172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Capítulo 23

Preen sintió la quemazón del ouzo en su garganta y luego cómo el licor caía a plomo, como si fuera algo vivo, en el pozo de su vacío estómago. Volvió a dejar el vaso sobre la mesita baja y cogió otro.

– ¡A la salud de las hermanas!

Un círculo de pequeños vasos osciló en el aire, tintineó y fue devuelto a la mesa por cinco muchachas de cabello negro como ala de cuervo y aspecto ligeramente demasiado maquillado. Una de ellas hipó, luego bostezó y se estiró como un gato.

– Se acabó -dijo-. A dormir tocan.

Las demás se rieron agudamente. Había sido una buena velada. Los hombres, silenciosos mientras las köçek bailaban, habían demostrado su reconocimiento a la manera tradicional, introduciendo monedas bajo las costuras de su ropa cuando las danzarinas se acercaban bailando. No siempre se podía decir, pero la casa había tenido un aspecto limpio y los caballeros parecían sobrios. Era una especie de reunión, ella nunca averiguó exactamente de qué tipo.

Le gustaba que sus caballeros fueran sobrios, pero tras una actuación a ella no le importaba emborracharse un poquito también. Pidieron el carruaje para que los dejara en lo alto de la calle que conducía a los muelles, y anduvieron bamboleándose en la oscuridad hasta llegar a la puerta de una taberna que conocían. Era griega, por supuesto, y estaba llena de marineros. Lo que en sí mismo no era malo, pensó Preen con un esbozo de sonrisa, porque dio la casualidad de que dos de ellos les lanzaron miradas subrepticias de vez en cuando, dos jóvenes, y más bien guapos, que ella no conocía. Sólo pescadores de las islas, pero con todo…

Otras dos chicas decidieron marcharse, pero Preen prefirió quedarse. Sólo ella y Mina, juntas. Otra copa, quizás.

Estaba tomando la segunda cuando los marineros se decidieron. Eran de Lemnos, tal como ella había supuesto, y habían vendido una gran captura en el mercado aquella mañana, por lo que estaban un poquito alegres en su última noche en la ciudad, y con dinero para gastar. Al cabo de unos minutos, Preen observó que la mano del hombre quemada por el sol se dirigía hacia su pierna. «¡Vamos, sigue -sonrió-, sigue!»

Pero con el rabillo del ojo vio a un hombre bajito, ligeramente encorvado, con la cara picada de viruelas, que entraba en la taberna. Yorg era uno de los rufianes del puerto, una de la multitud de comadrejas que durante el día abordaba a los recién llegados y les ofrecía alojamiento barato, una visita a su hermana, o, si le parecía prudente, una copa gratis en su local. El local de Yorg, naturalmente, era un burdel donde macilentas muchachas procedentes del campo recibían a cliente tras cliente, noche tras noche, hasta que eran soltadas en las calles o eran liquidadas y arrojadas al Bósforo. Formaban parte del detrito humano que vagaba por los muelles y alrededor de los hombres que zarpaban de éstos. En cualquier caso, su esperanza de vida no era larga.

Preen se estremeció. Muy amablemente apartó la mano que acababa de posarse en su muslo, le puso un

dedo sobre los labios al marinero y se deslizó por su lado, con un centelleo de su elegante cintura. «Ya se esperará», pensó. Ahora mismo, tenía un trabajito que hacer. A una chica no le gusta faltar a sus promesas.