172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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Capítulo 24

Hay una zona de Estambul, bajo las murallas de la ciudad, en la cabecera del Cuerno de Oro, que nunca ha sido completamente urbanizada. Quizás el terreno es demasiado inclinado para construir en él, quizás en la época de los bizantinos estaba prohibido edificar tan cerca del palacio de los césares. De manera que había subsistido hasta comienzos del siglo XIX como una especie de descuidado yermo, salpicado de rocas y de achaparrados árboles.

Si se sabía adonde mirar, se podía descubrir a algunos hombres viviendo allí, y a veces a mujeres también; pero no era muy juicioso husmear en aquel lugar durante mucho rato. Algunos de los habitantes de esta parcela estaban más a menudo fuera de su casa por la noche que durante el día, y a todas horas un aire de resignada criminalidad vagaba entre los cansados árboles y las pequeñas cuevas y grietas donde se había cuidadosamente acumulado una parte de la basura de la ciudad, para formar una deprimente especie de refugio. Todo tipo de chabolas, pequeños guetos, habían sido hábilmente construidos por unas oscuras personas que de alguna manera habían conseguido filtrarse a través de la red de la caridad… o escapar a la soga del verdugo.

De vez en cuando las autoridades de la ciudad ordenaban un peinado de la ladera de la colina, pero invariablemente la mayor parte de sus habitantes parecían escapar sigilosamente, sin ser vistos. Los barridos levantaban un montón de basura que era quemada a los pies del barranco, a veces un extraño cadáver, quizás de un perro salvaje muerto de hambre o de alguien demasiado alejado del mundo para hacer algo más que mirar, con ojos que no veían, esa emanación de seres procedentes de una ciudad que ellos habían perdido y olvidado desde hacía mucho tiempo. Los ruidosos hombres, armados con largos palos, finalmente se marchaban; los moradores de la colina regresaban silenciosamente, y la construcción de refugios volvía a comenzar.

Alguien estaba ahora buscando a tientas su camino, muy lentamente, por el barranco, moviéndose sin hacer ruido y cuidadosamente de roca en roca. Brillaba una pequeña luna, pero de vez en cuando un espeso banco de nubes la ocultaba completamente durante varios minutos; y en uno de estos interludios de oscuridad, la figura se detuvo, esperando, escuchando.

– ¿Todo tranquilo?

La respuesta llegó en un susurro.

– Todo tranquilo.

Dos hombres se entrecruzaron a tientas en la oscuridad. El recién llegado se dejó caer, con los pies por delante, en una estrecha cueva, se puso de cuclillas y apoyó la espalda contra la pared.

Minutos más tarde, las nubes se separaron. La débil luz de la luna mostró al hombre todo lo que necesitaba ver. Una cajita de opio, apoyada contra la pared. Una oscura pila de lo que él sabía que eran los uniformes. Y, en la parte trasera de la cueva, a dos hombres, atados y amordazados. La cabeza de uno de ellos estaba inclinada hacia atrás, como si estuviera dormido. Pero los ojos del otro estaban abiertos de par en par, llameantes como los de un animal aterrorizado.

El recién llegado miró instintivamente hacia la cajita, agradecido al menos de que la elección ya estuviera hecha.