado al rey francés, ¿no?, invadido el Dominio de Paz, cegando los ojos de sus propios hombres y de todo el mundo. ¿Por qué nadie más podía ver lo que estaba pasando? Y aquellas joyas… ¿íbamos a vendernos por unas baratijas?

Aunque fueran valiosas.

Era una lástima que la muchacha hubiera visto. Malaria fue algo inesperado, y peligroso. Quizás una reacción exagerada. Ella podría no haber visto nada, ni comprendido nada. Tal vez tenía otras cosas en su cabeza. Una sonrisa secreta de triunfo y esperanza en su bonita cara. Nada parecido al aturdimiento con que peleaba por respirar, viendo a quién pertenecían las manos que le rodeaban el cuello. Las manos que habían cogido las joyas.

Ah, bueno, estaban los demás. Debía actuar rápidamente, sin remordimientos.

Una bola de saliva aterrizó en el lapislázuli y empezó a deslizarse lentamente por el montante de la letra «N».